Se cuenta que un casual compañero de tren preguntó a Unamuno si creía en Dios, pero se quedó sin respuesta. Don Miguel le dijo que lo primero sería ponerse de acuerdo sobre lo que uno y otro entendían por Dios, y eso les llevaría todo el tiempo de un viaje interminable. Algo similar sucede cuando se habla de la calidad de vida en diferentes ciudades que luego se ordenan meticulosamente de mejor a peor. Habría que ponerse de acuerdo sobre lo que se entiende por calidad de vida. Aunque los datos utilizados para la comparación sean muy objetivos, pasan en último término por el tamiz de una valoración subjetiva. Su propia selección refleja ya el particular criterio de quienes elaboran las listas. Un índice muy socorrido es el número de vehículos matriculados por cada mil habitantes, e inmediatamente después vienen las cifras de teléfonos móviles, frigoríficos, televisores en color, vídeos, ordenadores y demás artilugios de la modernidad, unos que, efectivamente, hacen la vida más fácil, y otros que sólo sirven para satisfacer necesidades sobrevenidas o corregir los efectos secundarios de los primeros, de manera que su disfrute no es, ni de lejos, químicamente puro. Con los cristales dobles evitamos ruidos callejeros, pero también renunciamos a que el aire entre cuando abrimos las ventanas de par en par. Y para gozar de la Naturaleza antes al alcance de la mano, hemos de recorrer kilómetros gastando tiempo, nervios y gasolina en la columna automovilística de cada día o de cada fin de semana. Teatros, conferencias y salas de concierto, pero también enojosas idas y venidas. Dos horas escasas de “calidad de vida” frente a otras tantas de circulación intermitente y atascos. Claro, que con la telefonía móvil podemos llamar a casa para decir que no se intranquilicen, que no ocurre nada, pero que vayan comiendo o cenando. Y si hiciera falta para entendernos por encima de los ruidos de motores, cláxones y frenazos, nadie nos impide alzar la voz o gritar un poco. Por fortuna, los seres humanos nos adaptamos a todo, incluido el estruendo de las motos con el tubo de escape manipulado. Vamos hacia el contrapunto grosero de esa armonía de las estrellas que ni percibimos ni disfrutamos porque nos acompaña desde el nacimiento. En el ranking de la calidad de vida no cuentan los infartos ni el agotamiento ni el estrés, meros daños colaterales del progreso. Tampoco importa que las relaciones entre los vecinos no pasen del saludo en el ascensor o las discusiones en la comunidad de propietarios. O que los provincianos puedan llegar a la oficina pública, al consultorio médico o a la sucursal bancaria dando un paseo, libres de preocupaciones por el aparcamiento en segunda fila, la multa o la grúa municipal. Al revés, la no dependencia del coche será valorada negativamente. Y nada parecen significar las huelgas de transportes, las manifestaciones, las carreras ciclistas, los maratones domingueros, las obras interminables, la mendicidad callejera y las algarabías nocturnas. Habrá que revisar los baremos. |