Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

FELISBERTO HERNANDEZ, UN ESCRITOR DISTINTO.

Italo Calvino





Uruguayo, nacido en Montevideo. narrador y pianista. Es quizá el exponente más brillante de la literatura fantástica de su país, y a juicio de los criticos comparte con Borges la primacia de ese género en la literatura rioplatense Las aventuras de un pianista paupérrimo, en quien el sentido de lo cómico transfigura el amargor de una vida amasada con derrotas, son el primer apunte del que parten los cuentos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964). Basta con que se ponga a narrar las pequeñas miserias de una existencia transcurrida entre orquestinas de café en Montevideo y giras de conciertos por pueblitos provincianos del Río de la Plata para que en las páginas se acumulen gags, alucinaciones y metáforas en los que los objetos cobran vida como personas. Pero éste es sólo el punto de partida. Lo que desata la fantasía de Felisberto Hernández son las inesperadas invitaciones que abren al tímido pianista las puertas de misteriosas casas, de quintas solitarias donde moran personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas de secretos y neurosis.

Un chalet apartado, el infalible piano, un caballero dulcemente maníaco o perverso, una doncella visionaria o sonámbula, una matrona que celebra obsesivamente sus infortunios amorosos; diríase que se han reunido aquí los ingredientes del cuento romántico a lo Hoffman. Y ni siquiera falta la muñeca que parece enteramente una jovencita; aún más, en el cuento Las Hortensias hay todo un surtido de muñecas rivales de las mujeres de verdad que un fabricante tentador construye para alimentar las fantasías de un extraño coleccionista y que desencadenan celos conyugales y turbios dramas. Pero cualquier posible referencia a una imaginación nórdica se disuelve al punto en la atmósfera de esas tardes en las que se sorbe lentamente mate sentado en un patio o se está en el café contemplando cómo un ñandú pasa entre las mesas.
Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un "francotirador" que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas.

 


CARTA DEL SONÁMBULO

Felisberto Hernández

Felisberto Hernández, el cuentista de «Las Hortensias» y «La casa inundada», renovó la literatura fantástica latinoamericana y tuvo una fuerte influencia en Cortázar. Publicamos una carta inédita, recuperada y anotada por la poeta y ensayista uruguaya Ida Vitale.

 

 

Esta es la penúltima carta de un conjunto de ciento cincuenta y cinco que se extienden entre diciembre de 1939 y febrero de 1942, enviadas por Fesliberto Hernández a su mujer, la pintora Amalia Nieto. El escritor es, por ese entonces, un pianista que trata de sobrevivir como tal, intentando giras de conciertos, por el interior de Argentina primero después por el Uruguay. El humor de que a veces hace gala y el reiterado augurio de que con el próximo concierto comenzará una serie de actividades exitosas y bien pagadas, no llegan a encubrir la amargura y la fatiga. Es admirable el tesón con que Hernández arrostra el desinterés, la mediocridad de ambientes que poco tienen que ver, no digamos con el arte, sino con una mera convivialidad culta, mientras intenta salvarse mediante la lectura. Habiendo conocido a Felisberto, no es difícil imaginar cuánto de su personalidad tiene origen en la necesidad de disimular aristas decisivas de su ser para hacerse aceptar, caer bien, convencer, imponer sus hambrientas necesidades como necesidad de los otros.

El concierto al que alude al comienzo parece haber sido más catastrófico que otros. Pasa casi sobre ascuas al hablar de él para poner en un primer plano su proyecto literario. Éste crece a lo largo de los años y toma la delantera sobre sus otras preocupaciones; el piano, la composición, la taquigrafía. Si la expresión bastante descuidada de sus cartas, escritas a veces en el agotamiento y el desánimo, en ese sonambulismo que lo horroriza, no está a la altura de sus proyectos, no por ello dejan de aparecer rasgos a los que luego pondrá su sello: la búsqueda de «extrañas y misteriosas relaciones — no causas— en el arte».

