Marta Brunet



1897-1967

Premio Nacional de Literatura 1961

Biografía

Nace el 9 de agosto de 1897 en Chillán, hija de padre chileno y madre española. Realiza estudios particulares en la ciudad de Victoria. En 1912 viaja con sus padres a Europa regresando en 1914.

En 1923 publica su primera novela Montaña adentro, y en 1926 los relatos Don Florisondo y Bestia dañina.

En 1934 fue redactora de Familia, revista que más tarde dirigió hasta 1939 año en que fue designada Cónsul en La Plata . Inició entonces su colaboración literaria en periódicos y revistas de Argentina como La Nación y Sur.

Con el libro de cuentos Aguas abajo (1943) obtuvo el Premio Atenea de la Universidad de Concepción.

Desde 1942 hasta 1948 se desempeñó como Cónsul de Profesión en Buenos Aires . Ese año se hizo cargo de los asuntos culturales de la Embajada de Chile.

En 1952 represó al país.

En 1961 recibió el Premio Nacional de Literatura y poco después se estableció en Montevideo como Agregada Cultural de la Embajada de Chile. Falleció en esa ciudad el 27 de octubre de 1967.

La crítica reconoce dos etapas en su producción: la primera desde 1923 con Montaña adentro; Bestia dañina; Don Florisondo; Maria Rosa, flor del Quillen; Bienvenido y Reloj de sol, enmarcada en las características de la generación mundonovista, preferentemente orientada hacia lo criollo; la segunda a partir de 1943 con Aguas abajo, Humo hacia el sur, La mampara, Raíz del sueño y María Nadie, en que su obra asimila las influencias modernas del relato que provienen de la narrativa europea y norteamericana por la que la temática principal viene a ser la indagación en la estructura profunda de un personaje hostilizado por un medio apoético prejuicioso o bastardo. Como Manuel Rojas, Marta Brunet asume su tarea generacional dentro del superrealismo abordando los problemas del existir contemporáneo, sin abandonar el ambiente de ruralidad pueblerina. En este sentido sus personajes más logrados son los femeninos en quienes ha explorado sus conflictos desde la infancia hasta la ancianidad.

 

Soledad de la sangre

El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban en el vidrio del depósito y una pantalla blanca, esférica, rompía sus polos, para dejar pasar el tubo. Aquella lámpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la mesa, sobre una prolija carpeta tejida a crochet, se la encendía tan sólo cuando había visita a comer, acontecimiento inesperado y remoto. Pero se encendía también la noche del sábado, de cada sábado, porque esa víspera de una mañana sin apuro podía celebrarse en alguna forma y nada mejor entonces que la lámpara derramando su claridad por la maraña colorina del papel que cubría los muros, por el aparador tan simétricamente decorado con fruteros, soperas y formales rimeros de platos; por las puertas de la alacena, con cuarterones y el cerrojo de hierro y su candado hablando de los mismos tiempos que la reja que protegía la ventana por el lado del jardín. Sí, en cada noche del sábado, la luz de la lámpara marcaba para el hombre y la mujer un cuenco de intimidad, generalmente apacible.

De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo traslúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En esa madera trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallado el hombre. Los años le habían arado la cara y en ese barbecho le crecían la barba, los bigotes, las cejas, las pestañas. Y las greñas, negrísimas, lo coronaban con una mecha rebelde, que siempre se le iba por la frente y que era gesto maquinal suyo el colocar en su sitio.

Ahora, en la claridad de la lámpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe. Extendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el solitario iba en camino de salir una especie de dulcedumbre le distendía las facciones. Apenas si le quedaban cartas en la mano. Sacó una. La volvió y súbitamente la dulcedumbre se le hizo dureza. Miró con sostenida atención las cartas, la otra carta en la mano. Dejó el mazo restante y se echó el mechón hacia atrás, hundiendo y fijando los dedos en el pelo. Volvió la dulcedumbre a esparcírsele por la cara. Levantó los párpados y aparecieron los ojos como las uvas, azulencos. Una mirada precauciosa que se fijó en la mujer, que halló los ojos de la mujer, grises, tan claros que a cierta luz o de lejos daban la inquietante sensación de ser ciegos.

—Haga cuenta que no lo estoy mirando y haga su trampa no más.. . dijo la mujer con voz cantante.

—¿Será muy feo?—preguntó el hombre.

—Como feo, es feo.

—¡Qué siempre me ha de fallar! ¡Vaya por Dios! ¡Lo haré de nuevo!—y juntó las cartas para barajarlas.

A veces el solitario salía. Otras se ponía porfiado. Pero siempre, a las diez horas que resonaban en la galería caídas del viejo reloj, el hombre se alzaba, miraba a la mujer, se acercaba hasta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba el pelo, una y otra vez, para terminar diciendo, como dijo esa noche:

—Hasta mañana, hijita. No se quede mucho rato, apague bien la lámpara y no meta mucha bolina con su fonógrafo. Déjeme que agarre el sueño primero.. .

Salió cerrando la puerta. Oyó sus trancos por la galería. Luego lo sintió salir al patio, hablar algo al perro, volver, ir y venir por el dormitorio, crujir la cama, revolverse el hombre, aquietarse. La mujer había abandonado el tejido sobre el regazo. Respiraba apenas, entreabierta la boca, toda ella recogiendo los rumores, separándolos, clasificándolos, afinada la sensibilidad auditiva a tal punto que los sentidos todos parecían haberse convertido en un solo oído. Alta, fuerte, tostada de sol la piel naturalmente morena, hubiera sido una criolla cualquiera si los ojos no la singularizaran, haciendo un rostro que la memoria, de inmediato, colocaba en sitio aparte. La tensión le hizo brotar una gotita de transpiración en la frente. Nada más. Pero sentía la piel enfriada y, con un gesto inconsciente, pasó una lenta mano por ella. Luego, con la misma ausencia, miró esa mano. Cada vez parecía más tensa, más como una antena captadora de señales. Y la señal llegó. Del dormitorio y en forma de ronquido, al que arrítmicamente siguieron otros.

