Crónica
En medio de las graves preocupaciones creadas
por estos acontecimientos, un espantoso cataclismo vino a sumir a todo
el reino en la mayor consternación. En el siglo completo que iba
corrido, desde que los españoles estaban asentados en este país,
se habían hecho sentir frecuentes temblores de tierra más
o menos intensos, algunos de los cuales habían causado grandes estragos
en Concepción (1570) y en Valdivia (1575); pero la ciudad de Santiago
no había experimentado daños de esa naturaleza, y sus vecinos
debían creerse, en parte, a lo menos, libres de ellos. Sin embargo,
al amanecer del domingo 6 de septiembre de 1643, la ciudad experimentó
una violenta sacudida de tierra, que sembró el terror entre sus
pobladores y que pudo considerarse precursora de la catástrofe de
1647 de que vamos a hablar.
El lunes 13 de mayo de este último año,
a las diez y media de la noche, sin que precediese ruido alguno, un repentino
remezón, que se prolongó durante algunos minutos, sacudió
la tierra con una violencia extraordinaria, conmovió todos los edificios,
y en pocos instantes derribaba con un estruendo aterrador los templos y
las casas, formando por todas partes montones de ruinas.
El derrumbe de las torres, la caída
repentina de las paredes, el crujir de las enmaderaciones que se abrían,
el estrépito causado por los grandes peñascos que, desprendiéndose
del cerro de Santa Lucía, se precipitaban con una fuerza irresistible
por las calles vecinas, acallaban las voces de los hombres y hacían
más pavoroso aquel cuadro de horror y de desolación. Sólo
las personas que pudieron salir de sus habitaciones en los primeros momentos,
habían hallado su salvación en las calles o en los huertos
de las casas; pero entre las ruinas quedaban sepultados millares de individuos,
muertos unos, heridos y estropeados los otros, lanzando estos últimos
gritos desgarradores para pedir socorro o para implorar del cielo el perdón
de sus culpas.
Calmado el primer momento de terror, y en medio
de la angustia producida por tan espantosa catástrofe, cada cual
pensó en sacar de los hacinamientos de escombros y de maderos a
las personas que les eran queridas, y cuyas voces creían percibir
en los lamentos desesperados que se oían por todas partes. Pero
esta obra ofrecía las mayores dificultades. La tierra continuaba
estremeciéndose de tiempo en tiempo; y estas sacudidas, aunque más
cortas que la primera conmoción, eran no menos violentas y producían
el derrumbe de las paredes desplomadas que habían quedado en pie.
La oscuridad, por otra parte, era absoluta. La Luna, que apenas había
pasado de su primera cuadratura, habría alumbrado esa noche hasta
cerca de la una; pero su luz, amortiguada por espesos nubarrones que entoldaban
la atmósfera, se hacía más imperceptible todavía
por las nubes de polvo que se desprendían de los escombros. Sin
embargo, trabajando con un afán heroico, a la luz de linternas y
de antorchas, fue posible salvar de una muerte inevitable a algunos centenares
de individuos que permanecían sepultados vivos entre los montones
de ruinas. De este número fue el obispo de Santiago don fray Gaspar
de Villarroel, que salvado por su servidumbre, con tres pequeñas
heridas en la cabeza, pasó a desempeñar un papel muy importante
en aquellos días de aflicción y de prueba para los desgraciados
habitantes de la arruinada ciudad.
La angustia de las gentes, causada por la destrucción
de sus casas y por la muerte de tantas personas queridas, se aumentaba
con la repetición de los temblores que hacían presumir una
catástrofe todavía mayor que costaría la vida a todos
los habitantes. La plaza se había llenado de gente que en medio
de la crisis del terror y de la devoción, llamaba a gritos a los
sacerdotes para confesar sus culpas y prepararse a morir. El Obispo colocó
en la plaza cuarenta o cincuenta confesores entre clérigos y frailes,
repartió otros en las calles para socorrer a los enfermos y heridos,
y se contrajo él mismo al ejercicio de los más fervientes
actos religiosos esperando calmar con ellos la fuerza de los temblores
que seguían repitiéndose. Ayudado por los oidores de la Real
Audiencia, levantó un altar en la plaza, hizo llevar allí
en una caja de plata las hostias consagradas que pudieron extraerse del
destruido templo de la Merced, y con la vista de ellas trató de
confortar a los atribulados habitantes de la ciudad. Los frailes de los
conventos, por su parte, apelaron a otros devotos ejercicios para aplacar
las iras del cielo. Los de San Francisco, cuya iglesia fue el edificio
mejor salvado de la capital, si bien perdió su torre derrumbada
por el primer temblor, sacaron en procesión la imagen de la Virgen
del Socorro, que desde el tiempo de Pedro de Valdivia era reconocida como
patrona de la ciudad, y se dirigieron a la plaza. «Vinieron azotándose
dos religiosos, dice el obispo Villarroel, y de ellos un lego haciendo
actos de contricción con tanto espíritu y tan bien formado,
que yo, como aprendiz en las escuelas de la devoción iba repitiendo
lo que decía él». Los padres de San Agustín
hallaron entre las ruinas de su iglesia un crucifijo de pobre escultura
que había quedado intacto, si bien la corona de espinas que tenía
en la cabeza había caído a la garganta. Creyendo reconocer
en estos accidentes un milagro incuestionable, ese crucifijo fue también
sacado en procesión y llevado a la plaza, «viniendo descalzos
el Obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas
y universales gemidos».
