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CUENTOS


La autora, María Regla Villa de Castro (La Habana, 1960) ha escrito diversos cuentos inspirada en la realidad social del Perú, particularmente en aquellos fenómenos sociales que más le han impactado en nuestra patria. Aquí ofrecemos al lector una breve muestra de su labor narrativa.



SABOR A MUJER


La mañana comenzó a descubrir con su luz el rincón del cuarto donde yacen sus ropas entrelazadas. Camisa y falda, sostén y pantalón, camiseta y panty: eran la mejor evidencia de una noche diferente para los dos. Afuera, la ciudad despertaba con la misma monotonía y el cansancio de siempre. Ellos, entre sábanas y almohadas desenfundadas, descansaban sus cuerpos olientes aún a licor y residuos de colonias baratas.


Era la primera vez que iba a saborear lo que es ser una mujer. Sandra se había cansado de insinuársele a Rafael, su profesor de matemáticas, sin resultado alguno. Nunca había logrado hacerse notar a pesar de recortar la falda del uniforme, de hacer más profundo el escote de su blusa y menos aún que él le contestara la sarta de preguntas tontas que hacía en el salón de clases para llamar su atención. Es por eso, por su cabeza de adolescente irresponsable, que a la hora del recreo decidió contarle a sus compañeras de aula que ese era el día en que saldría con él. Nada ni nadie le haría retroceder. Ni el asombro de Mónica, su mejor amiga, la hizo recapacitar. Entonces cruzó a la tienda cercana a comprar un par de medias panty color negro para lucirlas en la noche con el único vestido que tenía para las grandes ocasiones. Ya lo había planificado todo: el profe, como le decían cariñosamente los alumnos, tenía reunión de padres hasta las ocho de la noche; ella, lo sorprendería en el paradero donde tomaba como de costumbre, el ónmibus que lo llevaba hasta Los Olivos.


-Chicas -dijo a sus compañeras- llévense mis cuadernos y háganme la tarea de mañana para no tener problemas con los demás profes.

-Estás loca, Sandra -le habló Mónica-. Acaso no sabes que el profe es un hombre muy serio. Siempre está hablando de sus hijos, de su esposa, de su casa... No te pones a pensar que lo que vas a hacer no es lo correcto.

-¿Y qué? -respondió Sandra sin tomarle importancia a las palabras de Mónica.

-Verás que te buscarás un problemón... y lo peor, te imaginas si el Director se entera y lo bota. ¿No te sentirías mal si es que lo despiden del colegio y se queda sin su chamba?

-¡Bah!, déjate de intrigas y de aspavientos que nadie tiene por qué enterarse. Si eso ocurriera, las chismosas serán ustedes que son las únicas que lo saben.


Y se marchó por el pedraplén que la llevaba a su casa para bañarse y vestirse. Antes de las ocho debía estar por los alrededores del Colegio para interceptar al profe cuando saliera de la reunión de padres.


La Discoteca se alzaba ante sus ojos como un mundo mágico que la fascinaba y aterraba. Era la primera vez que iba a una. Por momentos se sentía ridícula con esa vestimenta y el maquillaje que no le iba con sus años, pero ya estaba allí, protegida por ese hombre que la había aconsejado como si fuera su propio padre cada vez que llegaba llorando por los problemas de su hogar. ¿Qué hago en este lugar y con mi alumna? ¿Mi mujer me habrá llamado al Colegio?... los niños, ¿tendrán hechas las tareas?... Cuántas preocupaciones y qué turbación entre esa música infernal, el humo de los cigarrillos y el olor a licor. Allí estaba Rafael, en ese callejón sin salida a donde únicamente había ido cuando estaba de novio con la que es esposa. Pero Sandra evitaba mirarlo para restarle importancia a la inquietud del profe. Estaba feliz, se sentía triunfadora de un capricho que la invadió desde los últimos meses del curso anterior. Feliz, sí, jugando a ser mujer en un mundo difícil y cruel. Ella era una de esas que les dicen “chibolas locas”; que quieren ir más a prisa que el tiempo. Rafael le propuso tomar unas gaseosas pero ella, coqueteándole, le pidió licor. Después de unas copas, lo sacó a bailar y no queriéndo que se le escapara, entrecruzó con fuerza sus brazos por el cuello del profe que ya había perdido la noción de todo y comenzaba a descuidar sus instintos masculinos. Fue así que sin quererlo se le escapó el primer beso. Sandra tembló como nunca antes y hasta sintió que algo comenzaba a correr por debajo de las medias panty. Rafael sintió miedo de lo que podría pasar si la noche avanzaba. La tomó del brazo, la sacó de la Discoteca y se dispuso llevarla a su casa.



La calle estaba solitaria y oscura. Sólo borrachines que salían de las cantinas que quedaban abiertas distraían la atención de la pareja y uno que otro auto hacía que Sandra escondiera su rostro en el pecho del Profe para evitar que alguien la reconociera. Después de haber caminado más de nueve cuadras, y con la certeza de que a esas horas ya había dejado de ser su alumna, sintió deseos de otros besos. Ella tomó la iniciativa esta vez y lo acorraló en uno de los muros viejos de una casa abandonada para recordarle que esa noche deseaba saborear lo que es ser una mujer. Rafael, entre gemidos y desesperación de tocar esa piel inocente, no pudo resistir y sin más meditación, llegó a una de las habitaciones del Hostal que se cruzó por el camino.


La claridad del día había ganado toda la habitación. Sandra, con una sensación desconocida hasta ese momento, se fue despertando sin saber con exactitud qué sentía: ¿miedo, placer, vergüenza?, no sabía. Sólo percibía que cerca, muy cerca, estaba él, su profe de matemáticas. Lentamente se fue incorporando de la cama para no despertarlo. Más no pudo retener entre sus labios el grito de pánico al ver las sábanas blancas con esa mancha de sangre fresca. Entonces Rafael, o el Profe, ya daba lo mismo, se despertó sobresaltado y con las manos temblorosas se sujetó la cabeza como para que no se le partiera en dos. No sabía qué podría pasar en lo adelante... ¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho? -se repetía con voz entrecortada y con lágrimas en los ojos. Desesperado, caminó hacia el rincón del cuarto donde estaban las ropas entrelazadas. Se vistió con prisa. Recogió algunos de los papeles que habían caído del maletín y salió huyendo de esa habitación sin rumbo cierto.


Han pasado más de seis meses y todavía esperan la llegada del Profe de matemáticas. El hombre que había logrado poner disciplina y rigor en el Colegio. Nadie pudo averiguar por que había desaparecido sin dejar rastros. Mónica y las compañeras de aula seguían disimulando cuando le preguntaban por ella. En las calles, con el vientre algo crecido, Sandra deambulaba rumiando el sabor de ser mujer. El tiempo en que debía, al caer la tarde, hacer sus deberes, quedaba atrás.





EL SECRETO DEL SILENCIO


Lorena recorría nerviosa de un lado a otro el pequeño camerino. Más de una década entre esas paredes húmedas, despintadas y malolientes a flores secas. De los bombillos que rodeaban el espejo, media docena habían colapsado. “Última función”, susurraba como para creérselo ella misma. Se sentó en la butaca forrada en lamé marrón del tocador para calcar su imagen en el espejo opaco. En él todos sus encantos pudieron antes remozarse, pero esa noche los años parecían implacables. La cara era un derroche de arrugas inocultables y sus manos, temblorosas, llevando sobre los dedos uñas con el mismo color de siempre: rojo fuego, como fuego era su cintura cuando se dejaba poseer por algun ritmo tropical y contagioso. Desesperada, se dibujaba cada rasgo para aparentar una belleza que ya no existía. Intentó entonces prolongar la línea negra sobre sus ojos para que parecieran menos caídos y pintó sus labios de un rojo intenso, resaltándolos con un lápiz negro que destacaba los bordes, como cuando se arreglaba para conquistar a Esteban, el hombre que la quiso sacar de ese mundo del que ahora tenía que fugar incluso contra su voluntad. Esteban, el mismo que le dio un hijo para que cambiara de vida. Pero todo fue en vano. Esteban desapareció y ella tuvo que aprender a convivir con el niño y con las luces de los reflectores.

