CUENTOS
La autora, María Regla Villa de Castro (La Habana, 1960) ha escrito diversos cuentos inspirada en la realidad social del Perú, particularmente en aquellos fenómenos sociales que más le han impactado en nuestra patria. Aquí ofrecemos al lector una breve muestra de su labor narrativa.
SABOR A MUJER
La mañana comenzó a descubrir con su luz el rincón del cuarto
donde yacen sus ropas entrelazadas. Camisa y falda, sostén y
pantalón, camiseta y panty: eran la mejor evidencia de una noche
diferente para los dos. Afuera, la ciudad despertaba con la misma
monotonía y el cansancio de siempre. Ellos, entre sábanas y
almohadas desenfundadas, descansaban sus cuerpos olientes aún a
licor y residuos de colonias baratas.
Era la primera vez que iba a saborear lo que es ser una mujer.
Sandra se había cansado de insinuársele a Rafael, su profesor
de matemáticas, sin resultado alguno. Nunca había logrado
hacerse notar a pesar de recortar la falda del uniforme, de hacer
más profundo el escote de su blusa y menos aún que él le
contestara la sarta de preguntas tontas que hacía en el salón
de clases para llamar su atención. Es por eso, por su cabeza de
adolescente irresponsable, que a la hora del recreo decidió
contarle a sus compañeras de aula que ese era el día en que
saldría con él. Nada ni nadie le haría retroceder. Ni el
asombro de Mónica, su mejor amiga, la hizo recapacitar. Entonces
cruzó a la tienda cercana a comprar un par de medias panty color
negro para lucirlas en la noche con el único vestido que tenía
para las grandes ocasiones. Ya lo había planificado todo: el
profe, como le decían cariñosamente los alumnos, tenía
reunión de padres hasta las ocho de la noche; ella, lo
sorprendería en el paradero donde tomaba como de costumbre, el
ónmibus que lo llevaba hasta Los Olivos.
-Chicas -dijo a sus compañeras- llévense mis cuadernos y
háganme la tarea de mañana para no tener problemas con los
demás profes.
-Estás loca, Sandra -le habló Mónica-. Acaso no sabes que el
profe es un hombre muy serio. Siempre está hablando de sus
hijos, de su esposa, de su casa... No te pones a pensar que lo
que vas a hacer no es lo correcto.
-¿Y qué? -respondió Sandra sin tomarle importancia a las
palabras de Mónica.
-Verás que te buscarás un problemón... y lo peor, te imaginas
si el Director se entera y lo bota. ¿No te sentirías mal si es
que lo despiden del colegio y se queda sin su chamba?
-¡Bah!, déjate de intrigas y de aspavientos que nadie tiene por
qué enterarse. Si eso ocurriera, las chismosas serán ustedes
que son las únicas que lo saben.
Y se marchó por el pedraplén que la llevaba a su casa para
bañarse y vestirse. Antes de las ocho debía estar por los
alrededores del Colegio para interceptar al profe cuando saliera
de la reunión de padres.
La Discoteca se alzaba ante sus ojos como un mundo mágico que la
fascinaba y aterraba. Era la primera vez que iba a una. Por
momentos se sentía ridícula con esa vestimenta y el maquillaje
que no le iba con sus años, pero ya estaba allí, protegida por
ese hombre que la había aconsejado como si fuera su propio padre
cada vez que llegaba llorando por los problemas de su hogar.
¿Qué hago en este lugar y con mi alumna? ¿Mi mujer me habrá
llamado al Colegio?... los niños, ¿tendrán hechas las
tareas?... Cuántas preocupaciones y qué turbación entre esa
música infernal, el humo de los cigarrillos y el olor a licor.
Allí estaba Rafael, en ese callejón sin salida a donde
únicamente había ido cuando estaba de novio con la que es
esposa. Pero Sandra evitaba mirarlo para restarle importancia a
la inquietud del profe. Estaba feliz, se sentía triunfadora de
un capricho que la invadió desde los últimos meses del curso
anterior. Feliz, sí, jugando a ser mujer en un mundo difícil y
cruel. Ella era una de esas que les dicen chibolas
locas; que quieren ir más a prisa que el tiempo. Rafael le
propuso tomar unas gaseosas pero ella, coqueteándole, le pidió
licor. Después de unas copas, lo sacó a bailar y no queriéndo
que se le escapara, entrecruzó con fuerza sus brazos por el
cuello del profe que ya había perdido la noción de todo y
comenzaba a descuidar sus instintos masculinos. Fue así que sin
quererlo se le escapó el primer beso. Sandra tembló como nunca
antes y hasta sintió que algo comenzaba a correr por debajo de
las medias panty. Rafael sintió miedo de lo que podría pasar si
la noche avanzaba. La tomó del brazo, la sacó de la Discoteca y
se dispuso llevarla a su casa.
La calle estaba solitaria y oscura. Sólo borrachines que salían
de las cantinas que quedaban abiertas distraían la atención de
la pareja y uno que otro auto hacía que Sandra escondiera su
rostro en el pecho del Profe para evitar que alguien la
reconociera. Después de haber caminado más de nueve cuadras, y
con la certeza de que a esas horas ya había dejado de ser su
alumna, sintió deseos de otros besos. Ella tomó la iniciativa
esta vez y lo acorraló en uno de los muros viejos de una casa
abandonada para recordarle que esa noche deseaba saborear lo que
es ser una mujer. Rafael, entre gemidos y desesperación de tocar
esa piel inocente, no pudo resistir y sin más meditación,
llegó a una de las habitaciones del Hostal que se cruzó por el
camino.
La claridad del día había ganado toda la habitación. Sandra,
con una sensación desconocida hasta ese momento, se fue
despertando sin saber con exactitud qué sentía: ¿miedo,
placer, vergüenza?, no sabía. Sólo percibía que cerca, muy
cerca, estaba él, su profe de matemáticas. Lentamente se fue
incorporando de la cama para no despertarlo. Más no pudo retener
entre sus labios el grito de pánico al ver las sábanas blancas
con esa mancha de sangre fresca. Entonces Rafael, o el Profe, ya
daba lo mismo, se despertó sobresaltado y con las manos
temblorosas se sujetó la cabeza como para que no se le partiera
en dos. No sabía qué podría pasar en lo adelante... ¿Qué he
hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho? -se repetía con voz
entrecortada y con lágrimas en los ojos. Desesperado, caminó
hacia el rincón del cuarto donde estaban las ropas entrelazadas.
Se vistió con prisa. Recogió algunos de los papeles que habían
caído del maletín y salió huyendo de esa habitación sin rumbo
cierto.
Han pasado más de seis meses y todavía esperan la llegada del
Profe de matemáticas. El hombre que había logrado poner
disciplina y rigor en el Colegio. Nadie pudo averiguar por que
había desaparecido sin dejar rastros. Mónica y las compañeras
de aula seguían disimulando cuando le preguntaban por ella. En
las calles, con el vientre algo crecido, Sandra deambulaba
rumiando el sabor de ser mujer. El tiempo en que debía, al caer
la tarde, hacer sus deberes, quedaba atrás.
EL SECRETO DEL
SILENCIO
Lorena recorría nerviosa de un lado a otro el pequeño camerino.
Más de una década entre esas paredes húmedas, despintadas y
malolientes a flores secas. De los bombillos que rodeaban el
espejo, media docena habían colapsado. Última
función, susurraba como para creérselo ella misma. Se
sentó en la butaca forrada en lamé marrón del tocador para
calcar su imagen en el espejo opaco. En él todos sus encantos
pudieron antes remozarse, pero esa noche los años parecían
implacables. La cara era un derroche de arrugas inocultables y
sus manos, temblorosas, llevando sobre los dedos uñas con el
mismo color de siempre: rojo fuego, como fuego era su cintura
cuando se dejaba poseer por algun ritmo tropical y contagioso.