La idea de una novela ronda. Quizá se trate de El caballo perdido, quizá de alguna que quedó inconclusa. Pero el conjunto de estas cartas, boceto de un proyecto de vida que cuajó quizá por donde el autor no lo previó, constituye una involuntaria novela autobiográfica. Cuando logre volver a Montevideo, el reencuentro matrimonial en el que parece tener tanto deseo fracasará al poco tiempo. La venta del piano que le permite pagar el pasaje de regreso lo ayudará a orientarse decididamente hacia una escritura que va a alimentarse de los duros años anteriores. resarciéndolo, en parte, de tantas desilusiones. (Ida Vitale)

 

 

Treinta y tres. 20-X-41 y a los 39 justos.

 

Muchas gracias. El tele de «La casa de las tres niñas» llegó al mediodía. La «alhaja» se despertó con besos de María Cristina. Y estos besos fueron muchos y repetidos por las tres niñas; que resultaron cuatro, con ella.1

Después de una tupida y estúpida trama de cuentos, chismes, susceptibilidades, requisitos y expedientes, se realizó el conciertillo escolar; estaba precedido por una charla: Lo que ocurre al artista con los sentimientos.«Nunca el ambiente fue más que frío, hostil y fuera de concepto del acto que se realizaba; salvo con los niños y alguno que otro de los maestros. Pero el piano, el Director y otros fueron horribles. Y pasemos la esponja. No mando más que esos diez (para que las tres niñas se repartan sin pelearse) porque pienso seguir adelante como sea, aún con algún fracaso que pudiera ocurrir. Pero iré mandando2 en todos los lados esa reserva que me garantice, el «andar». !Olé¡ Si el nuevo concierto que aquí se proyecta no anda (déle con el andar) no esperaré más y me iré a Nico Pérez3.

No he comprado ni un libro (vino; hoy un poco de cerveza) pero entrando4 por los libros tengo mucho que contarte . Y «quiera Dios, que pudiera contrátelo con la misma suerte de la carta anterior, En fin, parece que cuando se trabaja para afuera, en las cosas desagradables, y no se está [sic] con el concepto común atorrantismo,5 parece que se tiene más derecho a ser sentimental. De cualquier manera, resulte o sea como sea la realidad que yo me imagino y en la que me imagino actuar, trataré de darte el más íntimo pensamiento; y creo que he evolucionado en ellos; aunque parezca que con tanta evolución siempre sigo lo mismo6 o que la evolución es demasiado lenta. Pero con respecto al arreglo de sí mismo, y el que me permitirá arreglarme con la vida, te diré que embalaré7 (dijera Julio)8 con las cosas del arte y la novela. He pensado en las dimensiones posibles de esta existencia y veo que no tendré tiempo para hacer más preparativos para una base de cultura fuera del arte y que me sirva para el arte. Muchas veces he estado tentado de preguntarte, si en caso de que dejara de estudiar lo que no es directamente arte, se notaría mucho mi falta de cultura, de esa cultura que todos tuvieron —en la Universidad o donde fuera—. Pero después he pensado—el consuelo común— que muchos artistas están peor que yo en ese sentido y sobre todo que me hice de las desconfianzas suficientes para no caer en cosas falsas aun cuando como artista quiera meterme en cosas que no sé. Alcanzo a comprender los peligros del artista cuando se mete en cosas que no son su arte y pretende que sean y pretenda poner una teoría que no conoce bien en muchas o porque no conoce los errores posibles donde tan a menudo caen [...]. Hasta lo mejor para no meterse, es saber lo difícil que es poseerlas bien y con su propia capacidad eliminativa. Entonces me dedicaré a leer las novelas modernas que pueda conseguir y a estudiar formas, estructuras y el mundo de extrañas y misteriosas relaciones —no causas— en el arte. No temas que deje la novela; al contrario. He tomado de nuevo lo mío, de vuelta, con gran conciencia de mi destino y vocación y pelearé por él. Esto es lo mejor de todo lo nuevo, de lo mejor en lo que pueda decirse evolucionar. Por desánimo, por soledad, incomprensión y desinterés, renuncié a lo mío y empecé a morirme en sensaciones que no eran mi vida, en un pesado e idiota sonambulismo que me horroriza y no sabes con que desesperación trato de despertar; de ser sensible a la vida. Y lo haré aunque esté solo. Pelear por eso mío. Empezar como un adolescente en esa forma del arte. Eso es lo que me hará pelear mejor, porque estaré más despierto y sensible. Ya no gastaré la vida inútilmente, ni tendré proyectos al azar ni tan lejanos. Son tan pocos los que encontraré en esta vida que quiero, necesito y fatalmente haré el arte, que te pido no dejes de lado a los Cáceres,9 aunque me parece inmejorable lo de Gil.10 Pero mira que no son muy pocos y necesitamos de todos mientras no se porten demasiado mal. No pienses ni un segundo que no seguiré la novela. Nada improbable que eso. Y tú fuiste la que me provocaste y de ahí vendrá mi salvación si es que alcanzas a comprender todo lo que eso será para mí. En la noche leo cosas de arte. Ya me he pasado los diarios Argentina Libre, Sur y todo lo que tengo a mano en ese sentido. Tal vez lea después el libro de Alonso sobre Neruda. Y tú serás la que me irás informando de los libros buenos de la nueva literatura. He pensado lo que me dices de la impresión del «paisaje», que era lo que me parecía mejor de lo que hiciste acá. Y me da remordimiento haberme metido en lo que no entiendo y haberte creado un ambiente falso alrededor de él. No sabés cuanto siento no estar aquí y cuánto más valoraría la vida de ahí en ese sentido. Sólo yo se lo que he pensado, penado y aprendido en este retiro. Escríbeme todo lo que puedas de lo que se refiere a esas cosas: lo que pintas, lo que piensas, los tipos11 que encuentras (claro, eso hasta por ahí). Será la mejor manera de sobrellevar la desgracia y quién sabe si no la suprimiremos. Por lo pronto, cuando esté ahí, seré otro tipo muy distinto buscando trabajo.