Se le aflojaron los músculos. Los sentidos se abrieron en su exacta estrella de cinco puntas, cada cual en su trabajo. Pero aún siguió inmóvil la mujer, con las pupilas desbordadas fijas en la lámpara.

¿Cuándo había comprado aquella lámpara? Una vez que fue al pueblo, que vendió la habitual docena de trajecitos para niños, tejidos entre quehacer y quehacer, entre quehaceres siempre iguales, metódicamente distribuidos a lo largo de días indiferenciados. Compró aquella lámpara, como había comprado el aparador, y los muebles de mimbre, y el ropero con espejo, y el edredón acolchado y... Sí, como había comprado tanta cosa, tanta... Claro, en ¡tantos años! ¿Cuántos años hacía? Dieciocho. Había cumplido ahora treinta y seis y tenía dieciocho cuando se casó. Dieciocho y dieciocho. Sí... La lámpara. El aparador. Los muebles de mimbre... Nunca creyó ella, de esto estaba segura, que tejiendo podía ganar dinero no sólo para vestirse, sino para darse comodidades en el hogar.

Él dijo, apenas casados:

—Tiene que agenciarse para hacer su negocito y ganar para sus faltas. Críe pollos o venda huevos.

Ella contestó:

—Usted sabe que no soy entendida en esas cosas.

—Busque algo que sepa, entonces. Algo que le hayan enseñando en la profesional.

—Podría vender dulces.

—Pierda las esperanzas en estos andurriales. Debe ser algo que se pueda llevar por junto al pueblo una vez al mes.

—Podría tejer.

—No es mala idea. Pero hay que comprar la lana—agregó, súbitamente intranquilo—: ¿Cuánto necesitaría para empezar?

—No sé. Déjeme ver precios. Y hablar en la tienda, a ver si se interesan por tejidos .

—Si no sale muy caro...

Y no resultó caro y sí un buen negocio. La mujer del propio dueño de la tienda compró para su hijo la primera entrega, que era tan sólo una muestra. Un lindo trajecito, como nunca niño alguno lo tuvo por aquellos andurriales, en que la gente manejaba dinero y adquiría cosas sin gracia en negocios en que el barril de sebo se aparejaba con los frascos de Agua Florida y las casinetas estaban junto al bálsamo tranquilo. Fue un buen éxito el suyo. Le hicieron encargos. Tejió para toda la región. Pudo subir los precios. Nunca daba abasto para los pedidos pendientes. Cuando vio que prosperaba, él dijo un día:

—Bueno es que me devuelva los diez pesos que le presté para empezar sus tejidos. Y que no se gaste toda la plata que gana en cosas para usted no más. Claro es que no voy a decirle que me dé esa plata a mí, es suya, sí, bien ganada por usted y no le voy a decir que me la entregue—repetía siempre lo que acababa de expresar, con una insistencia en que quería a sí mismo puntualizar su idea—, pero ya ve, ahora hay que comprar una olla grande y arreglar la puerta de la bodega. Bien podía hacerse cargo de las cosas de la casa, ahora que maneja tanta plata, sí..., tanta plata...

Compró la olla grande, hizo arreglar la puerta de la bodega. Y después, compró, compró... Porque significaba una alegría ir convirtiendo aquella destartalada casa de campo, comida por el abandono, en lo que ahora era, casa como la suya allá en el norte, en el pueblecito sombreado de sauces y acacias, con el río cantando o rezongando valle abajo y la cordillera ahí mismo, presente siempre, fondo para las casitas como de juguete: azules, rosadas, amarillas, con zaguanes anchos y un jazmín aromando las siestas, y frente al portalón un banco pintado de verde propicio a las charlas de prima noche, cuando los pájaros y el ángelus se iban por los cielos en el mismo aire y los picachos tenían súbitos rosas y lentos violetas, antes de dormirse bajo el cobijo de atentas estrellas fulgurantes.

Cerró los párpados, como si también ella debiera dormirse al amparo de esa cautela. Pero los abrió en seguida, escuchó de nuevo, segura de oír el ritmo del que dormía. Entonces se alzó y con silenciosos movimientos abrió la alacena, y del más alto estante fue sacando y colocando sobre la mesa un viejo fonógrafo, inverosímil de forma, como un armarito cuyas portezuelas mayores abiertas dejaban ver un encordado de cítara, al sesgo sobre la boca del receptor, que no era otra cosa que un pequeño círculo abierto en la caja sonora. Abajo otras portezuelas, más pequeñas, dejaban ver el asiento verde de los discos. Aquél era lujo suyo, no como la lámpara, lujo de la casa, sino suyo, suyo. Comprado cuando la señora de Los Tapiales, de paso por el pueblo, la hallara en la tienda y viera sus tejidos y le preguntara si podía hacerle unos abrigos para sus niñitas. ¡Qué linda señora, con una boca grande y tierna y la voz que arrastraba las erres, como si fuera madama, y no lo era, y eso a ella le daba tanta risa! ¡Cómo tuvo de trabajo ese verano! Fue entonces cuando vio cumplido su anhelo de tener un fonógrafo con discos y todo. Él se lo dejó comprar. ¡Para eso ganaba harta plata!