Estos actos de indiscreta devoción,
con que se pretendía demostrar que aquel cataclismo era un justo
castigo del cielo por los pecados de los habitantes de Santiago, no hacían
más que aumentar la consternación y el terror. El pueblo
aguardaba por momentos un nuevo y más terrible cataclismo que consumara
el castigo inevitable de que se le hablaba, y permanecía entregado
a todos los extremos de la más angustiosa desesperación.
Otro orden de temores vino a aumentar la alarma y la confusión general.
Esparciose el rumor de que los indios y los esclavos, aprovechándose
de la situación creada por la catástrofe, «intentaban
borrar el nombre español de Chile». «Ante este peligro,
añade una relación contemporánea, el oidor don Antonio
Hernández de Heredia recogió los soldados que pudo, y desenterrando
las armas, puso cuerpo de guardia a las cajas reales, y mandó tapar
las bocas de las acequias para que no se anegase la ciudad, cegadas como
estaban por los promontorios de tierra. Al fin, amaneció a todos
el día martes, y como si saliesen de la otra vida, se miraban unos
a otros, sin tener qué comer, enterradas las comidas, los molinos
por el suelo, y, sin poderse servir de las acequias, ciegas con tantas
ruinas».
El 14 de mayo fue un día del más
incesante trabajo para los que habían salvado del terremoto. Mientras
los sacerdotes decían una tras otras numerosas misas en el altar
de la plaza, se contrajeron los demás habitantes sin distinción
de rangos ni de sexos, a extraer de los escombros los numerosos cadáveres
que yacían enterrados. Proponíanse con ello evitar las emanaciones
pestilenciales que podían resultar de la descomposición de
los muertos, y otros esperaban todavía hallar vivas a las personas
queridas que no habían aparecido después de la catástrofe.
Muchos de esos cadáveres estaban tan horriblemente estropeados que
era imposible reconocerlos. Era preciso «detener, escribían
los oidores, a los que furiosamente se arrojaban sobre los cadáveres
inertes queriéndolos resucitar con bramidos como los leones sus
cachorros; los huérfanos que simplemente preguntaban llorosos por
sus padres, y los que peleando con los promontorios altos de tierra que
cubrían sus hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaba que
los oían suspirar, presumían llegara tiempo de que no se
les hubiese apartado el alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados,
sin orden en sus miembros, palpitando las entrañas y las cabezas
divididas. Entraban a carretadas, mal amortajados y terriblemente monstruosos
los difuntos a buscar sepultura eclesiástica en los cementerios
de los templos; y verlos arrojar a las sepulturas sin ceremonias, con un
responso rezado, hacía otra circunstancia gravísima de pena».
La cárcel y el hospital habían
caído al suelo; pero en ninguno de esos edificios había muerto
uno solo de los detenidos, «siendo la miseria de estar presos y enfermos,
dicen los oidores, privilegio que los salvó de la muerte que padecieran
en sus casas propias». Unos y otros reclamaban los cuidados de la
autoridad. «Fue tan grande la tribulación o pasmo que impuso
en todos el accidente repentino, que quedando la cárcel sin guarda,
rotas las paredes, los presos se contuvieron entre sus límites sin
faltar uno por más de veinte horas, sin cuidar su libertad, hasta
que por no tener donde guardarlos y temer que entre las mismas ruinas cayéndose
muriesen, hicimos (los oidores) visita general en la plaza y debajo de
las fianzas que hallamos les dimos carcelería, y a los destinados
a pena capital pusimos presos, aprisionados en el cuerpo de guardia en
cepos y cadenas». Se ocuparon, además, los oidores en guardar
el sello y el archivo de la Audiencia y en tomar las medidas del caso para
asegurar el orden. En esos días de general consternación,
se creyó necesario ahorcar a un negro esclavo a quien se acusaba
de actos de violencia y de desacato contra sus amos.
Los regidores, por su parte, desplegaron igual
actividad, trabajando hasta con sus propias manos. Mientras en una parte
destruían las paredes ruinosas para evitar nuevas desgracias, en
otra se limpiaban las acequias y canales, para surtir de agua a la ciudad.
«Fuéronse desenterrándose los bustos de los santos
de la devoción del pueblo, e hízose no pequeño reparo
en que Santiago, patrón de esta ciudad, perdió la mano derecha,
y san José salió sin ella, san Antonio, por voto protector
de la peste, hendido y destrozado el pecho y cuerpo y san Francisco Javier».
Pero todos estos accidentes y muchos otros que sería largo referir,
eran explicados por la superstición popular como milagros indisputables.
El terror y la turbación reducían a los desgraciados habitantes
de Santiago acreerse en un mundo de maravillas y de prodigios sobrenaturales.
Pero estos mismos prodigios y los pronósticos
que se atribuían a algunos religiosos no hacían más
que aumentar la alarma y el sobresalto. Al caer la noche del 14 de mayo
se esparció en la ciudad el rumor de que un religioso de gran virtud
había predicho que la tierra iba a abrirse y a tragarse toda la
gente. La repetición de los temblores daba fuerza a aquel terrible
vaticinio. La noche fue por esto mismo de angustiosa alarma. Muchas personas,
extenuadas, además, por las fatigas del día, caían
desmayadas sin conocimiento. Los hombres y las mujeres lloraban en medio
de la más horrible desesperación. El Obispo acudió
a la plaza, y desde el altar que allí se había levantado,
pronunció en medio de un silencio sepulcral un largo sermón
para confortar al pueblo. Decía en él que el arrepentimiento
general debía haber calmado la ira de Dios, y que seguramente no
sobrevendría un nuevo cataclismo. A pesar de esto, la noche se pasó
en confesiones y en otros actos de devoción, como si todos esperasen
la muerte por instantes.
