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Siempre es difícil despertarse en la mañana, asumir en un par de segundos el hecho de que ya se acabó el placentero ocio y es necesario enfrentar el tedio de la realidad.


Es difícil, sobre todo si, como hoy, el noticiero de la emisora tradicionalista amenaza los límites de mi percepción, situándome de golpe un comunicado de este calibre:

“...Se le reitera a la ciudadanía de la República de Chile que hoy, martes 9 de noviembre, a las 7:31 A.M., el Ejército y la Fuerzas Armadas y de Orden han asumido el gobierno de la nación, en vistas de la inepcia y desidia de los políticos a cargo, a todas luces incapaces de hacer frente a la crisis económica y al inminente conflicto bélico con los países limítrofes...”

Me pregunto qué mierda significa lo que oigo, si acaso no es más que una cruel pesadilla, una estúpida parodia de aquel martes de hace treinta años que no recuerdo porque nací mucho después, pero que me sé de memoria porque estudio Historia. Petrificado, paso por encima de mi confusión y sigo escuchando:

.“...La Junta Militar a cargo conmina a la población civil a efectuar sus labores diarias como en cualquier día normal. Los trabajadores deben asistir a sus puestos de trabajo y los estudiantes de todos los niveles a sus respectivas clases. Cualquier indicio de ausentismo será considerado subversivo, derivando en las represalias propias de un estado de guerra...”

Descarto de inmediato cualquier posibilidad de desayuno, pues la noticia por sí sola ya es certeza de indigestión, o cuando menos de un fenomenal atragantamiento.

“...Se le prohibe terminantemente a cualquier miembro de la ciudadanía, sin excepción, hacer comentario alguno, en público o en privado, acerca del actual estado político. Por razones de seguridad, quien desacate cualquiera de las órdenes antes dichas será puesto a disposición de la justicia militar, por el bien de nuestra Patria. Se le reitera a la ciudadanía de la República de Chile que hoy, martes 9 de noviembre, a las 7:31 A.M., el Ejército y la Fuerzas Armadas y de Orden han asumido el gobierno de la nación...”

El comunicado, que obviamente es una grabación, se repite palabra por palabra, desterrando de mi conciencia cualquier esperanza de que todo se trate de un trance pesadillesco, de una mala broma de mi imaginación. Salgo a la calle temblando; sin embargo, no puedo evitar detenerme ante el quiosco, donde varios curiosos echan el habitual vistazo a los titulares.

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–¿Ya se enteraron? –pregunto de inmediato, aunque jamás he sido una persona sociable y rara vez hablo con extraños.

–Sí, es terrible –concede un caballero cincuentón.

–Pero se veía venir –agrega un joven ejecutivo.

–Yo lo escuché todo en la radio –comento, aliviado de encontrar descargo a mi desazón.

–Tanto que le costó casarse al pobre Juan para que ahora le pase esto –vuelve a decir el hombre cincuentón.

Me quedo con un comentario atascado en mi garganta y leo por sobre las cabezas los distintos titulares de hoy:

“Repentina separación entre el futbolista Juan Zambrano y la supermodelo Eliza Ferrer” –dice uno de los periódicos.

“A golpes y arañazos terminó ayer la teleserie Amores Tardíos” –rezaba el siguiente.

“Carlita Rubio, conductora de televisión: Si los hombres se empeñan, las mujeres se empañan” –leí en el tercero.

–Pero yo no hablaba de esto –aclaro, sonriendo ante el malentendido–, sino del bando militar.
El elocuente silencio cae sobre mí como una cachetada.

–¿Qué bando militar, joven? –pregunta una señora.

–El de la Junta Militar que ha asumido el gobierno. –Entonces recuerdo la prohibición expresa de hablar sobre la situación política.

–No sea pesado, joven. Es muy temprano para bromas.

–Aquí nadie sabe nada de bandos ni de juntas.

–Ah, sé que no se puede hablar al respecto –digo, bajando la voz–. Pero no estoy diciendo nada subversivo, sólo quiero comentar la impresión que me ha causado...

–¿Que le ha causado qué?

–Yo mejor me voy –anuncia el cincuentón–. Lo de Juan me tiene demasiado choqueado como para quedarme a oír tonterías.

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Las demás personas se alejan también, haciendo comentarios por el estilo. Me consuelo diciéndome que aún la mañana es demasiado pronta para que la noticia se propague, además de tratarse de hechos sumamente recientes. No es extraño –me digo con un poco de sarcasmo– que gente preocupada por la farándula no esté al tanto de las novedades políticas.

Subo a la micro y, mientras pago, me asalta una repentina inquietud:

–Disculpe –le hablo al chofer–. ¿El transporte seguirá funcionando con normalidad?

–¿Ah? –exclama el hombre, confundido.

–Me refiero –explico– a la nueva situación: ¿No afectará al transporte público?

–¿Pero de qué nueva situación me hablas?

–Ah, sé que no deberíamos comentarlo –concedo sonriendo–, pero nadie nos escucha, caballero, y yo sólo quiero saber esto por mi bien: necesito movilizarme a diario en micro.

–¡Haga el favor de avanzar por el pasillo, joven, no ve que hay gente subiendo! ¡Y no me venga a molestar con bromas a estas horas de la mañana o lo bajo a palos!

Me siento conmovido por la generalizada falta de información. “Bueno –pienso, no sin algo de presunción–, por algo él maneja una micro y yo voy a la Universidad”.

Intento reconocer en los rostros de las personas algún rastro de nerviosismo o ansiedad, pero todos se ven tan perfectamente tranquilos que termino por convencerme de que aún no saben nada. Un hombre lee el diario, pero le echo un vistazo y sólo distingo un amplio reportaje sobre la separación de Juan Zambrano.