De Ana no te digo nada, pobrecita, y no quieras suponer lo que la extraño. El «caníbal» que dibujó era precioso. Aquí no hay nada decente que mandarle; y todavía que todo es tan caro y malo, ni pienso en la comisión que cobran por llevarlo, me parece una idiotez. Cómprale algo en mi nombre ¿quieres?

Escríbeme mucho, que yo también a medida que vaya «despertándome» iré escribiendo.

1 Felisberto Hernández está en casa de su hermano, en la ciudad de Treinta y Tres, Uruguay. El telegrama le es enviado, con motivo de su cumpleaños, por Amalia Nieto, por la madre de ésta y por Ana María, su hija, y quien lo despierta es su sobrina.

2 enviando.

3 Pueblo del mismo departamento.

4 comenzando

5 rioplatensismo por «vago, haragán».

6 igual.

7 me apresuraré.

8 Julio Paladino, profesor de filosofía amigo.

9 Esther de Cáceres, poeta, también médica, y Dr. Alfredo Cáceres, psicólogo.

10 Luis Gil Salguero, profesor de filosofía.

11 individuos

 



Los textos que anteceden fueron extractados de fuentes en Internet.
Más cuentos de Felisberto Hernández:

  EL ACOMODADOR

  Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro —donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas— quedaba cerca de un río.
    Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
    Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises; enseguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo.
    Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.
    Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de las puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado; eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían bajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de la cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguí despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.
    Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de la casa comía de esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos, todas las cartas se dirigían hacia él, pero no los ojos: ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oía picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras sostenía el cristal de la copa.
    A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alejamiento de los invitados. Cuando el «director» apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano.
    Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: «Me voy a morir». Enseguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después, se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
    Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: «¡Apúrate, hipopótamo!» Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.
    Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.
    Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?
    Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero —donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo—, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello, platitos atados en el calado del borde, tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ve si me había quedado algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.
    Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.
    Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de no mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.
    En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ellas varias vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.
    El hall del gran comedor daba a una calle, pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo: era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atrevía a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
    —Me gustaría hablarle de un asunto particular, pero tengo que pedirle reserva.
    —Usted dirá, señor.
    —Yo... —ahora él miraba al piso y esperaba— ...tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...
    —Comprendo, señor.
    —¡Comprende, no! —le contesté irritado—. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
    —Dije que comprendía sus palabras, señor, pero ya lo creo que ellas me asombran.
     —Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación —la de los sombreros— y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
    —Pero señor —decía él—, si en ese momento viniera...
    —Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
    —¿Y para qué?...
    —Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta, y enseguida le diré...
    —Lo más pronto que pueda, señor...
    Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:
    —¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
    —Bueno, me basta, señor.
    —Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...
    Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
    —¡Qué pañuelo sucio!
    El también se rió, pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía una mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara, y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:
    —¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
    Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.
    En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera —donde se ubicaba el dueño—. El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando trata el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:
    —¡Señor, usted me va a perder!
    —Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
    —¿Pero qué quiere el señor de mí?
    —Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.
    Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
    —Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años...
    A mí me daba pena, y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
    —Todo eso es inútil puesto que él no se enterará, además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta las tres.
    —Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
    —No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.
    Y en el instante de irme le repetí:
    —Esta noche, a las dos, estaré en la puerta.
    Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: «Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más». Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí, y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.
    Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no había resistido la tortura de la amenaza, le había contado todo el dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:
     —Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso y quiero tener el cuerpo cómodo.
    Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar, creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubieran necesitado un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
    —Volveré a las tres.
    Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo, pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba el coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato, pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemado, pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la rechazó diciendo:
    —Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.
    En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe, pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre él cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que enseguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último aquello descendió por las piernas y se anudó en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y el otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisara con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta, ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otra detrás de mí. Ahora me puede levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le templaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que decía porque le castañeteaban los dientes postizos.
