Benjamín Valdivia
Fragmento de su novela
Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde
Entrada y primer capítulo de esta novela
distinguida con el Primer Premio Nacional de Novela
"Jorge Ibargüengoitia"
para mi amigo
Eulalio Ferrer Rodríguez
Antes que se rompa el cordón de plata
y se arrugue la venda de oro,
y se haga pedazos el cántaro sobre la fuente,
y se quiebre la polea sobre la cisterna.
ECLESIASTÉS 12,6
Ni la ciencia ni las artes,
ni el dinero, ni el amor
podían ya proporcionar un placer intenso y real
a nuestras almas saciadas.
EÇA DE QUEIROZ
Que si los caracteres de una ficción
pueden ser lectores o espectadores,
nosostros, sus lectores o espectadores,
podemos ser ficticios.
JORGE LUIS BORGES
El corazón del hombre es ambiguo.
MARCEL SCHWOB
En un lugar de la Mancha y no pudo más: cerró la gruesa portada del famoso libro del cual, como todos los que han pasado por las escuelas, tenía más noticia que conocimiento. Era un libro ancho y alto como el mundo mismo; los lomos azules y pelados como el cielo de primicia tormentosa; con dos escudos de armas pintados en dorado y, con el mismo tono, recuadros en los que se regocijaba la tipografía señalando el áureo nombre del poeta, el título adecuado de la historia y, por supuesto, el afamado editor que hizo posible la impresión de las bellezas que ahí se encontrarían a no ser porque Numa Fernández, como todos los que pasan algunos años en las escuelas, no tenía intención de seguir adelante en la lectura del enorme libro. No porque sus aficiones embebidas de lector gustoso no atisbaran las cumbre clásicas de pesados volúmenes (ya se había topado con otros de igual grosor), sino porque para él era toda una ambición desde las corcovidades más hondas de la vida llegar a convertirse en algo fuera de serie: tal vez un astro deportivo de importancia, un escalador profesional de montañas incólumes, un famoso ilusionista, o al menos un extra de la cinematografía en lengua alemana donde jamás tuviese necesidad de hablar cosa alguna ya que para él los vocablos de Goethe y toda lengua germánica estaba negada. Pero en realidad no avanzó más en la lectura del famoso libro a causa de que sentía terrible una envidia morada casi negra carcomiendo de un solo dentellón sus intestinos, sus hígados, su riñonal de hombre joven que no ha encontrado todavía su sitio entre las oportunidades que ofrece la civilización contemporánea.
No pudo más: cerró el libro y se dispuso, en definitiva, a dejar que su vida anodina tradujese sus actos nimios a un lenguaje de actos heroicos, así fuese únicamente en su imaginación enferma de ambiciones imposibles.
I
FUERZA
COMO UNA NUEZ PODRIDA
- He allí la tumba de mi padre. Está vacía.
A los pies de Ario Fernández se encontraba una loza de piedra nada fuera de lo común y mediano que se encuentra en todo sitio de muerte. Tenía sus cuatro lados pulidos y un angelito curiosamente labrado; era del tamaño preciso para cubrir un hoyo en el que cabría, con toda comodidad, un féretro gris con orlas de color metálico, dentro del cual iría un pesado cuerpo inerte, un despojo más de la carne inexorable puesta en sus límites de tierra. Abajo de la figura del angelito se leía el nombre de aquel que a perpetuidad supuesta ha de ocuparse de permanecer —polvo y ceniza— al otro lado de la loza de piedra en la que también aparecen las fechas de nacimiento y muerte del occiso.
Atribulado y compungido ante la visión de la muerte ajena (a la cual no veía), el amigo que acompañaba en esa ocasión el dolor de Ario Fernández pasó a sentir una sorpresa y casi de inmediato bastante interés en saber a qué se referían las palabras pronunciadas recientemente por Ario Fernández: está vacía. En un momento tan solemne como puede ser la visita al sepulcro del padre de uno mismo, el amigo no definía aún en su mundo íntimo si es —o no es— pertinente preguntar algo que satisfaga el hambre de su intrigada cabeza. Pero al fin, sin mucha decisión pero con avidez, preguntó en tono igual de solemne que la ocasión.