El chofer lleva la radio encendida, pero en ésta sólo se oye música cebolla. Me pregunto por qué la Junta no transmite por esta emisora su comunicado, tal como aconteció con la radio tradicionalista que todas las mañanas escucho para informarme fugazmente de lo que pasa en el mundo. “Después de todo –reflexiono–, si tienen órdenes y prohibiciones, deben al menos darnos la oportunidad de oírlas”.
Llego a mi destino sin haber oído en la radio más que canciones vulgares. Sin tomarme la molestia de echar un vistazo a los periódicos del quiosco, me dirijo directamente a la Universidad, pues ya estoy algo retrasado.

La profesora ya está impartiendo la cátedra y yo lamento haber perdido la oportunidad de comentar con mis compañeros los recientes sucesos durante los breves minutos antes de entrar a la sala. Se trata de jóvenes informados que por supuesto deben haber oído el comunicado de la Junta. Busco con la mirada algún rostro inquieto, pero están todos abocados en la toma de apuntes. Este comportamiento realmente me sorprende, pues, aunque el bando militar ordenaba claramente continuar las actividades diarias con total normalidad, me pregunto quién es capaz de quedarse tan tranquilo sabiendo que el gobierno acaba de ser derrocado. No es que simpatice con la coalición que hasta esta mañana detentaba el poder, pero un futuro político incierto inquieta a cualquiera, sobre todo si se habló de un inminente conflicto armado con nuestros vecinos. No sería raro toparme de improviso con un par de militares instándome para ir a luchar a la frontera.

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Entonces caigo en la cuenta de que la profesora está hablando de los gobiernos radicales, lo cual es perfectamente normal, pues corresponde al programa de la asignatura; pero no concibo que una profesora de Ciencias Sociales, aun una señora tan pasada de años como la docente en cuestión, deje pasar la oportunidad de comentar los recientes sucesos. Después de todo, estamos en la Universidad: ningún bando afiebrado nos va a impedir pensar.

–¡Señorita! –me atrevo a llamarle la atención a la profesora, aun cuando sé de sobra que le desagradan sobremanera las interrupciones–. Disculpe mi intervención, pero ya que habla de los gobiernos radicales... y usted, persona culta, habrá de saber que la palabra “radical” tiene el mismo origen que “raíz”... vale decir, cuando hablamos de radical, nos referimos a políticos que abordan los problemas desde la raíz...

–¿Me puede decir a qué viene esta desagradable e inapropiada intromisión? –exclama la profesora, visiblemente molesta. Puedo sentir la mirada reprobatoria de mis compañeros; pero sé que, cuando diga lo que tengo que decir, todos, incluida la docente, me hallarán la razón.

–Lo que quiero decir –digo al fin, triunfante– es que en un día como hoy, tal vez no debamos hablar de las “raíces” políticas, sino, siguiendo la metáfora, de la “copa” del árbol político nacional...

–¿De qué diantres me está hablando? –vuelve a exclamar la profesora–. ¿A qué se refiere con “un día como hoy”?

–Bueno, señorita, usted sabe... Hoy han ocurrido tantas cosas...

–No sé qué cosas le habrán ocurrido a usted al levantarse –ironiza la docente, provocando la risa de mis compañeros–, pero yo ya he señalado en innumerables ocasiones que no hay nada que me moleste más que ser interrumpida en mis clases. Pierdo el hilo de lo que iba diciendo, qué le voy a hacer. Sólo puedo hacer una excepción cuando haya un motivo suficiente, que por lo visto usted no tiene.

–¿Le parece poco motivo –estallo ahora– un golpe de estado ocurrido hace menos de una hora?

–Escucho acongojado a mis compañeros soltar una nueva carcajada.

–Los sublevamientos en lejanos países no nos incumben en nuestro curso de Historia Política Nacional.

–¡Pero si el golpe ha sido aquí! Por favor, sé que usted y todos mis compañeros tienen miedo y quieren acatar el bando militar; pero yo no estoy proponiendo nada subversivo, sólo considero que un hecho de esta magnitud debe ser comentado en la clase...

–No sé adónde quiere llegar con su extraño humor negro, joven, pero en mi clase no acepto bromistas, menos a estas horas de la mañana. De manera que le pido que, por favor, salga inmediatamente de la sala y me permita continuar con la clase.

arriba

Embriagado de confusión, pasmado por la cobardía ajena, furioso por la incomprensión, salgo de la sala con dirección al baño. Me mojo la cara, intentando refrescar mis pensamientos. ¿Es posible, acaso, que nadie, absolutamente nadie sepa lo del golpe militar? Me miro al espejo, concentro mi mirada en los ojos torpes y perplejos que me devuelve el reflejo y digo en voz alta la única respuesta posible a mi cuestión: No. Es imposible. Aunque se me tuerza el entendimiento, es mi deber de sujeto racional aceptar que la única explicación plausible es que soñé o imaginé lo del golpe.

“No es tan extraño –me digo–, considerando la fuerte presión académica, que haya caído en tal estado de estrés hasta el punto de construirme mi propia ficción política, esta pesadilla que refleja la ansiedad en que se debate mi cuerpo exhausto. Descanso es lo que necesito.”

Aliviado al fin por haber dado con la respuesta a la encrucijada en que me vi envuelto, me dispongo a salir del baño y me encuentro con una extraña sorpresa: dos soldados de casco y metralleta están de pie obstruyéndome la salida. Me pregunto qué asuntos tendrán que resolver a estas horas de la mañana.


Vladimir Hauptmann (seudónimo)
2004

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