—Cómprelo no más, hijita. Lo suyo es suyo, claro, pero bueno sería que también se ocupara de ver si me puede comprar una manta a mí, que la de castilla está raleando. Porque yo la manta la necesito y como tengo que juntar para otra yunta, no es cosa de distraer pesos, y como usted está ganando tanto. . . Pero es claro, sí, que se compra el fonógrafo también y antes que nada...

Primero compró la manta e inmediatamente el fonógrafo. Nunca mayor su gozo que de regreso a su casa y el fonógrafo colocado en la mesa y ella transida, oyendo la cadencia del vals o la marcha que se interrumpía de pronto para dejar oír un repique de campanas. Se lo habían vendido con derecho a dos discos que ella eligiera despaciosamente, impaciente él al verla indecisa luego de elegir el primero—que era aquel en que estaban el vals y la marcha—, haciéndose ensayar uno tras otro todo un álbum. Hasta que cada vez más impaciente, dijo:

—Se está haciendo tarde. Mire cómo baja el sol. Hay que irse, sí; nos va a agarrar la noche si no. Lleve ese que tiene separado y éste. Uno porque le gusta y otro a la suerte...—y sacó al azar un disco del cajón.

Que resultó con canciones españolas llenas de quejumbres, que ni a él ni a ella les gustaron y que una vez intentó vanamente cambiar. Y cuando, tiempo adelante, insinuó tímida el propósito de comprar más discos, él, con la cara terrosa que solía poner en su hora negativa, contestó severamente.

—No más bullanga en la casa. . . Basta con la que tiene y con que se la aguante.

Nunca insistió. Cuando estaba sola, en el campo trabajando él y sus peones, sacaba el fonógrafo y de pie, con el vago azoro de estar "perdiendo el tiempo" como él decía—, juntas las manos y rebulléndole en el pecho una espiral de gozo, se dejaba sumergir en la música dulcemente.

A él no le gustaba nada este "perder el tiempo". Ella lo sabía bien y no se dejaba arrastrar por el imperioso deseo de oír el vals o de oír la marcha. Pero con ese hábito de contarle cuánto hiciera en el día, con minucia a que la había acostumbrado desde el comienzo de su vida matrimonial, decía, abiertos los párpados y las pupilas dilatadas:

—Molí la harina para los peones, cosí su chaqueta de abrigo, amasé para la casa...—hacía una pausa imperceptible y agregaba muy ligero : oí un ratito el fonógrafo y nada más.

—Ganas de perder el tiempo. .., el tiempo que sirve para tanta cosa que deja plata, sí, de perderlo. ..—lo decía en distintos tonos, a veces comprobando una debilidad en la mujer, ligeramente protector y condescendiente; a veces distraído, maquinal, echando atrás la mecha rebelde, trabajado por otra idea; a veces entorvecido, leñoso y asustándola, que nunca había podido sobreponerse a una obscura sumisión instintiva de hembra a macho, que antaño se humillaba al padre y ogaño al marido.

Cuando ella, sin insinuación alguna, compró para él aquella chaqueta de cuero, lustrosa como si estuviera encerada, negra y larga, que el tendero decía que era de mecánico y en la cual la lluvia no podía filtrar, así cayera en los tozudos aguaceros de la región; cuando la compró y misteriosamente la trajo a casa y dejó el paquete frente a su sitio en la mesa, para que la hallara sorpresivamente, dulcificado al verla, el hombre pasó la manaza sobre el pelo suave, peinado en trenzas y alzado como una tiara sobre la cabeza:

—¡Buena la vieja! Trabajadora, como deben ser las mujeres, sí. Y oiga, hijita, esta noche que es sábado encienda la lámpara y así yo podré hacer mejor mi solitario. Y cuando me vaya a acostar, usted se queda otro ratito y toca su fonógrafo. Sí, lo toca, pero cuando yo me quede dormido. Sáquese el gusto usted también.

Así nació la costumbre.

Bajó un poco la luz de la lámpara. De puntillas se fue hasta la ventana y la abrió, dejando entrar la noche y su silencio. Volvió a la mesa, dio la cuerda con precaución, juntó las manos y esperó.

Tará..., rará..., tarará...

La marcha. Y súbitamente todo en su contorno se abolió, desapareció sumergido en la estridencia de las trompetas y el redoble de los tambores, arrastrándola hacia atrás por el tiempo, hasta dejarla en la plaza del pueblo norteño, después de la misa de once en domingo sin lluvia, revolando el tambor mayor la guaripola y a su siga, a paso de parada, la banda dando la vuelta final por el contorno del paseo, con la chiquillería delante y un perro mezclado a sus carreras, mientras las señoras en su banco tradicional comentaban mínimos problemas, los señores hablaban de la vendimia y ellas, ella y sus hermanas, ella y sus amigas, del brazo, con las trenzas desasosegadamente resbalando por los pechos que ya combaban suspiros, pasaban y repasaban ante los mayores, cruzando grupos de muchachos, que parecían no verlas y que al fijar lo circundante sólo a una de ellas miraban, sorbiéndolas como sedientos a agua de campo, en propio manantial con ávida boca que el deseo agranda.

Era la hora en que se estrenaban los trajes. A veces eran rosas o celestes. O blancos con lazos rosas o celestes. A veces eran rojos o marinos, y esto quería decir que por el cielo de un desvanecido azul unas nubes desflecaban sus vellones y que el viento ya se había llevado la última hoja de obscuro oro. Recordaba particularmente un abrigo rojo, con cuello redondo de piel blanca, rizosa y suave a la cara y un manchón como un barrilito, colgado del cuello por un cordón blanco también. Y la advertencia de la madre:

—Las manos se ponen en el manchón y ya no se sacan más. Claro que para saludar...—añadió tras una pausa reflexiva.

