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Karl Polanyi

 

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Escasez

 
Polanyi, basado en evidencia histórica y antropológica, llega a otra conclusión, en cuanto al la economía formal. Según él, la escasez generalmente no deriva de la naturaleza sino de las instituciones sociales que determinan las necesidades de los individuos y su acceso a los medios para satisfacerlas.

Polanyi creó una tipología de la organización social basada en la asignación de los bienes y el acceso a los medios para producirlos. Estos modelos no son meramente económicos, no se trata de “modos de producción”; sino que intentan describir el funcionamiento de la sociedad desde diversos ángulos: las reglas del parentesco, la hospitalidad, la religión y la política, entre otros.
El primer modelo se denomina “reciprocidad”. El principio que da unidad y estabilidad a la sociedad es la simetría. Una parte del grupo se dedica a un área específica de la producción y otra a un área diferente, necesitándose ambas mutuamente. En estas sociedades las jerarquías se borran. Se habla de “igualitarismo primitivo” y prácticamente no existe escasez, pues todos tienen acceso a los medios para satisfacer sus pocas necesidades.


El segundo modelo es el de la redistribución. Este mecanismo es posible cuando existe un centro reconocido al cual se le entregan los bienes producidos y desde allí se inicia la distribución. Pero entre lo que se entrega y lo que se recibe hay una diferencia. Por ejemplo, los impuestos no son devueltos íntegros y sin embargo, gracias a la organización institucional, el gobierno otorga a cambio una serie de benefactores que difícilmente podrían obtenerse mediante obras individuales. Un gran puente, por ejemplo, es producto de una organización centralizada. Este sistema predominó lo mismo en los imperios antiguos que en la Edad Media, y en menor medida, en algunas naciones modernas.
Las pautas de la redistribución permiten utilizar la escasez con motivos políticos. El mejor ejemplo lo ofrece el texto de Karl Wittfogel, donde se describe cómo los faraones controlaban el Nilo para mantener a raya a sus súbditos. La escasez de agua permitió su uso político pues quien quería agua debía someterse. Este mecanismo fue descrito por Illich como “monopolio radical” y se establece cuando alguna necesidad sólo puede satisfacerse con medios controlados por una élite.
El tercer modelo es el del mercado autorregulado o sistema de mercado. La asignación de recursos se da a través de una lógica engañosamente simple: cada cual actuará de acuerdo a lo que es para él más ventajoso monetariamente. El señuelo es la ganancia personal, no los compromisos sociales. Se trata de un modelo basado en el egoísmo. Según el liberalismo más radical, este sistema, de aplicarse cabalmente, llevaría a una prosperidad generalizada. La explicación es compleja: al buscar lo mejor para mí, encuentro que puedo obtenerlo gracias a la división del trabajo y al intercambio. Si produzco una sola cosa, la especialidad me convertirá en un gran productor, si los demás hacen lo mismo, entonces podremos intercambiar nuestros productos. La riqueza obtenida gracias a este orden espontáneo es muy superior a la que un individuo puede obtener trabajando por su cuenta. La sociedad se convierte en un pacto entre egoístas ambiciosos que, paradójicamente, como un efecto no buscado, logran el bien común.
La libertad que este sistema ofrece al individuo es sólo aparente, pues en realidad la demanda determina lo que se debe producir. El mercado se convierte en una especie de tirano, lo que acaba “conviniendo” al individuo es lo que los consumidores solicitan.
Este sistema no surge de la naturaleza humana, como llegaron a afirmar algunos liberales, sino de un tipo de organización, aparecido por primera vez en la Inglaterra del siglo XIX gracias al ascenso político de las clases comerciantes, industriales y bancarias.
El tercer modelo genera un tipo de ideología que se convirtió en el blanco favorito de Polanyi, el economicismo, que corresponde a la “economía formal”. Lo económico es el centro de la vida social hasta el punto de convertirse en un fin en sí mismo. Goza de autonomía frente a otros ámbitos de la vida humana; es decir, se le trata como si pudiera aislarse de lo político, lo social, lo cultural... Cuando escuchamos a alguien hablando de una reforma económicamente “necesaria”, suplicando no “politizar” el asunto, está pensando desde la economía formal, pues concibe a la economía como algo que se puede aislar de todo lo demás. El objetivo primordial, según esta concepción, es el equilibrio de los mercados –que los liberales suelen confundir con la economía misma.
El economicismo también afirma que la escasez es un factor natural y no institucionalmente creado, que el hombre posee deseos infinitos y que el acceso a los recursos para satisfacerlos está concentrado en unos cuantos propietarios. Esta idea de los deseos humanos es el corolario de la revolución en la producción, en la que, junto con las mejoras productivas, los avances tecnológicos y los nuevos métodos de organización, surge la ilusión de que cualquier deseo puede ser satisfecho y por lo mismo, ¿por qué no tener todo tipo de necesidades?
El monopolio radical del mercado alcanzó un punto crítico en el siglo XIX cuando el trabajo, la producción y la tierra se convirtieron en mercancías. Estos factores, debido a su importancia, solían estar al margen del mercado pero, con el nuevo modelo, quedaron a merced de grandes corporaciones. En lugar de la responsabilidad que el maestro tenía con el aprendiz surgió un intercambio económico, en el cual la obligación del patrón se limitaba a pagar el sueldo (si éste era insuficiente para subsistir, no era problema del patrón).
Polanyi describió a los propietarios de las grandes empresas y a los participantes de las “altas finanzas” del siglo XIX como esa élite que se beneficiaba de la mercantilización de los alimentos, la ropa, el transporte, el crédito..., pero que no tenía ningún interés en el bienestar de la sociedad.