Desesperada, se dibujaba cada rasgo para aparentar una belleza
que ya no existía. Intentó entonces prolongar la línea negra
sobre sus ojos para que parecieran menos caídos y pintó sus
labios de un rojo intenso, resaltándolos con un lápiz negro que
destacaba los bordes, como cuando se arreglaba para conquistar a
Esteban, el hombre que la quiso sacar de ese mundo del que ahora
tenía que fugar incluso contra su voluntad. Esteban, el mismo
que le dio un hijo para que cambiara de vida. Pero todo fue en
vano. Esteban desapareció y ella tuvo que aprender a convivir
con el niño y con las luces de los reflectores.
Tantos años en los night-clubs de La Colmena no se podían
acabar de un solo golpe. La última noche parecía que se iba
más rápida que las anteriores. Las horas avanzaban, los
números sucediéndose en el escenario y el animador a punto de
llamarla a escena. Lorena seguía maquillándose sola. Julianne,
el homosexual que la había acompañado en las buenas y en las
malas, no quiso presenciar esta despedida y no asistió esa noche
al Paraíso. Sólo Julianne y ella sabían del final.
Lo habían mantenido en silencio, no querían decírselo a nadie.
No le darían gusto al patrón ni a esas que con
carnes más duras y nalgas firmes se regalaban al primero que
quisiera tocarlas con tal de cosechar aplausos. Pero ella, con el
profesionalismo de siempre, saldría a escena para dejarlo todo.
Le daría a su público el último aliento. Su público: tres
borrachos apestosos que confundían su aliento con el olor a
orines y kreso que siempre había en el salón. Y esa sombra que
la seguía por más de una década. Una mole negra que se sentaba
en la mesa oculta detrás de la luz. No se distinguía más que
una silueta empañada del humo que desprendía el tabaquillo que
consumía. Una incógnita para ella. En medio de reflectores
rojos, verdes y naranjas y globos casi desinflados por los días,
aparecía ese sujeto que siempre la había seguido. Desde los
mejores tiempos, cuando prestigiosos cabarets la contrataban y el
champán era su bebida preferida, cuando los diarios amanecían
luciendo las formas de Lorena en primera plana y ramos de flores
adornaban su camerino. Ahora, en el apestoso y deprimente night
club de La Colmena, estaba como si voluntariamente hubiera
descendido en la escala social de la mano con ella. Como si ambos
se hubieran deteriorado al mismo compás en que se envilecían el
centro de Lima, La Colmena y sus lupanares. Sin embargo, no se
atrevieron a algo más que cruzar miradas, nunca una palabra.
-Y ahora, estimado público -dijo el animador somnoliento- para
ustedes, Lorena, con la belleza de siempre. Adelante Lorena... -y
dejando caer el brazo con desgano, se perdió entre cortinas
acribilladas por polillas.
Entonces fue cuando ante la euforia de los tres borrachos y la
parsimonia de la sombra de siempre, comenzó su show. La música
-una salsa con aires de bachata- y ella, como antaño, inició su
actuación dejando que el misterio de los tambores la poseyeran.
Pero no era el mambo de Pérez Prado, ni el paso aprendido a
Anacaona, ni el meneo que le costó copiar de la Tongolele y de
las Dolly Sisters. La magia no era igual, aunque el talento
disimulara los estragos del tiempo.
Adentro en los camerinos, las nuevas que Lorena llamaba
esas comenzaban a pasarse la voz y a sacar las
narices por las endijas para burlarse. La tía da
pena, comentaban. Ella, con su cuerpo ajado por la ruindad
de los años, se sentía la misma reina de siempre. Despeinaba su
larga cabellera recién teñida de negro y su cuerpo iba
moviéndose al compás de la música. Comenzó a acariciarse los
senos apagados y sus ojos se cerraban de placer, como si en ese
instante recordara las noches con Esteban o con todos los
Estébanes que se evaporaban en su memoria. Se pasaba la lengua
por los labios y entrecerrando los ojos con malicia, hacía
muecas sugerentes a los tres borrachos. Ellos no se percataban de
las arrugas del cuerpo, solamente en la penumbra veían una
silueta de mujer que hervía de placer. Era la noche de despedida
y quería retirarse con la satisfacción de que su público la
recordara siempre. Fue entonces que bajó del escenario, para
asombro del patrón y de las nuevas. Caminó cimbreándose como
en una pasarela y quitándose el sostén se sentó en las piernas
del más viejo. Cogiéndole las manos callosas e inútiles se las
llevó a sus senos mientras se dejaba caer hacia atrás
descansando el cuerpo en las piernas del otro. El tercero, para
no ser menos, le metió un dedo húmedo de cerveza en la boca y
con la otra mano le bajó el calzón. Esa sombra de oscura y
discreta presencia, intentó pararse lentamente tratando de
entender qué sucedía con Lorena. Nunca la había visto así, y
eso que la siguió noche tras noche.
Fue tal el escándalo que hicieron los ebrios tocándola, que el
patrón mandó a sus guardaespaldas a que la sacaran de escena y
la devolvieran al camerino. Lorena no opuso resistencia. Adentro,
las más jovenes se miraban con asombro. La tía se ha
pasado, comentaban. Entonces, sollozando, con el tacón
rompió el espejo que siempre la había acompañado y dando
gritos destrozó todo lo que le traía recuerdos. Se vistió
rápidamente y sin quitarse el maquillaje, salió. Dándole un
empellón al patrón que intentó atajarla, subió las escaleras
que llevaban a la calle.
Afuera otros aires la despejaron. Lejos de los reflectores nadie
la reconocía. Entonces, en busca de ómnibus, caminó por el
centro de Lima sin saber qué le esperaría al amanecer.
Cualquier ruta, cualquier letrero, no importaba su rumbo:
únicamente ansias de dejarlo todo atrás. Quería viajar sola,
sin nada que le recordara el pasado. Por fin vino. Subió al
vehículo casi vacío y tomó uno de los asientos finales. Cuando
volteó inesperadamente la sombra estaba a su lado. El le tendió
una mano y Lorena, como queriendo barruntar el último secreto de
la noche, sonrió. Partieron juntos, antes que la contaminación
ahogara la ciudad.
LA MUJER DEL
CANDIDATO
¿Quién le iba a decir a Gumersinda que esa tarde su vida
cambiaría? Se encontraba lavando las cacerolas que había
utilizado para el almuerzo, cuando un alboroto en la puerta de su
casa la sorprendió. Caminó hasta el portal y se dio con la
sorpresa de que todo el pueblo había salido a las calles con
pancartas y megáfonos, coreando el nombre de su marido y el de
ella. Así era de alegre Cinchuelo. Bastaba un acontecimiento que
rompiera la monotonía de siempre, para que todos se sumaran a
los festejos -como era el caso- o a los pesares. Pueblo joven,
pero trabajador. Sus habitantes pasaban el tiempo tejiendo
cinchas para los caballos que participaban en las exhibiciones de
los sábados antes de que el ejército las prohibiera.
Sin explicarse el motivo del improvisado mítin, Gumersinda
corrió hasta donde se encontraba Juana, su vecina, y esta le dio
la buena nueva.
-¡Felicitaciones, Primera Dama de Cinchuelo! -le dijo eufórica.
-¿Primera dama...? -preguntó sin comprender.
-¿Es que no te das cuenta? A Linares lo han elegido candidato a
Alcalde por el Partido Pueblo Chico, Infierno Grande,
Unidos.
-¿Qué estás diciendo?... pero... -se quedó sin palabras,
sólo atinó a delinear una breve sonrisa.
Ante la noticia, Gumersinda comenzó a temblar de nervios. Con
las manos aún humedecidas y resbalosas por el agua grasienta,
comenzó a alisarse el pelo y a estirarse el mandil que siempre
llevaba puesto para hacer los quehaceres de la casa. Linares,
montado sobre los hombros de Roberto, el carnicero, le gritó
entusiasmado.
-Amor, corre a cambiarte de ropas. Desde hoy me acompañarás a
las reuniones y a los mítines de campaña. El primero será en
la Plaza de Armas a las 6:00 de la tarde; allí haré tu
presentación como la futura Primera Dama de la provincia de
Cinchuelo -comentó Linares con una rapidez al hablar que casi no
se le entendía.
