La tragedia se inicia cuando Layo, el padre de Edipo, se entera del designio del Oráculo de Delfos. Su hijo le mataría y se casaría con su mujer, su propia madre. Su fatídico destino no podía ser cambiado. Por mucho que se propuso hacerlo, más en que en el acto, en el intento mismo, era ya un fracaso. Pues paradójicamente, sus actos se consolidaron en el cumplimiento de su propia desgracia.
En la tragedia se refleja lo que representaba el destino para el paganismo griego; a saber, una suerte de dictamen ajeno a su voluntad, que predestinaba sus actos, y del cual estaban condenados a depender. Kierkegaard lo expresó magistralmente: “,...He aquí la tragedia insondablemente profunda del paganismo . No consiste tanto en que la sentencia del oráculo sea ambigua, cuanto en que, a pesar de todo, el pagano no puede menos de ir a pedirle consejo.”
La caracterización del fatídico destino del pagano que nos ofrece Kierkegaard, ilustra la relación que éste mantenía con la inevitable predicción de un futuro incierto que lo condenaba a un presente no mejor, a un presente angustioso.
El significado etimológico mismo del término fatalismo nos ofrece una luz esclarecedora. El término proviene del latín fatum que significa hado, es decir: predicción, oráculo y de ahí, destino inevitable.
Los estudios sociológicos de autores como Ignacio Martín Baró han mostrado que en la actualidad a amplios sectores de los pueblos latinoamericanos, incluyendo Colombia, se les ha atribuido como actitud básica de su gente, una especie de comprensión fatalista de la existencia. Martín Baró caracteriza esta actitud de la siguiente manera: “El fatalismo es aquella comprensión de la existencia humana según la cual, el destino de todos, está ya predeterminado y todo hecho ocurre de un modo ineludible.”
Los trabajos antropológicos de Oscar Lewis, construidos con las propias palabras de las personas entrevistadas, han logrado transmitir las formas propias del pensar, sentir y actuar de los sectores populares de países como México, Puerto rico y Cuba, entre otros. (Lewis y Rigdon, 1977 y 1978). En estos estudios es notable que los rasgos que caracterizan a estos países son: una creencias más o menos explícita en la irremisibilidad del destino de las personas y la resignación frente a lo inevitable, entre otras.
Igualmente los análisis psicosociales que Erich Fromm llevó a cabo en un pequeño pueblo Mexicano, junto con Michael Muccoby, arrojaron como resultado que esta gente se caracteriza por el pesimismo hacia el futuro, la sumisión y la impotencia frente al mundo y la sociedad.
Aunque no son muchos los estudios que se han realizado al respecto, se suele atribuir al latinoamericano una imagen estereotipada de fatalista; sin embargo, es importante distinguir entre esto último, y el fatalismo como forma de relacionarse con el mundo y la vida.
EL fatalismo entendido desde esta última acepción, nos señala una forma de ver la vida que se traduce en conformismo, y resignación ante cualquier circunstancia incluso las más negativas (Baró, 1985). Es ampliamente conocida la actitud fatalista, en gran manera coincidente con lo dicho hasta ahora, que expone Viktor Frankl en su obra, como una manifestación de la Frustración Existencial en la experiencia de un individuo y una forma que usa el neurótico para eludir su responsabilidad y su libertad (Frankl, 1994).
Frankl, lo describe de la siguiente forma: (...) el neurótico presenta una tendencia específica para eludir su responsabilidad y su libertad, refugiándose en pretendidas circunstancias fatales. Obra así, podría decirse , con un sentido de fatalismo neurótico. Y este fatalismo se manifiesta ante todo bajo la forma de un conformismo demostrado por el neurótico en todas sus tendencias internas, su estado anímico, su “ser así”.
En este sentido es como si en los pueblos de nuestra Latinoamérica se hubiesen generalizado la herencia del fatalismo antiguo. En palabras de Maritza Montero, los latinoamericanos son los “paganos modernos”.
Ya Gabriel García Marquez había recreado el mundo del latinoamericano y propiamente del colombiano en sus obras, donde los hechos más extravagantes terminan por parecer normales y los sucesos más pintorescos adquieren un carácter de continuidad atemporal, según nos señala Baró.
Las propias palabras del Novel colombiano nos confirman este fenómeno: “ (...) conozco gente del pueblo raso que ha leído Cien Años de Soledad con mucho gusto y con mucho cuidado, pero sin sorpresa alguna, pues al fin y al cabo no les cuento nada que no se parezca a la vida que ellos viven”
Pueblos solos y solitarios, como el Macondo de la Hojarasca y Cien Años de Soledad, donde más que un lugar se revela un estado de ánimo, una actitud, una manera particular de ser – en – el – mundo, donde, al parecer, no se puede hacer nada por cambiar un destino fatal.
Esta resignación y conformismo, según señalaremos más adelante, gestan y son gestadas a partir del generalizado sentimiento de impotencia ante el destino trágico de una generalizada parálisis de la voluntad en la realidad cotidiana.
