Sami Naïr, eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III, de Madrid nos deja hoy en el diario EL PAÍS este interesanto artículo sobre un tema que en estos días tenemos de plena actualidad:
la posible intervención militar en Irak.
La noche del 16 al 17 de septiembre, el presidente iraquí, Sadam Husein, hizo saber que aceptaba el regreso sin condiciones de los inspectores de la ONU. Respondía de este modo a las exigencias de la comunidad internacional. Francia, a través de su ministro de Asuntos Exteriores, expresó inmediatamente su satisfacción: 'Los inspectores de desarme deben regresar a Irak y trabajar sin cortapisas(...). De lograrse, demostrará hasta qué punto la comunidad internacional puede alcanzar resultados cuando está unida'. En cambio, Estados Unidos, que habla de 'viraje táctico', sigue preparando la guerra. El portavoz de la Casa Blanca, Scott McClellan, comunicó de inmediato que nada podía satisfacer a EE UU: 'No es cuestión de realizar inspecciones. Se trata del desmantelamiento de las armas de destrucción masiva iraquíes y de que el régimen respete todas las demás resoluciones de la ONU'. No se puede ser más claro: poco importa que Irak se ajuste al derecho internacional, se trata de exigir siempre más a fin de legitimar una intervención militar cuyo objetivo pregonado es 'acabar el trabajo empezado en 1991', según los propios términos del presidente Bush. Las resoluciones de la ONU son al mismo tiempo suficientemente vagas (sobre la duración de las inspecciones y las condiciones para el levantamiento del embargo) y draconianas (sobre las condiciones a cumplir por el régimen iraquí) como para hacer que este juego prosiga.
Sin embargo, Irak realmente ha dado un paso decisivo en la dirección de la
comunidad internacional. En efecto, las resoluciones de la ONU prevén una inspección sin condiciones. Pero la legítima petición repetida por parte de Irak de que se le ofrezca una salida, un próximo levantamiento del embargo, una luz al final del túnel, así como la insistencia de que la comisión encargada del desarme (Unscom) realice un balance público de los 10 últimos años de inspecciones, no condicionan más, en lo sucesivo, la vuelta de los inspectores. Recordemos que en 1990 la comunidad internacional sólo aceptó apoyar la guerra contra Irak para obligar a este país a retirarse a sus fronteras, poniendo fin de este modo a su agresión contra Kuwait. Hoy, el presidente Bush conmina al Consejo de Seguridad no sólo a obligar que se cumpla el conjunto de resoluciones, sino también, de forma más grave, a derrocar al régimen iraquí. También quiere que la comunidad internacional avale una operación de conquista digna del siglo XIX. Solicita a la ONU que desprecie sus propias reglas. Uno puede, legítimamente, preguntarse: ¿acaso EE UU está por encima de la ley común? Las diversas medidas de proteccionismo económico decididas vulnerando las reglas de la Organización Mundial del Comercio (leyes Helms-Burton y d'Amato, aumento de las subvenciones a la agricultura y de las medidas de protección al acero); la negativa a suscribir el protocolo de Kioto cuando EE UU es el primer contaminador del planeta, y la presión amenazadora realizada sobre los europeos para exigirles que protejan a los soldados estadounidenses ante posibles procesamientos de la Corte Penal Internacional, muestran hasta qué punto el unilateralismo estadounidense marca
hoy todos los ámbitos de la vida internacional.
En realidad, si uno sigue con un poco de seriedad las complicadas
relaciones de la misión de inspección de la ONU con Irak y Estados
Unidos, se pueden poner en evidencia dos grandes tipos de problemas: por una parte, Estados Unidos no ha respetado siempre la independencia de esta misión, ya que está comprobado que han introducido numerosos agentes de espionaje de la CIA cuyo trabajo no era precisamente facilitar las relaciones con el régimen iraquí; por otra parte, el régimen iraquí no ha dado muestras siempre de total transparencia, ya que ha sido necesario esperar hasta 1995 para que admitiera que disponía realmente de armas biológicas, que fueron destruidas después. Colocados en situación de embargo permanente, los iraquíes decidieron en l998 rechazar la vuelta de los inspectores. Tal vez era lo que esperaban las autoridades norteamericanas para ensombrecer más el dossier iraquí. No se entiende por qué han dejado pasar cuatro años para exigir una intervención. Y, sobre todo, por qué pasaron de la legítima exigencia de que Irak se desarme a la voluntad, que está en flagrante contradicción con el derecho internacional, de cambiar el régimen de ese país. Ya que si está claro que el régimen de Sadam Husein dista de ser un ejemplo de democracia, se trata de un asunto interno de Irak, que ciertamente se puede abordar, pero con otros criterios que los de una intervención militar exterior.
En realidad, todo tiende a demostrar que si el presidente Bush se empeña en derrocar al régimen iraquí se debe a que sabe que Irak no cuenta con los medios militares para resistirle. EE UU muestra así el poco caso que hace a Irak y al orden internacional que él mismo ha contribuido a construir desde la II Guerra Mundial. Si logra su objetivo, saldría irremediablemente desfigurado el orden internacional basado en una solución pacífica de los conflictos entre Estados y en la prohibición a recurrir a la fuerza, como establece la Carta de la ONU. En efecto, ¿quién impedirá entonces a cualquier gran potencia, bajo el pretexto de una posible amenaza,
agredir a un estado cuyo territorio y riquezas codicia?
La comunidad internacional debe tomar conciencia de los peligros que esta estrategia introduce en el orden mundial. De ello depende el respeto de la soberanía de las naciones, de un orden basado más en el derecho que en la fuerza y, sobre todo, la paz mundial. ¿Quién no ve que, más allá de las consecuencias dramáticas para el pueblo iraquí, la intervención militar estadounidense tendría unos efectos desastrosos para el conjunto de la región? Pondría en peligro la
estabilidad de países como Turquía, Irán o Siria, a consecuencia del probable desmantelamiento de Irak, amenazaría aún más la seguridad de Israel y aplazaría indefinidamente el reconocimiento de los derechos del pueblo palestino, incrementaría el antiamericanismo y la judeofobia, diseminaría el terrorismo, etcétera.
Desde el hundimiento de la URSS y el fin del orden bipolar, nunca el capítulo VII de la Carta de la ONU, que establece las condiciones en las que puede autorizarse el recurso a la fuerza, ha sido utilizado con tanta frecuencia. Lo que demuestra que los conflictos internacionales se resuelven cada vez más mediante la
Fuerza y, hay que decirlo, sobre todo por parte de EE.UU. Algunos juristas, incluso redactan resoluciones sobre Irak, ejemplo en todo punto perfecto de las posibilidades de intervención “legales” permitidas por la carta.
Europa se debe negar a sumarse a una política incompatible con los valores que defiende. Debe mostrar su firme oposición a toda intervención armada contra un Irak que acepte todas las condiciones de la ONU. No debe, asimismo, dejarse arrastrar a la elaboración de una nueva resolución que siga el juego a EE UU. Este país no puede pretender representar a la comunidad internacional ya que sus intereses particulares, especialmente su codicia de los recursos petrolíferos iraquíes permitan desde ahora sobre los objetivos de la ONU.
Francia, miembro del Consejo de Seguridad, debe hacer oír claramente esta voz por Europa, por el mundo árabe y por todos aquellos que rechazan la histeria guerrera. Más fundamentalmente, es necesario aprovechar esta crisis para reintegrar a Irak en la comunidad internacional, levantar el cruel embargo que ha producido ya más de un millón de víctimas y abrir la vía a un arreglo global y pacífico de los problemas de la región. La necesaria democratización de Irak será
de este modo facilitada.