    Yo sabía que en próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas —que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella— otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón, y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.
    Cada noche los hechos eran más percibidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubiera podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.
    A veces el mayordomo me decía:
    —¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!
    Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado toda por recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro. Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: «Querido mío, yo te mentía...» Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era le vestido blanco de la novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo, yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había trasmitido al perro una idea y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: «Tú te dejas llevar pero tú piensas en otra cosa».
    Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.
    Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al frío. Mis piernas estaban cansadas, pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaban a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente; yo también tropecé con una gorda que me dijo:
    —Mirá por donde vas, imbécil.
    Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta insistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor idea. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos y, en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe que desenlace. Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas de un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O tal vez esperar algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo —ni siquiera ella lo sabía—, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.
    A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala, yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como con un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer las señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra; primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. Enseguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina, pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si enseguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro, pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía más brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía en ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenía un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas, pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:
    —Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó...
    Apenas me quedé solo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:
    —¡Todavía está aquí!
    Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos esta: «No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación». Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:
    —¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
    Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
    —No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y ella me caminaba por encima...
    El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: «No esperaba esta complicación».
    El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprendían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
    —Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.
    Él también recobró su orgullo:
    —No llamaré a la policía, porque usted ha sido mi invitado, pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.
    Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle «mugriento». Pero enseguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y de las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.
    En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared, pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz; apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.


NADIE ENCENDÍA LAS LÁMPARAS

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
    La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
    Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
    La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés"
    Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color —como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada  y cubierta de polvos— le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: "siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba —como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado— y dijo:
    —Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.
    Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
    —No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
    Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:
    —Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
    Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así,  cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.
    —¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!
    De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:
    —¿Cómo se llama?
    —¿Quién?
    —El señor... recalcitrante.
    —Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
    Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"
    Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:
    —No estoy de acuerdo con ustedes.
    —¿Por qué?
    —...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.
    —¿Cómo?
    —Se repite a largos pasos.
    Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
    —Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
    Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
    —Sin embargo, cuando es la noche  en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
    La sobrina de las viudas no se pudo contener.
    —¡Jesús, pareces Blancanieves!
    Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
    —Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
    —¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
    —Y usted, ¿no lo podría hacer?
    —Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de una sueño.
    Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
    Vino una de las tías —la que no tenía los ojos ahumados— a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:
    —Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.
    Volví a pensar en la gallina y le contesté:
    —¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
    Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor —era demasiado dulce y me daba náuseas—, ella me preguntó:
    —¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
    Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.
    —No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.
    —Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?
    —Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.
    Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo —se habían amado hasta llegar a la inocencia.
    Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.
    Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
    —Tengo que hacerle un encargo.
    Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.


