Nació en Quemchi el 19 de julio de 1910 y desde sus primeros años navegó por los canales de Chiloé. Su padre era un capitán de cabotaje que viajaba hacia el Estrecho de Magallanes. Vivió su adolescencia en Puerto Montt, pero las grandes experiencias que marcaron su literatura ocurrieron en Punta Arenas; y más precisamente, en las grandes estancias de Tierra del Fuego, donde cuidó a los 20 años rebaños en una estancia y fue domador de potros.
Le debemos a Coloane el conocimiento de las regiones más desconocidas de la geografía chilena y más que eso: la recreación de la vida simple de seres humanos victoriosos o derrotados pero siempre empeñados en una lucha sin tregua en medio de la magia, el misterio, los sueños, la realidad y la leyenda.
Ganó el Premio Nacional de Literatura en 1964. Sus obras han sido llevadas al cine y traducidas al inglés, francés, alemán, ruso, sueco, checo, húngaro, griego, búlgaro y portugués. Falleció el 5 de agosto de 2002, su cuerpo fue cremado y su muerte fue comunicada tres días después, tal como había sido su deseo en vida.
EL ESCRITOR
Es un escritor recio, humilde, cuya amplia experiencia en las tierras australes le dio tema para desplegar su obra. Un quehacer que se asienta principalmente en la narrativa simple, esforzada, donde refleja el frío mundo de los canales y de la Antártica.
Coloane es un excelente narrador. Tiene un estilo sencillo y ameno. Narra con fluidez, muestra sin adornos la realidad de los elementos, donde la soledumbre y las ansias de sobrevivir al agreste paisaje, a veces, son superiores incluso a consideraciones éticas. Su trabajo literario apunta hacia la depredación humana tanto sobre los primeros aborígenes como sobre la fauna de la tierra austral, depredación que anota con crudo realismo, sin lecciones de justicia, dejando en el lector una impresión sobrecogedora.. Su lenguaje, ya lo hemos dicho, es transparente, sin complicaciones. Eso mismo hace, muchas veces, que su narrativa, cuando se detiene en las barbaridades provocadas por el hombre, sea un muestrario algo frío de acontecimientos reprochables, los cuales, de por sí, llaman al horror.
Seguramente, el estilo se mimetiza con esa región siempre gélida, azotada en forma incesante por vientos inclementes y bordada sus praderas de mantos níveos.
Su obra es extensa. Tiene una trilogía de cuentos que lo ha hecho famoso: Tierra del Fuego, Golfo de Penas y Cabo de Hornos, además de varias novelas, entre las que sobresale sin duda El Ultimo Grumete de la Baquedano, llevada al cine. Y en materia de filmaciones, Tierra del Fuego tambien fue llevada a la pantalla al igual que Cabo de Hornos y su cuento De cómo murio el Chilote Otey. Del mismo modo, participa en filmes de índole cientifica.
Luis Sepúlveda, el celebrado escritor chileno que triunfa en el extranjero, actualizó el conocimiento sobre Francisco Coloane en Europa, logrando que éste tuviera una primavera de elogios.
Es uno de los grandes autores chilenos.
Nació en Quemchi el 19 de julio de 1910. Estudió en Huite, Ancud y Punta Arenas.
Realizó diversas actividades, como por ejemplo, ovejero, capataz, explorador de petróleo, escribiente judicial, marino, actor de teatro. Tiene el título de Educador Sanitario. Dirigió el Boletín de la Direcciónn de Sanidad. Todo lo cual, no cabe duda, le sirvió posteriormente para escribir sus inolvidables relatos.
En materia literaria y periodística, desarrolla su labor en los diarios El Mercurio, Crítica (Jefe de Crónica), El Sol ( Jefe de Deportes), La Nación, Las Ultimas Noticias (crónica policial) y en la revista Ziz Zag.
Laboró en el Ministerio del Trabajo, en el departamento de Extensión Cultural. A partir de entonces termina su peregrinaje entre Santiago y Punta Arenas.
Es hombre de robusta complexión, alto, poblado su rostro de alba barba que ha mantenido con el tiempo. Posee un concepto ideológico definido. Se ha casado dos veces y tiene dos hijos.
Fue nombrado Hijo Ilustre de Quemchi en 1968 y Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile ( 1966). En 1964 es consagrado con el Premio Nacional de Literatura y en 1980 designado Miembro de la Academia Chilena de la Lengua.
Ha viajado por China, la antigua Unión Soviética, India.
El libro que le dio popularidad es sin duda El Ultimo Grumete de la Baquedano, pero los fieles lectores de Coloane coinciden en justipreciar su tarea cuentística, especialmente su trilogía de relatos breves. Cabo de Hornos representa su obra trascendental.
La aventura es el leitmotiv de su creatividad. Los paisajes australes su mejor pintura y la caracterización de los protagonistas, parca, cruda y real, sobresalen por su trascendencia. El hilo tensional es acertado y la composición de textos obliga a leerlos con interés, lamentando que el espacio se haga corto para disfrutar de su lectura.
A pesar del avance "civilizador", el mundo de la realidad y de los sueños de Men Nar estaba cribado por esos rayos de luz y sombras que despiertan hasta el gusano que anida entre las hojas caedizas del roble antártico, sacudido por los ventarrones.
