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Adentro de su despacho sintió un mareo. Afirmándose en el escritorio se dejó caer en su poltrona. Estuvo unos minutos acosado por las náuseas.

Una vez repuesto del mareo, se fue a asomar a la ventana del balcón. Eladio Zamora seguía sentado en su taxi. Delfín Sotomayor sintió que en los diecisiete años de gobierno no había actuado con suficiente mano dura. Igual que Pedro de Valdivia.

El escritorio se extendía ante él como una tarima impersonal. La bandera tricolor colgaba lánguida, sin vida. El retrato del general, tan bizarro en otros tiempos, adoptaba ahora rasgos caricaturescos. La misma poltrona recibía sus nalgas con una dureza de madera quemada.

En la debacle de su espíritu una idea cruzó su mente. Tenía que matar a Eladio Zamora. Era el fin para él, pero también lo sería para el taxista inmundo. Tenía que matarlo.

Abrió el cajón de su escritorio y sacó un revólver. Era un Smith and Wesson, calibre 38, con seis balas. Lo contempló un momento y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Allí esperó con los ojos entrecerrados, saboreando la agonía cruenta de su enemigo ideológico.


En su mente se desarrollaba la situación. El taxista, con los seis disparos en el pecho, yacía recostado tras el volante. La sangre le salía a borbotones. El olor de la sangre, de la bencina y del aceite quemado enrarecían el aire. De detrás de los tilos de la plaza aparecía Mabel Fenzel, su mujer, corriendo aterrorizada, y desde el atrio de la iglesia cruzaba la calle el padre Severino de Andrade, para recriminarle su locura. El horror de los demás sería su consuelo.

Quince minutos estuvo así, jugando con su imaginación. Cuando su acto de venganza imaginario ya no le trajo alivio, se decidió a actuar. Fue hasta la ventana y miró hacia la calle. El taxi de Zamora estaba aún allí. Acariciando el revólver en su bolsillo bajó la escalera hasta la planta baja. Salió a la calle en el preciso momento en que la misa de las diez terminaba.

El taxista miraba lánguidamente, apoyándose la nuca con las dos manos. Cuando lo vio abrir la puerta, se enderezó en el asiento y accionó las llaves del encendido. El taxi se sacudió entero y el taxista se desatendió del llamado de dos viejecitas con cofia que le pedían sus servicios. Aceleró a fondo, pasó junto a Delfín Sotomayor y se perdió por calle Caupolicán.

El alcalde se quedó inmóvil en medio de la calle. Se sentía aniquilado por el desaire. Su venganza, su postrer desquite, no se iba a realizar. El condenado taxista había huido. El alcalde cerró los ojos, frustrado, y echó a caminar. Mientras pasaba junto al primer tilo sintió el alivio de la derrota final. En su despedida del poder, Eladio Zamora lo castigaba con su última cobardía heroica.


Jorge Carrasco
2004

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