Día a día se multiplican en nuestro país exclamaciones como las que Rafael Santos expresó en la prensa colombiana: “ (...) los niveles de tensión e impotencia van aumentando a medida que transcurre el día. ¿Oyó lo del avión de Avianca? ¡Qué vaina lo de la masacre de Urabá! ¡Qué locura ese secuestro de 29 personas en una “pesca milagrosa“ ¡Mataron a Álvaro Gómez! ¡Increíble la emboscada a los soldados de Mutata!”
Resignación, desensibilización e impotencia. ¿No son estas las respuestas ideacionales, afectivas y comportamentales que a todos nos son comunes frente a estos sucesos? Mientras en Colombia somos resignados frente a los hechos que nos agobian, en otros países se levantarían marchas, protestas y declaraciones en semejante situación.
Esta realidad existencial fatalista del latinoamericano, además de describir la “forma peculiar en la que éste se relaciona con su mundo, tiende a bloquear todo esfuerzo por el progreso y el cambio de las personas y las sociedades.
Esto debido a que paradójicamente provoca aquello mismo que postula, a saber: “la imposibilidad de alterar el rumbo de la propia existencia o de controlar la circunstancias que determinan la vida real de cada cual”(Baró, 1985).
Vale la pena, que en este momento nos preguntemos: ¿Qué es lo que hace que las personas, y sobre todo los grupos, asuman el fatalismo como modo de relacionarse con el mundo?
El presente planteamiento sostiene que desde los tiempos de la colonia nuestro país se encuentra marginado y se asume como tal. Es así como nosotros hemos heredado la marginación, la impotencia y la resignación que caracterizó a nuestros ancestros indígenas con el advenimiento de la cultura hispana. Los análisis de Frantz Fanon, muestran como, “la violencia impuesta por el colono es introyectada por el colonizado, sometiéndose este último a un estado de inhibición, que compensa con explosiones periódicas de violencia frente a sus iguales” (Fanon, 1972. p. 45).
Por otro lado, es importante señalar que se ha generalizado entre nosotros, así como también en el resto de Occidente, un creciente sentimiento de falta de significación de la propia existencia ante la vastedad y el predominio de las tendencias colectivistas y conformistas distintivas de nuestra época industrial moderna.
Es así como, presenciamos una época de falta de identidad personal, predominantemente en Occidente, y de impotencia social como fruto de ésta situación. Las palabras del conocido Psicoterapeuta Norteamericano Rollo May resultan extraordinariamente ilustrativas al respecto: “Aun cuando supiese quién soy, de todas maneras no importaría como individuo”.
En medio de este mundo anónimo donde los hombre no se reconocen a sí mismos, el fatalismo latinoamericano se ha constituido en una de las formas de asumir la vida, propias de la población marginada, que le impide integrarse al mundo moderno y que le mantiene en la miseria y la impotencia social. (Silva, 1972).
Asimismo, la carencia de significación personal y la correspondiente impotencia social (entendida, según May, como el hecho de que no podemos influir sobre nuestro destino), gesta la concepción fatalista de la vida, y como veremos más adelante, también la violencia misma.
Todo ser viviente responde al imperativo categórico de la supervivencia a través del ejercicio del poder. El hombre especialmente, al ser lanzado a la existencia, encuentra que en cada momento de su vida debe emplear su poder para, preservarse a sí mismo; enfrentando las fuerzas que se le oponen. La palabra poder deriva del latín posse, que significa “ser capaz”, siendo la misma raíz de la palabra posibilidad y todas sus connotaciones de significación para el ser humano. Cuando el niño nace, expresa en sus gritos y pataletas su poder, su “ser capaz”, su “posibilidad”, cuando pide y hace que lo alimenten. Como menciona May: “Los aspectos cooperativos y de amor de la existencia se dan junto con los aspectos competitivos y de poder”. (May, 1980).
En este punto, es de suma importancia que entendemos que, cuando el gran filósofo Friedrich Nietzsche, plantea la proclamación de la “voluntad de poder”, no se refiere al poder en el sentido opresivo y restrictivo de la época moderna, sino más bien a la autorrealización y el cumplimiento de las propias potencialidades (May, 1980). May hace suya esta proclama de Nietzsche y entiende el poder no en su acepción satanizada y censurable, sino como “ (...) la forma efectiva de influir sobre los demás, logrando así en las relaciones interpersonales la sensación de la propia significación.”
Nuestra vida se debate en el permanente conflicto entre el poder por una parte y la impotencia por la otra. Empero, en este conflicto nuestros esfuerzos se hacen mucho más difíciles por el hecho de que bloqueamos y excluimos ambos aspectos, el primero debido a la connotación maléfica en la que se ha entendido el poder, y el segundo porque nuestra impotencia es demasiado dolorosa para ser enfrentada (May, 1980).