Timaukel, al ver al Onaisin tan solitario, envió a Quenós a la tierra de hielos para que la poblara.
Quenós llegó al Kahin-Cuen, el lago largo. Tomó dos puñados de barro, hizo un miembro masculino y un órgano femenino. Los dejó uno al lado del otro y se fue. Llegó la noche; al día siguiente apareció el primer hombre. En la otra noche, al llegar el alba, apareció la primera mujer. Así fue poblándose el Onaisin. Así lo contaron Mimkiol Kaushel, Tenenesk, Anikin, en vísperas de celebrarse las ceremonias del Klóketen, para lo cual bajaron a cabo Domingo, en busca de carne de foca y de cormoranes, porque no había guanacos para celebrarlo.
Quenós repartió el mundo . La tierra de aquí para los selk'nam, onas, que quiere decir simplemente "hombre". Pronto hubo mucha gente. En ese tiempo, la bóveda celeste estaba mucho más cerca de la tierra. Antes de subir de nuevo a ella, la hizo elevar a la altura que hoy tiene. Allí se encuentra Quenós en forma de una estrella, la más destacada.
Antes de ascender, cuando hacía tiempo Quenós andaba en el Onaisin, había tres antepasados que lo acompañaban a todas partes. Casi siempre estaban los cuatro juntos. Eran poderosos. Formaban parte de los "jon " y "hohuen " de aquella época . Los primeros tienen un poder por encima de los onas corrientes. Los segundos una facultad que los hace morar junto a Timaukel, que es puro "caspi", espíritu. Quenós no tenía mujer ni hijos. Uno de sus acompañantes era Tschenuke. Los nombres de los otros se han olvidado, pero cuando Quenós llegó a viejo, ya había muchos descendientes. Anciano estaba y procuró dormirse en un largo sueño: el sueño de la transformación, como las orugas que se encierran en un canutito, después vuelan convertidas en mariposas, con la primavera. O el del pasto bajo el cielo, que brota con hojas nuevas cuando los hielos se quiebran.
Varias veces intentó dormirse Quenós, al fin lo consiguió. Estuvo tendido igual que un muerto. Los otros tres intentaron lo mismo. Se acostaron, no se movieron; estuvieron mucho tiempo así, les sobrevino un sueño profundo, pero no murieron. Se levantaron después. Estaban igual que antes. Aquello fue solamente un intento. Por ese motivo se marcharon Quenós y sus tres compañeros al norte. En el camino se fueron arrastrando estas cuatro personas torpes, achacosas por la edad. Se hablaban muy bajo, casi no conversaban, tan cansados y agotados como los enfermos de muerte. Llegó un momento en que se hicieron envolver por los demás en sus capas de cuero de guanacos y se echaron al suelo. Así estuvieron echados en el suelo esos cuatro hombres, sin moverse. Recibieron el mismo trato de un cadáver cuando se entierra. Después de algunos días volvieron a moverse. No habían muerto. Primero se movieron con mucha lentitud, luego más rápido. Empezaron a mover los labios con algunas palabras que apenas se oían, muy bajas, palabras que parecían salir de debajo de la tierra. Después de entre el pasto. Al fin se levantaron y se pusieron de pie. Entonces cada uno de ellos vio a los demás. Todos contemplaron atentamente a aquellos cuatro hombres. Cada uno de ellos había vuelto a la vida. Toda la gente los había llorado. Como a enterrados vivos. Ahora se alegraban. Los cuatro se sentían revivir, renovados después del largo sueño. Al fin habían conseguido en el norte lo que habían intentado en el sur del Onaisin.
Sucedió lo mismo con los demás antepasados. El que envejecía se envolvía en su capa de cuero de guanaco. Se echaba al suelo. Yacía sin moverse igual que si estuviera muerto. Ahí estaba varios días. No hablaba ni se movía. Al cabo de un tiempo volvía en sí. Al principio se movía poco, después más. Movía los labios, empezaba a hablar, hablar, hablar. Luego se levantaba lentamente, se ponía en pie. Se encontraba de nuevo remozado.
Cada cual iba a la choza de Quenós: "Despiértalos", le decían y Quenós los despertaba. En ese momento desaparecía el mal olor. Cada cual volvía a su familia. Cuando Quenós estaba en el norte del Onaisin también se había despertado a sí mismo, tan grande era su poder. El que era despertado por Quenós continuaba viviendo. Después envejecerá, se entregará al sueño profundo. Cuando no quiera levantarse más, se convertirá en un cerro que llevará su forma; en caverna, en montaña, pájaro, roca, animal marino o terrestre, en viento también. Otros seguirán a Quenós a la bóveda celeste. Él los guía. Es la estrella más grande que se divisa en su grupo, la que más se mueve. Otros se convirtieron también en estrellas, nubes, polvo luminoso, en "la isla blanca que está dentro del cielo".