Tantos años en los night-clubs de La Colmena no se podían acabar de un solo golpe. La última noche parecía que se iba más rápida que las anteriores. Las horas avanzaban, los números sucediéndose en el escenario y el animador a punto de llamarla a escena. Lorena seguía maquillándose sola. Julianne, el homosexual que la había acompañado en las buenas y en las malas, no quiso presenciar esta despedida y no asistió esa noche al “Paraíso”. Sólo Julianne y ella sabían del final. Lo habían mantenido en silencio, no querían decírselo a nadie. No le darían gusto al patrón ni a “esas” que con carnes más duras y nalgas firmes se regalaban al primero que quisiera tocarlas con tal de cosechar aplausos. Pero ella, con el profesionalismo de siempre, saldría a escena para dejarlo todo. Le daría a su público el último aliento. Su público: tres borrachos apestosos que confundían su aliento con el olor a orines y kreso que siempre había en el salón. Y esa sombra que la seguía por más de una década. Una mole negra que se sentaba en la mesa oculta detrás de la luz. No se distinguía más que una silueta empañada del humo que desprendía el tabaquillo que consumía. Una incógnita para ella. En medio de reflectores rojos, verdes y naranjas y globos casi desinflados por los días, aparecía ese sujeto que siempre la había seguido. Desde los mejores tiempos, cuando prestigiosos cabarets la contrataban y el champán era su bebida preferida, cuando los diarios amanecían luciendo las formas de Lorena en primera plana y ramos de flores adornaban su camerino. Ahora, en el apestoso y deprimente night club de La Colmena, estaba como si voluntariamente hubiera descendido en la escala social de la mano con ella. Como si ambos se hubieran deteriorado al mismo compás en que se envilecían el centro de Lima, La Colmena y sus lupanares. Sin embargo, no se atrevieron a algo más que cruzar miradas, nunca una palabra.



-Y ahora, estimado público -dijo el animador somnoliento- para ustedes, Lorena, con la belleza de siempre. Adelante Lorena... -y dejando caer el brazo con desgano, se perdió entre cortinas acribilladas por polillas.

Entonces fue cuando ante la euforia de los tres borrachos y la parsimonia de la sombra de siempre, comenzó su show. La música -una salsa con aires de bachata- y ella, como antaño, inició su actuación dejando que el misterio de los tambores la poseyeran. Pero no era el mambo de Pérez Prado, ni el paso aprendido a Anacaona, ni el meneo que le costó copiar de la Tongolele y de las Dolly Sisters. La magia no era igual, aunque el talento disimulara los estragos del tiempo.

Adentro en los camerinos, las nuevas que Lorena llamaba “esas” comenzaban a pasarse la voz y a sacar las narices por las endijas para burlarse. “La tía da pena”, comentaban. Ella, con su cuerpo ajado por la ruindad de los años, se sentía la misma reina de siempre. Despeinaba su larga cabellera recién teñida de negro y su cuerpo iba moviéndose al compás de la música. Comenzó a acariciarse los senos apagados y sus ojos se cerraban de placer, como si en ese instante recordara las noches con Esteban o con todos los Estébanes que se evaporaban en su memoria. Se pasaba la lengua por los labios y entrecerrando los ojos con malicia, hacía muecas sugerentes a los tres borrachos. Ellos no se percataban de las arrugas del cuerpo, solamente en la penumbra veían una silueta de mujer que hervía de placer. Era la noche de despedida y quería retirarse con la satisfacción de que su público la recordara siempre. Fue entonces que bajó del escenario, para asombro del patrón y de las nuevas. Caminó cimbreándose como en una pasarela y quitándose el sostén se sentó en las piernas del más viejo. Cogiéndole las manos callosas e inútiles se las llevó a sus senos mientras se dejaba caer hacia atrás descansando el cuerpo en las piernas del otro. El tercero, para no ser menos, le metió un dedo húmedo de cerveza en la boca y con la otra mano le bajó el calzón. Esa sombra de oscura y discreta presencia, intentó pararse lentamente tratando de entender qué sucedía con Lorena. Nunca la había visto así, y eso que la siguió noche tras noche.

Fue tal el escándalo que hicieron los ebrios tocándola, que el patrón mandó a sus guardaespaldas a que la sacaran de escena y la devolvieran al camerino. Lorena no opuso resistencia. Adentro, las más jovenes se miraban con asombro. “La tía se ha pasado”, comentaban. Entonces, sollozando, con el tacón rompió el espejo que siempre la había acompañado y dando gritos destrozó todo lo que le traía recuerdos. Se vistió rápidamente y sin quitarse el maquillaje, salió. Dándole un empellón al patrón que intentó atajarla, subió las escaleras que llevaban a la calle.

Afuera otros aires la despejaron. Lejos de los reflectores nadie la reconocía. Entonces, en busca de ómnibus, caminó por el centro de Lima sin saber qué le esperaría al amanecer. Cualquier ruta, cualquier letrero, no importaba su rumbo: únicamente ansias de dejarlo todo atrás. Quería viajar sola, sin nada que le recordara el pasado. Por fin vino. Subió al vehículo casi vacío y tomó uno de los asientos finales. Cuando volteó inesperadamente la sombra estaba a su lado. El le tendió una mano y Lorena, como queriendo barruntar el último secreto de la noche, sonrió. Partieron juntos, antes que la contaminación ahogara la ciudad.




LA MUJER DEL CANDIDATO



¿Quién le iba a decir a Gumersinda que esa tarde su vida cambiaría? Se encontraba lavando las cacerolas que había utilizado para el almuerzo, cuando un alboroto en la puerta de su casa la sorprendió. Caminó hasta el portal y se dio con la sorpresa de que todo el pueblo había salido a las calles con pancartas y megáfonos, coreando el nombre de su marido y el de ella. Así era de alegre Cinchuelo. Bastaba un acontecimiento que rompiera la monotonía de siempre, para que todos se sumaran a los festejos -como era el caso- o a los pesares. Pueblo joven, pero trabajador. Sus habitantes pasaban el tiempo tejiendo cinchas para los caballos que participaban en las exhibiciones de los sábados antes de que el ejército las prohibiera.

Sin explicarse el motivo del improvisado mítin, Gumersinda corrió hasta donde se encontraba Juana, su vecina, y esta le dio la buena nueva.

-¡Felicitaciones, Primera Dama de Cinchuelo! -le dijo eufórica.

-¿Primera dama...? -preguntó sin comprender.

-¿Es que no te das cuenta? A Linares lo han elegido candidato a Alcalde por el Partido “Pueblo Chico, Infierno Grande, Unidos”.


-¿Qué estás diciendo?... pero... -se quedó sin palabras, sólo atinó a delinear una breve sonrisa.


Ante la noticia, Gumersinda comenzó a temblar de nervios. Con las manos aún humedecidas y resbalosas por el agua grasienta, comenzó a alisarse el pelo y a estirarse el mandil que siempre llevaba puesto para hacer los quehaceres de la casa. Linares, montado sobre los hombros de Roberto, el carnicero, le gritó entusiasmado.

-Amor, corre a cambiarte de ropas. Desde hoy me acompañarás a las reuniones y a los mítines de campaña. El primero será en la Plaza de Armas a las 6:00 de la tarde; allí haré tu presentación como la futura Primera Dama de la provincia de Cinchuelo -comentó Linares con una rapidez al hablar que casi no se le entendía.

