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Benjamín Valdivia
Nuevas Meditaciones Cervantinas




MISCELANEA QUIJOTESCA
Presentamos una serie de reflexiones sobre Cervantes, publicadas en el libro de Benjamín Valdivia Nuevas Meditaciones Cervantinas, dedicado a don Eulalio Ferrer Rodríguez y publicado por la Universidad Autónoma de Querétaro, México, en 1997 (Teléfono 52-42-125256)





Don Quijote es el más casto enamorado. Aún más: nunca mira directamente a su amada. Y tiene tal claridad sobre este asunto que reclama a una Dueña que lo visita en la noche: retírese usted, señora; no vaya a ser que yo caiga donde jamás he tropezado. La castidad es, en el universo del héroe, la realización del amor.

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En la Sierra Morena, el loco busca hacer unas cuantas locuras artificiosas. Sólo para mostrar a la dama distante que es capaz de estar loco por ella. ¿Acaso no lo está ya? La locura que pretende Don Quijote es hacerse pasar por un loco. Como si estuviera concorde a la paranoia de Dalí, quien afirma: “la única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco”. Don Quijote, en su locura, quiere pasar a fingir una locura. ¿Y quién es peor loco que aquel que finge serlo?

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En algunos momentos, la locura de Don Quijote consiste en tomar la realidad como algo real.

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Cervantes pone en boca de Carrasco los cabos sueltos que ha dejado en la primera parte de su novela: el rucio de Sancho, los dineros de la maleta en la Sierra Morena. Y aunque no los concluye, dejan de estar sueltos y se convierten en partes de la historia que son precisamente eso: fragmentos que se asumen como cabos sueltos. Mencionar esa soltura, la ata.

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A trechos deja Cervantes acomodar los juegos de palabras. Jugar con el lenguaje es una manera de duplicar el juego de la narración: a la gracia del acontecimiento se agrega el donaire del habla.

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Muy bien distingue Anselmo las cualidades opuestas de la inocencia y la virtud. Inocente es quien no peca por no haber sufrido la tentación; virtuoso es quien ha padecido la tentación y la ha superado. La virtud supone una ordalía; la inocencia supone la ignorancia del mal, no su derrota. Habrá que estar de acuerdo en estas palabras: “Ansí que la que es buena por temor, o por la falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré a la solicitada y perseguida, que salió con la corona del vencimiento”. Olvida, claro está, la tercera vía, que no es inocencia ni virtud: la que es solicitada y perseguida y se entrega. Inocente virtud la de la entrega. Esa ya lo sabemos.

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A la hija de la ventera propone Don Quijote que le pida cuanto sea menester a su felicidad, ya sea “una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos de sol, encerrados en una redoma”. He allí la máxima solicitud que se puede hacer a un caballero: que entregue una redoma de sol.

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No hay fe superior a la de quienes acuerdan creer en sueños ajenos: Don Quijote propone a Sancho “queréis que os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos”. No hay diplomacia más alta que el acuerdo entre soñadores opuestos.

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Caigo en la cuenta de una semejanza inquietante entre la palabra autor y la palabra autoridad. El autor y la autoridad son los que llevan la voz, los que dicen, los que dictan, los que legislan. ¿Acaso el autor es un dictador, quiero decir, alguien que se impone, que imprime sus condiciones a su víctima: el lector? Indaguemos por un término intermedio: autorizado. Quien está autorizado lleva la voz de otro, está investido de autoridad, está en lugar del autor. Cervantes no se dice a sí mismo autor de la historia de don Quijote, sino voz autorizada.

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“Hágalo Dios como yo deseo y tú, Sancho, has menester”. La novela avanza constantemente por indeterminaciones. Es más, la indeterminación se convierte en la mejor alternativa en muchos conflictos. “No hay sino encomendarnos a Dios”. “Pues como sea”. “De cualquier modo”. El personaje decide entregar su libertad y decisión a los movimientos azarosos o providenciales. Aun así, todo le resulta en indeterminaciones. Nótese: indeterminaciones, no indefiniciones.

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Don Quijote, caballero a la usanza de quienes se sostienen por la fuerza de su brazo, repudia, con justicia, las armas explosivas. Esa maldita artillería es causa de que un débil y cobarde aniquile a un valeroso y esforzado. Las balas han llenado de traición lo que era un campo de honor y arrostramiento. Deplora haber tomado la insignia caballeril en época tan despreciable.

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Don Quijote sabe bien que su locura no es punible. Siendo loco y caballero, no paga hospedaje ni respeta jurisdicción ni juicio legal.

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El deleite literario no debe ser inútil sino instructivo. ¿Acaso no hemos sacado, al menos, esa enseñanza en la novela de Cervantes?

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Llame la atención un hecho formidable: los niños no son sujetos de la caballería andante. Ser caballero es algo propio de la edad adulta. En la novela de Cervantes apenas asoman los niños. Debe tener en claro que los riesgos de dicha profesión no son para los infantes.