- Pero Linares, ¿te has vuelto loco?... No te das cuenta que no
estamos preparados para esto. ¿Qué vestido me voy a poner si
sólo tengo la muda que llevo puesta y el vestido de lentejuelas
que me compraste para las fiestas patronales de hace seis años?
-reprochó Gumersinda.
-Ese mismo, ese mismo -le pidió Linares sin vacilar. Tenemos que
presentarnos bien vestidos para dar una buena imagen, mujer.
Así, demostrando tener personalidad, iremos ganando votos y
podremos llegar, Dios mediante, al sillón municipal de la Casa
de Cinchuelo.
Mientras, los moradores de la comarca seguían vociferendo
consignas y lemas e invocando al resto de los habitantes a que se
sumaran a las filas de Pueblo Chico, Infierno Grande,
Unidos.
¡ADELANTE CINCHUELINOS, EL FUTURO ES NUESTRO!
¡POR UN CINCHUELO MEJOR!
¡LINARES, RA RA!
¡GUMERSINDA, RA RA!
Gumersinda había sido llevada por uno de los asesores de
campaña a la única peluquería del pueblo. La esperaba Joseh,
el estilista, para arreglarla con premura. Eran escasos los
recursos con los que contaba el centro de belleza. Joseh tomó el
único shampoo que había para lavarle el cabello. No era
precisamente el que le favorecía, pero era necesario cambiar su
apariencia. El peluquero hizo muchos esfuerzos para lograr su
objetivo: tomó el frasco de laca y le echó y le echó hasta que
la cabeza de Gumersinda quedó como casquete de cartón. ¡Vas a
quedar hermosa! -dijo más con ironía que con optimismo. Y es
que así tendría que tratarla de ahora en adelante porque si de
verdad resultaba electa Primera Dama de Cinchuelo, de seguro su
suerte cambiaría. Después de los masajes y de la secada
comenzó a desenredarle y a tejerle muchas trenzas. Dos horas
después, Gumersinda con la cabeza de una manera muy rara llegó
con Linares, su marido, a la Plaza de Armas para el primer mítin
de la campaña.
A pesar de que la conocían de años, la gente comenzó a mirar a
Gumersinda de una manera diferente. Ahora, subida al estrado que
habían construido al centro de la Plaza, parecía una de las
elegidas del Señor. La veían hermosa, reluciente y con un look
nunca visto antes. Todos comenzaban a olvidar la imagen de la
mujer que iba en chancletas a la bodega a comprar la mercadería,
o a la que siempre llegaba con el vestido de lentejuelas a las
fiestas patronales pareciendo un ramillete de fuegos artificales
en medio de la noche. Las mujeres de Cinchuelo se sintieron
motivadas a imitarla. De hecho, la peluquería de Joseh
aumentaría su clientela y las trenzas se irían convirtiendo en
el peinado provincial.
En el centro del estrado estaban Linares y Gumersinda y a un
costado, los representantes de Pueblo Chico, Infierno
Grande, Unidos. Se encontraban, además, el Secretario
General junto a su abuelita, el asesor de Linares con su amante y
el jefe de prensa con la vecina del barrio que se sabía vidas y
milagros de Cinchuelo. Nadie quería faltar al acontecimiento
más importante de los últimos ocho años.
Entre consignas y lemas repetidos hasta el cansancio, comenzó el
discurso de Linares. Esperanzas y promesas eran su fuerte. Y es
que Linares sabía que era la fórmula perfecta, la que nunca
falla, para alcanzar su meta: llegar al sillón municipal de
Cinchuelo. Cuando la noche avanzaba y las horas iban extenuando a
los simpatizantes y los pequeños comenzaban a llorar de sueño y
hambre, la muchedumbre recordó que Gumersinda, como aspirante a
Primera Dama también debía intervenir y comenzaron a corear:
¡GUMERSINDA, RA RA!
¡GUMERSINDA, RA RA!
Nunca había estado frente a tantas personas. Y desde el estrado
parecía que se habían multiplicado los habitantes de Cinchuelo.
Su rostro enrojecía tanto que parecía que iba a estallarle.
Desde las primeras filas Juana, su vecina, la animaba y le
gritaba: -¡Anda nomás, tú puedes!, ¡Te ves preciosa,
amiguita!...
A Gumersinda no le quedó más remedio que tomar el micrófono y
dirigirle unas palabras a los asistentes:
¡Hola vecinos de Cinchuelos!... ¿Cómo están? Yo estoy muy
bien. Contenta de que apoyen a mi marido. El es muy bueno. Quiere
lo mejor para todos y yo lo voy a ayudar a trabajar para mejorar
nuestro pueblo. (la plaza enardecida la aplaudía). Lo primero
que le voy a pedir es que a Joseh le construya una nueva
peluquería . Además, tenemos que arreglar las pistas. (ovación
cerrada). No es posible que los sábados en vez de disfrutar con
la exhibición de caballos, tengamos que estar corriendo hacia el
veterinario para curarle las patas a los que se las tuercen. (eh,
eh, Gumersinda, Gumersinda....) Vecinos, ¡Vamos a poner a
trabajar a Cinchuelos para salir adelante!.... ¡Vamos a ponerlo
a trabajar!...
La participación de Gumersinda era esperada en todos los
mítines. Muchos decían que tenía un carisma especial y hablaba
mejor que su marido. Al menos se preocupaba de cosas más
importantes. Todos estaban muy contentos con ella. Y quién lo
iba a decir ¿no? Así estaban las cosas. Mientras menos días
faltaban para la votación, más querida era Gumersinda. Las
mujeres de Cinchuelo ya habían copiado su nuevo estilo. De noche
no era necesario encender las luces de la verma central del
pueblo porque los vestidos de lentejuelas estaban por doquier
iluminando los caminos del centro de la ciudad y los tres
policías que siempre andaban de servicio, tuvieron que custodiar
la peluquería de Joseh, porque las mujeres querían ir hasta de
madrugada a arreglarse.
Gumersinda era más solicitada que su marido. No asistía a los
lugares públicos para comprar los spaguettis que desde siempre
la familia había consumido. Ni tenía que lavar las cacerolas en
la tina del patio. Ahora, desde la residencia nueva, el hostal
El Hipódromo azulalquilado al viejo Lucrecio, daba
las órdenes. Todos querían ir a contarle sus problemas, sus
necesidades, pedirle cualquier cosa. Y es que en el pueblo
pensaban que Gumersinda era la elegida del Señor. Convertida en
una rutina su vida, desde la tarde en que el pueblo de Cinchuelo
le comunicó la noticia en el mítin que improvisaron en las
afueras de su casa, ya no tenía deseos ni de caminar por la
trocha en las noches estrelladas con Linares, ni lavarse la
cabeza con palta como antes. Solo deseaba que llegara el sábado
para asistir al último mítin de campaña.
Y llegó el día esperado. El pueblo amaneció lleno de
banderitas de colores y las mejores bandas de música del lugar.
Las canciones, los cohetones y las alarmas no cesaban. Cinchuelos
parecía que renacía. Y es que si Linares salía Alcalde, la
Gumersinda iba a poder resolver muchas cosas.
A Gumersinda la despertaron los golpes de tambor.
-¿Qué horas son...? -dijo incorporándose de la cama.
-Son las 10... -respondió la empleada que le habían asignado.
-¡Oh, Dios!, me he quedado dormida...
- Mujer, estamos en la recta final -le dijo Linares. Este será
el último mítin. Si llenamos la Plaza, podremos decir que la
victoria es nuestra...
- Pero Linares, estoy muy nerviosa... Ya no sé qué más decir
cuando me piden que haga uso de la palabra...
-No te preocupes. Cualquier cosa que digas, estará bien. Confío
en ti, mi amor...
Los asesores de Linares estaban con el auto parqueado en la
puerta de El Hipódromo Azul. No había tiempo para
más. Todo el pueblo estaba en la Plaza de Armas aplaudiendo y
solicitando la presencia de Linares y Gumersinda. Fue tanta la
tensión a la que tenían sometida a la Gumersinda que, cuando
bajaba los escalones, un tacón se le trabó en el descanso de la
escalera y se partió.
