Polanyi, basado en evidencia histórica y antropológica,
llega a otra conclusión, en cuanto al la economía formal. Según él, la
escasez generalmente no deriva de la naturaleza sino de las
instituciones sociales que determinan las necesidades de los individuos
y su acceso a los medios para satisfacerlas. Polanyi creó una
tipología de la organización social basada en la asignación de los
bienes y el acceso a los medios para producirlos. Estos modelos no son
meramente económicos, no se trata de “modos de producción”; sino que
intentan describir el funcionamiento de la sociedad desde diversos
ángulos: las reglas del parentesco, la hospitalidad, la religión y la
política, entre otros.
El primer modelo se denomina “reciprocidad”. El principio que da unidad
y estabilidad a la sociedad es la simetría. Una parte del grupo se
dedica a un área específica de la producción y otra a un área diferente,
necesitándose ambas mutuamente. En estas sociedades las jerarquías se
borran. Se habla de “igualitarismo primitivo” y prácticamente no existe
escasez, pues todos tienen acceso a los medios para satisfacer sus pocas
necesidades.
El segundo modelo es el de la redistribución. Este mecanismo es posible
cuando existe un centro reconocido al cual se le entregan los bienes
producidos y desde allí se inicia la distribución. Pero entre lo que se
entrega y lo que se recibe hay una diferencia. Por ejemplo, los
impuestos no son devueltos íntegros y sin embargo, gracias a la
organización institucional, el gobierno otorga a cambio una serie de
benefactores que difícilmente podrían obtenerse mediante obras
individuales. Un gran puente, por ejemplo, es producto de una
organización centralizada. Este sistema predominó lo mismo en los
imperios antiguos que en la Edad Media, y en menor medida, en algunas
naciones modernas.
Las pautas de la redistribución permiten utilizar la escasez con motivos
políticos. El mejor ejemplo lo ofrece el texto de Karl Wittfogel, donde
se describe cómo los faraones controlaban el Nilo para mantener a raya a
sus súbditos. La escasez de agua permitió su uso político pues quien
quería agua debía someterse. Este mecanismo fue descrito por Illich como
“monopolio radical” y se establece cuando alguna necesidad sólo puede
satisfacerse con medios controlados por una élite.
El tercer modelo es el del mercado autorregulado o sistema de mercado.
La asignación de recursos se da a través de una lógica engañosamente
simple: cada cual actuará de acuerdo a lo que es para él más ventajoso
monetariamente. El señuelo es la ganancia personal, no los compromisos
sociales. Se trata de un modelo basado en el egoísmo. Según el
liberalismo más radical, este sistema, de aplicarse cabalmente, llevaría
a una prosperidad generalizada. La explicación es compleja: al buscar lo
mejor para mí, encuentro que puedo obtenerlo gracias a la división del
trabajo y al intercambio. Si produzco una sola cosa, la especialidad me
convertirá en un gran productor, si los demás hacen lo mismo, entonces
podremos intercambiar nuestros productos. La riqueza obtenida gracias a
este orden espontáneo es muy superior a la que un individuo puede
obtener trabajando por su cuenta. La sociedad se convierte en un pacto
entre egoístas ambiciosos que, paradójicamente, como un efecto no
buscado, logran el bien común.
La libertad que este sistema ofrece al individuo es sólo aparente, pues
en realidad la demanda determina lo que se debe producir. El mercado se
convierte en una especie de tirano, lo que acaba “conviniendo” al
individuo es lo que los consumidores solicitan.
Este sistema no surge de la naturaleza humana, como llegaron a afirmar
algunos liberales, sino de un tipo de organización, aparecido por
primera vez en la Inglaterra del siglo XIX gracias al ascenso político
de las clases comerciantes, industriales y bancarias.
El tercer modelo genera un tipo de ideología que se convirtió en el
blanco favorito de Polanyi, el economicismo, que corresponde a la
“economía formal”. Lo económico es el centro de la vida social hasta el
punto de convertirse en un fin en sí mismo. Goza de autonomía frente a
otros ámbitos de la vida humana; es decir, se le trata como si pudiera
aislarse de lo político, lo social, lo cultural... Cuando escuchamos a
alguien hablando de una reforma económicamente “necesaria”, suplicando
no “politizar” el asunto, está pensando desde la economía formal, pues
concibe a la economía como algo que se puede aislar de todo lo demás. El
objetivo primordial, según esta concepción, es el equilibrio de los
mercados –que los liberales suelen confundir con la economía misma.
El economicismo también afirma que la escasez es un factor natural y no
institucionalmente creado, que el hombre posee deseos infinitos y que el
acceso a los recursos para satisfacerlos está concentrado en unos
cuantos propietarios. Esta idea de los deseos humanos es el corolario de
la revolución en la producción, en la que, junto con las mejoras
productivas, los avances tecnológicos y los nuevos métodos de
organización, surge la ilusión de que cualquier deseo puede ser
satisfecho y por lo mismo, ¿por qué no tener todo tipo de necesidades?
El monopolio radical del mercado alcanzó un punto crítico en el siglo
XIX cuando el trabajo, la producción y la tierra se convirtieron en
mercancías. Estos factores, debido a su importancia, solían estar al
margen del mercado pero, con el nuevo modelo, quedaron a merced de
grandes corporaciones. En lugar de la responsabilidad que el maestro
tenía con el aprendiz surgió un intercambio económico, en el cual la
obligación del patrón se limitaba a pagar el sueldo (si éste era
insuficiente para subsistir, no era problema del patrón).
Polanyi describió a los propietarios de las grandes empresas y a los
participantes de las “altas finanzas” del siglo XIX como esa élite que
se beneficiaba de la mercantilización de los alimentos, la ropa, el
transporte, el crédito..., pero que no tenía ningún interés en el
bienestar de la sociedad.
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