- Pero Linares, ¿te has vuelto loco?... No te das cuenta que no estamos preparados para esto. ¿Qué vestido me voy a poner si sólo tengo la muda que llevo puesta y el vestido de lentejuelas que me compraste para las fiestas patronales de hace seis años? -reprochó Gumersinda.

-Ese mismo, ese mismo -le pidió Linares sin vacilar. Tenemos que presentarnos bien vestidos para dar una buena imagen, mujer. Así, demostrando tener personalidad, iremos ganando votos y podremos llegar, Dios mediante, al sillón municipal de la Casa de Cinchuelo.

Mientras, los moradores de la comarca seguían vociferendo consignas y lemas e invocando al resto de los habitantes a que se sumaran a las filas de “Pueblo Chico, Infierno Grande, Unidos”.

¡ADELANTE CINCHUELINOS, EL FUTURO ES NUESTRO!

¡POR UN CINCHUELO MEJOR!

¡LINARES, RA RA!

¡GUMERSINDA, RA RA!



Gumersinda había sido llevada por uno de los asesores de campaña a la única peluquería del pueblo. La esperaba Joseh, el estilista, para arreglarla con premura. Eran escasos los recursos con los que contaba el centro de belleza. Joseh tomó el único shampoo que había para lavarle el cabello. No era precisamente el que le favorecía, pero era necesario cambiar su apariencia. El peluquero hizo muchos esfuerzos para lograr su objetivo: tomó el frasco de laca y le echó y le echó hasta que la cabeza de Gumersinda quedó como casquete de cartón. ¡Vas a quedar hermosa! -dijo más con ironía que con optimismo. Y es que así tendría que tratarla de ahora en adelante porque si de verdad resultaba electa Primera Dama de Cinchuelo, de seguro su suerte cambiaría. Después de los masajes y de la secada comenzó a desenredarle y a tejerle muchas trenzas. Dos horas después, Gumersinda con la cabeza de una manera muy rara llegó con Linares, su marido, a la Plaza de Armas para el primer mítin de la campaña.

A pesar de que la conocían de años, la gente comenzó a mirar a Gumersinda de una manera diferente. Ahora, subida al estrado que habían construido al centro de la Plaza, parecía una de las elegidas del Señor. La veían hermosa, reluciente y con un look nunca visto antes. Todos comenzaban a olvidar la imagen de la mujer que iba en chancletas a la bodega a comprar la mercadería, o a la que siempre llegaba con el vestido de lentejuelas a las fiestas patronales pareciendo un ramillete de fuegos artificales en medio de la noche. Las mujeres de Cinchuelo se sintieron motivadas a imitarla. De hecho, la peluquería de Joseh aumentaría su clientela y las trenzas se irían convirtiendo en el peinado “provincial”.


En el centro del estrado estaban Linares y Gumersinda y a un costado, los representantes de “Pueblo Chico, Infierno Grande, Unidos”. Se encontraban, además, el Secretario General junto a su abuelita, el asesor de Linares con su amante y el jefe de prensa con la vecina del barrio que se sabía vidas y milagros de Cinchuelo. Nadie quería faltar al acontecimiento más importante de los últimos ocho años.

Entre consignas y lemas repetidos hasta el cansancio, comenzó el discurso de Linares. Esperanzas y promesas eran su fuerte. Y es que Linares sabía que era la fórmula perfecta, la que nunca falla, para alcanzar su meta: llegar al sillón municipal de Cinchuelo. Cuando la noche avanzaba y las horas iban extenuando a los simpatizantes y los pequeños comenzaban a llorar de sueño y hambre, la muchedumbre recordó que Gumersinda, como aspirante a Primera Dama también debía intervenir y comenzaron a corear:

¡GUMERSINDA, RA RA!

¡GUMERSINDA, RA RA!


Nunca había estado frente a tantas personas. Y desde el estrado parecía que se habían multiplicado los habitantes de Cinchuelo. Su rostro enrojecía tanto que parecía que iba a estallarle. Desde las primeras filas Juana, su vecina, la animaba y le gritaba: -¡Anda nomás, tú puedes!, ¡Te ves preciosa, amiguita!...

A Gumersinda no le quedó más remedio que tomar el micrófono y dirigirle unas palabras a los asistentes:



¡Hola vecinos de Cinchuelos!... ¿Cómo están? Yo estoy muy bien. Contenta de que apoyen a mi marido. El es muy bueno. Quiere lo mejor para todos y yo lo voy a ayudar a trabajar para mejorar nuestro pueblo. (la plaza enardecida la aplaudía). Lo primero que le voy a pedir es que a Joseh le construya una nueva peluquería . Además, tenemos que arreglar las pistas. (ovación cerrada). No es posible que los sábados en vez de disfrutar con la exhibición de caballos, tengamos que estar corriendo hacia el veterinario para curarle las patas a los que se las tuercen. (eh, eh, Gumersinda, Gumersinda....) Vecinos, ¡Vamos a poner a trabajar a Cinchuelos para salir adelante!.... ¡Vamos a ponerlo a trabajar!...



La participación de Gumersinda era esperada en todos los mítines. Muchos decían que tenía un carisma especial y hablaba mejor que su marido. Al menos se preocupaba de cosas más importantes. Todos estaban muy contentos con ella. Y quién lo iba a decir ¿no? Así estaban las cosas. Mientras menos días faltaban para la votación, más querida era Gumersinda. Las mujeres de Cinchuelo ya habían copiado su nuevo estilo. De noche no era necesario encender las luces de la verma central del pueblo porque los vestidos de lentejuelas estaban por doquier iluminando los caminos del centro de la ciudad y los tres policías que siempre andaban de servicio, tuvieron que custodiar la peluquería de Joseh, porque las mujeres querían ir hasta de madrugada a arreglarse.


Gumersinda era más solicitada que su marido. No asistía a los lugares públicos para comprar los spaguettis que desde siempre la familia había consumido. Ni tenía que lavar las cacerolas en la tina del patio. Ahora, desde la residencia nueva, el hostal “El Hipódromo azul”alquilado al viejo Lucrecio, daba las órdenes. Todos querían ir a contarle sus problemas, sus necesidades, pedirle cualquier cosa. Y es que en el pueblo pensaban que Gumersinda era la elegida del Señor. Convertida en una rutina su vida, desde la tarde en que el pueblo de Cinchuelo le comunicó la noticia en el mítin que improvisaron en las afueras de su casa, ya no tenía deseos ni de caminar por la trocha en las noches estrelladas con Linares, ni lavarse la cabeza con palta como antes. Solo deseaba que llegara el sábado para asistir al último mítin de campaña.


Y llegó el día esperado. El pueblo amaneció lleno de banderitas de colores y las mejores bandas de música del lugar. Las canciones, los cohetones y las alarmas no cesaban. Cinchuelos parecía que renacía. Y es que si Linares salía Alcalde, la Gumersinda iba a poder resolver muchas cosas.


A Gumersinda la despertaron los golpes de tambor.

-¿Qué horas son...? -dijo incorporándose de la cama.

-Son las 10... -respondió la empleada que le habían asignado.

-¡Oh, Dios!, me he quedado dormida...

- Mujer, estamos en la recta final -le dijo Linares. Este será el último mítin. Si llenamos la Plaza, podremos decir que la victoria es nuestra...

- Pero Linares, estoy muy nerviosa... Ya no sé qué más decir cuando me piden que haga uso de la palabra...

-No te preocupes. Cualquier cosa que digas, estará bien. Confío en ti, mi amor...


Los asesores de Linares estaban con el auto parqueado en la puerta de “El Hipódromo Azul”. No había tiempo para más. Todo el pueblo estaba en la Plaza de Armas aplaudiendo y solicitando la presencia de Linares y Gumersinda. Fue tanta la tensión a la que tenían sometida a la Gumersinda que, cuando bajaba los escalones, un tacón se le trabó en el descanso de la escalera y se partió.