-Por favor, se me ha malogrado el zapato. Necesito ir a cambiarme
-imploraba Gumersinda a los hombres de la seguridad.
- Señora, no hay tiempo. El Sr. Linares se encolerizará y nos
sacará del grupo de trabajo -le dijo el que la había llevado a
la peluquería de Joseh.
No se podía perder un minuto. Los guardias de seguridad le
cedieron la mano para que subiera al auto. Y el auto, a toda
velocidad, se perdió por las avenidas principales de Cinchuelo.
Cuando el pueblo vio llegar el auto de Linares, tremenda
algarabía se armó. Parecía que entre los simpatizantes
existía una competencia para ver quién gritaba más alto las
consignas ya aprendidas; las bombardas y la banda de música se
dejaron escuchar, mientras la Gumersinda subía al estrado
cojeando. Los hombres esperaban ansiosos las propuestas laborales
de Linares y el presupuesto que destinaría para poner la luz, el
agua y el desagüe. Las mujeres, al percatarse de que la
Gumersinda había venido con un tacón menos, pensaron que era el
último grito de la moda. Todas, en medio de la Plaza de Armas,
comenzaron a romper los tacones de sus zapatos izquierdos, y lo
empezaron a guardar dentro de sus carteras. Los hombres, en
cambio, comenzaron a frotarse las manos: y es que a partir de ese
instante, ser zapatero, podría llenar sus bolsillos de dinero si
es que Linares y Gumersinda no ganaban las elecciones.
Todo estaba dispuesto para iniciar el mítin, cuando una
explosión estremeció Cinchuelo. Sin mediar segundos, fuertes
ráfagas de ametralladoras se dejaron escuchar. Eran ellos, los
adversarios que venían preparando el fraude desde meses antes.
La muchedumbre quedó paralizada. Después el pánico se apoderó
de todos. Los que estaban en el estrado, se miraron sin encontrar
respuesta. El estruendo de las metralletas se escuchaba cada vez
más cerca a la Plaza de Armas. La gente, asustada, corrió a sus
casas. La plaza era un loquerío de personas empujándose,
cayéndose al pavimento, disputándose cada centímetro para
llegar a los refugios. Todos los miembros del partido, con
Linares a la cabeza, desaparecieron. Mientras, Gumersinda, con su
traje de lentejuelas iluminando la noche, echó a andar por la
avenida principal. Por más que gritaba implorando resistir,
nadie podía escucharla ¡Cinchuelo es cuna de valientes y nadie
vendrá a amedrentarnos! -se decía con valentía. Serena y con
la frente en alto, desafiando las ráfagas y los gritos de
venganza demostraba su firmeza de siempre. Estaba dispuesta a
escribir, como el destino le deparaba, una nueva página en la
historia de su pueblo.
MAS ALLÁ DEL
MANTARO
A media noche, pasaba debajo de las ventanas apagadas del
vecindario. Pensaban los noctámbulos que debía sentir
vergüenza cuando descubrían entre sombras, su rostro. Pero ella
corría, de vereda a vereda, con su cara tiznada y las manos
malolientes a basura. Basura de todo tipo: agrios residuos de
comida, envases de gaseosas, tapas canjeables por baratijas,
inmundicias pestilentes en los tachos de los baños, ropas
gastadas que no servían ni para desempolvar. Pero lo que más le
repugnaba era encontrar entre los montones, animales muertos. Eso
le producía un asco que le duraba días.
Encarnación había llegado a Lima después que las crecidas del
Mantaro arrasaron su casucha de adobes, después que un pariente
la recomendara para buscar trabajo y cuando se quedó sin
Migdalio, el cholo que llegó al pueblo un día huyendo de la
sequía de la sierra. Dicen que daba miedo por lo flaco, y que el
pellejo era tan fino que hasta los huesos se le veían al
Migdalio. Los que recuerdan su historia comentan que cuando el
ganado aumentaba ganaba tanta plata que la cerveza corría por el
caserío y a la Encarnación la convertía en la más bonita de
los alrededores. Pero nadie, ni su mujer, supo por qué el día
en que los perros comenzaron a ladrar desesperados, se le vio
correr al Migdalio como el mismo diablo hacia los cerros en donde
se esconde el sol. Aunque el viejo Jacinto contaba sentado en el
portal de su negocio, que el día en que los perros molestaban, a
la Encarnación se le cayó la bolsa de azúcar que había
comprado y el piso de la bodega quedó encarameláo. Corrió tan
veloz por la trocha que llevaba a su choza, que las pisadas se
hundieron en la tierra y que todo acabó después que ella gritó
tan fuerte que el caserío completo se enteró. Así fue que
Encarnación, sintiéndose sola, tomó el tren que venía a la
capital pensando nunca más regresar a las orillas del Mantaro.
-¡Caracho!, pero que si es lindo esto -se decía parada frente a
la pileta de la Plaza de Armas después de haber dejado atrás la
Estación de Desamparados.
Nunca antes había salido del pueblito que peligraba en las
épocas de lluvias.
-¡Que si es bonita la capital!, ¡Uff! De haberlo sabido hubiera
venido desde mucho antes...
Y preguntando a los transeúntes que se le cruzaban en las
veredas, trazó el plano que llevaba la ruta que debía seguir.
Encarnación, posando de vez en cuando la vista en las vitrinas
de las tiendas, atravesó todo el Jirón de la Unión para
alcanzar un colectivo de los que van de la Plaza de San Martín
hasta El Callao. Pero la suerte no estaba echada para ella. Los
parientes no quisieron recibirla cuando por la mirilla de la
puerta la reconocieron. Como iban los tiempos, los Quispe no
podían albergar una boca más. Y a Encarnación no le quedó
más remedio que alojarse en uno de los hostales cercanos hasta
buscar un lugar donde pasar la temporada.
Cuando la calle se ensombreció con la fina garúa del invierno
limeño, Encarnación se tendió en la cama y posó su mirada
extenuada sobre la bombilla que pendía del techo de la
habitación. La primera lágrima surcó el pómulo abultado y
cayó sobre el hombro derecho. La segunda marcó el momento en
que su mente la llevaba hasta las márgenes del Mantaro.
¿Dónde estarás Migdalio? ¿Por qué te marchaste antes de yo
llegar? ¿Es que ya no confiabas en mí? En más de una ocasión
te demostré que era incapaz de contar algo. Ni aún cuando en el
caserío todos preguntaban por qué y por qué y por qué en
nuestra casa todo era distinto a lo de ellos: las cortinas, la
vajilla, nuestros muebles, nuestra comida... Dejé a un lado mi
familia que no te quería, dejé a los amigos que me prohibiste,
todo, todo, Migdalio. Nunca te reproché que hubieras robado, y
tampoco quise detenerme a buscar la fotografía en los
periódicos para saber lo que se habían llevado el Montañés,
el Narciso y tú... compartí el fruto de ese riesgo como lo
deseabas, aún sabiendo que algún día podíamos estar entre
rejas. Viví todo el tiempo esperando ese hijo que se pareciera a
ti, que tuviera tu cara, tu pelo, tus ojos, que fuera igual de
cariñoso que tú. Todo para qué, para que te fueras sin decir
en donde encontrarte, Migdalio. Para que partieras como lo
hiciste, sin dejarme al menos para los desayunos. ¿Por qué no
me permitiste caminar sola por la vida si ese era tu destino?
¿Ahora quién soy en esta ciudad que no me conoce? Aquí donde
nadie me dice ni a la hora que se viene el atardecer...