- ¿Está vacía?
Ario giró la vista para mirar los ojos de su amigo que con tal pregunta le presagiaba la total incomprensión de lo que pueden significar las frases directas y afirmativas. El amigo era gente sensata, lo que se puede decir un hombre razonable. Para cuando el mirar de Ario rozó levemente el mirar de su amigo, el amigo ya empezaba a imaginar cualquier salida aceptable para la lógica del asunto: tal vez habían exhumado el cadáver y por eso se encontraba vacía; quizás lo trasladaron a un sector diferente del panteón, o —podía ser— a un lugar más cercano en dirección a su antiguo hogar, o algo de ese corte. Tal vez en esa ocasión (puesto que, según las palabras de Ario Fernández, tras la piedra labrada no yacía el resto terrenal de Numa Fernández) tan sólo asistían allí, ante esa lápida, para ordenarle a un empleado de la municipalidad que quitase la piedra con la inscripción del difunto que no se encontraba allí, para poderla situar, entonces, en el lugar preciso.
A pesar de la silenciosa insistencia del amigo por recibir el responso a sus inquietudes, Ario Fernández comenzó a caminar sin decir la respuesta. Mas, convencido Ario de la imbecilidad generalizada consistente en buscar siempre respuestas a las preguntas, al dar los primeros pasos pronunció lentamente la verdad. Verdad que vino a ser de mayor sorpresa para la lógica del interlocutor:
- Está vacía porque el cuerpo fallecto de mi padre jamás estuvo puesto en ese agujero inmundo. Si alguien se atreviera (yo no) a levantar esa lápida labrada, a forzar la cerradura de latón que asegura el féretro gris con bordes de metal, se llevaría a la boca un bocado desagradable, pues el cuerpo de mi padre fallecto jamás ha aparecido.
El amigo, silencioso incluso en el crujir de sus pasos encima de la descuidada hojarasca que suele acumularse en esas épocas en tales sitios, enhebró nuevamente su raciocinio de buen juicio y compadeció al que así le hablaba: era probable que el padre falleciera en un feroz accidente en el tren que viene del sur hasta el centro, y cuando dió una curva el tren, un árbol caído obstruyó la vía, y la locomotora, tumbando su equilibrio, fue a reposar chirriando fierro trenzado al rojo incandescentemente vivo sobre un sembrado de olivas y tras de sí llevó a los pasajeros transportándolos no al andén de su elección sino a una vida menos fatigada. También era probable que, siendo jinete —si acaso lo fue—, haya caído del potro indómito tajándose los huesos en astillas inverosímiles que no permitieron ser reconstruidas para darle una honrosa sepultura y conservar el cuerpo deshecho adentro de un cajón. El amigo compadeció el doble sufrimiento de Ario Fernández: tener que asistir a una tumba vacía para conmemorar a su padre destrozado. Sin embargo pareciera ser una locura esa loza y ese hijo adicto a un recuerdo tal vez malsano al conmemorar en un sitio vacuo una muerte no presente. La cuestión, si se atreviera a formularla, sería ¿por qué poner una lápida sobre un cadáver inexistente destrozado por el tren? (¿Realmente lo destrozó el tren?) Mas, debe saberse, el mundo especulativo desplegado por el amigo —y en general el recurso mismo de la especulación razonable— se vino abajo en el instante en que Ario Fernández siguió caminando lentamente, dejando atrás la tumba hueca y dejando a la vez resbalar sobre la hojarasca una nueva redada de palabras reveladoras.
- Te estarás preguntando para qué hacer una lápida y poner sepultura a un cuerpo que no existe. Pero las cosas nunca son tan sencillas.
Desde luego que el amigo no había caído en la cuenta de que, en efecto, para qué se le ha mandado labrar una loza (con un ridículo ángel de piedra) a un cadáver que no se encuentra allí. Y considerando el costo de la vida, era, para el amigo, un acto de lesa aberración disponer una tumba para un muerto que impertinentemente no se encontraba en ella. Mejor hubiera sido invitar a una media docena de viejos camaradas del conmemorado para brindar por él, por el fenecto padre de Ario, y no andar gastando la plata (o el billete válido oficial equivalente) en algo que, por no tener debajo al muerto, ya ni siquiera inspiraba respeto: nadie siente reverencia ni respeto ni temor ante una tumba vacía.