Los temblores siguieron repitiéndose
los días subsiguientes, pero con menos intensidad, y con intervalos
cada vez más largos. Entonces comenzó a conocerse la extensión
del terremoto del 13 de mayo. Aunque seguramente el centro de la conmoción
había sido el valle en que se levantaba la ciudad de Santiago, el
sacudimiento había sido sentido en todo el territorio de Chile desde
Valdivia, y fuera de él, en la provincia de Cuyo donde se habían
oído espantosos ruidos subterráneos del lado de la cordillera,
y en el Perú hasta la ciudad del Cuzco. Pero el territorio comprendido
entre los ríos de Choapa por el norte, y de Maule por el sur, era
el que había sufrido más desastrosos estragos, a punto de
no quedar edificio entero. En muchas partes la tierra se había rasgado
formando grandes grietas, algunas de las cuales arrojaban aguas turbias
como barro diluido, impregnadas de gases mefíticos que despedían
un olor insoportable. De algunos montes se «desprendieron peñascos
de tal tamaño que sin encarecimiento pueden servir de cerros no
pequeños donde pararon», escribía la Real Audiencia.
En otras partes, se secaron los manantiales que siempre habían dado
agua abundante. Computábase en más de mil el número
de los muertos en todo el reino, y entre ellos algunas personas de calidad,
y un número considerable de niños que dormían tranquilos
a la hora del primer sacudimiento. En toda la costa, hasta el puerto del
Callao, el mar, sin ningún viento, se agitó furiosamente
formándose olas colosales que azotaban la tierra, como se ha observado
en otros cataclismos semejantes. Seis días antes del terremoto un
buque, despachado de los puertos chilenos con una valiosa carga de productos
del país, fue arrojado contra unas rocas por un movimiento imprevisto
de las olas en las inmediaciones del puerto de Arica, ocasionando la muerte
de catorce personas que lo tripulaban y la pérdida de valores que
se estimaban en más de doscientos mil pesos. Puede haber exageración
en este cálculo; pero de todas maneras, esta pérdida venía
a agravar las que habían sufrido los habitantes de Chile en el terremoto,
y que la Real Audiencia apreciaba en dos millones de pesos.
Daños
causados por el terremoto: primeros trabajos
para la reconstrucción de
la ciudad.
El gobernador don Martín de Mujica recibió
en Concepción la primera noticia de la ruina de Santiago el 26 de
mayo por una relación de la Real Audiencia. Inmediatamente escribió
al Cabildo de la capital una carta de condolencia, característica
de los sentimientos del Gobernador y de las ideas dominantes de la época.
«No he podido echar de mí, decía, el horror en que
me ha puesto ese estupendo y pocas veces visto castigo de la poderosa mano
de Dios a que tanto ayudó la gravedad de mis culpas». Recordando
que la escasez de su fortuna particular no le permitía hacer todo
lo que deseaba para remediar las innumerables necesidades de la ciudad
arruinada, anunciaba el envío de dos mil pesos de su peculio particular
«para que en primer lugar, añadía, se mire por el sustento
y habilitación de las monjas, como esposas de Dios, los pobres enfermos
del hospital y demás partes que por sí no puedan ayudarse».
Mujica hizo más que eso todavía: asumiendo personalmente
una responsabilidad que podía serie muy gravosa bajo el régimen
del fiscalismo español, puso mano en la caja del tesoro real para
socorrer a los desgraciados habitantes de Santiago. «Considerando,
escribía al Rey para justificar su conducta, las incomodidades de
los religiosos, pobreza y falta de habitación de las monjas, necesidades
y suma miseria de los pobres enfermos del hospital, mendicantes y otros
muchos, sin más recursos, después de la misericordia de Dios,
que la piedad y amparo de Vuestra Majestad en desdicha tan común
y tan digna de pronto remedio, hice acuerdo de la hacienda con los oficiales
reales de esta ciudad en que resolvimos el sacar seis mil pesos de oro
que se hallaron en esta caja real para reparar las necesidades más
precisas, cuyo socorro era tan inexcusable que de no prevenirlo con anticipación
a la entrada del invierno que amenaza riguroso, resultarían infaliblemente
de hambre muchísimos muertos y los demás inconvenientes que
se dejan considerar. Y así se ha de servir la cristianísima
piedad de Vuestra Majestad de tener a bien esta resolución, pues
la obligaron forzosamente causas y atenciones justas como constará
a Vuestra Majestad del testimonio incluso».
La noticia de aquella catástrofe llegó
al Callao el 7 de julio en momentos en que el Virrey, marqués de
Mancera, tenía preparadas grandes fiestas para celebrar la terminación
de las murallas y fortificaciones de ese puerto. En el acto mandó
suspender todos aquellos preparativos; y tan luego como hubo despachado
la correspondencia en que daba cuenta al Rey de aquellos desastrosos sucesos,
volvió a Lima para preparar el socorro de los desgraciados habitantes
de Chile. Habiendo juntado a los oidores de la Audiencia y a los altos
funcionarios de hacienda, «y consultádoles lo que convendría
hacer en la materia para algún remedio y consuelo de la aflicción
en que se hallaban los vecinos y habitadores de la dicha ciudad, por entonces
se resolvió que antes de todas cosas se hiciesen procesiones y rogativas
públicas, y se encargase lo mismo a los conventos y religiones para
aplacar la ira de Dios, Nuestro Señor». Acordose enseguida
que se pidieran erogaciones al vecindario, encabezando los donativos el
Virrey y los funcionarios que lo acompañaban en aquella junta. Según
el documento que consigna estas noticias, en noviembre de aquel año
se habían reunido 12267 pesos para socorrer a Chile; y el arzobispo
de Lima, con el Cabildo eclesiástico y el clero habían colectado
otros seis mil pesos que se disponían a enviar en ropa y otros objetos
para socorrer a las monjas de Santiago.