-Por favor, se me ha malogrado el zapato. Necesito ir a cambiarme -imploraba Gumersinda a los hombres de la seguridad.

- Señora, no hay tiempo. El Sr. Linares se encolerizará y nos sacará del grupo de trabajo -le dijo el que la había llevado a la peluquería de Joseh.


No se podía perder un minuto. Los guardias de seguridad le cedieron la mano para que subiera al auto. Y el auto, a toda velocidad, se perdió por las avenidas principales de Cinchuelo.


Cuando el pueblo vio llegar el auto de Linares, tremenda algarabía se armó. Parecía que entre los simpatizantes existía una competencia para ver quién gritaba más alto las consignas ya aprendidas; las bombardas y la banda de música se dejaron escuchar, mientras la Gumersinda subía al estrado cojeando. Los hombres esperaban ansiosos las propuestas laborales de Linares y el presupuesto que destinaría para poner la luz, el agua y el desagüe. Las mujeres, al percatarse de que la Gumersinda había venido con un tacón menos, pensaron que era el último grito de la moda. Todas, en medio de la Plaza de Armas, comenzaron a romper los tacones de sus zapatos izquierdos, y lo empezaron a guardar dentro de sus carteras. Los hombres, en cambio, comenzaron a frotarse las manos: y es que a partir de ese instante, ser zapatero, podría llenar sus bolsillos de dinero si es que Linares y Gumersinda no ganaban las elecciones.


Todo estaba dispuesto para iniciar el mítin, cuando una explosión estremeció Cinchuelo. Sin mediar segundos, fuertes ráfagas de ametralladoras se dejaron escuchar. Eran ellos, los adversarios que venían preparando el fraude desde meses antes. La muchedumbre quedó paralizada. Después el pánico se apoderó de todos. Los que estaban en el estrado, se miraron sin encontrar respuesta. El estruendo de las metralletas se escuchaba cada vez más cerca a la Plaza de Armas. La gente, asustada, corrió a sus casas. La plaza era un loquerío de personas empujándose, cayéndose al pavimento, disputándose cada centímetro para llegar a los refugios. Todos los miembros del partido, con Linares a la cabeza, desaparecieron. Mientras, Gumersinda, con su traje de lentejuelas iluminando la noche, echó a andar por la avenida principal. Por más que gritaba implorando resistir, nadie podía escucharla ¡Cinchuelo es cuna de valientes y nadie vendrá a amedrentarnos! -se decía con valentía. Serena y con la frente en alto, desafiando las ráfagas y los gritos de venganza demostraba su firmeza de siempre. Estaba dispuesta a escribir, como el destino le deparaba, una nueva página en la historia de su pueblo.








MAS ALLÁ DEL MANTARO


A media noche, pasaba debajo de las ventanas apagadas del vecindario. Pensaban los noctámbulos que debía sentir vergüenza cuando descubrían entre sombras, su rostro. Pero ella corría, de vereda a vereda, con su cara tiznada y las manos malolientes a basura. Basura de todo tipo: agrios residuos de comida, envases de gaseosas, tapas canjeables por baratijas, inmundicias pestilentes en los tachos de los baños, ropas gastadas que no servían ni para desempolvar. Pero lo que más le repugnaba era encontrar entre los montones, animales muertos. Eso le producía un asco que le duraba días.


Encarnación había llegado a Lima después que las crecidas del Mantaro arrasaron su casucha de adobes, después que un pariente la recomendara para buscar trabajo y cuando se quedó sin Migdalio, el cholo que llegó al pueblo un día huyendo de la sequía de la sierra. Dicen que daba miedo por lo flaco, y que el pellejo era tan fino que hasta los huesos se le veían al Migdalio. Los que recuerdan su historia comentan que cuando el ganado aumentaba ganaba tanta plata que la cerveza corría por el caserío y a la Encarnación la convertía en la más bonita de los alrededores. Pero nadie, ni su mujer, supo por qué el día en que los perros comenzaron a ladrar desesperados, se le vio correr al Migdalio como el mismo diablo hacia los cerros en donde se esconde el sol. Aunque el viejo Jacinto contaba sentado en el portal de su negocio, que el día en que los perros molestaban, a la Encarnación se le cayó la bolsa de azúcar que había comprado y el piso de la bodega quedó encarameláo. Corrió tan veloz por la trocha que llevaba a su choza, que las pisadas se hundieron en la tierra y que todo acabó después que ella gritó tan fuerte que el caserío completo se enteró. Así fue que Encarnación, sintiéndose sola, tomó el tren que venía a la capital pensando nunca más regresar a las orillas del Mantaro.


-¡Caracho!, pero que si es lindo esto -se decía parada frente a la pileta de la Plaza de Armas después de haber dejado atrás la Estación de Desamparados.

Nunca antes había salido del pueblito que peligraba en las épocas de lluvias.

-¡Que si es bonita la capital!, ¡Uff! De haberlo sabido hubiera venido desde mucho antes...

Y preguntando a los transeúntes que se le cruzaban en las veredas, trazó el plano que llevaba la ruta que debía seguir.

Encarnación, posando de vez en cuando la vista en las vitrinas de las tiendas, atravesó todo el Jirón de la Unión para alcanzar un colectivo de los que van de la Plaza de San Martín hasta El Callao. Pero la suerte no estaba echada para ella. Los parientes no quisieron recibirla cuando por la mirilla de la puerta la reconocieron. Como iban los tiempos, los Quispe no podían albergar una boca más. Y a Encarnación no le quedó más remedio que alojarse en uno de los hostales cercanos hasta buscar un lugar donde pasar la temporada.


Cuando la calle se ensombreció con la fina garúa del invierno limeño, Encarnación se tendió en la cama y posó su mirada extenuada sobre la bombilla que pendía del techo de la habitación. La primera lágrima surcó el pómulo abultado y cayó sobre el hombro derecho. La segunda marcó el momento en que su mente la llevaba hasta las márgenes del Mantaro.


¿Dónde estarás Migdalio? ¿Por qué te marchaste antes de yo llegar? ¿Es que ya no confiabas en mí? En más de una ocasión te demostré que era incapaz de contar algo. Ni aún cuando en el caserío todos preguntaban por qué y por qué y por qué en nuestra casa todo era distinto a lo de ellos: las cortinas, la vajilla, nuestros muebles, nuestra comida... Dejé a un lado mi familia que no te quería, dejé a los amigos que me prohibiste, todo, todo, Migdalio. Nunca te reproché que hubieras robado, y tampoco quise detenerme a buscar la fotografía en los periódicos para saber lo que se habían llevado el Montañés, el Narciso y tú... compartí el fruto de ese riesgo como lo deseabas, aún sabiendo que algún día podíamos estar entre rejas. Viví todo el tiempo esperando ese hijo que se pareciera a ti, que tuviera tu cara, tu pelo, tus ojos, que fuera igual de cariñoso que tú. Todo para qué, para que te fueras sin decir en donde encontrarte, Migdalio. Para que partieras como lo hiciste, sin dejarme al menos para los desayunos. ¿Por qué no me permitiste caminar sola por la vida si ese era tu destino? ¿Ahora quién soy en esta ciudad que no me conoce? Aquí donde nadie me dice ni a la hora que se viene el atardecer...



Y cuando los relojes aproximaban las horas al fin de la temporada y Encarnación empezó a racionar su comida para hacer durar la plata, comprendió que encontrar trabajo era la única opción para pasar ese invierno. Fue así que se lanzó hacia las calles de la ciudad que ya no veía tan bella como el día de su llegada, en busca de empleo. Fue así que comenzaron a cerrárseles puertas frente a su cara y los NO la acompañaban por todos los lugares: en los bancos, su presencia no le permitía ni aspirar a una plaza de mantenimiento; los zapatos que habían resistido las crecidas del Mantaro ya no tenían color; en los colegios estatales rechazaban su mala base académica y ella no tenía la culpa, pues, de que en el caserío no hubiesen escuelas; en los comercios particulares ya trabajaban los parientes, de los parientes, de otros parientes, en las farmacias aumentaron las quejas de los usuarios cuando comenzaron a llevarse remedios que no les habían recetado los médicos. En fin, los NO, NO, NO ya la aturdían hasta el cansancio.