En tiempo de los "hóhuen", los antepasados, andaban por el mar el albatros, por la tierra la lechuza blanca y el búho pardo, el águila ratonera, el ganso salvaje y otras aves más. Muchos se convirtieron en esos pájaros. Otros en vientos y se fueron cada uno a su lugar. Otros en pulpos, medusas, pingüinos, ballenas, en delfín blanco chico, en el azul piedra grande, en la ballena asesina. Otros en cumbres tan lindas como "Oichalá", "Technol", "E, wan", "Silá" y algunas más.
Ellos se quedaron aquí en nuestra tierra. Así sucedió durante mucho, mucho tiempo... Resonaban en los oídos de Men Nar como si fueran las voces de la tierra, el mar y el viento. Sombras de las sangres de sus antepasados que subían y bajaban mientras daba de mamar a su recién nacida. Del remoto pasado, saltaba a su tragedia presente, ignorante de su remoto futuro, y el de esa criatura.
¡Qué hermoso era Tóin, alto vigoroso, con su gorro de piel de nutria y su capa de guanaco; nariz grande, labios grandes y siempre sus dos rayas blancas desde las fosas nasales hasta las orejas porque siempre estaba de buen humor! Men Nar recordaba que unas rayas coloradas significaban que iba de caza, negras, que estaba de mal humor. Recordaba que Tóin era un gran "jon", le explicó a los jóvenes que estaban bajo un gran roble deshojado, de esos que botan su fronda cuando llega el invierno. Cubierto estaba el árbol ese día hasta arriba con unas orugas de colores... ¿Las ven, las ven? Está envuelta en su capita como los "hohuen"; en el verano saldrá volando una mariposa puede que sea el "caspi" de un antepasado... ja, ja, ja... oía reír a Tóin, burlón. ¿Dónde estará Tóin? Cayó como otra sombra más densa cuando los koliotes le hicieron bum bum en cabo Domingo...
En su oído el silbido de una bala, de otra, otra..., brincó saltando piedras, las piedras también brincaban..., se le cayó la capa de cuero de guanaco al saltar asustada, se desató el cordón que la amarraba al cuello. Tóin quedó atrás botado en el suelo. Corrió..., corrió hacia el faldeo por detrás del alto pasto de la vega. Sintió un crepitar en la oreja; pero no, en el pie . . . algo se trizó. El cuerpo desnudo cayó arrastrándose por entre las altas matas del pasto coirón. Luego la vega de Río Chico con ese pasto, ahora tenía que arrancar por los cañadones de Río Grande para la casa del Pelado... Montones de pasto traía en sacos puestos sobre su cabeza. .., montones de pasto para la parva donde la había encontrado Esther... Allí, entre el pasto de cabo Domingo, la había aplastado el koliote como si fuera un visne. La dio vuelta enardecido; dos, tres veces la aplastó; la sangre del pie se mezcló a otra sangre. ..; al último la mordió en los labios y ella se puso a llorar con esos mordiscos. Así la dejó, yerta, con unas palabras: "You cost me much more than a whore from Río Grande!"
Las asiladas de la "Vieja Encaña" y de la "Cinchón Tres Vueltas" cobraban tres o más libras esterlinas según el trato y el rato.
La codicia implacable de la vida ganadera se acercaba a pasos agigantados a Río Grande, donde una compañía había instalado un frigorífico para faenar carne de capones y corderos que se exportaban en grandes barcos directamente a Londres, como las lanas a Bradford.
Las costas occidentales de la Tierra del Fuego se desgranan en numerosas islas, entre las cuales culebrean canales misteriosos que van a perderse allá en el fin del mundo, en "La Sepultura del Diablo".
Los marinos de todas las latitudes aseguran que allí, a una milla de ese trágico promontorio que apadrina el duelo constante de los dos océanos más grandes del mundo, en el cabo de Hornos, el diablo está fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo crujir sus grilletes en el fondo del mar en las noches tempestuosas y horrendas, cuando las aguas y las oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos abismos.
Hasta hace pocos años, sólo se aventuraban por esas regiones audaces nutrieros y cazadores de lobos, gentes de distintas razas, hombres corajudos que tenían el corazón nada más que como otro puño cerrado.
Algunos de estos hombres han quedado engarzados para toda la vida en esas islas. Otros, desconocidos, acorralados por el látigo del hambre que parece arrearlos de oriente a occidente, llegan de tarde en tarde a esas tierras inhospitalarias, donde pronto el viento y la nieve les machetean el alma, dejándoles sólo los filos con dureza de carámbano.
Al final de los canales existe un lugar de tenebroso renombre: el presidio de Ushuaia. De las sangrientas evasiones de presidiarios también han quedado regados por las islas, entre los indios a veces, hombres que han conquistado su libertad a tiro limpio y que no podrán asomar la cabeza por donde haya una luz de justicia.
Nada debe extrañar al hombre de esas tierras: que un barquichuelo se haga a la mar con cuatro marineros y regrese con tres; que un cúter haya desaparecido con toda su tripulación, etc. Nada debe extrañarle cuando las pieles y el oro son repartidos proporcionalmente entre los tripulantes. . .
Al final de esos canales, cercana al cabo de Hornos, está situada la isla Sunstar.
Los dos únicos habitantes de la isla, Jackie y Peter, están sentados en el umbral del rancho en un inacabable anochecer de diciembre. El rancho es una construcción de dos piezas formadas con troncos rústicos, sobre cuyo techo los líquenes y musgos verde-amarillentos crecen como una tiesa sonrisa de esa naturaleza agreste hacia el cielo que, cargado de desgracias, deja caer sus nieves durante la mayor parte del año.