Y cuando los relojes aproximaban las horas al fin de la temporada
y Encarnación empezó a racionar su comida para hacer durar la
plata, comprendió que encontrar trabajo era la única opción
para pasar ese invierno. Fue así que se lanzó hacia las calles
de la ciudad que ya no veía tan bella como el día de su
llegada, en busca de empleo. Fue así que comenzaron a
cerrárseles puertas frente a su cara y los NO la acompañaban
por todos los lugares: en los bancos, su presencia no le
permitía ni aspirar a una plaza de mantenimiento; los zapatos
que habían resistido las crecidas del Mantaro ya no tenían
color; en los colegios estatales rechazaban su mala base
académica y ella no tenía la culpa, pues, de que en el caserío
no hubiesen escuelas; en los comercios particulares ya trabajaban
los parientes, de los parientes, de otros parientes, en las
farmacias aumentaron las quejas de los usuarios cuando comenzaron
a llevarse remedios que no les habían recetado los médicos. En
fin, los NO, NO, NO ya la aturdían hasta el cansancio.
Esa tarde tomó uno de los colectivos Callao-Lima-Callao para
salir de la rutina y de la desesperación que le asalta a uno
cuando quiere resolverlo todo de golpe. Se bajó en Caylloma y
Colmena, y echó a andar con paso lento hacia la esquina por la
que había pasado varias veces desde que llegó a la capital pero
en la que nunca se detuvo por verguenza. Más ese día sería
distinto. Un mundo ajeno se le presentaba como la única opción
de la temporada. Con el rostro bajo, comenzó a ganar la calle
dispuesta a refugiarse en el submundo limeño. La vereda estaba
llena de hombres de todos los tamaños, de todos los colores y de
todas las edades. Los más viejos abalanzados sobre las muchachas
que apenas desarrollaban sus pechos pero ya abrían sus piernas
para humedecerles los dedos y sacarle la plata antes de llegar al
hostal del Chino Juan que era el del negocio con El Migdy, y los
más jóvenes en busca de las más gordas y pintarrajeadas que ya
se las sabían todas para derrotar a su cliente en corto tiempo.
Otros, morbosos, se reunían de a dos para llevarse a la cholita
que con su licra bien ajustada le dejaba ver sus proporciones.
Otros subían por las calles aledañas después de abandonar las
cantinas y gastarse lo que les quedaba de plata en los burdeles
del centro de Lima y Encarnación, sin monedas para comerse un
cebiche en las carretillas de La Colmena. Así fue que se dio al
encuentro con La Pecosa. La Pecosa era una de las más conocidas
por esos lares. Al principio era bien selectiva, cualquiera no
podía llevársela así nomás, pero con el tiempo aceptó hasta
las lesbianas que los sábados la iban a buscar para las grandes
fiestas. No era ni gorda ni flaca y en sus ojos se podía
apreciar que alguna vez hubo belleza. Lo que más le gustaba
lucir a La Pecosa era lucir su seno izquierdo para exhibir el
tatuaje que le había hecho su marido, el primero que la
prostituyó cuando lo dejaron sin empleo. Llevaba las iniciales
de su nombre y las de él y en el centro un corazón que parecía
sangrar. Sandra, que era su verdadero nombre, se le acercó
despacio a la Encarnación:
-¿Buscas algo?...
Encarnación sentía que su cuerpo temblaba, pero no podía
retroceder. De allí tenía que salir con plata.
-¿Crees que pueda conseguir algún trabajito para hoy?
-De conseguirlo lo consigues, mira la hora que es y ya voy por el
cuarto, pero sola no lo puedes hacer. Esta cuadra es territorio
de El Migdy. Y si él no autoriza y te aprueba, ¡Uff!, no hay
nada. Lo único que te puedo anticipar es que es un cholo que...
pa´ qué...-y poniéndose los dedos en los labios intentó
insinuar su sabor. ¡Ah! y sé inteligente, cuando te vaya a
probar, no te resistas, sinó estás perdida.
-¿Puedo verlo?
- Tienes que esperar a que llegue El Rey. El te llevará hasta El
Migdy... Mira, qué casualidad, parece que estás de suerte, ahí
llega...
-Rey, ha llegado una más.. ¿la llevas hasta el Padrecito?...
-así le llamaban las que ya habían probado al que decía la
última palabra en el negocio.
-Y el Rey, un negro de pocas palabras, le dirigió una seña que
parecía mueca y la llevó hasta el portón marrón que quedaba
en la paralela a la calle donde se aglomeraban los hombres todos
los días.
-Entra y ahí está el patroncito.
Encarnación pensó que era el final de todo. Un miedo
escalofriante la dominaba. Pero sin meditarlo dos veces
descorrió la cortina de saco y entró. Allí, en medio de una
abrumadora penumbra, estaba El Migdy, semidesnudo, con una copa
de ron que apestaba entre sus manos y un tabaquillo casi agotado
que olía a hierbas... La mandó a acercarse y comenzó a
contornearle el cuerpo con sus manos mientras ella sentía en sus
muslos cómo el miembro bien grandote, como le había contado La
Pecosa, iba ganando tamaño y rozaba cada vez más cerca su
clítoris. Ella, por un instante, recordó que su Migdalio se
parecía mucho al papacito, por eso le había perdonado hasta lo
de ser ladrón.
-¿Cómo te llamas? -le susurró al oído.
Y Encarnación se estremeció más que cuando le entraba frío.
¿Por qué todo le parecía tan familiar? ¿Por qué desde hacía
tiempo una voz así le había dejado de arañar su oído? Y para
buscar respuesta a sus interrogantes, se separó bruscamente del
hombre que la abrazaba y a tientas intentó buscar en las paredes
el interruptor de la luz.
-¿Qué haces, eh?... Aquí el que manda soy yo. ¿Quién eres
tú para dejarme con las manos suspendidas en el aire?...
-gritaba el hombre grande bajo los efectos de ese ron apestoso y
el tabaquillo con olor a hierbas.
Y cuando Encarnación prendió de golpe el interruptor no pudo
dejar de sorprenderse:
-¿Eres tú, carajo? -gritó ella indignada. ¿Hasta esta mierda
has llegado?...
El Migdy se quedó sorprendido. Solo atinó a llamar entre gritos
y escupitajos al Rey para que se llevara a la Encarnación hacia
la vereda y nunca más la dejara estar por esos alrededores. La
Encarnación comenzó a llorar desconsoladamente. Sabía que no
había más que hacer y corrió desorientada por la ciudad que la
devoraba minuto a minuto. La Pecosa intentó acercársele para
socorrerla pero fue inútil, ya había desaparecido.
Desde entonces, ella pasa cada noche, con su cara tiznada y las
manos malolientes a basura, corriendo de vereda a vereda,
esperando el día en que las lluvias cesen por allá por el río
y pueda regresar a ese lugar de donde un día salió. Sueña con
ver aparecer, desde la otra orilla del Mantaro, al Migdalio.
EN LA OTRA ORILLA
DEL RÍMAC
Por las calles del centro aprendió a reconocerlos. Al medio de
apretados tumultos entre puestos de ambulantes, los traseros
podía tantearlos estirando el brazo. Bolsillo del pantalón,
mano derecha, esconde billetera. Bolsillos de guayaberas, delante
de los viejos, tan amplios que entraba toda su mano; bolsillos
angostos de casacas donde sólo cabían dos dedos; carteras de
plástico o tela, fáciles de cortar con navaja para el Goma o el
Alimaña.
Y lo principal era el descuido que le enseñó a aprovechar
Pistolita: esa distracción fatal del peatón dudando en un
semáforo o evitando alguna gorda que le impedía el paso. Mejor
al final del día, casi de noche, que las personas andaban
siempre confundidas. Como los automovilistas que se descuidaban
en los atolladeros de La Colmena y no adivinaban que sus relojes
podían terminar en otras manos. Pero su manito todavía no
tenía fuerza suficiente para eso: ya había fallado una vez. Y
el reloj, nada. No quiso quedarse con ella.
Si la falla era grande, tenía que llorar mucho llamando a la
piedad de la gente para que no le sigan pegando o no la arrastren
hasta donde el primer guardia. Porque la gente rumiaba esa piedad
que aprendió a aprovecharla cuando todo estaba perdido. Había
que recordarles que sólo era una niña.
Los traseros pasaban por su nariz, por su frente, por su cachete.