Esa tarde tomó uno de los colectivos Callao-Lima-Callao para salir de la rutina y de la desesperación que le asalta a uno cuando quiere resolverlo todo de golpe. Se bajó en Caylloma y Colmena, y echó a andar con paso lento hacia la esquina por la que había pasado varias veces desde que llegó a la capital pero en la que nunca se detuvo por verguenza. Más ese día sería distinto. Un mundo ajeno se le presentaba como la única opción de la temporada. Con el rostro bajo, comenzó a ganar la calle dispuesta a refugiarse en el submundo limeño. La vereda estaba llena de hombres de todos los tamaños, de todos los colores y de todas las edades. Los más viejos abalanzados sobre las muchachas que apenas desarrollaban sus pechos pero ya abrían sus piernas para humedecerles los dedos y sacarle la plata antes de llegar al hostal del Chino Juan que era el del negocio con El Migdy, y los más jóvenes en busca de las más gordas y pintarrajeadas que ya se las sabían todas para derrotar a su cliente en corto tiempo. Otros, morbosos, se reunían de a dos para llevarse a la cholita que con su licra bien ajustada le dejaba ver sus proporciones. Otros subían por las calles aledañas después de abandonar las cantinas y gastarse lo que les quedaba de plata en los burdeles del centro de Lima y Encarnación, sin monedas para comerse un cebiche en las carretillas de La Colmena. Así fue que se dio al encuentro con La Pecosa. La Pecosa era una de las más conocidas por esos lares. Al principio era bien selectiva, cualquiera no podía llevársela así nomás, pero con el tiempo aceptó hasta las lesbianas que los sábados la iban a buscar para las grandes fiestas. No era ni gorda ni flaca y en sus ojos se podía apreciar que alguna vez hubo belleza. Lo que más le gustaba lucir a La Pecosa era lucir su seno izquierdo para exhibir el tatuaje que le había hecho su marido, el primero que la prostituyó cuando lo dejaron sin empleo. Llevaba las iniciales de su nombre y las de él y en el centro un corazón que parecía sangrar. Sandra, que era su verdadero nombre, se le acercó despacio a la Encarnación:

-¿Buscas algo?...

Encarnación sentía que su cuerpo temblaba, pero no podía retroceder. De allí tenía que salir con plata.

-¿Crees que pueda conseguir algún trabajito para hoy?

-De conseguirlo lo consigues, mira la hora que es y ya voy por el cuarto, pero sola no lo puedes hacer. Esta cuadra es territorio de El Migdy. Y si él no autoriza y te aprueba, ¡Uff!, no hay nada. Lo único que te puedo anticipar es que es un cholo que... pa´ qué...-y poniéndose los dedos en los labios intentó insinuar su sabor. ¡Ah! y sé inteligente, cuando te vaya a probar, no te resistas, sinó estás perdida.

-¿Puedo verlo?

- Tienes que esperar a que llegue El Rey. El te llevará hasta El Migdy... Mira, qué casualidad, parece que estás de suerte, ahí llega...

-Rey, ha llegado una más.. ¿la llevas hasta el Padrecito?... -así le llamaban las que ya habían probado al que decía la última palabra en el negocio.

-Y el Rey, un negro de pocas palabras, le dirigió una seña que parecía mueca y la llevó hasta el portón marrón que quedaba en la paralela a la calle donde se aglomeraban los hombres todos los días.

-Entra y ahí está el patroncito.


Encarnación pensó que era el final de todo. Un miedo escalofriante la dominaba. Pero sin meditarlo dos veces descorrió la cortina de saco y entró. Allí, en medio de una abrumadora penumbra, estaba El Migdy, semidesnudo, con una copa de ron que apestaba entre sus manos y un tabaquillo casi agotado que olía a hierbas... La mandó a acercarse y comenzó a contornearle el cuerpo con sus manos mientras ella sentía en sus muslos cómo el miembro bien grandote, como le había contado La Pecosa, iba ganando tamaño y rozaba cada vez más cerca su clítoris. Ella, por un instante, recordó que su Migdalio se parecía mucho al papacito, por eso le había perdonado hasta lo de ser ladrón.

-¿Cómo te llamas? -le susurró al oído.

Y Encarnación se estremeció más que cuando le entraba frío. ¿Por qué todo le parecía tan familiar? ¿Por qué desde hacía tiempo una voz así le había dejado de arañar su oído? Y para buscar respuesta a sus interrogantes, se separó bruscamente del hombre que la abrazaba y a tientas intentó buscar en las paredes el interruptor de la luz.

-¿Qué haces, eh?... Aquí el que manda soy yo. ¿Quién eres tú para dejarme con las manos suspendidas en el aire?... -gritaba el hombre grande bajo los efectos de ese ron apestoso y el tabaquillo con olor a hierbas.

Y cuando Encarnación prendió de golpe el interruptor no pudo dejar de sorprenderse:

-¿Eres tú, carajo? -gritó ella indignada. ¿Hasta esta mierda has llegado?...

El Migdy se quedó sorprendido. Solo atinó a llamar entre gritos y escupitajos al Rey para que se llevara a la Encarnación hacia la vereda y nunca más la dejara estar por esos alrededores. La Encarnación comenzó a llorar desconsoladamente. Sabía que no había más que hacer y corrió desorientada por la ciudad que la devoraba minuto a minuto. La Pecosa intentó acercársele para socorrerla pero fue inútil, ya había desaparecido.


Desde entonces, ella pasa cada noche, con su cara tiznada y las manos malolientes a basura, corriendo de vereda a vereda, esperando el día en que las lluvias cesen por allá por el río y pueda regresar a ese lugar de donde un día salió. Sueña con ver aparecer, desde la otra orilla del Mantaro, al Migdalio.





EN LA OTRA ORILLA DEL RÍMAC


Por las calles del centro aprendió a reconocerlos. Al medio de apretados tumultos entre puestos de ambulantes, los traseros podía tantearlos estirando el brazo. Bolsillo del pantalón, mano derecha, esconde billetera. Bolsillos de guayaberas, delante de los viejos, tan amplios que entraba toda su mano; bolsillos angostos de casacas donde sólo cabían dos dedos; carteras de plástico o tela, fáciles de cortar con navaja para el Goma o el Alimaña.

Y lo principal era el descuido que le enseñó a aprovechar Pistolita: esa distracción fatal del peatón dudando en un semáforo o evitando alguna gorda que le impedía el paso. Mejor al final del día, casi de noche, que las personas andaban siempre confundidas. Como los automovilistas que se descuidaban en los atolladeros de La Colmena y no adivinaban que sus relojes podían terminar en otras manos. Pero su manito todavía no tenía fuerza suficiente para eso: ya había fallado una vez. Y el reloj, nada. No quiso quedarse con ella.

Si la falla era grande, tenía que llorar mucho llamando a la piedad de la gente para que no le sigan pegando o no la arrastren hasta donde el primer guardia. Porque la gente rumiaba esa piedad que aprendió a aprovecharla cuando todo estaba perdido. Había que recordarles que sólo era una niña.


Los traseros pasaban por su nariz, por su frente, por su cachete. Trastes apurados de cabezones que no miraban abajo, nalgas de mujeres curioseando vitrinas; culos de viejos que andaban sin prisa, cansados, abotagados por el sol del medio día.