- Entonces cuál es tu sentimiento, arguyó el amigo, si no tienes un padre muerto bajo la tapadera de piedra en este cementerio. ¿Para qué me has hecho venir en silencio y con la vista enternecida de posibilidades? Acaso vendrás a disfrutar el acontecimiento. ¡Vamos! Quieres convencerme de un absurdo cenotafio. No creo que la tumba esté vacía. Demuéstralo: si tu padre no yace bajo esa lápida, ponme el ejemplo: comienza tú mismo a bailar sobre la memoria de ese ser desaparecido que llamas tu padre y que no está aquí; no dejes de danzar en su tumba. ¿Para qué me invitaste? ¿Por qué estoy aquí respetando algo irrespetuoso? Me quieres confundir. O, cuando menos, me confundes.
Ario Fernández giró en redondo y su mirar rozó de nuevo el mirar indirecto de su amigo, que ya era casi un amigo impaciente. Volvió sobre sus pasos marcados en el mar de la hojarasca y se detuvo ante la tumba que habían dejado atrás hace un instante. El amigo corrió tras él, aún más sorprendido de la inusitada impensada intempestiva loca vuelta que sobre sus pasos dió el silencioso Ario, quien iniciaba a silbidos una canción no muy alegre. Se puso a palmear acompañando el devenir de sus silbidos. Luego suplió el silbido por la entonación de un tralalá más vertiginoso y subió a la lápida bailando en un centellar enfebrecido vortizando a diestra y a siniestra mientras reía diciendo para sí, para su memoria, para su inquisición o, tal vez, para su amigo: ¡está vacía! ¡está vacía!.
El amigo abría desesperadamente los ojos, nervioso creciente que miraba hacia los diferentes rumbos por donde alguien pudiera pasar y verlos cometer el sacrilegio blasfemante de no respetar el sueño frío de los muertos vecinos.
- ¡Los muertos! ¡Hay otros muertos aquí!, gritaba el amigo.
- ¡Está vacía como una nuez podrida!, cantaba Ario.
Luego de unas cuentas vueltas regodeantes, Ario Fernández se tendió sobre la lápida, recogió una hoja seca de al lado de la tumba y seriamente cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Sus resoplidos de la agitación del baile daban a su nariz el trémolo del belfo desbocado sobre la carrera final.
- Ario —dijo suavemente el amigo—, ¿estás bien?
- Estoy muerto, ¿qué no ves?
- ¿Muerto?
- Sí, muerto.
Uno a veces propone cosas de las que se arrepiente al verlas ejecutadas por el infeliz al que neciamente indujimos. Y si el amigo propuso que Ario bailase sobre la tumba a la que retornaron, ahora se compungía de arrepentimientos ignotos, no tanto porque Ario le hubiera respondido con acciones girantes en el baile al que fue retado sino porque la paz de los sepulcros aledaños se vió irrumpida in tempestas por el canto y el baile, ajenos en todo a la seriedad debida de tales sitios. Y todo el arrepentimiento del amigo contrastaba con la frase bíblica de los muertos que sepultan a los muertos.
Ario Fernández, ya sin esa respiración excesiva que produce el final del baile, se lenvantó de su sepultura familiar y le explicó al amigo por qué no era sacrílego bailar sobre una tumba sin habitantes. Y con más apaciguamiento le enteró de las amañadas circunstancias en las cuales tuvo el deber de forjarle un entierro a su padre; aunque no se encontraría en la tumba porque, sencillamente, jamás estuvo su padre dentro del féretro.