La verdadera razón por la cual la gente se niega a encarar en su totalidad el problema del poder es que, si lo hiciera, paradójicamente tendría que enfrentarse a su propia impotencia. Prueba de esto, son todos los esfuerzos de muchos científicos sociales, incluyendo psicólogos, por despojar de toda tendencia agresiva a las futuras generaciones, y hacer de ellos, seres dóciles y plácidos.
¿No será que el intento de liberarnos de nuestras tendencias hacia la agresión, haría que descartáramos los valores mismos que son esenciales para nuestra condición humana, como la necesidad de afirmar nuestro propio ser? ¿No estaríamos incrementando nuestra sensación de impotencia y en consecuencia preparando el terreno para una erupción de una violencia sin precedentes?
En efecto, la violencia hecha sus raíces en la impotencia y la apatía, y no en el poder mismo, como se ha sostenido. Es cierto que la agresión ligada al poder ha adquirido proporciones de violencia en innumerables ocasiones. Pero lo que no se ha dicho es que la impotencia, la carencia de significación que conduce a la apatía, unida al desarraigo de la agresión, conduce paradójicamente a aquello que se intenta evitar, la violencia.
Rollo May, reitera categóricamente: “Al despojar de poder a la gente, lo que promovemos es la violencia y no el control de la misma.”
En nuestra sociedad, los hechos violentos los llevan a cabo en su mayoría aquellos que procuran restablecer su autoestima, intentando defender la imagen de sí mismos y recuperar la significación de la cual carecen. En palabras de Hanna Arendt, “la violencia es la expresión de la impotencia”.
La paradoja central consiste en que, esta carencia de significación, gestante de los actos violentos, hace que éstos últimos la consoliden aún más. Luis Carlos Restrepo coincide, diciendo: “(...) la violencia (fruto de la impotencia) actúa como dispositivo generador de sufrimiento y desesperanza.”
Este círculo vicioso nutre no sólo la situación caótica de confrontación permanente en nuestro país, sino que también se cumple en la gestación y permanencia del fatalismo como modo desequilibrado de ser – en – el – mundo. Pues la impotencia, se traduce en resignación ante el destino (fatalismo), y esto último consolida paradójicamente a la impotencia misma.
La violencia y el fatalismo que la perpetúa, son síntomas. La enfermedad es la impotencia, la insignificación, la resignación, el conformismo; en una palabra, la convicción de que soy menos humano y de que no tengo hogar en el mundo. Todo el mundo, todo ser viviente busca preservarse, lucha de una manera u otra por construir una imagen positiva de sí mismo y proteger su autoestima. Así que esta tendencia propia de los seres vivientes, y en especial del ser humano, es una necesidad positiva, en cuanto potencialmente constructiva.
Sin embargo, como hemos mencionado, cuando la sensación de significación se pierde, el individuo desplaza la atención hacia formas de poder diferentes, y con frecuencia pervertidas o neuróticas, con el fin de obtener un sustituto para la significación. El fatalismo proporciona cierto sentido a la vida de las clases marginadas, por deplorable que esto pueda ser, la herencia histórico – colonial que nos hizo dependientes y resignados, hoy se asume como una realidad natural que justifica el sometimiento al destino.
Paulo Freire (1970), ha mostrado el papel que desempeña el fatalismo como parte de la ideología del oprimido: “Este se encuentra inmerso en una realidad de despojo e impotencia, que se presenta como una situación límite insuperable. En esas condiciones, al no lograr captar las raíces de su estado, su conciencia se acoge a la forma fatalista de relacionarse con el mundo, transformando la historia en naturaleza.” Inclusive , según Baró, el oprimido interpreta su impotencia como la prueba de que él mismo carece de valor personal.
Como se mencionó anteriormente, el fatalismo provoca aquello mismo que postula: “(...) la imposibilidad de alterar el destino, el rumbo de la propia existencia; esto propiciado por la realidad de resignación e impotencia característica de nuestro pueblo. En otras palabras, la falta de progreso y la situación de conmoción interna por la ola de violencia en nuestro país, se halla condicionada por la carencia de significación personal, y la impotencia social generalizada de los colombianos.
Ahora bien, para atacar la enfermedad en su núcleo es preciso que hagamos frente a la impotencia que fundamenta este modo existencia. Rollo May, nos propone idealmente, que debemos encontrar maneras de compartir y distribuir el poder, de tal modo que cada persona, cualquiera que sea su lugar en nuestra sociedad, pueda experimentar la sensación de que ella también significa algo para los demás. May, no se refiere a oportunidades externas para que los hombres actúen como individuos, sino más bien a la convicción íntima y espiritual del individuo por sí mismo y por sus prójimos.
En la medida en que cada uno de nosotros recuperemos nuestra significación
individual y consecuentemente nuestra potencia como pueblo, los colombianos
veremos un nuevo horizonte en medio de la conmoción y resignación
que nos agobia. Ojalá nuestra suerte sea vencer nuestra propia impotencia
y no terminar confinados en la resignación “porque las estirpes
condenadas a Cien Años de Soledad no tenían una segunda oportunidad
sobre la tierra.”