Y en la noche ya no importaban, porque a los tipos preferían verlos enteritos, saliendo borrachos de las cantinas de Quilca o de Azángaro. Si se tambaleaban solos, mejor. Que con Pistolita, Alimaña y el Goma lo rodeaban al borracho, apalabrándolo y provocándolo para que se violente. Y en una de esas, obligarlo a perder el equilibrio. Para hacerle banquito, ella se le ponía a gatas, por detrás, esperando a que cualquiera de los suyos lo empujase fuerte y caiga de espaldas. Ahí sí le arranchaban los bolsillos completos y en dos segundos estaban corriendo calle arriba o calle abajo.

Llegando a la playa del río, junto a la fundición, era obligación repartirlo todo. Iguales para los iguales. Con una salchipapa bastaba para los cuatro y el resto se iba en terokal, ofrecido por los ferreteros ambulantes de la otra orilla del Rímac. Para Pistolita no. A él le enseñaron Los Grandes a fumar pasta, y lo llamaban así por los pistolazos, tremendas balas al cerebro que él solo se las clavaba desarmando cigarrillos. Meterse un clavo, un clavel, un pistolazo. Pero antes había que verlo hacer como la mosca, con sus dos manitos juntas frotando el cigarrillo para que botara el tabaco.



Cuando quería estar sola, frecuentaba un rincón junto a los durmientes en donde creía que nadie la podía molestar. Eso creía, cavilosa entre rastros de desplumes de gallinazos y pelambres de perros arrollados por el ferrocarril. No llegaban a podrirse los perros atropellados si los gallinazos, en tríos o en docenas, los terminaban de despedazar a picotazos. ¿Acaso ellos no hacían lo mismo con los borrachos? Los gallinazos eran feos, sucios, opacos y sin pena de ser así. ¿No podían ser semejantes? Ella los quería de alguna forma.

Por esos lados meditaba, mientras absorvía los últimos restos de una bolsita terokalera. Piensa: una cosa es escaparse para no caer nuevamente en manos del padrastro, y otra es haberse entropado con los Percys. Piensa: no lo volverás a ver.

No puede evitarlo. Allí, en algún rescoldo de su mente, está su imagen: manos sucias de mecánico, olor a cerveza en la boca, dedos registrándola por abajo. Todo eso a la hora en que su mamá no estaba. Que andaba lavando la ropa de otra gente, allá en el río, eso le decían las comadres por los laberintos pestilentes del Asentamiento Humano Siete de Octubre. A que no decía a sus amigos de borrachera lo que obligaba hacer a la chiquita: “Chupa; chupa o te quito el aire, conchatumadre”. Y sus manazas apretándole el pescuezo hasta ponerla morada. “Que vas a abrir la boca, grande, grande, y me lo vas a mamar como mamadera de bebe. Chupa... Así, así, así...” ¡Puaj! Qué asco recordarlo. Qué poco podía hacer para borrarlo de su mente. Lo peor era no contárselo a su mamá, temiendo un castigo o que el hombre la matara a golpes.

Sólo le quedó escapar. Ganar la calle y no volver. Irse por ahí pidiendo limosna a gente que giraba la cara para no verla. “Su mamá la habrá mandado a pedir”, decían. “Trabaja”, decían. “Fuera, carajo”, decían. Por lo menos los gallinazos sabían tratarse entre ellos, a saltitos y aleteando para meterse miedo. El primero en llegar al perro le sacaba sus tripas por el ojete, el segundo le picaba los ojos como un tesoro, los demás le destrozan la barriga para comerse sus interiores. Tan iguales entre sí que daba envidia.

Ya cuando caía la tarde sobre el Rímac, regresaba por la margen izquierda buscando a los Percys. El rótulo se lo colgaron Los Grandes. También habían sido pirañitas, pero crecieron y se volvieron tiburones. Ni qué escucharlos hablar: robos, maquinazos, “hay que buscarse un fierro”, “yo lo maté al viejo de mierda, carajo, a martillazos, carajo...”. Fumaban pasta antes de asaltar a alguien; antes de entrar a una tienda y llevárselo todo; antes de levantar en peso a un cobrador bajando del ómnibus; antes de bajarle el pantalón del buzo a una señora para que soltara los paquetes. Duros, durazos, como la piel gris que se les pegaba a los huesos.

Porque Los Grandes tenían su admiración por otro: El Negro Totole, quien estaba pagando cárcel por asalto a mano armada. Que ya iba a salir el Negro Totole, que estaba tuberculoso en el pabellón, que del hospital para la calle no hay sino un paso. Y un paso para quien se saca las esposas con un fósforo, no es nada. Los Grandes: esos sí eran; ellos también los imitarían, si es que no se morían antes por el camino.

Cuando a los mayores les salía bien el asalto, compartían algo con los Percys: un broster, dos o tres bolsitas de terokal, una cuartilla de anisado. Después, ni se les veía por ahí.

Del deshuesadero de gallinazos hasta la Caleta, no eran menos de dos cuadras. Suficiente con verlos de lejos a Los Grandes para estar segura y adivinar que más allá la esperaban Pistolita, el Goma, el Alimaña, si es que no había pasado algo malo. Si es que no les tocó perder.

-El Totole es bravo -comentaba Goma- ...Pa’ hacer lo que hizo en Matute, hay que ser bravo, ¿no?

-¡Otra vuelta vas a contar la escapada del Totole!

-Sí, da gusto contarlo, ¿no?

-Cuenta, cuenta, cuenta, que’s como ver película. -lo animaba Alimaña.

-Pero hay que ser cochino pa’ hacer lo del Totole... Diz que cuando los guardias lo tenían rodeáo al negro, en el frigorífico, él se metió pa’ trás... Buscó el fondo...Pal frigorífico dicen que se metió. “Ya perdí” diría, ¿no? Entonces, si ya perdió el negrazo gallinazo, con harto tombo ajuera, bala y bala que metían al aire... él se la jugó enterito. Al fondo había una zanja grande, un botadero que no daba agua, y porque no tenía agua se había juntáo toda la tripa y la sangre de los pescáos. ¿Quién iba a limpiar, sin agua, todo esa suciedad ...¿ah?

-Tripa, sangre, agalla... ¡Aj!

-Caca de pescáo.

-Mierda dirás, huevón. Caca hasta tú puedes ser.

-¡Juájuájuájuájuájuá!

-De muchos pescáos habían dejáo su mierda en la zanja. Y el Totole, viéndose perdío, se metió de cuerpo entero en la zanja. ¡Juap! De cabecita hasta la cintura ensopáo de tripas, con escamas, con agallas empudridas de pescáo... ¡Gluap! ...Pa’ dentro de toda la mierda del mundo.

-¡Sucio, me estás dando asco! Pero cuenta -pidió Estela.

-¿Asco? Aprende del negro: Así, enmierdáo, salió al encuentro de los guardias. ¡Y ya nadies lo quería chapar, óe! En lugar de enfugarse, se les jué encima. Y los tombos empezaron a corrérsele al negro porque no querían embarrarse de esa mierda del pescáo.

-¡Guáy!

-¡Phurrt!

-¡Acá toy carajo, reconchesumadres!...¡Chápenenme!... ¡A mí, a mí! Los guapeaba, los correteaba y no había quien quisiera ponerle la mano encima. Apenas lo veían venírseles, se hacían a un láo los tombos...

-¿Y?

-Y, pues... libró el negro. Por mitá de la pista se largó corriendo hasta que se desapareció. El comandante decía que lo chaparan, gritaba harta lisura contra sus tombos, pero ni él se atrevía. ¡Eso es un choro! ¿Asco a la mierda?


-Quieres ser como él, ¿no?

-Sintura, ciruela, ciriaco...

-A que no te atreves a ensoparte en mierda, huevón.

-Ya el Totole cogió calle.

-Cualquier día lo ves aparecer por ahí.