Los cazadores dicen que son hermanos, pero nadie sabe nada; ellos nunca lo han manifestado, como que no abren la boca sino para la violencia y para engullir.
Jackie tiene la faz impersonal y vaga de un recién nacido; de regular estatura, con un chispeante reflejo en los ojos sumidos en párpados sin pestañas, enrojecidos y tumefactos, parece a veces un gran feto o una foca rubia.
Peter es más interesante con sus rasgos de zorro, de felino hipócrita y cansado. A primera vista tiene una actitud apacible, pero en la cabeza de estopa asoleada hay unos mechones turbios, más oscuros, que advierten, sin saberse por qué, de algo sórdido y agresivo que se esconde en esa aparente mansedumbre.
Comentan que tienen algunas libras esterlinas guardadas y que están juntando más para irse a sus tierras... ¿A qué tierras? ¿De dónde han venido?. . .
Nadie sabe el origen de muchos hombres de esos lugares, nadie sabe a dónde van a ir a parar; si parecen emergidos de la tierra misma, de esas aguas raras y perdidas en el extremo del orbe.
Hablan una mezcla de español e inglés gutural. Su trato con los indios y la soledad les han hecho perder el don de hilvanar pensamientos y frases largas. Son entrecortados en su decir y difíciles de entender para los hombres un poco más civilizados que bajan desde Magallanes a buscar las codiciadas pieles.
Después de haber comido un poco de pescado se han sentado en la puerta, a descansar, en medio de la tarde que va cayendo con los más extraños reflejos del crepúsculo austral.
Al frente, las aguas del canal están tranquilas y profundas; en el fondo de las ensenadas, circundadas de robles, tienen un color más oscuro y parecen vagar sobre la tersa superficie vahos de negruras inquietantes.
El silencio es completo, estático y frío.
Jackie lanza un bostezo desde sus quijadas de foca, apoya la cabeza en la mano y mira una nevada montaña, a lo lejos, por detener los ojos en algo, más que por un lejano instinto hacia la belleza.
De pronto hace un movimiento inquieto y para la oreja en dirección a un ruido que advierte venir de la playa cercana. Primero es un chapoteo como el de una nutria que sale del mar trepando por los acantilados; después es un suave y tierno despegar de remos en el agua.
Por costumbre de cazador va a buscar un Winchester al interior de la choza y aguarda en medio de la puerta. Peter también se ha levantado en actitud de espera.
Al cabo de un rato, el mojado ruido cesa, y a poco se oye un abrir de malezas en el robledal que circunda, en parte, al rancho, y, ya no les cabe duda, alguien avanza entre los robles bajos y tupidos.
Entre hombre y hombre, nadie allí usa armas; Jackie, con desgano, deja el rifle detrás de la puerta.
Nadie usa armas, porque un cartucho vale una piel de lobo o de nutria; y cuando alguien quiere evitar el molesto reparto de los cueros, se elimina al socio abandonándolo en un peñasco solitario en medio del mar o basta con un pequeño empujón junto a la borda del celoso cúter, en una noche tranquila, mientras se navega.
Una mancha parda apareció entre el verde del ramaje, y un hombre echado hacia adelante, con la ropa desgarrada y empapada, avanzó al pequeño claro de pampa, como un animal apaleado surgido de una charca.
Los hermanos se miraron; el hombre se detuvo a unos pasos de ellos: alto, magro y noble a pesar de que en él todo estaba desvalido; renegridos los poblados bigotes y la barba. Levantó la cabeza, y con una extraña mirada de súplica, como si todo él se hubiera azotado contra el suelo, dijo:
—¡Un poco de comida!... ¡Vengo arrancando de Ushuaia!. . .
La voz salió rara, como si en todos los días de peripecias no la hubiera usado y ahora no tuviera timbre.
Peter, el de los mechones oscuros en la cabellera de lampazo, movió la cabeza negativamente y, con la mano levantada indicando el camino por donde el hombre había llegado, dijo tropezando en las palabras
—¡Vamos!... ¡Andando!... ¡Lárgate!...
El hombre no rogó, sabía que estaba de más; y ya se disponía a volverse, cuando su vista se detuvo fijamente en un montón de cueros de lobeznos, estaqueados junto a las paredes de la choza.
Las pieles más codiciadas por los cazadores son las de lobos de dos pelos; pero los industriales europeos han imitado muy bien esta fina piel con los cueros de los lobitos de un pelo, muertos dentro de los ocho días de su nacimiento y descuerados antes de las veinticuatro horas de haberlos muerto.
Esas pieles se conocen con el nombre de "popis", y los compradores en Magallanes pagan a razón de cuarenta a cincuenta peniques por cada una.
La abundancia de lobos de un pelo en las regiones antárticas es enorme. La dificultad está en los inaccesibles lugares en que paren las lobas y la duración de la caza, que debe ser, como dijimos, dentro de los ocho días del nacimiento.