Pero estos auxilios, aparte de ser exiguos
para remediar tantas necesidades, tardaban mucho en llegar. Desde el día
siguiente del terremoto, los vecinos de Santiago habían comenzado
a construir ramadas provisorias, aprovechando para ellas los maderos que
extraían de los montones de ruinas de sus casas, con el objetivo
de albergarse contra el rigor de la estación que entraba. «Todos
viven, dice una relación escrita en esos días, en las huertas
y solares, libres de paredes, a la protección de pabellones, alfombras,
esteras, o como se han podido reparar, y el que mejoren bohíos de
paja, que acá llaman ranchos». En esos primeros días
se trató de trasladar la ciudad a otra parte. Los oidores de la
Real Audiencia han dado cuenta de este proyecto en el siguiente pasaje
de su relación citada: «Quiso la ciudad en cabildo abierto,
movidos del horror de ver que sus mismas casas habían conspirado
contra la vida de sus dueños, y eran ya sepulcros de ellos, y desmayada
de poder remover tanto desmonte como ocupaban los sitios que fueron antes
edificios de su vivienda, mudarse y salir como huyendo de su propia hacienda
a buscar otro lugar donde poblarse, en que comenzaron a discurrir utilidades
para su mudanza. Concurrimos (los oidores) en la plaza con el Obispo, todos
los ministros reales, prelados de religiones, cabildo eclesiástico
y secular, donde se confirió largamente el sí y el no, y
se resolvió no convenir por entonces sino repararse contra el viento
cada uno como mejor pudiese, y cuidar de reservar del hurto las alhajas,
vestidos y los materiales desunidos, y buscar alivios de conservarse y
no perderse, y amparar las monjas, las religiones, los pobres, los huérfanos,
los desvalidos, y componer la república de modo que no se acabase
totalmente». Esta resolución que se creería inspirada
por el apego de los pobladores al suelo en que habían nacido y vivido,
obedecía, sin embargo, a sentimientos de otro orden. Casi todos
los solares de la ciudad estaban gravados con fuertes censos a favor de
los conventos y de otras instituciones religiosas que procuraban a éstos
una renta considerable. La traslación de la ciudad, dejando sin
valor alguno esos solares, habría producido su abandono definitivo
y privado a los conventos de una buena parte de sus entradas. La Audiencia,
obedeciendo a las ideas religiosas de la época, apoyó decididamente
al Obispo y a los frailes en sus gestiones; y quedó resuelto que
la ciudad se reconstruiría en el mismo sitio.
A fin de alejar todo nuevo pensamiento de traslación,
la Audiencia y el Cabildo desplegaron la mayor actividad para demoler las
paredes ruinosas, remover los escombros, dejar corrientes las acequias
de la ciudad y, por fin, para levantar edificios provisorios en que pudieran
funcionar las autoridades civiles, trabajando, al efecto, los oidores y
los regidores de día y de noche. Con el mismo empeño se dio
principio a la reconstrucción, también provisoria, de las
iglesias y de los conventos. En el sitio en que había existido la
catedral, se levantó en menos de cinco meses un templo de ciento
cuarenta pies, y dotado de cuatro altares, todo construido con las tablas
que pudieron extraerse de las ruinas de las casas reales. Esa iglesia fue
abierta al culto el 1 de septiembre. Las casas de los vecinos, improvisadas
aún más de carrera, no pasaban de humildes chozas que les
sirvieron de abrigo en ese invierno. Durante muchos meses, la ciudad presentaba
el aspecto de un campamento.
Las desgracias de los miserables pobladores
de Santiago no cesaron con esto solo. «Con las lluvias que a 23 del
mismo mes comenzaron, escribe la Real Audiencia, las alhajas (muebles)
enterradas se pudrieron, las trojes se corrompieron, las bodegas de vino
se perdieron y las semillas todas de nuestro alimento se estragaron, si
bien se puso tanto cuidado en preservarlas por esta Audiencia que gracias
a Dios no se padeció hambre ni sed, porque con toda presteza que
se pudo se dio orden a despejar las acequias y poner corrientes los molinos
y hornos, aquéllas para que soltándolas por medio de las
calles se llevasen las inmundicias de animales muertos y corrupciones de
otras especies despedidas de las casas caídas, y abriesen paso por
donde penetrar y andar sin estorbo, y éstos para que se pudiese
moler y amasar, y estuviese la ciudad abastecida de pan y carne, que si
bien se pretendió subir el precio en la carne por falta, y se insistió
en ello por los que se hallaron sin ganado para venderle atento a la carestía,
esta Audiencia lo defendió con penas y particular desvelo porque
no se engrosasen con la calamidad común y pereciesen los pobres
añadiéndoles más costo a sus alimentos, y se consiguió
de manera que estuvieron los puestos y carnicerías abastecidas suficientemente,
para que a ninguno le faltase». Estos afanes no fueron la obra exclusiva
de la Audiencia; el Cabildo puso también el más celoso empeño
en todo aquello que propendía a establecer el orden regular en la
población, a apartar las ruinas que cubrían sus calles y
a proveer a sus habitantes de los víveres indispensables.