Trastes apurados de cabezones que no miraban abajo, nalgas de
mujeres curioseando vitrinas; culos de viejos que andaban sin
prisa, cansados, abotagados por el sol del medio día.
Y en la noche ya no importaban, porque a los tipos preferían
verlos enteritos, saliendo borrachos de las cantinas de Quilca o
de Azángaro. Si se tambaleaban solos, mejor. Que con Pistolita,
Alimaña y el Goma lo rodeaban al borracho, apalabrándolo y
provocándolo para que se violente. Y en una de esas, obligarlo a
perder el equilibrio. Para hacerle banquito, ella se le ponía a
gatas, por detrás, esperando a que cualquiera de los suyos lo
empujase fuerte y caiga de espaldas. Ahí sí le arranchaban los
bolsillos completos y en dos segundos estaban corriendo calle
arriba o calle abajo.
Llegando a la playa del río, junto a la fundición, era
obligación repartirlo todo. Iguales para los iguales. Con una
salchipapa bastaba para los cuatro y el resto se iba en terokal,
ofrecido por los ferreteros ambulantes de la otra orilla del
Rímac. Para Pistolita no. A él le enseñaron Los Grandes a
fumar pasta, y lo llamaban así por los pistolazos, tremendas
balas al cerebro que él solo se las clavaba desarmando
cigarrillos. Meterse un clavo, un clavel, un pistolazo. Pero
antes había que verlo hacer como la mosca, con sus dos manitos
juntas frotando el cigarrillo para que botara el tabaco.
Cuando quería estar sola, frecuentaba un rincón junto a los
durmientes en donde creía que nadie la podía molestar. Eso
creía, cavilosa entre rastros de desplumes de gallinazos y
pelambres de perros arrollados por el ferrocarril. No llegaban a
podrirse los perros atropellados si los gallinazos, en tríos o
en docenas, los terminaban de despedazar a picotazos. ¿Acaso
ellos no hacían lo mismo con los borrachos? Los gallinazos eran
feos, sucios, opacos y sin pena de ser así. ¿No podían ser
semejantes? Ella los quería de alguna forma.
Por esos lados meditaba, mientras absorvía los últimos restos
de una bolsita terokalera. Piensa: una cosa es escaparse para no
caer nuevamente en manos del padrastro, y otra es haberse
entropado con los Percys. Piensa: no lo volverás a ver.
No puede evitarlo. Allí, en algún rescoldo de su mente, está
su imagen: manos sucias de mecánico, olor a cerveza en la boca,
dedos registrándola por abajo. Todo eso a la hora en que su
mamá no estaba. Que andaba lavando la ropa de otra gente, allá
en el río, eso le decían las comadres por los laberintos
pestilentes del Asentamiento Humano Siete de Octubre. A que no
decía a sus amigos de borrachera lo que obligaba hacer a la
chiquita: Chupa; chupa o te quito el aire,
conchatumadre. Y sus manazas apretándole el pescuezo hasta
ponerla morada. Que vas a abrir la boca, grande, grande, y
me lo vas a mamar como mamadera de bebe. Chupa... Así, así,
así... ¡Puaj! Qué asco recordarlo. Qué poco podía
hacer para borrarlo de su mente. Lo peor era no contárselo a su
mamá, temiendo un castigo o que el hombre la matara a golpes.
Sólo le quedó escapar. Ganar la calle y no volver. Irse por
ahí pidiendo limosna a gente que giraba la cara para no verla.
Su mamá la habrá mandado a pedir, decían.
Trabaja, decían. Fuera, carajo, decían.
Por lo menos los gallinazos sabían tratarse entre ellos, a
saltitos y aleteando para meterse miedo. El primero en llegar al
perro le sacaba sus tripas por el ojete, el segundo le picaba los
ojos como un tesoro, los demás le destrozan la barriga para
comerse sus interiores. Tan iguales entre sí que daba envidia.
Ya cuando caía la tarde sobre el Rímac, regresaba por la margen
izquierda buscando a los Percys. El rótulo se lo colgaron Los
Grandes. También habían sido pirañitas, pero crecieron y se
volvieron tiburones. Ni qué escucharlos hablar: robos,
maquinazos, hay que buscarse un fierro, yo lo
maté al viejo de mierda, carajo, a martillazos, carajo....
Fumaban pasta antes de asaltar a alguien; antes de entrar a una
tienda y llevárselo todo; antes de levantar en peso a un
cobrador bajando del ómnibus; antes de bajarle el pantalón del
buzo a una señora para que soltara los paquetes. Duros, durazos,
como la piel gris que se les pegaba a los huesos.
Porque Los Grandes tenían su admiración por otro: El Negro
Totole, quien estaba pagando cárcel por asalto a mano armada.
Que ya iba a salir el Negro Totole, que estaba tuberculoso en el
pabellón, que del hospital para la calle no hay sino un paso. Y
un paso para quien se saca las esposas con un fósforo, no es
nada. Los Grandes: esos sí eran; ellos también los imitarían,
si es que no se morían antes por el camino.
Cuando a los mayores les salía bien el asalto, compartían algo
con los Percys: un broster, dos o tres bolsitas de terokal, una
cuartilla de anisado. Después, ni se les veía por ahí.
Del deshuesadero de gallinazos hasta la Caleta, no eran menos de
dos cuadras. Suficiente con verlos de lejos a Los Grandes para
estar segura y adivinar que más allá la esperaban Pistolita, el
Goma, el Alimaña, si es que no había pasado algo malo. Si es
que no les tocó perder.
-El Totole es bravo -comentaba Goma- ...Pa hacer lo que
hizo en Matute, hay que ser bravo, ¿no?
-¡Otra vuelta vas a contar la escapada del Totole!
-Sí, da gusto contarlo, ¿no?
-Cuenta, cuenta, cuenta, ques como ver película. -lo
animaba Alimaña.
-Pero hay que ser cochino pa hacer lo del Totole... Diz que
cuando los guardias lo tenían rodeáo al negro, en el
frigorífico, él se metió pa trás... Buscó el
fondo...Pal frigorífico dicen que se metió. Ya
perdí diría, ¿no? Entonces, si ya perdió el negrazo
gallinazo, con harto tombo ajuera, bala y bala que metían al
aire... él se la jugó enterito. Al fondo había una zanja
grande, un botadero que no daba agua, y porque no tenía agua se
había juntáo toda la tripa y la sangre de los pescáos.
¿Quién iba a limpiar, sin agua, todo esa suciedad ...¿ah?
-Tripa, sangre, agalla... ¡Aj!
-Caca de pescáo.
-Mierda dirás, huevón. Caca hasta tú puedes ser.
-¡Juájuájuájuájuájuá!
-De muchos pescáos habían dejáo su mierda en la zanja. Y el
Totole, viéndose perdío, se metió de cuerpo entero en la
zanja. ¡Juap! De cabecita hasta la cintura ensopáo de tripas,
con escamas, con agallas empudridas de pescáo... ¡Gluap!
...Pa dentro de toda la mierda del mundo.
-¡Sucio, me estás dando asco! Pero cuenta -pidió Estela.
-¿Asco? Aprende del negro: Así, enmierdáo, salió al encuentro
de los guardias. ¡Y ya nadies lo quería chapar, óe! En lugar
de enfugarse, se les jué encima. Y los tombos empezaron a
corrérsele al negro porque no querían embarrarse de esa mierda
del pescáo.
-¡Guáy!
-¡Phurrt!
-¡Acá toy carajo, reconchesumadres!...¡Chápenenme!... ¡A
mí, a mí! Los guapeaba, los correteaba y no había quien
quisiera ponerle la mano encima. Apenas lo veían venírseles, se
hacían a un láo los tombos...
-¿Y?
-Y, pues... libró el negro. Por mitá de la pista se largó
corriendo hasta que se desapareció. El comandante decía que lo
chaparan, gritaba harta lisura contra sus tombos, pero ni él se
atrevía. ¡Eso es un choro! ¿Asco a la mierda?