—¡Ustedes cazan "popis"!... —dijo el prófugo con algo en la cara que no alcanzó a ser sonrisa, y continuó—: Yo conozco una caverna, una enorme lobería donde abundan más "popis" de lo que se puede cazar.
La cara de Peter se ensanchó, y en los labios apareció una sonrisa, como el oscuro pantano que en alguna noche plateada se ilumina igual que la fuente.
—¡Pero, antes, un poco de comer!... ¡Estoy que me caigo de hambre!—siguió el prófugo.
—Primero dinos: ¿dónde está la lobería?—exclamó uno.
—¿Han oído ustedes hablar de La Pajarera?...
—¡Sí! Vaya una novedad, ya sabemos que en su interior hay una lobería y que nadie ha podido entrar en esa isla endiablada, porque la boca de la caverna está en pleno océano, llena de peñascos y rompientes.
—¡Eso es!...—dijo satisfecho el prófugo—. ¡Nadie ha entrado por ahí, pero donde hay pájaros hay lobos, y donde hay lobos, pescados!... Antes de salir mar afuera, en el recodo que tiene la isla en la mitad, allí donde nadan y juguetean las manadas de focas, hay una entrada oculta!. . .
—¡Vamos, quédese aquí! —sonrió Peter con su cara maligna.
El hombre comió un poco de pescado seco, restos de carne asada, y se acomodó para dormir sobre unos cueros, detrás de la mohosa y destartalada cocina.
Los gringos se echaron sobre sus camastros de toscas tablas de roble, apegados a la pared, que en esta parte estaba calafateada de estopa y pedazos de cueros podridos, para guarecerse del viento y de la nieve.
Volvió a reinar de nuevo el silencio. La noche austral afuera, quieta y helada.
¡Todo es cuestión de precio, en esa tierra y en todas partes! Al amanecer, más o menos a las dos y media de la mañana, ya estaban a bordo del pequeño cúter con su chalana a popa, los tres hombres afanados en zarpar, como si se hubiesen conocido toda la vida.
El sol semipolar empezaba a iluminar el paisaje de soslayo, como un reflector paliducho y lejano, cuando las explosiones del motor a kerosene del cúter taladraron la paz de los lugares y la embarcación fue avanzando despaciosamente, rumbo al sur, canal abajo.
A las tres horas de navegación llegaron a la desembocadura del canal. Más allá se divisaban las grandes olas del océano, que iban menguando sus furias al acercarse a la pequeña angostura de la salida. Ésta las transformaba en mar picado y correntoso, peligrosísimo cuando las mareas subían o bajaban.
El cúter inició un tenue balanceo por la amura de babor y, virando, fue a buscar el recodo de la isla, donde después de buscar fondo, Jackie lanzó al mar la pequeña ancla.
La Pajarera es una isla alargada en forma de monstruo o lobo echado, cuya cabeza, cimbrada por los recios vendavales del cabo, parece agacharse desafiante y vomitar rocas despedazadas donde el mar va a romperse eternamente.
—¡Allí es!. . .—dijo el prófugo, señalando desde la proa del cúter una disimulada hendidura que penetraba en la isla, y que se perdía en tupido ramaje, y contemplando la pared grisácea de la isla sintió escapársele un respiro desde el fondo del ser.
Esa era su "pajarera"; ocho años sin verla. La caverna que él solo conocía. Entre esos mismos recovecos estuvo escondido una vez, cuando en Ushuaia los malditos reflectores de los guardacostas le pescaron el contrabando de aguardiente...; hubo tiros y necesidad de acertar. ¡Quién sabe cuántos!... Todo quedó atrás.
La alta roca se cortaba en una línea pareja inclinada hacia el mar. La sombra de su cumbre saliente rodaba una zona de claridad en las aguas.
Hubiera semejado un trozo de un mundo extraño, muerto, si en las pequeñísimas grietas, como escalones formados por capricho natural, millares de pájaros no estuvieran constantemente apiñados; balconeaban, cual habitantes de un curioso rascacielos, cuervos de mar, patos liles, caiquenes blancos, triles, albatros, gaviotas y palomas del cabo.
Un orden admirable guardaba esa "pajarera", que le había dado el nombre a la isla. En la parte de abajo, los pingüinos se aglomeraban con sus pechos de nieve y con su estúpida gravedad; seguían arriba los cuervos y patos liles con sus pazguaterías de mirones, escandalizándose por todo. En la parte alta, saliendo y llegando como a determinadas expediciones, las gaviotas y albatros ponían sus notas de lontananza.
De vez en cuando, un picotazo en la riña lanzaba al espacio a un cuervo que sostenía la caída con las alas; otro llegaba en vuelo recto dispuesto a abrirse un lugar; y se armaba un tumulto de alas, picos y graznidos.
"Donde hay gaviotas hay lobos, y donde hay lobos, pescados", había dicho el forastero. La corriente que se estrecha en esa parte y la ensenada guarecida y profunda de La Pajarera, eran la vía central del tráfico incesante de los habitantes del mar.
Así, la eterna lucha aparecía del fondo del mar cuando un lobo sacaba de un estirón el redondo cogote fuera de la superficie, mordiendo un robalo que se retorcía como un brazo blanco y espejeante.