Pero aquel invierno fue excesivamente riguroso.
Cayeron lluvias torrenciales acompañadas de truenos y de relámpagos,
y una nevada que duró tres días continuos. Los ríos
se desbordaron en algunas partes causando grandes pérdidas de ganado,
a punto de computar la Audiencia en sesenta mil el número de cabezas
arrastradas por las inundaciones que tuvieron lugar en el partido de Colchagua
durante el mes de junio. Los trastornos atmosféricos ocurridos en
medio de los temblores ligeros o intensos que no dejaron de experimentarse
en todo un año con intervalos más o menos cortos, y dos y
tres veces al día, durante los primeros meses, contribuían
a mantener el terror entre aquellas gentes afligidas por tantas desgracias
que avivaban su natural superstición.
El exceso de trabajo, las angustias originadas
por la catástrofe, la humedad y el desabrigo, que debían
pesar particularmente sobre las clases inferiores, indios y negros, reducidas
a un mayor desamparo, produjeron una terrible epidemia que causó
más víctimas que el mismo terremoto. «Comenzó,
dicen los oidores, el contagio de un mal que aquí llaman chavalongo
los indios, que quiere decir fuego en la cabeza, en su lengua, y es tabardillo
en sus efectos, con tanto frenesí en los que lo padecieron que perdían
el juicio furiosamente. Ésta ha sido otra herida mortal para esta
provincia. Tiénese por cierto que se ha llevado otras dos mil personas
de la gente servil, trabajada y la más necesaria para el sustento
de la república, crianzas y libranzas; y como ya no entran negros
por Buenos Aires, con la rebelión de Portugal, además de
lo sensible de la pérdida, se hace irrestaurable en lo de adelante».
Después
de muchas peticiones, el Rey exime de tributos
a la ciudad de Santiago durante
seis años
Los auxilios de dinero dados por el Gobernador
de su propio peculio o del tesoro del Rey, y los enviados del Perú
para socorrer a los habitantes de Santiago, habían sido destinados
casi en su totalidad a la construcción de templos y de conventos,
o a favorecer a las monjas y a los religiosos. Sólo una mínima
parte había servido para satisfacer las más premiosas necesidades
de las clases indigentes. Pero desde los primeros días se había
pensado en dispensar alguna protección de un alcance más
lato y general. El gobernador Mujica, en la primera carta que escribió
al Cabildo para expresarle el dolor que le había causado la catástrofe,
le decía lo que sigue: «Con el despacho para España
a Su Majestad he esforzado sobre lo que antes tenía representado
y explicado, se sirva de quitar todo género de imposición
a este reino que tantas causas tiene para ello, particularmente hoy con
los imposibles que ofrece la ruina y asolación de la mayor parte
de él, para tolerar tantas cargas en trabajos tantos. Y me queda
la esperanza cierta de que la atención y gran cristiandad del celo
de Su Majestad, que Dios guarde, ha de concedernos merced tan justa, en
que yo seré tan interesado».
Se comprende fácilmente que en los primeros
días que siguieron al terremoto, se suspendió naturalmente
y por la sola fuerza de las cosas, la percepción de impuestos en
el distrito de Santiago, como se suspendió casi todo comercio y
casi todo litigio. Pero desde que comenzó a restablecerse la tranquilidad,
y el Cabildo volvió a celebrar sus sesiones en el mes de junio,
primero en la plaza y luego en una construcción provisoría
de madera, principió a tratarse de nuevo de estos negocios; pero
para tomar una resolución definitiva, se esperaba el arribo a Santiago
del gobernador Mujica, a quien se había llamado con instancia. Retenido
en Concepción por las lluvias incesantes de aquel riguroso invierno,
don Martín de Mujica sólo pudo llegar a la capital en los
primeros días de octubre, y fue instalado en las salas provisorías
que el Cabildo acababa de construir para celebrar sus sesiones. Él
mismo se ha encargado de dejarnos la dolorosa impresión que le causó
el aspecto de la desolada ciudad. «No sólo, dice, hallé
ciertas las relaciones que me habían hecho, sino que con exceso
era mayor la calamidad, faltando explicación de palabras a lo que
reconocí por los ojos; y que además de no haber quedado templo,
casa, ni edificio por suntuoso o por fuerte que no se hubiese arrasado,
con muerte de tantas familias, esclavos y gente de servicio, y por haber
sido la ruina a la entrada del invierno, que en estas provincias son rigurosos,
cogiendo las aguas, las nieves y el hielo a los que habían escapado
desnudos en campaña, sin tener chozas ni albergue en contorno de
muchas leguas donde acogerse, sobrevino una pestilencia en ellos de que
murió gran número de personas nobles y el resto de los esclavos
y gente de servicio que les había quedado, con que los más
esforzados hasta entonces perdieron la esperanza de su restauración».