Iban y venían, tomadas del brazo. Cuchicheaban cosas incomprensibles, inauditas confidencias que acercaban sus cabezas, murmullos apenas articulados y que de pronto las sacudían en largas risas que dejaban perplejos a los árboles, porque no era época de nidos, o los alborozaban en aprobatorios cabeceos, en la otra época en que los pájaros trataban de glosar esos trinos. A veces, no, una vez, levantó ella la cara, para mejor atrapar la risa que siempre le parecía caerle de arriba, y así en escorzo, las pupilas hallaron la mirada de unos ojos verdes, de verde pasto nuevo y en cara de muchacho atezado de soles, fuerte y como renoval. Un instante tan sólo. Pero un instante para llevárselo a casa y atesorarlo y meterlo en lo hondo del corazón y sentir que una angustia y un calor y un deseo vago de llorar y de pasarse por los labios la yema fina de los dedos la atormentaban súbitamente, en medio de una lectura, de una labor, de un sueño. Volverlo a ver. Sentir de nuevo la impresión de que la vida se le paraba en las venas. Que ese segundo en que la mirada verde del muchacho la fijaba, era el porqué de su existencia. ¿Quién era? Del pueblo no, conocido no. Tal vez veraneante de los alrededores. Cautelaba su secreto tesoro. Charlaba menos, reía rara vez. Pero las pupilas parecían agrandársele, anegarle la cara en esa busca de la silueta vigorosa, vestida como no se vestían los muchachos del pueblo. Llegaba en un auto chiquito. Lo dejaba al costado del club. Iba a misa. Lo divisaba atento y circunspecto, en el presbiterio, un poco al margen del grupo de hombres. Terminada la misa, iba a la confitería, llenaba de paquetes el auto, daba después una vuelta por la plaza para ir al correo, deshacía camino, subía al coche y partía.

Claro era que las otras muchachas lo habían notado. Y muertas de risa con sus indumentarias, con los pantalones de golf o de montar, le llamaban el Calzonudo. Para su recóndita desesperación.

Seguía la marcha llenando la casa de acordes. Irrumpían las campanas. Como un repique. Igual que ciertos domingos, cuando había misa mayor; pero éstas eran campanas más sonoras, más armónicas, como si a la vez que tocaran el repique, se mezclaran a ellas acentos de inusitado goce.

Terminó la marcha. Cambió la aguja, le dio nueva cuerda, volvió el disco y ahora el vals comenzó a girar alrededor de la mesa, música como que bailara, compás que creaba lentas o rápidas pompas de jabón irisando sus colores.

Nunca supo cómo se llamaba, quién era, de dónde venía. Un domingo no apareció. Ni otro. Ningún otro. Una chiquilla apuntó:

—¿Qué será del calzonudo?

—Se lo habrá comido la Calchona contestó otra, y se echaron a reír.

A ella le dolía el pecho y por la garganta le hurgaba la uña fina del llanto. Se le atirantaban las comisuras de la boca y los ojos, como nunca, le llenaban la cara. Ya en la casa, buscó el rincón más recoleto, en la pieza de los trastos, entre la caja del piano y una ruma de colchones, y allí largó su pena, abrió el corazón, dejándola salir y envolverla en su pegajoso manto, adherido a ella como nueva piel, humedecida y dolorosa. Le llovían las lágrimas por la cara. No verlo más. Nunca saber su nombre. Nunca volver a encontrarlo. Arreciaba el llanto. ¿Qué mirada iba a tener para ella esa magia? ¿Ese quemar que le ardía dentro, no sabía dónde, como anhelante espera de no sabía qué dicha? ¿Su nombre?... Enrique. . ., Juan. . ., José. . ., Humberto. . . ¿Y si se llamaba Romualdo, como su abuelo? No importaba. Ella lo querría siempre con cualquier nombre... Lo querría... Quererlo. . . Quererlo como quiere una mujer, porque ya lo era y sus quince años le maduraban en los pequeños pezones, mulliendo zonas íntimas y dando a su voz un súbito trémolo obscuro. Quererlo siempre... Parecía deshacerse en llanto. Y de repente se quedó quieta, suspirante y quieta, sin lágrimas, con la pena diluida, sin forma y lejana. Suspiró de nuevo. Se limpió los ojos. Y se halló pensando en que a lo mejor estaban buscándola por la casa, que debía ir a lavarse la cara sollamada, que. .. Sí, era una vergüenza confesárselo, pero tenía hambre. Y se fue pasito por entre los trastos, atisbando para salir sin ser vista e ir a refrescarse la cara en el pilón del patio.

La madre la miraba a veces azorada y solía murmurar:

—Qué mujerota de chiquilla...

El padre era más definitivo en sus conclusiones y decía a gritos:

—Mire, Maclovia, a ésta tenemos que casarla cuanto antes.

Por años lloró su pena entre la caja del piano y la ruma de colchones. Nunca nadie supo nada. Le levantaron las trenzas, que desde entonces, llevó como tiara alrededor de la cabeza; bajaron los dobladillos de todos sus vestidos. Nadie decía que era bonita. Pero no había hombre que no se sobresaltara al verla, perdido en la contemplación de los ojos grises, con algo que era casi un vértigo ante la pulpa ardida de la boca. Aparecía cortés e indiferente. Tenía que guardar su recuerdo, cuidar su ensueño y tan sólo en un país de silencio podía hacerlo. Los hombres la miraban, se detenían un punto junto a ella, pero todos, unánimemente, se iban hacia otras muchachas más asequibles a su cortejo.

El padre presentó un día al futuro marido. Era de tierras del sur, propietario de una hijuela, de vieja familia regional. Ya mayor, claro que no veterano; esto lo decía la madre. Como añadía también: "Buen partido".