-Quieres ser como él, ¿no?
-Sintura, ciruela, ciriaco...
-A que no te atreves a ensoparte en mierda, huevón.
-Ya el Totole cogió calle.
-Cualquier día lo ves aparecer por ahí.
Y ella lo conoció, casi ya de noche, cuando regresaba de la
gallinacera. Cerca del refugio, bajo la entrada del puente, la
oscuridad dejó escapar su sombra enorme.
-¿Por qué tanto apuro, cholita? -dijo el moreno con malicia.
Estela quería irse, sin voltear siquiera para mirarlo.
Desesperado, violento, se abalanzó sobre ella tapándole la
boca. Los brazos los tenía surcados de cicatrices, tatuados como
culebras oscuras.
-Estaba esperando que pase una jerma, y fíjate la suerte que
apareciste... Me gustas, ¿ah? ¡Hembra necesito después de
tanto tiempo! -susurró en su oído mientras le levantaba los
harapos-. Te voy a chupar tus pechitos ahora mismo, carajo. ¡Te
voy a hacer mujer!
Temblorosa, sin saber qué hacer, derramó una lágrima. Lloró
despacito, como hacía tiempo no le pasaba. Prefirió quedarse
tranquila.
Su piel opaca, curtida por los zancudos y la falta de agua del
penal, era una costra pestilente que abrazaba a Estela.
Arrojándola sobre el barro de la orilla, acarició esas nalgas
que sólo conocían el frío de los rieles. Estela alcanzó a
mirar con ojos asustados las paredes del edificio que se alzaba
más allá del Rímac: Palacio de Gobierno. Pero nadie se daba
cuenta.
Le ordenaba: Te vas dejar cachar como perra, sinó te rajo
la cara diun chavetazo. Estela, temerosa, soltó uno a uno
los miembros de su cuerpo y el sudor que la bañaba ayudó a que
su calzón mugriento se deslizara sin resistencia.
El hombre de la piel de rata, la atenazó hundiéndole sus dedos
en la vagina hasta que se mancharon de sangre. Tibia sangre que
corría entre sus piernas embarrándole la pollera. Algo muy
duro, tieso como una estaca, la partió por dentro haciéndole
doler las entrañas. Excitado como fiera se agitaba sobre su
cuerpo menudo y ella comenzó a desmembrarse en retazos con una
sensación desoladora.
Después, cuando ese olor nauseabundo lo envolvía todo,
abrochándose la bragueta corrió en dirección contraria al
Palacio para que no lo descubrieran. Estela se quedó quieta,
como si hubiera muerto de pronto o si el cuerpo no le
respondiera. Con las manos en la cintura adolorida, se arrastró
sin prisa hacia donde acostumbraba a compartir terokal con sus
amigos. Quería darse unas aspiradas profundas para que su voz no
rajara el silencio de la noche.
Fue en navidad que se dieron cuenta. Ya no podía correr como
antes, pero esa noche el Pistolita les metió la idea de comer
panetón. Maquinaron a un paisano que pasaba desprevenido por el
jirón Sandia, pero las cosas salieron mal. Aparecieron policías
en moto, cruzaron por todo el parque Universitario y se metieron
atropellando a la gente para cazarlos.
Dos cuadras bastaron para que las náuseas la hicieran caer
desfallecida. Mientras la conducían esposada, encima del tanque
de la moto, el mundo giraba en su cabeza con una sensación de
asco irreprimible. Asco al olor de la gasolina, a las fumarolas
de los ómnibus, al olor de las fritangas que ofrecían las
vianderas. Asco, asco, asco. Pero si vomitaba, le pegarían más.
-Es una niña -dijo la mujer policía al comisario que la miraba
incrédulo.
Si no la desnudaban, ni cuenta se hubieran dado. Ella quiso ser
así, rapada a cero, con harapos de hombre y siempre más sucia
que los otros. Era la única forma de que nadie volviera a
tumbarla como hizo Totole aquella vez. A ninguno provocaría
así.
-Creo que está embarazada.
-Devuélvanla a la calle.
-Pero, mi comandante...
-Hágame caso. Devuélvanla a la calle. No queremos esos
problemas. Menos en navidad...
A ella la devolvieron. Nunca supo qué pasó con Alimaña, con el
Goma, con Pistolita. Esperó por ellos en la Caleta, desde donde
podía ver lejanas las luces del Palacio de Gobierno. Cuando
empezaban a sonar los cohetones y las bombardas de las doce,
mientras acariciaba su vientre abultado debajo de la ropa
mugrienta, sintió una voz extraña cerca suyo.
-Se acabaron los Percys, caramelito.
-¿Quién eres?...
-Nadie, una basurita que se está muriendo.
Por fin lo reconoció. Era el Apachurrín, un travesti que
enamoraba a los taxistas del centro. Decían los Grandes que se
estaba pudriendo con una enfermedad incurable.
-Cómo es que hablas así.
-Porque sé lo que digo, mi amor. Se los llevan en el
expreso de media noche...
-Tas hablando huevadas. Nunca he escucháo eso.
-¡Huy! ...Te cuento: Yo vi una película así en el cine, pero
esto es diferente. A los pirañitas los están desapareciendo.
¡Limpieza total! No quedará ni uno, corazón. Con nosotras
también pasará lo mismo.
-¡No quiero escucharte! ¡Cállate!
-Limpieza total... Se caminará por Lima como antes, sin
rateritos, sin maricas... Todos, toditos los que no quiere el
mundo, se irán en ese expreso para no regresar...
-¡Cállate, maricón, cállate!
-Acuérdate. Que no te agarre el expreso de medianoche. Búscate
otro barrio.
Y levantándose del piso, recogió los costales con que se
cubría. Antes de esfumarse en la oscuridad, tosiendo y con las
piernas temblando, volvió a dirigirse a ella.
-Ah... Me olvidaba... Feliz navidad, preciosa.
Pero Estela no lo escuchó. Miraba absorta los resplandores de
fuegos artificiales, ensordecida por las explosiones de cohetes y
bombardas. Allá arriba, era navidad.
AVISO CLASIFICADO
Esa mañana diarios, emisoras radiales, avisos clasificados y
noticieros, difundían el anuncio: VENDO A MI MARIDO.
¡APROVECHE LA OFERTA! ...
No fue fácil tomar la decisión pero, a decir verdad, comenzó a
ocuparme mucho espacio en la casa. Ya no lo soportaba. Por eso
decidí, el primer día en que aparecieron los anuncios, conceder
una rebaja del 50 % para que se lo llevaran rápido.
El balcón donde tenía mis macetas se convirtió en el único
lugar
para disfrutar de un ambiente agradable. Entre geranios, claveles
y
orquídeas me embriagaba de aromas frescos para olvidar que
adentro del departamento estaba él. Cada día estorbando más,
ocupando un espacio que podía destinar a otros fines.
Cuando trabajaba en el Banco, todo era armonía y felicidad en el
hogar. Entre los dos sólo mediaban caricias y palabras de amor.
Disfrutaba verlo desde mi ventana caminar hacia el auto con su
terno color pastel y saboreaba el perfume que dejaba atrás como
involuntaria insinuación para no olvidarlo. Y me recuerdo
extrañándolo si no venía a almorzar: tenía reuniones de
negocios
con empresarios, un cliente importante, venta de acciones, el
maldito balance. Con tal de no sufrir su ausencia, iba a pasear
con
mis amigas. Comenzábamos por el ginmasio, después un
refrigerio en cualquier cafetería de San Isidro; y al caer la
tarde, si
él no había regresado, porque eran esos días sin hora límite,
continuábamos hacia el café-teatro con la mejor oferta de
temporada. Al bajarse el telón, salía aprisa a tomar mi auto y
llegar pronto a besarlo y acariciarlo. Aunque estuvieran
cansadas,
reservaba fuerzas en mis manos para darle masajes relajantes
que después terminaban en sesiones de amor inolvidables.