Desde que el Gobernador estuvo en Santiago,
volvió el Cabildo a agitar con mayor empeño la discusión
de los arbitrios propuestos para aliviar de alguna manera la miserable
situación de sus habitantes. Reducíanse éstos principalmente
a la supresión de los impuestos fiscales que en aquel estado de
cosas no sólo eran insoportables sino imposibles desde que el vecindario
no podía pagarlos. El gobernador Mujica conocía perfectamente
la justicia de esta petición y, aun, se había adelantado
al Cabildo para representar al Rey la necesidad de moderar unos impuestos
y de suprimir otros; pero no se atrevía a tomar por sí solo
una determinación que estaba en pugna con el espíritu desplegado
por el Rey en los últimos años para procurarse entradas a
todo trance. «Consulté, dice él mismo, este pedimento
con la Real Audiencia en acuerdo general de hacienda con vista del fiscal,
y aunque se reconoció que las causas son justas, la desproporción
notable y grande la imposibilidad, y que de verdad y en el hecho no se
podrían cobrar de los vecinos aunque se quisiese estos derechos,
como la necesidad lo persuadía, de manera que era justicia manifiesta
concederlo y la misma imposibilidad lo tenía concedido, viendo que
tenía dificultad el poderlo hacer este gobierno y Audiencia en que
la regalía de quitar tributos no reside, se determinó que
ocurriese la ciudad con estos fundamentos al virrey del Perú para
que en virtud de la facultad que tiene de Vuestra Majestad proveyeselo
que más se ajustase al real servicio de Vuestra Majestad y alivio
de todos sus vasallos».
Llevado este negocio ante el virrey del Perú,
celebró este alto funcionario una junta de hacienda con asistencia
de los oidores de la audiencia de Lima y de los ministros del tesoro el
25 de noviembre de 1647. Impuestos de todos los antecedentes, de las cartas
del gobernador de Chile y de las representaciones del cabildo de Santiago,
«pareció a todos los dichos señores, dice el acta de
aquella reunión, que atenta la imposibilidad en que se hallan los
vecinos de la dicha ciudad y su distrito de pagar por ahora contribución
ni imposición alguna por la última necesidad y miseria en
que se hallan, y que en tal caso, conforme a derecho, deben cesar, y que
a Su Excelencia (el Virrey), como quien representa la persona de Su Majestad
toca esta declaración, y que debe entenderse que, con su acostumbrada
benignidad y piedad, se sirviera de ordenar lo mismo si fuere consultado,
y que si se esperara hacerlo, demás de no poder cobrarse, se daría
ocasión a que perecieren los dichos vasallos y desamparasen aquellas
provincias, puede y debe Su Excelencia relevarles por ahora, entretanto
que Su Majestad, con noticia de todo, provea lo que más convenga,
de la paga del derecho de alcabalas y unión de armas, almojarifazgo
y asimismo del papel sellado, que, por estar en dicho estado la tierra,
habrá muy poco en que ejercitarse». El Virrey, marqués,
de Mancera, sancionó este acuerdo.
Entretanto, el cabildo de Santiago, antes de
conocer esta resolución, no se había dado por satisfecho
con el resultado de sus gestiones. Creía que el gobernador Mujica
debía por sí solo haber hecho más amplia concesión
a sus reclamos. Esperando obtener del Rey mayores gracias y favores, el
Cabildo acordó en noviembre enviar a España dos apoderados
que haciendo la relación cabal de las desgracias del reino, solicitasen
la sanción de todo lo que había pedido. Pero entonces se
tropezó con una dificultad insubsanable. El Cabildo no tenía
ni podía procurarse los recursos indispensables para costear el
viaje de sus apoderados. En tal situación, fue necesario enviar
los poderes de la ciudad al padre jesuita Alonso de Ovalle, chileno de
nacimiento, relacionado con las más altas familias de este país,
que se hallaba en Europa representando los intereses de la Compañía
de Jesús. Esta elección era muy acertada, porque la inteligencia
y el celo del padre Ovalle eran una garantía de que desempeñaría
su comisión del mejor modo posible, y sin imponer a la ciudad los
gastos de viaje que habría ocasionado el envío de otros apoderados.
Pero los capitulares de Santiago se engañaban
grandemente cuando creían que la relación de las desgracias
de Chile iba a producir una gran impresión en la corte de Felipe
IV. Atravesaba entonces España una situación que puede llamarse
terrible. Envuelta en guerras costosísimas contra casi toda Europa,
y exhausta de recursos para mantener sus ejércitos, sufría
en esos momentos todas las consecuencias del mal gobierno que la llevaba
a la más desastrosa decadencia y postración. Una descabellada
conspiración descubierta poco antes, y la reciente insurrección
del reino de Nápoles, junto con todas aquellas graves complicaciones
interiores y exteriores, preocupaban de tal manera a la Corte que las ocurrencias
de las colonias del Nuevo Mundo casi no llamaban la atención de
nadie. La noticia del tremendo terremoto que había destruido la
ciudad de Santiago y arruinado el reino de Chile, pasó casi desapercibida.
Cuando el Rey tuvo noticia de estos desastres, y vio las peticiones que
se le hacían, manifestó muy fríamente su deseo de
socorrer a los miserables habitantes de este reino. En una cédula
dirigida al cabildo de Santiago, con fecha de 20 de agosto de 1648, se
limitaba a decir estas palabras: «Envío a mandar a mi Gobernador
y Capitán General de esa provincia y a mi Audiencia Real de ella,
vean qué medios y arbitrios podrán beneficiarse en esa provincia
para que, con lo que fructificasen, se pueda acceder en parte al remedio
de necesidad tan urgente, porque no recaiga todo sobre mi real hacienda».
Lo que el Rey quería, ante todo, era evitar gastos a la Corona.