La imaginación del amigo siguió adelante conducida por los caballos de la perplejidad: ¿sería posible que el recatado Ario se hubiese atrevido a hacer una jugarreta a la sociedad decente, que lo ha vestido y alimentado durante tanto tiempo, haciendo pasar por verdadero un entierro falso, siendo, como era a ojos vistas, un sepulcro blanquedo aquel en el que hubo de bailar ante sus propios ojos el mal hijo que tal vez aprovechó la ausencia de su padre para quedarse con la herencia que, si bien no era grandiosa, no era exigua y sí daría lo suficiente para vivir con holgura durante el resto de una vida proba y concentrada como la de Ario, quien no tenía empacho en invitar a su amigo, con tonos de gravedad en los labios, para luego echar a cantar y con jubilosa coreografía valsar un aire chocarrero en los lomos pulidos del rídiculo ángel labrado en la lápida ilustre de vacuidad en la que supuestamente debía yacer a perpetuidad el padre suyo que no estaba?
Todo mundo recuerda todavía el obituario en la ciudad, la misa de adormideras que le inciensó de aromas la última despedida al anónimo Sr. Fernández, perdido en la provincia, igonto en el mundo, ajeno a la celebridad que suelen tener personas de mucho menor valía que él. Todo mundo recordaba los lutos de Ario, de la madre de Ario, de la mujer que auxilia en el aseo de la casa de la madre de Ario, de otra mujer que nadie sabía bien a bien quién era o qué relato tenía con Numa Fernández pero que igual que sus más dolientes deudos portaba un luto pulcro y distinguido y en sus ojos contenía el más ardiente llanto, ese llanto que sólo vierten en las escenas más trágicas de los teatros las damitas ingenuas que contemplan cómo se llega a suicidar con el veneno del error el amante de la adormecida. Aunque nadie se lo explica, todo mundo recordaba en santa paz un rito normal de los que mueren en su casa y son conducidos en carroza de paso lento hasta su final paradero a supuesta perpetuidad en el que los acongojados arrojan humedecido en llanto un puñado de arena sobre el último adiós. Y ya jamás recuerdan a los muertos.
No era posible, entonces —puesto que el amigo lo conoce y no puede concebir tal cosa— que Ario hubiese felonado al mundo engañadizo metiéndole en la memoria un ritual vano y llorando una lágrima seca, increíble, pero que ahora se daba en sacar a la luz del mundo contándole a su amigo los pormenores del trágico destino de su padre el Sr. Numa Fernández.
Si el padre de Ario jamás estuvo en el féretro, ¿cómo es que se ha legalizado, en esta sociedad administrada, su muerte? Si alguien pregunta a cualquiera en la ciudad, todo mundo estará de acuerdo en que en tales fechas apareció en el periódico el obituario y en tal día se le dió sepultura. Pero ahora todo empezaba a esclarecerse para el amigo: todo mundo recordaría también que Ario no invitó gente alguna al evento de velación, ni a la misa ni al entierro; la madre de Ario jamás dejó que se abriera la ventanita que suelen tener ahora los cajones fúnebres para dar una postrer y vomitiva oteada al putrefactual agrupamiento de miembros hervidentes en los que el rozagante vivo ha devenido en su mortalidad; la mujer que auxilia en el aseo de la casa de la madre de Ario es muda como un gajo adentro de su cáscara, por eso no dijo cosa alguna; y la mujer advenediza que contenía el llanto en las pupilas no se supo en ese momento quién era en realidad, así que nadie podría haberla interrogado entonces. Había, pues, algo seguro: si se montó la escena del muerto y ahora su hijo declara que no se encontraba un cadáver en la tumba, es que algo misterioso, o al menos algo de dobleces muy obscuros, había sucedido. El amigo, como buen amigo y honesta persona razonable, quiso enterarse mejor de la situación antes de comenzar a gritar que Ario (o su madre, o la mujer que auxilia en el aseo en casa de su madre o, en fin, la enlutada de calladas lágrimas) había perpetrado horrible engaño al mundo, a pesar de todo el tradicionalismo y la informática, a pesar de la prensa y de la agencia central de inteligencia del gobierno norteamericano, a pesar del enfriamiento de la guerra fría y de las nuevas leyes constitucionales, a pesar de la hermenéutica y el psicoanálisis, a pesar de la lluvia ácida y las novelas históricas, a pesar de ser considerado como alguien incapaz de proferir una sola mentira.