Era un espectáculo escultórico del mar: la piel del lobo, reluciente y oscura, el cuello dilatado en formas vigorosas, las fauces de perro y de hombre, con sus bigotes destilantes cual trozos de cristal, apretando la cola del pez que se enroscaba y abofeteaba las quijadas ansiosas de la bestia.
Más allá, en pequeños grupos, con sus cuerpos esbeltos de delfines, nadaban a saltos y en parejas los lobos finos de dos pelos.
Los tres cazadores, embarcados en la pequeña chalana, se acercaron a la hendidura oculta por la cortina de líquenes y enredaderas.
Apartando el verde cortinaje, penetraron en una boca oscura. Era la entrada oculta de la caverna. La roca sudaba humedad y el agua de una pequeña vertiente caía en inflados goterones al mar.
Alumbrados con un farol, avanzaron empujándose con los pequeños remos contra las paredes lisas y viscosas.
Habríanse internado unos treinta metros, cuando una claridad confusa fue recibiéndolos poco a poco y un sordo rumor ajeno, como retumbos de bombos colosales, turbó aquella paz de tumba. Era el mar bravío que se rompía en la entrada inaccesible de la caverna, la que quedaba hacia el cabo.
Poco a poco la semiclaridad disminuyó, se hizo más pareja. Las paredes se adivinaban cortadas a pique y hacia el techo de la caverna no se veían más que negruras espesas y aplastantes.
El prófugo tomó la singa de la chalana, haciéndola avanzar con mil precauciones. El remo, aleteando suavemente en forma de hélice, apenas producía un ruido cuyo eco se tragaban las oquedades.
Los tres hombres se agachaban instintivamente oteando hacia adelante, donde parecía estar poblado de pavuras.
De pronto un extraño olor a sangre de pescado putrefacta llegó a atosigar a los tres hombres, en ondas tibias y nauseabundas.
El olor se fue intensificando; las ondas tibias se hicieron oleadas sofocantes y pesadas, y un rumor blando y apagado fue percibiéndose.
De súbito, la galería de la caverna se ensanchó y en el fondo de una poza enorme se divisaron montoneras de cuerpos grandes, pardos y redondos, que se movían con pesadez y lentitud.
—¡Esa es la lobería!—dijo el prófugo, y su VQZ enronquecida continuó—: Hay que tener cuidado con los machos viejos, esos grandes y barbudos, que son los únicos que se quedas acompañando a las hembras en la parición. Preparen el rifle, y, cuando estemos cerca, disparen unos balazos para que las lobas se abran y podamos bajar en las toscas de la pequeña playa.
A los disparos se agitaron los cuerpos y en un breve claro de playa los hombres atracaron la chalana; cada uno desembarcó llevando en la mano un grueso palo en forma de maza.
Un macho enorme, con bigotes tiesos y horribles, movió las arrugas de sus belfos; sus ojos se movieron con extraños reflejos y se levantó sobre su aletas en actitud feroz... Un disparo de Jackie, que llevaba el rifle, retumbó, y el lobo se desplomó lanzando un bramido sordo y profundo..
En las profundidades de una caverna, en el seno de una isla, rodeados de sombras, de un olor y de un calor pesados que embotaban los sentidos, los hombres sufrieron un breve remezón y aflojaron un poco su reciedumbre cuando sintieron aquel bramido del lobo moribundo...
Acostumbrados, sí..., pero mar afuera, en donde las olas y el viento pegan de frente y atacan fuerte; mientras que estas hondas negruras, esta pesadez de cuevas hechas para monstruos. . .
—¡Estos son los jodidos!—dijo el gringo cuando vio desplomarse la bestia del guaracazo.
La parición estaba en su apogeo. Algunas lobas en el duro trance se ponían de costado y de sus entrañas, abiertas y sanguinolentas, salían unos turbios animalitos, moviéndose como gruesos y enormes gusanos con rudimentos de aletas. Otras emitían intermitentes raros quejidos, casi humanos, en los últimos dolores del alumbramiento. En su estibamiento, a veces se aplastaban unas con otras, y, madres al fin, en su desesperación, se daban empujones y mordiscos para salvar a sus tiernos hijuelos de ser aplastados. Estos, los más grandecitos, se encaramaban sobre los lomos maternos como curiosos ositos de juguete, o bajaban dando los primeros tumbos de la vida.
Una rara palpitación de vida, lenta y aguda, emanaba de esa masa dolorosa e informe, de cuerpos redondos pardo oscuro.
Quejidos de tonos bajos, sordos. Choques de masas blandas. Desplegar de aletas, resoplidos. Chasquidos pegajosos de entrañas en recogimiento. Algo siniestro y vital, como deben ser las conjunciones en las entrañas macerantes de la naturaleza.
¡Si aquello no era una lobería, era una isla en el trance doloroso!... ¡Una isla pariendo! ¡El gemido de la naturaleza creadora, en esa bolsa de aire fétido y aguas oscuras! ¡La matriz fecunda de la isla incubando los hijos predilectos del mar! ¡El mar, ese macho arrollador y bravío que baña sus peñascos relucientes desde afuera!... ¡El progenitor que devuelve los dolores parturientos de la isla, con blancas caricias de espumas engarzadas a los riscos! ¡Región de un mundo lejano!. . . ¡Lobos, loberos, islas extrañas! ¡Tierra sobrecogedora, inolvidable y querida; el hombre que se ha estremecido en sus misterios, se amarrará para siempre a sus recuerdos! Ella y sus hombres son como el témpano. ¡Cuando la vida le ha gastado las bases azules y heladas, da una vuelta súbita y aparece de nuevo la blanca y dura mole navegando entre las cosas olvidadas!...