Pero antes de mucho llegaron a España
nuevas y más premiosas peticiones del cabildo de Santiago. El apoderado
de esta corporación, el padre Alonso de Ovalle, hacía también
empeñosas diligencias para obtener la suspensión de todo
impuesto fiscal en el reino de Chile. Su demanda estaba apoyada por el
virrey del Perú que, como se recordará, había suspendido
provisoriamente en noviembre de 1647 aquellas contribuciones. Al fin, el
Rey, previo el informe del Consejo de Indias, expidió en 1 de julio
de 1649 una cédula con que creía dejar satisfechos a sus
vasallos de esta desventurada colonia. «Por la presente, decía,
hago merced a los vecinos y moradores de esa ciudad de Santiago de que,
por tiempo de seis años, sean libres de la paga y contribución
de los derechos de alcabala y unión de armas, y de todos los demás
tributos y imposiciones que antes pagaban y me pertenecían por cualquier
causa, y que, por el mismo tiempo, sean libres de los derechos de salida
y entrada todos los frutos y mercaderías de esa tierra que se hubieren
de consumir en la dicha ciudad, o se sacaren por los puertos de su jurisdicción
para el Perú y otras partes». Esta concesión, que con
justicia podría calificarse de mezquina, era, sin embargo, todo
lo que permitía hacer la situación del tesoro. En su angustia
de recursos, Felipe IV intentaba todavía, pocos meses más
tarde, restringir aquella gracia que había acordado con tanta dificultad.
Otros
arbitrios propuestos para remediar la situación:
reducción de censos,
supresión de la Real Audiencia
En Chile, los vecinos y el gobierno habían
propuesto otros arbitrios para remediar la miseria general. Uno de ellos
era la suspensión de los censos que gravaban las propiedades urbanas
en favor de los conventos, y cuyo valor total se hacía ascender
a cerca de un millón de pesos. Pretendían los poseedores
de las propiedades acensuadas que, habiéndose disminuido el valor
de éstas con la destrucción de la ciudad, esos censos debían
suprimirse o, a lo menos, reducirse en relación de la baja del precio.
Muchos vecinos se mostraban dispuestos a abandonar sus solares, cuyo valor
estimaban en menos que el de los censos; y casi todos ellos se resistían
a reedificar sus habitaciones mientras no se les declarase libres de aquella
pesada obligación. Este asunto, a pesar de la intervención
del Cabildo en favor de los vecinos, debía resolverse ante la justicia
ordinaria. El gobernador don Martín de Mujica interpuso sus buenos
oficios para llevar a las partes a un avenimiento. «Atendiendo, dice,
a que esta materia diferida a litigio se haría inmortal, y serían
más las costas que la victoria del suceso, y en el ínterin
se empeorarían de raíz los pocos materiales que se podían
aprovechar, y la ciudad estaba entretanto sin forma de república
política, procuré en junta general y cabildo abierto, presente
la Audiencia, persuadirlos a que conviniesen entre sí en un compromiso
o transacción en que asegurasen algo por no perderlo todo; medio
que me pareció el más suave por su brevedad, y el menos costoso
para sus caudales. Y de la junta resultó el convenirse en la manera
que verá Vuestra Majestad». El arreglo se reducía a
constituir dos tribunales arbitrales, uno compuesto del Obispo y del oidor
jubilado don Pedro Machado para resolver acerca de las obligaciones espirituales
que imponía la fundación de los censos, y otro de los oidores
de la Audiencia para las temporales(491). Ante ellos debían ventilar
los censualistas y los censatarios sus respectivos derechos, y celebrar
transacciones equitativas. Parece que la base de la mayoría de éstas
fue el rebajar al tres por ciento el interés de cinco sobre que
se habían fundado los censos, y que esta rebaja estimuló
a los propietarios a reedificar sus habitaciones.
Notose entonces escasez de trabajadores para
la reconstrucción de tantos edificios. Había en Santiago
algunos indios originarios del Perú o de Tucumán que ejercían
oficios de zapateros o de sastres; y se propuso que se les prohibiese trabajar
en esos oficios y se les obligase a servir en las obras de construcción.
Según la opinión de la Audiencia, «no es extraño
de derecho compeler a las personas viles o serviles, ociosas y vagabundas
a que sirvan a la república en cierto ministerio apto según
su condición y necesidad pública para conservar el bien común»;
pero se usó con mucha cautela de este pretendido derecho, por temor
de que esos indios se fugaran de Chile. Empleáronse, en cambio,
otros arbitrios, como sacar del ejército a los soldados que pudiesen
servir en esos trabajos, conmutar las penas impuestas a ciertos criminales
por la obligación de tomar parte en ellos, y traer a Santiago indios
de los distritos vecinos. Pero estos arbitrios remediaron en pequeña
escala la escasez de trabajadores. El gobernador Mujica,
en los primeros días que siguieron a aquella catástrofe,
había propuesto al Rey otro arbitrio para remediar en parte la pobreza
general que aquélla había producido. «Cuando fui a
recibirme de presidente, escribía con este motivo, reconocí
muchas causas suficientes para escusar la Real Audiencia de este reino,
pues cuantos pleitos ocurren de su jurisdicción, así los
que tocan al real fisco como a pedimento de partes, todos son sobre amparo
de indios, mensura de tierras y cosas de tan poco momento, que tuve mucho
que admirar considerando el gasto grande que tiene la hacienda real de
Vuestra Majestad en sus ministros, como los empeños que a los vecinos
resultaban sobre tanta pobreza en el lucimiento que ocasiona la autoridad
de la Audiencia, y los salarios que continuamente pagaban a letrados, formando
pleitos eternos sobre materias de muy poca entidad, y lo que más
de sentir es, obligando la asistencia personal del litigio a faltar a sus
estancias y los gastos que de asistir en la Corte resultan. Y finalmente,
cuando la Audiencia debía ser causa de evitar pleitos, reconocí
que sólo servía de que se siguiesen pleitos y ruidos, que
a no haberla, sin duda se excusaran, y la justicia del pobre tuviera su
lugar, porque como le falta caudal para derechos de abogacía y otros,
y no tienen con qué comprar papel sellado, ni introducción
para hablar con los oidores y representar su razón (no porque ellos
se le nieguen sino porque su cortedad y miseria le embarazan), perece totalmente,
y el rico consigue cuanto pretende porque para todo tiene diferentes comodidades.