Dejó, indiferente, que entre unos y otros interpretaran su aquiescencia y la casaran. Éste u otro era lo mismo. Que ninguno era el suyo, el que ella quería, mirada verde para dulzor de su sangre. ¿Éste? ¿Otro? ¡Qué importaba! Y había que casarse—según decía la madre, sonriente y persuasiva, y según ordenaba el padre con su voz tonante y que no aceptaba disensiones.

Recordaba lo incómodo del traje de novia, la corona que le oprimía las sienes y su terror a desgarrar el velo. El novio murmuraba:

—Costó tan caro..., cuídelo...

Terminaba el vals. Un momento el silencio llenó la casa, un tan completo silencio que hacía daño. Porque era tan completo que la mujer empezó a sentir su corazón, y el terror le abrió la boca y entonces oyó jadear su respiración. Pero también sintió el ronquido en la otra pieza, cortado al interrumpirse la música y que de nuevo el subconsciente tranquilizado imponía al dormido. Oyó luego un grillo en el patio. Se alzó lentamente y miró, afuera, el campo negro y extenso, que sabía llano, sin nada en la lejanía sino el anillo del horizonte. Llano. Llanura. Y en medio ella y su vigilia, parando recuerdos, acariciando el pasado. Perdida en el llano. Sin nadie para su ternura, para mirarla y encenderle dentro ese ardor que antes le caminaba por la sangre y estremecía su boca bajo el tembloroso palpar de sus dedos. Sola.

Se volvió al fonógrafo. Hubiera querido repetir el sortilegio. De nuevo tender el lienzo melódico para allí proyectar una vez más las imágenes. Pero no. El reloj dio una campanada. Las diez y media. No fuera a despertar...

Con la misma cautela del que maneja seres vivos y frágiles, guardó el fonógrafo, los discos, cerró la alacena, puso la llave en su bolsillo. Del aparado sacó una palmatoria, encendió la vela.

Entonces apagó la lámpara.

Y salió a la galería, detrás del fuego fatuo de la luz y seguida por entrechocadas sombras de pesadilla.

Cuando llevó el arroz con leche al comedor, creyó haber realizado el último viaje de la noche y que entonces podría sentarse a esperar que el huésped se fuera. Pero los dos hombres, lámpara por medio, cuchareaban alegremente como niños, y, una vez rebanado el plato, levantaron ambos la cabeza y se la quedaron mirando, pedigüeños y golosos.

—Sírvanse otro poquito—dijo ella, arrimando la fuente.

—¡Cómo no, patrona; si está que es un gusto comerlo!—admitió el huésped.

—¡Es que la vieja tiene buena mano para estas cosas!—y agregó el hombre confidencialmente, porque el vino se le estaba desparramando por el cuerpo—: Cosas que le enseñaron en la profesional; vale la pena tener una mujer leída, amigo; sí, se lo digo yo, y créame...

Ella esperaba, incómoda en la silla, las manos modosamente sobre el mantel. Habían comido con abundancia de res muerta en el día y el vino terminándose en la damajuana. Sería cuestión de aguardar un rato la obligada sobremesa y entonces el huésped se iría. Que su casa estaba lejos y la noche se mezclaba al viento y grandes nubarrones hacían y deshacían formas sobre pálidas estrellas.

La distrajo la voz del hombre:

—¿Y ese café? Apúrese, que el tren no espera...—y rió su frase, dando un puñado sobre la mesa que hizo vacilar la lámpara.

No habían terminado sus viajes a la cocina... Salió a la galería, pensando, afligida, que a lo mejor el fuego estaba ya apagado y encandilarlo era tarea para rato. Pero bajo las cenizas el punteado rojo del rescoldo la hizo sonreír y el agua estuvo pronto hervida y la cafetera, importante en sus dos pisos, sobre la bandeja, y ella de nuevo atravesando la casa obscurecida, que la luz del reverbero sólo parecía espesar lo negro en los rincones.

En el comedor los dos hombres discutían con parsimonia, en pie aún su cazurrería criolla, porque aquella comida estaba destinada a cerrar un negocio de compra de chanchos que el huésped viniera a ver desde el pueblo, y la tarde, que si yo pido y yo ofrezco, se había pasado en tanteos y todavía no se llegaba a nada concreto.

—El lunes le mando un propio con la contestación—decía el huésped.

—Es que mañana, domingo, tengo que contestarle a uno de estos lados, que también se interesa y no puedo dilatarme más, usted comprende, sí; no es cosa de dejarlo esperando y que se eche para atrás y usted también y pierdo un buen comprador. . .

—Es que usted se pone en unos precios...

—Lo que valen los chanchos, amigo; mejores no los va a encontrar. Como esta cría no hay otra por estos lados, usted lo sabe bien, sí...

La mujer había sacado las tazas, el azúcar; ahora les servía el café. ¡Que arreglaran luego su negocio y el huésped se fuera! Y se sentó, de nuevo, en la misma postura de antes, tan idéntica, tan como recortada en un cartón y colocada allí tan erguida, inexpresiva y misteriosa que, súbitamente, los dos hombres se volvieron a mirarla, como atraídos por la fuerza extática que de ella emanaba.

El huésped dijo:

—¡Tan callada la patrona!

Y el hombre, vagamente molesto sin saber por qué:

—Sirva aguardiente, pues...

Volvió a ponerse de pie, pero esta vez no para ir a la cocina. Abrió la alacena y se empinó para alcanzar arriba la botella, arrinconada tras el fonógrafo. El huésped, que la miraba hacer, preguntó solícito:

—¿Quiere que le ayude, patrona? Le queda alta la botella.