Y ella lo conoció, casi ya de noche, cuando regresaba de la gallinacera. Cerca del refugio, bajo la entrada del puente, la oscuridad dejó escapar su sombra enorme.

-¿Por qué tanto apuro, cholita? -dijo el moreno con malicia. Estela quería irse, sin voltear siquiera para mirarlo. Desesperado, violento, se abalanzó sobre ella tapándole la boca. Los brazos los tenía surcados de cicatrices, tatuados como culebras oscuras.

-Estaba esperando que pase una jerma, y fíjate la suerte que apareciste... Me gustas, ¿ah? ¡Hembra necesito después de tanto tiempo! -susurró en su oído mientras le levantaba los harapos-. Te voy a chupar tus pechitos ahora mismo, carajo. ¡Te voy a hacer mujer!

Temblorosa, sin saber qué hacer, derramó una lágrima. Lloró despacito, como hacía tiempo no le pasaba. Prefirió quedarse tranquila.

Su piel opaca, curtida por los zancudos y la falta de agua del penal, era una costra pestilente que abrazaba a Estela. Arrojándola sobre el barro de la orilla, acarició esas nalgas que sólo conocían el frío de los rieles. Estela alcanzó a mirar con ojos asustados las paredes del edificio que se alzaba más allá del Rímac: Palacio de Gobierno. Pero nadie se daba cuenta.

Le ordenaba: “Te vas dejar cachar como perra, sinó te rajo la cara diun chavetazo”. Estela, temerosa, soltó uno a uno los miembros de su cuerpo y el sudor que la bañaba ayudó a que su calzón mugriento se deslizara sin resistencia.

El hombre de la piel de rata, la atenazó hundiéndole sus dedos en la vagina hasta que se mancharon de sangre. Tibia sangre que corría entre sus piernas embarrándole la pollera. Algo muy duro, tieso como una estaca, la partió por dentro haciéndole doler las entrañas. Excitado como fiera se agitaba sobre su cuerpo menudo y ella comenzó a desmembrarse en retazos con una sensación desoladora.

Después, cuando ese olor nauseabundo lo envolvía todo, abrochándose la bragueta corrió en dirección contraria al Palacio para que no lo descubrieran. Estela se quedó quieta, como si hubiera muerto de pronto o si el cuerpo no le respondiera. Con las manos en la cintura adolorida, se arrastró sin prisa hacia donde acostumbraba a compartir terokal con sus amigos. Quería darse unas aspiradas profundas para que su voz no rajara el silencio de la noche.



Fue en navidad que se dieron cuenta. Ya no podía correr como antes, pero esa noche el Pistolita les metió la idea de comer panetón. Maquinaron a un paisano que pasaba desprevenido por el jirón Sandia, pero las cosas salieron mal. Aparecieron policías en moto, cruzaron por todo el parque Universitario y se metieron atropellando a la gente para cazarlos.

Dos cuadras bastaron para que las náuseas la hicieran caer desfallecida. Mientras la conducían esposada, encima del tanque de la moto, el mundo giraba en su cabeza con una sensación de asco irreprimible. Asco al olor de la gasolina, a las fumarolas de los ómnibus, al olor de las fritangas que ofrecían las vianderas. Asco, asco, asco. Pero si vomitaba, le pegarían más.

-Es una niña -dijo la mujer policía al comisario que la miraba incrédulo.

Si no la desnudaban, ni cuenta se hubieran dado. Ella quiso ser así, rapada a cero, con harapos de hombre y siempre más sucia que los otros. Era la única forma de que nadie volviera a tumbarla como hizo Totole aquella vez. A ninguno provocaría así.

-Creo que está embarazada.

-Devuélvanla a la calle.

-Pero, mi comandante...

-Hágame caso. Devuélvanla a la calle. No queremos esos problemas. Menos en navidad...




A ella la devolvieron. Nunca supo qué pasó con Alimaña, con el Goma, con Pistolita. Esperó por ellos en la Caleta, desde donde podía ver lejanas las luces del Palacio de Gobierno. Cuando empezaban a sonar los cohetones y las bombardas de las doce, mientras acariciaba su vientre abultado debajo de la ropa mugrienta, sintió una voz extraña cerca suyo.

-Se acabaron los Percys, caramelito.

-¿Quién eres?...

-Nadie, una basurita que se está muriendo.

Por fin lo reconoció. Era el Apachurrín, un travesti que enamoraba a los taxistas del centro. Decían los Grandes que se estaba pudriendo con una enfermedad incurable.

-Cómo es que hablas así.

-Porque sé lo que digo, mi amor. Se los llevan en el “expreso de media noche”...

-T’as hablando huevadas. Nunca he escucháo eso.

-¡Huy! ...Te cuento: Yo vi una película así en el cine, pero esto es diferente. A los pirañitas los están desapareciendo. ¡Limpieza total! No quedará ni uno, corazón. Con nosotras también pasará lo mismo.

-¡No quiero escucharte! ¡Cállate!

-Limpieza total... Se caminará por Lima como antes, sin rateritos, sin maricas... Todos, toditos los que no quiere el mundo, se irán en ese expreso para no regresar...

-¡Cállate, maricón, cállate!

-Acuérdate. Que no te agarre el expreso de medianoche. Búscate otro barrio.

Y levantándose del piso, recogió los costales con que se cubría. Antes de esfumarse en la oscuridad, tosiendo y con las piernas temblando, volvió a dirigirse a ella.

-Ah... Me olvidaba... Feliz navidad, preciosa.

Pero Estela no lo escuchó. Miraba absorta los resplandores de fuegos artificiales, ensordecida por las explosiones de cohetes y bombardas. Allá arriba, era navidad.





AVISO CLASIFICADO


Esa mañana diarios, emisoras radiales, avisos clasificados y
noticieros, difundían el anuncio: VENDO A MI MARIDO.
¡APROVECHE LA OFERTA! ...

No fue fácil tomar la decisión pero, a decir verdad, comenzó a
ocuparme mucho espacio en la casa. Ya no lo soportaba. Por eso
decidí, el primer día en que aparecieron los anuncios, conceder
una rebaja del 50 % para que se lo llevaran rápido.

El balcón donde tenía mis macetas se convirtió en el único lugar
para disfrutar de un ambiente agradable. Entre geranios, claveles y
orquídeas me embriagaba de aromas frescos para olvidar que
adentro del departamento estaba él. Cada día estorbando más,
ocupando un espacio que podía destinar a otros fines.

Cuando trabajaba en el Banco, todo era armonía y felicidad en el
hogar. Entre los dos sólo mediaban caricias y palabras de amor.
Disfrutaba verlo desde mi ventana caminar hacia el auto con su
terno color pastel y saboreaba el perfume que dejaba atrás como
involuntaria insinuación para no olvidarlo. Y me recuerdo
extrañándolo si no venía a almorzar: tenía reuniones de negocios
con empresarios, un cliente importante, venta de acciones, el
maldito balance. Con tal de no sufrir su ausencia, iba a pasear con
mis amigas. Comenzábamos por el ginmasio, después un
refrigerio en cualquier cafetería de San Isidro; y al caer la tarde, si
él no había regresado, porque eran esos días sin hora límite,
continuábamos hacia el café-teatro con la mejor oferta de
temporada. Al bajarse el telón, salía aprisa a tomar mi auto y
llegar pronto a besarlo y acariciarlo. Aunque estuvieran cansadas,
reservaba fuerzas en mis manos para darle masajes relajantes
que después terminaban en sesiones de amor inolvidables.

Pero con el paso del tiempo llegué a detestarlo, a odiarlo como
sólo se odia a quien algún día más se quiso. Desde que lo
despidieron del Banco escaseó el dinero, le cambió el humor. Ya
no reía ni con los seriales de las seis de la tarde. Hasta que no lo vi
con mis propios ojos no pude creerlo: incluso había perdido los
buenos modales. ¿Acaso no asquea el olor a pedo? Pues
entonces comprendan por qué el balcón se convirtió en mi mejor
refugio.