Hoy se acrecientan a las referidas causas las calamidades en que se ve
esta miserable república, sin recurso humano a la reparación
de ellas, y la Real Audiencia sin casas en que administrar justicia, sin
cárceles, ni cajas reales. No se puede reedificar en muchos años
por la suma pobreza de la ciudad, y sería de mayor importancia el
costo de estos edificios que todos los derechos que a Vuestra Majestad
puedan pertenecer en muchos años, cuanto más siendo universal
la asolación y tan intolerable, como tengo representado a Vuestra
Majestad, el servicio de unión de armas y papel sellado».
El Gobernador terminaba proponiendo que se encargase de nuevo la administración
de justicia a los alcaldes ordinarios y a un teniente gobernador, como
un medio de ahorrar grandes gastos a la Corona y de aliviar a los vecinos
de las cargas impuestas por la costosa prosecución de juicios ante
la Audiencia. Esta proposición no fue atendida, indudablemente por
motivos de orden político.
Las
causas del terremoto según los teólogos de la época
La catástrofe de 13 de mayo de 1647
tuvo otras consecuencias económicas y sociales de menor importancia;
pero produjo un aumento de devoción religiosa que dejó recuerdos
duraderos en la tradición y en las prácticas de la vida colonial.
La superstición popular veía un milagro evidente en cada
uno de los accidentes del terremoto. Cada convento exhibió la imagen
de uno o de algunos santos salvados de la ruina de las iglesias por algún
prodigio portentoso. Nacieron de aquí fiestas y procesiones, que
preocuparon a la ciudad durante mucho tiempo.
De todas esas imágenes, fue el crucifijo
de san Agustín, llevado a la plaza la noche del terremoto, la que
alcanzó más veneración y respeto. Fue en vano que
los jesuitas sacaran de las ruinas de su iglesia otro crucifijo, del cual
se contaban milagros más portentosos. Referíase que las piedras
caídas de las paredes le rompieron los brazos y le infirieron en
la cabeza una herida de que manó sangre verdadera que bañó
su rostro, pero que, a pesar de todo, y por un prodigio sobrenatural, se
mantuvo derecho en la cruz, sujeto sólo por el clavo de los pies.
El pueblo que no dudaba de este milagro, dio, sin embargo, la preferencia
al crucifijo de san Agustín; y en su honor se instituyó que
cada año, el día aniversario del terremoto, se le haría
una solemne procesión, que hemos visto perpetuarse hasta nuestros
días.
Habría sido curioso estudiar los efectos
geológicos del terremoto del 13 de mayo de 1647. Todo hace creer
que produjo un solevantamiento de la costa, más sensible quizá
que los que han producido otros cataclismos de la misma naturaleza. Aunque
los fenómenos de esta clase no exigen del observador ni una gran
sagacidad ni mucha ciencia, parece que nadie fijó su atención
en ellos, puesto que ninguna relación nos ha dado la menor noticia.
En cambio, los contemporáneos de esa catástrofe se ocuparon
mucho en discutir con el criterio de las ideas teológicas de la
época, las causas que la habían producido. Para el mayor
número de ellos, para el gobernador Mujica, para casi todos los
predicadores que hicieron tronar los púlpitos improvisados en medio
de las ruinas, el terremoto era una manifestación de la ira de Dios
para imponer un justo castigo al pueblo de Santiago por sus grandes culpas.
«Castigo justo de la mano de Dios, decían los ministros del
tesoro en la relación que enviaron al Rey, pero benigno y misericordioso
según nuestros grandes pecados». Otro contemporáneo
célebre, el padre Rosales, sostenía que los temblores de
tierra son de dos clases diferentes. «Unos, dice, suceden por particular
voluntad de Dios y para castigo de culpas. Otros suceden por varias causas
naturales, dejándolas Dios obrar para ostentación de su poder
y aviso de su justicia, contando con ella su misericordia». El terremoto
del 13 de mayo pertenecía, según él, a este segundo
género. Esta opinión no ha sido seguida por los cronistas
posteriores.
Pero quien ha discutido más prolijamente
esta materia es el obispo Villarroel. Pasa en revista la devoción
de los habitantes de Santiago, las prácticas religiosas a que vivían
consagrados, la abundancia de cofradías, la frecuencia de confesiones,
el celo piadoso del clero y de las monjas, y declara que «conforme
a buena teología y a la ley de Dios, sería pecado mortal
juzgar que sus delitos asolaron este pueblo».Sin embargo, en otros
pasajes de su libro sostiene que es muy peligroso que los ministros legos
pongan la mano en los negocios eclesiásticos, y que en muchas ocasiones
tales avances han sido castigados por Dios con graves terremotos. Según
este criterio, si el temblor del 13 de mayo fue preparado por la cólera
de Dios para castigar a los hombres, no fue por los pecados de éstos,
sino por las competencias que el poder civil había tenido en los
años anteriores con los obispos, y principalmente con el iracundo
don fray Juan Pérez de Espinosa, muerto hacía más
de veinte años, dejando la reputación de haber sido el prelado
más pendenciero de esta diócesis. Las páginas del
obispo Villarroel que recordamos, son un reflejo fiel de las ideas que
acerca de prerrogativas eclesiásticas dominaban en el clero de esa
época.
|