Pero es inútil que se esconda la vida en lo más profundo de sus entrañas: allá se mete el hombre con sus instintos para arrancarla.
Los tres cazadores iniciaron su tarea de siempre y de todas las partes: matar..., matar, destruir la vida hasta cuando empieza a nacer.
Con los mazos mortíferos en alto, fueron brincando por sobre los cuerpos que daban a luz y descargando garrotazos certeros sobre las cabecitas de los recién nacidos. Los tiernos lobeznos no lanzaban un grito, caían inertes, entregando la vida que sólo poseyeron un instante.
¡Matar y matar!... ¡Cuanto más rápido, mejor! Como poseídos de una locura extraña, los hombres asestaban mazazos e iban amontonando los pequeños cuerpos.
Sudorosos, cansados, se detenían un momento a tomar aliento. Un macho viejo y grande les atemorizaba a veces, y hacía intervenir el fusil. Las lobas no se defendían y sus ojos contemplaban fijamente, con un fulgor indefinible, la tarea de los matadores de sus hijos.
Cuando hubieron calculado la carga de la chalana, empezaron a arrojar en su interior los muertos, hasta que la línea de flotación les aconsejó prudencia.
Luego, la chalana, llena de lobitos pardos v relucientes, fue saliendo de entre las entrañas rocosas, y los hombres, con su cargamento, surgían a la luz como extraños pescadores que hubieran ido la tender sus redes al abismo, que peces de allí parecían esos lobeznos.
Dos faenas iguales alcanzaron a realizar aquel día, de la caverna al cúter. Y con las avanzadas sombras de la noche, recalaron al lugar del rancho e iniciaron, incansables, el descueramiento, pues de un día para otro las pieles mortecinas se echan a perder.
A la mañana siguiente, todos los rajones disponibles del rancho estaban repletos de cueritos de "popis" estaqueados.
—¡Como si hubiéramos completado la temporada! —dijo uno de los gringos, jubiloso.
Cinco días continuaron trayendo el cúter cargado de pieles. La faena de la caza llegaba a su término. Ya habían pasado los ocho días de la parición.
Durante las noches, en el breve descanso que dejaban el descueramiento y el estaqueado, los gringos se habían vuelto más obsequiosos con el valioso huésped. Éste había trasmutado los rasgos fijos de su faz, siempre detenidos en una actitud de espera, por una sonrisa que empezaba a desarrollarse bajo el renegrido bigote.
En la mañana austral, fría y luminosa, resbaló una vez más el ruido fatigoso del motor del cúter y fue a refugiarse, con eco apagado, en los ámbitos de los canales.
—¡Hoy es el último día y trataremos de hacer tres chalanas de "popis"! —dijo Jackie, aflojando un rizo de la vela para ayudar al motor, con la fina brisa que pegaba por la aleta.
El prófugo extendió una sonrisa esperanzada y fue diciendo, pausadamente, mientras miraba al cielo:
—¡Después de ésta, yo he de "rumbiar" al norte!... ¡Ustedes saben!... ¡Unos cuantos cueros no más, para dárselos al patrón del primer cúter que me pueda llevar! Me quedaría aquí, pero ya no sirvo; la temporada de caza pasó y nunca se está demasiado lejos de Ushuaia...
Algo helado pasó entre las miradas de los hermanos... Siempre los dos gringos se habían estado preguntando desde lejos lo mismo, en iguales circunstancias de la vida cuando así se miraban. Ambos eran canallas, pero les costaba serlo sinceramente... Habían pasado siempre echándose del uno al otro la bola negra de sus pensamientos.
Apartando sombras, como en los días anteriores, penetraron en la caverna y atracaron la chalana en el claro que dejaron las lobas en los postreros días de su parición.
El herido instante en que la vida nace a su curso olía, como siempre, a muerte y vida
Con los dientes destapados como en apretada sonrisa, el prófugo se internó caverna adentro, golpeando a derecha e izquierda sobre las frágiles cabecitas.
Estaba metido muy adentro, confundido entre las sombras, poseído de su afán de matar, avanzando a horcajadas sobre los lomos como un extraño demonio que explorara a mazazos las espesas negruras, cuando los hermanos se miraron de súbito. ¡Fue sólo un instante supremo! Sus miradas chocaron hasta con temor. No habían hablado una palabra, pero ya desde antes estaban de acuerdo sus pensamientos canallas. Se comprendieron..., y bajo un solo impulso saltaron a bordo de la chalana y emprendieron presurosos la fuga.
El prófugo, cansado, detuvo de pronto la matanza... y, lentamente, volvió la cabeza hacia atrás. La chalana ya desaparecía en la galería de salida.