Pero con el paso del tiempo llegué a detestarlo, a odiarlo como
sólo se odia a quien algún día más se quiso. Desde que lo
despidieron del Banco escaseó el dinero, le cambió el humor. Ya
no reía ni con los seriales de las seis de la tarde. Hasta que
no lo vi
con mis propios ojos no pude creerlo: incluso había perdido los
buenos modales. ¿Acaso no asquea el olor a pedo? Pues
entonces comprendan por qué el balcón se convirtió en mi mejor
refugio.
Cómo disfrutábamos las noches de fiesta en que venían sus
colegas del Banco. La casa la preparábamos para que la
encontraran bonita, los adornos brillaban más que nunca, las
flores
de los jarrones se compraban según la ocasión: girasoles, rosas
rojas, claveles blancos, gladiolos. Todos, con sus mujeres,
disfrutaban y bailaban al compás de un ritmo lento y cadencioso
que se tornaba más sutil según pasaban las horas y las copas de
whisky, los enrrollados de salchichón, los vinos añejados...
Cómo
degustaba Alina los bocaditos que preparaba Lidya, la empleada
negra que teníamos en ese entonces. Y él me complacía en todo.
Casi siempre me compraba el vestido de moda y los zapatos de
tacón cristal que eran mi pasión. En esa época de nada nos
privábamos y su simpatía no tenía límites.
A Mirtha, más que a otras, la devoraba la envidia. Su marido,
engañoso, sinvergüenza, se hacía el distraído cuando ella le
decía:
¿Ves qué vestido más elegante luce Yazmín? Y él
salía por otra
copa, así fuera para dejar la vacía sobre los barandales de la
terraza.
Mi terraza se fue convirtiendo en el único bastión
inexpugnable.
En las paredes quedaron recuerdos de esa época en que todo era
felicidad, cuando nos sentábamos juntos a disfrutar los
atardeceres del verano. Su presencia, al otro lado de la pared,
crecía desmesuradamente ocupando el espacio que antes me
pertenecía.
La noticia continuaba reiterándose en los receptores. Los
vecinos, al reconocer nuestras señas, se asomaban asombrados
a presenciar ese circo que se celebraba frente a sus casas.
VENDO A MI MARIDO ¡APROVECHE LA OFERTA! Rezaba
también el cartel que colgaba del balcón. La gente pasaba, unos
sonreían, otros: miradas de no comprender, rostros que
traslucían
asombro.
Los transeúntes especulaban que se trataba de un anuncio
humorístico para llamar la atención; una tomadura de pelo con
cámara escondida. Pero no. Nada de humor ni de tomarles el pelo
a los calvos. Ya no soportaba más. La sala olía a pedo; desde
el
pasillo se oían eructos, escupitajos; por las persianas parecía
salir
el humo inicial de un incendio y era la nebulosa irresistible de
cigarrillos baratos que todavía podía comprarse.
La planta que colgaba al lado del teléfono se marchitaba de una
manera precipitada. Casi iba muriendo conmigo. En eso creo que
nos parecíamos las dos. Cuando florecía, me levantaba cantando
y rociándola con tónicos; la hacía relucir como la más bella
de
todas. La lozanía de sus pétalos fue expirando, como mi
maquillaje perdido por el sudor y las horas sin retocarlo.
Quería ir a la cocina y no podía. Quién puede atreverse a
cocinar
las recetas de antes con la amenaza de su presencia. Me moría de
hambre, si algunas amigas volvieran a visitarme estaría salvada,
-decía- pero hacía más de dos años que no llamaban. Era
nauseabundo pasar al lado de ese hombre. Quién descartaba la
posibilidad de que me tocara, de que me hablara y que de su boca
saliera el aliento más apestoso que nadie haya olido. Rehuía
cualquier roce con él. Los olores a los guisos de Lidya
pertenecían
al pasado. Dónde estará ella. Desde que la despedimos, no he
vuelto a verla. Ojalá haya conseguido otro empleo.
Veía su ojos espiándome entre las persianas y más abajo su
sonrisa perversa. Claro anuncio de su minuto de nostalgia por la
contabilidad: un pedo, dos pedos, tres pedos... decía
oprimiéndose la nariz. Por favor, cómprenme a mi
marido,
suplicaba desde el balcón, les aseguro que no se van a
arrepentir. Oferta inútil, todos me miraban con
desconfianza. Mi
único deseo me obligaba a mentir y aprovechar el momento
exacto para lanzar una promesa tan falsa como ese no se
arrepentirán. Fue contador bancario, un hombre trabajador
y
complaciente con las mujeres... Ahora no está trabajando, pero
cuida de la casa y de las plantas... Lo suplico, vengan por
él...
Gritaba desde el balcón y él, adentro, danzando sus ritmos
preferidos, el mambo de Pérez Prado, las cumbias
barranquilleras,
los boleros abrazando a la botella. Bailaba, se movía aún
conservando el compás, pero con las nalgas al aire: los
pantalones
se le caían. El botón que los sostenía se le había aflojado y
yo no
podía coserlo porque vomitaba de solo atravesar la puerta del
balcón, con ese olor a pedos y a orines en la sala.
Me miraba malicioso, se volteaba para mostrarme el trasero
envejecido, decrépito y aplastado de tantos años sentado en las
oficinas del Banco. ¡Arqueo de caja! ¡Balance inicial! Un
pedo,
dos pedos, tres pedos... No sabía si insultarlo o tirarme
del balcón.
Qué hubiera sido más oportuno en momentos como esos. Y
ahí te
queda el saldo: ¡Prrrrt! Pero no podía perder la calma,
en
cualquier momento aparecería alguna compradora o comprador,
pueden darse casos de solteronas o gays que estén buscando
compañía.
No se aguantaba las ganas de orinar, la maceta de las orquídeas
olía mal. Tantos años cuidando mis plantas y en unas horas
comenzaron a morir. Los vecinos de piso, clamaban a gritos que
no tolerarían más los hedores que salían del departamento. No
podía hacer nada. La anciana del frente, por primera vez, me
lanzó
indirectas groseras amenazando con llamar a la policía. Quién
diría, yo envuelta en ese espectáculo, seguro mis amigas
agonizarían de risa con lo que estaba sucediendo.
Habían pasado más de ocho horas y los vecinos no dejaban de
quejarse. Dijeron que llamaron a la ambulancia del hospital
psiquiátrico, así que de un momento a otro estarían tocando a
la
puerta. Pero quién abriría, yo no podía porque...
Los golpes cada vez eran más violentos. Las cámaras de
televisión filmaban insistentemente el balcón y yo sin poder
arreglarme el maquillaje. Estaba segura que mis amigas se
burlarían de lo mal que lucía. Terribles golpes en la puerta.
¡Acaben de derribarla de una vez! -les grité. Los golpes eran
más
que mi voz. Hasta que por fin cayó estruendosamente sobre las
losetas de la sala. Tres hombres vestidos de blanco se
abalanzaron contra mi marido y le pusieron otra camisa blanca que
no lo dejaba moverse. El radio se quedó encendido con los ritmos
que siempre le gustaron.
Me entró una risa incontrolable. Cómo podía soportarlo, me
dolía
el estómago de tanto reírme, me tapaba la boca y las carcajadas
salían por los costados. -Oh, Dios, esto es horrible, más que
los
olores que no se disipan fácilmente- No podía dejar de
sacudirme
a carcajadas. Sentía que me miraban antes de bajarlo y
susurrando preguntaron al principal qué hacer conmigo. Seguía
estremeciéndome, pero quise calmarme, decidida a pintar la
cartulina con el próximo anuncio.
La emoción me alteró el pulso, las letras salían inclinadas.
Después de mucho esfuerzo, retiré el primer cartelón para
cederle
espacio al nuevo. Espectadores ocasionales miraban desde la
vereda. Los vecinos en sus balcones ya comenzaban, como yo, a
reír. No sabíamos de qué, pero reíamos. Menos mal que en esto
no estoy sola, pensé.
La noche iba cayendo, los olores de Román se fueron tras él.
Sólo quedaban los chascarros desproporcionados de la vecindad
ante el nuevo anuncio: ¡NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES!
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