Que vuelva a tomar Ario la palabra para que las cosas se destejan:
- Tú eres mi amigo, por eso te invité a venir; porque es la última ocasión que asisto ante la tumba vacía de mi padre, a la que muchas veces he venido. Te enterarás de muchas cosas ahora; y, te lo ruego, cuando acabes de saber la historia de mi padre, dame tu opinión para seguir adelante en la vida.
Caminaron con otra lentitud hasta una banca, de piedra muda también y labradizos ángulos, junto a las tumbas del lado derecho; y allí estuvieron comentando los pormenores del extraño suceso. El amigo guardó silencio prácticamente en toda la sesión, cual un cura confesor que haya enmudecido ante lo crispante de la verdad en llamas que se le muestra en sacramental secreto, verdad desnuda como una diosa deseante, verdad pura como una gota de agua incomparable. Conocer la verdad es muy edificativo, a no ser porque parte el corazón y deja una frontera abierta entre la vida trivial y la vida verdadera que luego es imposible franquear de regreso, adquiriendo con la verdad un pesado navío que jamás llega al puerto de sus intenciones ni regresa al paradisíaco muelle que ayer lo abrigara. El amigo, como entre sueños elevándose sobre el mar de la hojarasca, recordaría quizás que se ha dicho en Juan (18-38) que Pilato preguntó ¿Qué es la verdad? y que esa pregunta pesa desde entonces en el pensamiento humano, traicionero y cobarde como Poncio. Pero el amigo estaba ávido de verdad, quería sentir en sus orejas trashumantes el mundo verdadero; sentirlo a fondo del pellejo, retozarlo como un perro celoso, lamerlo al pie del árbol de la imaginación. Quería verdad. Cuando se quiere tener la verdad en la cabeza se corre el peligro de vivir en una inimiente orilla del fuego. Y cuando se traspasa la frontera desde lo irreal hasta lo real (de la oscuridad a la luz), los términos se van separando sin remedio y el hombre tiene la verdad —y el peso de la verdad— en sus débiles manos.
Ario Fernández tomó la palabra. La sujetó con los dientes poderosos de su pasado. Y luego la echó a volar al cielo de su amigo. A volar con la esperanza de que encontrara un nido de explicaciones satisfactorias que reconfortaran ambos corazones.
- Todo se complicó cuando la muda trajo la carta hasta la casa de mi madre.
El amigo de Ario Fernández tenía la cabeza ordenada y un carácter minucioso. De hecho fue elegido por eso para ser el escucha de lo escabroso. Siempre procuraba el amigo obtener explicaciones razonables y consecuencias prácticas de todo lo que escuchaba. Por su parte, Ario tenía más bien el pensamiento al nivel de corazón: el amor lo corroía tan subterráneamente como a su padre, y sus impulsos partían siempre de una respiración profunda. Ambos sabían que mientras más detalles lograran enlazar, mayores posibilidades de reconstruir la historia tendrían. Y de poseer la verdad. Formaban un par dialéctico para descifrar las profundidades: Ario contaba con los datos que le fueron aportados de diversas fuentes; el amigo de Ario contaba con su razonable espíritu ilustrado a la vez que práctico. De entre todos los amigos era el que poseía las facultades que impedirían llegar a la locura al hijo del Sr. Fernández. (¿Lo impediría?) Y a la vez era el amigo más necesitado de misterios que le hicieran ver su vida no como una suma de ciencias y de técnicas sino como un hilo ensartado en el velo del destino, donde el amor y el odio, la luz y la tiniebla, se mezclaran como se mezclan, al atardecer, la luz incadescente que se acumuló durante el día y la sombra a borbotones que se ha de desaguar durante la noche.
Sobre la banca de piedra labrada unas ramas de fresno soltaban aromas de frescor. Alrededor de los dos amigos, los muertos guardaban silencio para atender. Más allá, una tumba deshabitada lucía bajo el ángel de su lápida el nombre y la fecha. Y todo comenzaba.
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