No tuvo tiempo para nada. Quedó estupefacto, como si la tierra entera hubiera desaparecido quedando sólo él, flotando y sumido en el vacío, sin piso, sin cielo. . .
Cuando hemos cargado nuestra barca con el equipaje, con las más bonitas ilusiones y sueños y quedamos estupefactos en la playa del engaño, viéndola partir, en lontananza, llevándonos todo y dejándonos la fofa hilacha que no atina a nada. .., entonces aflojamos; pero echamos un vistazo hacia atrás, vemos que hay senderos de regreso, nos recobramos, y aunque vayamos curvados por nuestra pesada cruz, con el alma doblada, ya levantaremos el hombro y arrojaremos la cruz en alguna vera polvorienta, y volveremos a ser lo que fuimos.
Pero cuando no hay caminos de regreso, el alma queda sobre un filo, oscilando en el límite, en constante caída. El filo puede ser un hilo de luz lacerante o una sima.
El prófugo avanzó hasta el borde del agua. Se sentó en la arena y lanzó una especie de mirada por sobre el lomaje pardo de las bestias, por sobre las paredes sombrías, por sobre las aguas tranquilas y siniestras de la negra caverna...
Afuera, la chalana ya salía al canal, sonriente de luz y de pájaros. . .
Un calor sofocante..., un olor que viene en rollos.. ., en madejas de estopa blanda como el algodón. Y se mete por las narices..., por la boca, atascando.
Un lobo grande y negro..., un lobo, sí, con los bigotes tiesos en la pulpa asquerosa de los belfos hediondos, con hedor espeso, que viene a aplastarle el pecho con sus aletas enormes, blandas, pegajosas y pesadas como los tablones de la muerte.
¡Pero si no es un lobo! Es Luciano, el bachicha, que, borracho, viene a echarle su corpulencia encima. ¡Luciano no mueve sus gruesos labios olorosos a toscano, pero sus ojos le preguntan por los cueros!. . .
¡Los cueros por los cuales pelearon y él lo dejo tendido en la arena de una puñalada en el vientre!
¡Sangre!... ¡Alivio! Él nada ahora con lentitud en el mar; junto a él se sumergen lobos conocidos en las aguas glaucas y cristalinas; las aguas se vuelven oscuras... Pero si no son aguas. . . Es sangre espesa y revuelta, y a su lado ve dos lobos largos y rubios. . . No; son monstruos, mitad hombres, mitad lobos... Pero no; son Jackie y Peter que muestran sus dientes apretados y están sonrientes....
¿Qué es eso, Dios mío? Una loba está abriendo sus entrañas sobre su faz. Su lobezno va saliendo del vientre como una babosa negra... Y lo ahoga... ¡Ah...,pasó!... ¡Qué alivio! Pero las entrañas se recogen, lo absorben, son enormes y lo arrastran hacia el interior... Las entrañas lo aprietan horriblemente.. .
¡La loba lo va a parir y no puede! Las vísceras lo empujan, lo atraen, hacen de él un nudo. . ., y todo es negro, es sangre negra, es baba espesa.
¡Descanso! Lentamente se levanta un clamor a lo lejos. El clamor se convierte en un cántico armonioso de miles de voces infantiles. Y por las paredes, ahora celestes, de la caverna van apareciendo bandadas de niños... No, son pájaros...; no, son lobeznos con sus aletas transformadas en alas... Y cantan... Y vuelan.. .
¿Y él, qué hace?... Ha asestado una puñalada al lobo que nada a su lado, y este lobo es Luciano y lo ha enterrado en la arena. . . Pero, Dios mío, él es bueno, ¿y cómo ha hecho eso?, ¿y por qué embiste contra los lobitos que vienen a cantarle a su lado con voces de ángeles? Y los va matando con el mango del puñal... Y no puede despegarse de su crueldad..., y los lobitos van cayendo uno a uno... ,.y se van apagando poco a poco sus cánticos celestiales.
Todo es paz, es dulzura, silencio..., y él tiene alas ahora, es liviano y quiere vaciarse en un hilo largo que sale hacia la luz. . . Y se eleva ágilmente, volando hacia una claridad que se abre entre las nubes rocosas. . . Y asciende. . . Asciende hacia una zona de luz y de paz.
Algunos años después, en un diario de Punta Arenas apareció una lacónica noticia que no extrañó a las gentes, acostumbradas a leer las misteriosas tragedias que de tiempo en tiempo ocurren en esos mares:
El comandante de una escampavía que realiza expediciones a los canales del extremo sur, ha comunicado a la autoridad marítima haber encontrado un cúter, al parecer abandonado desde hace tiempo, en la cercanía de la isla denominada La Pajarera, situada cerca del cabo de Hornos.
Un viejo lobero que oyó la noticia junto al mesón del bar de don Paulino, el asturiano, comentó, entré sorbo y sorbo de grapa:
—¡Este cúter debe de haber sido de los gringos Jackie y Peter...; eran tan ambiciosos los gringos esos!... Se habrán hecho pedazos al querer entrar en la boca de la cueva de La Pajarera. La boca está en pleno océano, llena de rompientes, y dicen que en su interior hay grandes loberías. . .
Los dos gringos entraron; pero seguramente no salieron, ni ya saldrán jamás.