—Mírenla qué arisca la botella..., por algo había de ser mujer. Pero para eso estoy yo, sí...—exclamó el hombre, y se alzó a tomarla.

Le tropezaron las manos en el fonógrafo y añadió, gozoso de hallar otro homenaje que ofrecer al huésped:

—Vamos a decirle a la patrona que nos toque un poco el fonógrafo. Yo le llamo su bolina, porque hay que ver cómo es de gritón; pero a ella le gusta y yo la dejo que se saque el gusto. Así soy yo, sí. Toque algo para que oiga el amigo. Ponga lo más bonito. Pero antes nos sirve algo, sí...

Colocó al borde de la mesa la botella y el fonógrafo. La mujer se había quedado quieta, oyendo lo que el hombre decía. Pero cuando las manazas se apoderaron del armarito, una especie de resentimiento le remusgó en el pecho, lento, iniciándose apenas. El fonógrafo era su bien suyo y nadie tenía derecho sobre él. Nunca nadie lo había manejado, sino sus manos de ella, que eran amorosas y como para un hijo. Tragó saliva y los dientes se le apretaron después, marcándole la arista dura de la mandíbula, igual a la del padre e igual a la del lejano abuelo que viniera de Vasconia. Pensó que el aguardiente los haría olvidar la música y en vez de los pequeños vasos de vidrio verde y engañador, en que apenas si cabía una dedalada de líquido, puso los otros grandes de vino y los llenó a medias. Los hombres olieron el aguardiente, levantaron después los ojos, a la vez que entrechocaban las copas, y a una voz dijeron:

—¡Salud!

Y vaciaron de un sorbo el contenido.

—¡Esto es aguardiente!—dijo el hombre.

El huésped contestó con un silbido que pareció quedársele en la boca fruncida, gesto de estupor, porque algo empezaba a bailarle en los músculos sin intervención de su voluntad y esto lo dejaba así de perplejo y tan contento por dentro.

—Volvamos a hablar del negocio—propuso el hombre—. Ya está bueno que se decida, sí; mi precio es razonable, usted bien lo sabe y sabe que se lleva chanchos que en cualquier mercado se gana el doble, sí; criados a chiquero y media sangre el varraco, especiales para jamones...

El otro sonrió vigorosamente y asintió a cabezadas.

—¿Trato hecho, entonces?—preguntó el hombre— ¿Trato hecho?

—Bueno el aguardiente, no se toma mejor por estos lados, ni en el hotel de los Piñeiro.

Era curioso lo que sentía: siempre esa especie de movimiento muscular que ahora se polarizaba en las rodillas y le lanzaba las piernas hacia todos lados, irreductiblemente, igual que a un payaso. ¡Y estaba tan contento!

—Bueno el aguardiente, claro, sí. . ., es regalo de mi suegro, que es del lado de las viñas y comercia en vinos. De lo mejor. ¿Trato hecho?

—¿Trato de qué?—preguntó estúpidamente, atento a su deseo de reír, a su imposibilidad de reír y al desconsuelo que empezaba a inundarlo. Y las piernas por debajo de la mesa bailándole, bailándole...

—Del negocio de los chanchos, sí...

—¡Ah! De veras... ¿Pero la patrona no iba a tocar la..., cómo le dijo..., la.... bueno..., el fonógrafo?

La mujer lo odió con una violencia que lo hubiera destruido al hacerse tangible. Todas las malas palabras que oyera en su existencia, y que jamás dijo, se le vinieron de pronto a la memoria y las sentía tan vivas que su asombro era que los dos hombres no se volvieran a mirarla, despavoridos y enmudecidos ante esa avalancha grosera.

—¿Trato hecho?

—Música..., música..., la vida es corta y hay que gozarla...

Pero en vez de alargar la mano al fonógrafo, la mujer la había extendido hacia la botella y de nuevo les servía, desbordando las copas. Y como cada cual absorto en su idea no viera que se la había puesto delante, fue ella quien dijo, repentinamente cordial:

—¡Sírvanse!—e hizo un inconcluso gesto de invitación, una especie de saludo que se quedó, en el aire, paralizado, mientras los miraba beber—¡Salud! —y le sorprendió el sonido ronco de su voz diciendo el buen augurio.

—¿Trato hecho?—insistió el hombre, enredada la lengua a las consonantes.

El otro no oía nada, sino que sentía crecer la marea de congoja, a la par que en sus oídos una chicharra se puso a mover su constante serrucho de siesta. ¿Y por qué le bailaban las piernas?

—Hermano, soy bueno..., yo no merezco esto...—y la congoja se le desbordó en un hipar— No quiero que me bailen las piernas, mis piernas son mías, mías... Música...—gritó súbitamente y medio se alzó, pero le falló el impulso y se fue de bruces sobre la mesa.

La mujer los miraba, quieta, con los ojos tan abiertos e inexpresivos, tan claros, tan enormes en su grisura. Que no se acercaran de nuevo a su fonógrafo, que no fueran a tomarlo; era suyo, allí residía su vida interior, su evasión a los días incoloros. Ella era exteriormente semejante a la llanura, plana, con la voluntad del marido como el viento rasándola; pero al igual que bajo napas de tierra está la corriente multiforme del agua, así ella tenía dentro su agua cantante diciendo las cosas del pasado. La música era de ella. De ella y ¡ay de quien se le acercara!

Pero el huésped alargó una mano torpe y la posó en las portezuelas del fonógrafo, tratando de abrirlas. Que no las abrió, porque ella, violentamente en pie y dura sobre la mano de él, dijo también duramente:

—No. Es mío.

El huésped la miró, fruncida la boca y tratando de pensar algo que acababa de olvidársele. Recordó de pronto. Y volvió a estirar la mano que ella le quitara de la pequeña aldaba.