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Quienes representan Las Cortes de la Muerte bien pueden ser tomados como figuras del tarot. Habría que señalar algunos enmascaramientos simbólicos: el Emperador, la Muerte, el Ángel, el Cupido, el Caballero. Serie de cartas de una lotería inverosímil. Y conste lo siguiente: Don Quijote no imagina tales cosas, sino las contempla en el más sano de los sanos juicios que logra su dañada integridad. Y al salir de la cueva, se asegura la antigüedad de los naipes “que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno”. ¿Dime, inolvidable, cómo entenderemos esa suerte de juego cruzado entre los símbolos de las cartas? Cervantes nos recuerda un consejo tradicional: “Paciencia y barajar”.

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Entre la paremiología quijotesca anida gran copia de proverbios saludables. Uno, que debo comprender muy hondo, y que debo señalarlo para un colega que conozco, es el siguiente: “las propias alabanzas envilecen”.

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Para Don Quijote (2da., XVIII) la caballería andante es la ciencia por excelencia: superior a la Poesía “dos deditos más”. Y el caballero debe ser, entre otras profesiones, jurisperito, teólogo, médico (y principalmente herbolario), astrólogo y matemático, amén de ornarlo todas las virtudes teologales y cardinales. En otras ciencias útiles, ha de saber nadar y herrar. “Ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla”. Pero entre toda esta junta de provechosas cualidades, extraña ver una frase del más puro sabor cartesiano: el caballero ha de saber dar razón “clara y distintamente, adonde quiera que le fuere pedido”. Mayor sorpresa todavía si recordamos que Descartes publicó su Discurso del Método hasta 1637.

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Don Lorenzo es alabado por Don Quijote. Debemos afirmar que está más loco quien se siente adulado por tales alabanzas. Pero hay mucho poder físico en lo que Cervantes denomina “la fuerza de la adulación”. A un amigo puedo alabarlo; jamás podré adularlo. Si el verbo griego doulein significa esclavizar, quien recibe las adulaciones recibe, en realidad, la esclavitud. Don Quijote ha esclavizado a Don Lorenzo: y éste cumple las solicitudes de aquel. ¡Qué observación del peligro viviente hace Cervantes!

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Es una pena que sea verdad lo que afirma Don Quijote: que sobre la lengua tiene poder el vulgo y el uso. La poesía, en su divinidad ardiente, se somete a lo usado y vulgar. Como una semilla en el fango, fructifica y florece al elevarse sobre ese desprecio y desperdicio. No una cosa diferente significa el loto de mil pétalos. El poeta siempre aspira a lo que no es usual ni vulgar. Sin embargo, escritores modernos hay quienes estiman en mucho complacerse en la vulgaridad y la usanza. Son autores a los que ya no es necesario vulgarizar.

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Enorme hipérbole dentaria profiere maese Pedro, más allá de cuantas muelas le tumban a golpes al de la Triste Figura: ha perdido su mono y se lamenta de la imposibilidad de retornárselo: “primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes”, dice.

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Mi estimado Tomás Segovia, en su drama en verso moderno Zamora bajo los astros, pone atención a Vellido Dolfos. Cervantes apunta cómo Ordóñez de Lara reta a todos los zamoranos a causa de la traición de Dolfos. Se entrelazan los textos y los tiempos.

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Don Quijote toma resolución de hacerse pastor (Quijotiz y Pancino habrían de ser los nombres de esa Arcadia rediviva). Igual resolución toma el Cándido, en Voltaire: cultivemos nuestro jardín. Se entrelazan, otra vez, los textos y los tiempos.

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El Duque y Don Quijote concuerdan en que la sangre tiene peso propio en los asuntos del cuerpo. Sobre la buena sangre “resplandece y campea la hermosura” más que en la humilde; y además, “las virtudes adoban la sangre”. Goethe pone a Mefistófeles pidiendo una firma con sangre. Y señala: “la sangre es una esencia muy especial”. se entrelazan, por tercera vez, los tiempos y los textos.

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Sometido todo a la contradicción, Don Quijote se muestra como un dialéctico de cepa: “que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras”. Los opuestos inician, gobiernan y deshacen el mundo, parece afirmar.

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Importantísimo sitio ocupa en Cervantes el tema de las viandas y el alimento. Es su sello de realismo, puesto que, entre tantas y descomunales aventuras, la comida es un punto de solidez y un remanso de mundo natural y normal. Sin embargo, Don Quijote no desayuna sino que da “en sustentarse de sabrosas memorias”. Si, como aconseja Don quijote antes de tomar ínsula Sancho, “la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”, entonces la salud de Don Quijote es cosa de mero recordar.

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La libertad es el mayor bien; el cautiverio el mayor mal. ¡Cuántas veces olvidamos esa sabiduría de carne propia que nos hace presente la vida y obra de Cervantes!

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“Espaciosísimo y largo” les resulta el mar a nuestros personajes la primera vez que lo vieron. Y la novela de Cervantes nos podría parecer igualmente espaciosísima y larga en sus detalles y profundidad. José Balza alude, en esta conexión, a “este mar narrativo”.

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Cuando es vencido, Don Quijote habla “como si hablara dentro de una tumba”. Para un caballero, la derrota es la muerte.

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