Cómo disfrutábamos las noches de fiesta en que venían sus
colegas del Banco. La casa la preparábamos para que la
encontraran bonita, los adornos brillaban más que nunca, las flores
de los jarrones se compraban según la ocasión: girasoles, rosas
rojas, claveles blancos, gladiolos. Todos, con sus mujeres,
disfrutaban y bailaban al compás de un ritmo lento y cadencioso
que se tornaba más sutil según pasaban las horas y las copas de
whisky, los enrrollados de salchichón, los vinos añejados... Cómo
degustaba Alina los bocaditos que preparaba Lidya, la empleada
negra que teníamos en ese entonces. Y él me complacía en todo.
Casi siempre me compraba el vestido de moda y los zapatos de
tacón cristal que eran mi pasión. En esa época de nada nos
privábamos y su simpatía no tenía límites.

A Mirtha, más que a otras, la devoraba la envidia. Su marido,
engañoso, sinvergüenza, se hacía el distraído cuando ella le decía:
“¿Ves qué vestido más elegante luce Yazmín?” Y él salía por otra
copa, así fuera para dejar la vacía sobre los barandales de la
terraza.

Mi terraza se fue convirtiendo en el único bastión inexpugnable.
En las paredes quedaron recuerdos de esa época en que todo era
felicidad, cuando nos sentábamos juntos a disfrutar los
atardeceres del verano. Su presencia, al otro lado de la pared,
crecía desmesuradamente ocupando el espacio que antes me
pertenecía.

La noticia continuaba reiterándose en los receptores. Los
vecinos, al reconocer nuestras señas, se asomaban asombrados
a presenciar ese circo que se celebraba frente a sus casas.
VENDO A MI MARIDO ¡APROVECHE LA OFERTA! Rezaba
también el cartel que colgaba del balcón. La gente pasaba, unos
sonreían, otros: miradas de no comprender, rostros que traslucían
asombro.

Los transeúntes especulaban que se trataba de un anuncio
humorístico para llamar la atención; una tomadura de pelo con
cámara escondida. Pero no. Nada de humor ni de tomarles el pelo
a los calvos. Ya no soportaba más. La sala olía a pedo; desde el
pasillo se oían eructos, escupitajos; por las persianas parecía salir
el humo inicial de un incendio y era la nebulosa irresistible de
cigarrillos baratos que todavía podía comprarse.

La planta que colgaba al lado del teléfono se marchitaba de una
manera precipitada. Casi iba muriendo conmigo. En eso creo que
nos parecíamos las dos. Cuando florecía, me levantaba cantando
y rociándola con tónicos; la hacía relucir como la más bella de
todas. La lozanía de sus pétalos fue expirando, como mi
maquillaje perdido por el sudor y las horas sin retocarlo.

Quería ir a la cocina y no podía. Quién puede atreverse a cocinar
las recetas de antes con la amenaza de su presencia. Me moría de
hambre, si algunas amigas volvieran a visitarme estaría salvada,
-decía- pero hacía más de dos años que no llamaban. Era
nauseabundo pasar al lado de ese hombre. Quién descartaba la
posibilidad de que me tocara, de que me hablara y que de su boca
saliera el aliento más apestoso que nadie haya olido. Rehuía
cualquier roce con él. Los olores a los guisos de Lidya pertenecían
al pasado. Dónde estará ella. Desde que la despedimos, no he
vuelto a verla. Ojalá haya conseguido otro empleo.

Veía su ojos espiándome entre las persianas y más abajo su
sonrisa perversa. Claro anuncio de su minuto de nostalgia por la
contabilidad: un pedo, dos pedos, tres pedos... decía
oprimiéndose la nariz. “Por favor, cómprenme a mi marido”,
suplicaba desde el balcón, “les aseguro que no se van a
arrepentir”. Oferta inútil, todos me miraban con desconfianza. Mi
único deseo me obligaba a mentir y aprovechar el momento
exacto para lanzar una promesa tan falsa como ese “no se
arrepentirán”. Fue contador bancario, un hombre trabajador y
complaciente con las mujeres... Ahora no está trabajando, pero
cuida de la casa y de las plantas... Lo suplico, vengan por él...
Gritaba desde el balcón y él, adentro, danzando sus ritmos
preferidos, el mambo de Pérez Prado, las cumbias barranquilleras,
los boleros abrazando a la botella. Bailaba, se movía aún
conservando el compás, pero con las nalgas al aire: los pantalones
se le caían. El botón que los sostenía se le había aflojado y yo no
podía coserlo porque vomitaba de solo atravesar la puerta del
balcón, con ese olor a pedos y a orines en la sala.

Me miraba malicioso, se volteaba para mostrarme el trasero
envejecido, decrépito y aplastado de tantos años sentado en las
oficinas del Banco. “¡Arqueo de caja! ¡Balance inicial! Un pedo,
dos pedos, tres pedos...” No sabía si insultarlo o tirarme del balcón.
Qué hubiera sido más oportuno en momentos como esos. “Y ahí te
queda el saldo: ¡Prrrrt!” Pero no podía perder la calma, en
cualquier momento aparecería alguna compradora o comprador,
pueden darse casos de solteronas o gays que estén buscando
compañía.

No se aguantaba las ganas de orinar, la maceta de las orquídeas
olía mal. Tantos años cuidando mis plantas y en unas horas
comenzaron a morir. Los vecinos de piso, clamaban a gritos que
no tolerarían más los hedores que salían del departamento. No
podía hacer nada. La anciana del frente, por primera vez, me lanzó
indirectas groseras amenazando con llamar a la policía. Quién
diría, yo envuelta en ese espectáculo, seguro mis amigas
agonizarían de risa con lo que estaba sucediendo.
Habían pasado más de ocho horas y los vecinos no dejaban de
quejarse. Dijeron que llamaron a la ambulancia del hospital
psiquiátrico, así que de un momento a otro estarían tocando a la
puerta. Pero quién abriría, yo no podía porque...

Los golpes cada vez eran más violentos. Las cámaras de
televisión filmaban insistentemente el balcón y yo sin poder
arreglarme el maquillaje. Estaba segura que mis amigas se
burlarían de lo mal que lucía. Terribles golpes en la puerta.
¡Acaben de derribarla de una vez! -les grité. Los golpes eran más
que mi voz. Hasta que por fin cayó estruendosamente sobre las
losetas de la sala. Tres hombres vestidos de blanco se
abalanzaron contra mi marido y le pusieron otra camisa blanca que
no lo dejaba moverse. El radio se quedó encendido con los ritmos
que siempre le gustaron.

Me entró una risa incontrolable. Cómo podía soportarlo, me dolía
el estómago de tanto reírme, me tapaba la boca y las carcajadas
salían por los costados. -Oh, Dios, esto es horrible, más que los
olores que no se disipan fácilmente- No podía dejar de sacudirme
a carcajadas. Sentía que me miraban antes de bajarlo y
susurrando preguntaron al principal qué hacer conmigo. Seguía
estremeciéndome, pero quise calmarme, decidida a pintar la
cartulina con el próximo anuncio.

La emoción me alteró el pulso, las letras salían inclinadas.
Después de mucho esfuerzo, retiré el primer cartelón para cederle
espacio al nuevo. Espectadores ocasionales miraban desde la
vereda. Los vecinos en sus balcones ya comenzaban, como yo, a
reír. No sabíamos de qué, pero reíamos. Menos mal que en esto
no estoy sola, pensé.

La noche iba cayendo, los olores de Román se fueron tras él.
Sólo quedaban los chascarros desproporcionados de la vecindad
ante el nuevo anuncio: ¡NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES!


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