—¡Le digo que no!

—Mire cómo me agravia, hermano...

El hombre insistió codiciosamente.

—¿Trato hecho?

—Música...—contestó el huésped, empecinado.

—¿Por qué no toca algo? Meta bolina no más, hijita, sí; a su gusto. ¿No ve que vamos a cerrar el trato?

No pondrían las manos en el fonógrafo. Eso nunca. El huésped se había alzado y esta vez sí que le obedecieron los músculos. Pero la mujer previno el ataque y se interpuso defensiva. El otro trastabilló por el comedor, hasta dar con la pared, y se volvió encendido en delincuencia, ciego para todo lo que no fuera su idea.

—Música..., música.

—¿Que se ha vuelto loca? ¿Qué le pasa?—preguntó el hombre.

El huésped estaba sobre ella y ella sobre el fonógrafo, con todo el cuerpo defendiéndolo. Luchaban. El hombre los miró un instante estupefacto, repitiendo:

—¿Que se ha vuelto loca? ¿Que se ha vuelto loca?

Pero cuando el huésped dio un grito agudo porque los dientes de la mujer le desgarraban una mano, se abalanzó a separarlos, a defender al amigo, a defender su negocio, su trato ya casi hecho.

Ella les daba patadas y dentelladas, animalizada, furiosa, como si en el monte una puma defendiera sus lechales. Los hombres no sabían por qué recibían puñadas, por qué rodaban por el suelo, por qué la mesa se tambaleaba y la lámpara oscilaba su luz en un mareo peor que el de sus estómagos. El fonógrafo cayó con estrépito, y las cuerdas resonaron, lamento de arboleda a la que arranca un fuerte viento sus hojas. El huésped estaba sentado en el suelo, aturdido, y de pronto se le soltó el llanto en sollozos que interrumpían los hipos. El hombre se apoyaba en la ventana, atónito con todo aquello y mirando a la mujer, que mostraba desgarrada la ropa, deshecha la nobleza del peinado, con un tajo largo en la cara, limpiándose con el delantal rojo de sangre, manchada la blusa, empecinada en recoger del suelo los pedazos de los discos rotos, mirándolos y sollozando, limpiándose la sangre, sollozando y mirando dónde otros pedazos y limpiándose la sangre y sollozando.

Pero el huésped lo distrajo con sus enormes hipos.

—Hermano..., yo creía que estaba en casa de un hermano.. . Me han agraviado... a mí...—se lamentaba entrecortadamente.

—No llore más, hermano—y de súbito vuelto a su idea y lleno de solicitud y ternura—: ¿Trato hecho?

—Mugres, eso son, nada más: mugres...—gritó la mujer, y con su haldada de pedazos salió del comedor, cerrando la puerta con retumbó que asustó a las ratas en el entretecho e hizo que el perro la mirara sostenidamente con sus lentejuelas brillosas en la penumbra.

Afuera restallaban las crines del viento desatado en frenéticos galopes. Las nubes se habían apretujado, densas y negras, tiñendo los ámbitos y sin dejar ver perfil de cosa alguna. Como si aún los elementos no hubieran sido separados. Un grillo atestiguaba inmutable su existencia.

Iba huidiza, apretados contra el pecho los destrozados discos, sintiendo el fluir de la sangre por la herida caliente y pegajosa en el cuello, adentrándose hasta la piel fina del pecho. Caminaba con la cabeza gacha, rompiendo la negrura y el viento. Caminaba. La casa estaba lejos, que no sólo borrada por la sombra. El grillo quedó en lo imperceptible tenazmente inútil. Podía estar en el llano y ser el centro vivo de lo circundante desolado; podía estar en un valle limitado por ríos y precipicios; podía andar, andar, sin fin, hasta caer deshecha en la tierra dura, empastada hasta el mismo nivel con idéntica hierba; podía de pronto resbalar por la barranca e irse a estrellar en las lajas de un río sorbido por rojizas arenas; podía... Podía cualquier cosa suceder en ese negror de caos, confuso y pavoroso. Que a ella todo le era indiferente...

Terminar con todo. Morir contra la tierra, destrozarse en la hondonada. No sentir más ese ardor corrosivo, hiel en la boca y adentro hurgándole. Terminar con todo. No esforzarse más por saber qué característica tuvo tal día, empecinada en sacar de la suma de nebulosas una fecha para diferenciarlo. No vivir mecanizada en el trajín y en el tejer esperando que llegara el sábado para comer el mendrugo de recuerdos incapaz de saciar la angurria de ternura de su corazón. Terminar con la sordidez rondándola, con el disfraz de "haga comoquiera, pero...", de la meticulosidad, de la solapada vigilancia. No ser más. Nunca más volver a la casa y hallarse diciendo lo hecho y lo rendido, oyendo la insinuación de lo necesario por comprar y lo preciso por realizar. No encallecerse las manos majando trigo, ni con los ojos llorosos al humo del horno, ni sintiendo la cintura dolida frente a la batea del lavado. Jamás esmerarse en pintar una tablita y hacer una repisa, ni empapelar las habitaciones enflorándolas como un remedo de jardín. Nunca. Ni nunca más sentirlo volcado sobre ella, jadeante y sudoroso, torpe y sin despertarle otra sensación que una pasiva repugnancia. Nunca .

Le dolió como una larga punzada la herida que el aire enfriaba. La tocó y halló entre la sangre un punto duro. Pedazo de vidrio. Cacho de vaso roto que no supo cuándo en la lucha se le enterró allí. Con una especie de insensibilidad al dolor lo removió para sacarlo. Dio un gemido. Pero furiosa consigo misma, de un tirón brusco que desgarró más profundamente la carne, lo extrajo y arrojó lejos .

La sangre le corría por los dedos, por el cuello, por los senos. Toda manchada y pegajosa. Siguió andando. Desaparecer. Pero antes sollozar, gritar, aullar. El viento, con sus rachas, parecía metérsele por la carne abierta y hacer intolerable el dolor. Más grande aún, más agudo que el otro que le destrozaba el sentimiento. De pronto la mano que empuñaba el delantal, sosteniendo siempre los rotos discos, se abrió y todo aquello rodó por el suelo. Dio unos pasos y cavó de bruces para sollozar sonidos que el viento agarraba con su fuerte mano y esparcía por los confines.

Como si el agua de los claros ojos al fin pudiera ser agua. Sentía que la boca se le abría y los extraños ruidos que lanzaba su garganta y los párpados sollamados y la frente rugosa y la sal del llanto. Y una mano pegada a la herida, violentamente dolorosa, y la sangre corriendo entre sus dedos y una trenza que debía estar empapada humedeciéndole la espalda. Se alzó sobre un codo, volteó la cabeza. Y dio un grito agudo, porque por la cara le calentó un aliento y algo inhumano la empavoreció hasta perder el sentido.

El perro a ratos la olfateaba ruidoso, otros le lamía las manos, otros se sentaba y alzando la cabeza muy alto, con el hocico tendido hacia misteriosos presagios, daba su largo aullido lunero. Le lamía la cara cuando la mujer volvió en sí e instantáneamente supo que era el perro, aunque no sabía dónde estaba. Se sentó de golpe y de golpe también tuvo el recuerdo de lo inmediato.

Era como si no lo hubiera vivido. Tan extraño, tan ajeno a ella. Casi como la sensación de la pesadilla, que acaba de hundirse en lo subconsciente. ¿Huía de un sueño, volvía de una realidad? Un gesto, al querer acariciar al perro que la rondaba inquieto, le dio el exacto contorno de los hechos. Gimió y el perro buscó de nuevo su rostro. Pero lo apartó, obligándolo a tenderse a su lado. Restañó la herida que manaba de nuevo sangre, ardiéndole como una quemadura.

Se podía morir desangrándose. Estarse así, quieta en la noche, en la proximidad cordial del perro hasta que la sangre se fuera escurriendo y con ella la vida, esa vida aborrecible que no quería conservar para provecho de otro. Eliminándola, vengaba su constante estado de humillación, rencores acumulados sordamente, resentimiento de existencia frustrada. Quitarse de en medio para que la soledad fuera el castigo del que no tendría quién trabajara, rindiera y diera cuenta de hechos y pensamientos, máquina para su regalo desaparecida y que le costaría hallar otra tan perfecta. No verlo más. Nunca ponerle delante la carne medio asada y verlo masticar con sus dientes de súbita blancura. Ni ver su mirada irse velando de niebla, cuando el deseo lo hacía estirar la mano hasta su cuerpo vanamente esquivo. No saberlo enredado en subterráneos cálculos: "Esto lo compra usted, porque esta platita mía es para guardarla, y comprar cuando se pueda el campo de los Urriola, que están muy entrampados y tendrán al fin que vender, sí; o el campo de la viuda de Valladares, que con tanto chiquillo no va a prosperar y se lo van a sacar a remate por las hipotecas...". Esperando como buitre, paciente, el momento de alzarse con la presa. Tierras. Tierras. Todo en él se reducía a eso. Vender. Negociar. Juntar dinero. Y comprar tierras, tierras.

No ser más. No pensar más. Sentir cómo la sangre se iba entre sus dedos, corriendo pegajosa por el pecho, apozándose en el regazo, humedeciendo sus muslos.

El perro gemía ahora bajito, cada vez más inquieto. La mujer, súbitamente, abrió los ojos, que ya no tenían sino la propia agua clara del iris, y enfrentó una verdad: morir era también nunca más sacar los recuerdos del pasado, arcón con sus imágenes de ternura. Nunca más recordar. . . ¿Recordar qué? Y en una rápida e inconexa superposición de imágenes, trozos de escenas, retazos de frases, vio a la madre sentada frente al portalón, a ella con sus hermanas tomadas del brazo, a las palomas volando por el aire aromoso del jardín. Sintió tan exacto el olor de los jazmines que aspiró anhelante. Pero aparecieron otras imágenes: ella llorando entre la caja del piano y la ruma de colchones; ella silenciosa en la noche bajo la medalla de la luna, buscando la réplica de esa medalla en el fondo del pilón con mano distraída; ella frente al espejo, prendiéndose en las trenzas una ramita de albahaca y unos claveles, porque la Pascua era una porfiada esperanza; ella con la cara volteada por la risa y sus ojos atrapando la mirada verde que le agitaba en el pecho un tímido pichón, tan cálido, tan tierno y tan exactamente vivo, que la sorpresa de su mano era no encontrarlo allí anidado dulcemente... Nunca más todo eso. Morir era también renunciar a todo eso...

De repente se puso de pie. Le vacilaban las piernas y ante los ojos le bailaron chiribitas. Los cerró fuertemente. Se obligó a erguirse. Y fuertemente también apretó el delantal a la cara, que no quería que la sangre corriera por la herida, que no quería que la sangre corriera por la herida, que no quería que la sangre se le fuera, que la muerte la dejara como un tendido harapo en medio del campo, sobre los yuyales, abandonada en lo negro con la sola custodia del perro. Quería la vida, quería su sangre, la ramazón de su sangre cargada de recuerdos.

Apretó aún más contra la mejilla el delantal. Oteó la noche. Llamó entonces al perro. Se tomó de su collar. Y dijo:

—A casa —y lo siguió en lo obscuro.

F I N