MENOS JULIA

En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever nuestros pensamientos y a imponernos condiciones. Sin embargo, al salir de allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.
    Una mañana del año pasado mi hija me pidió que la esperara en una esquina mientras ella entraba y salía de un bazar. Como tardaba, fui a buscarla y me encontré con que el dueño era el amigo mío de la infancia. Entonces nos pusimos a conversar y mi hija se tuvo que ir sin mí.
    Por un camino que se perdía en el fondo del bazar venía una muchacha trayendo algo en las manos. Mi amigo me decía que él había pasado la mayor parte de su vida en Francia. Y allá, él también había recordado los procedimientos que nosotros habíamos inventado para hacer creer a nuestros padres que íbamos a la escuela. Ahora él vivía solo; pero en el bazar lo rodeaban cuatro muchachas que se acercaban a él como a un padre. La que venía del fondo traía un vaso de agua y una píldora para mi amigo. Después él agregó:
    —Ellas son muy buenas conmigo; y me disculpan mis...
    Aquí hizo un silencio y su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa. Yo le dije un poco en broma:
    —Si tienes alguna... rareza que te incomode, yo tengo un médico amigo...
    Él no me dejó terminar. Su mano se había posado en el borde de un jarrón; levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar. Entonces mi amigo me dijo:
    —Yo quiero a mi... enfermedad más que a mi vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal.
    —¿Pero qué... cosa es ésa?
    —Tal vez un día te lo pueda decir. Si yo descubriera  que tú eres de las personas que pueden agravar mi... mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija.
    Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella.
    El día que él se decidió a decirme su mal era sábado y recién había cerrado el bazar. Fuimos a tomar un ómnibus que salía para afuera y detrás de nosotros venían las cuatro muchachas y un tipo de patillas que yo había visto en el fondo del bazar entre libros de escritorio.
    —Ahora todos iremos a mi quinta —me dijo—, y si quieres saber aquello tendrás que acompañarnos hasta la noche.
    Entonces se detuvo hasta que los demás estuvieron cerca y me presentó a sus empleados. El hombre de las patillas se llamaba Alejandro y bajaba la vista como un lacayo.
    Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se rió y por fin dijo:
    —Todo ocurrirá en un túnel.
    —¿Me avisarás antes que el ómnibus pase por él?
    —No; ese túnel está en mi quinta y nosotros entraremos en él a pie. Será para cuando llegue la noche. Las muchachas estarán esperándonos dentro, hincadas en reclinatorios a lo largo de la pared de la izquierda y tendrán puesto en la cabeza un paño oscuro. A la derecha habrá objetos sobre un largo y viejo mostrador. Yo tocaré los objetos y trataré de adivinarlos. También tocaré los objetos de las muchachas y pensaré que no las conozco.
    Se quedó un instante en silencio. Había levantado las manos y ellas parecían esperar que se les acercaran objetos o tal vez caras. Cuando se dio cuenta de que se había quedado en silencio, recogió las manos; pero lo hizo con el movimiento de cabezas que se escondieran detrás de una ventana. Quiso volver a su explicación, pero sólo dijo:
    —¿Comprendes?
    Yo apenas pude contestarle:
    —Trataré de comprender.
    Él miró el paisaje. Yo me di vuelta con disimulo y me fijé en las caras de las muchachas: ellas ignoraban lo que nosotros hablábamos, y parecía fácil descubrir su inocencia. A los pocos instantes yo toqué a mi amigo en el codo para decirle:
    —Si ellas están en la oscuridad; ¿por qué se ponen paños en la cabeza?
    Él contestó distraído:
    —No sé... pero prefiero que sea así.
    Y volvió a mirar el paisaje. Yo también puse los ojos en la ventanilla; pero atendía a la cabeza negra de mi amigo; ella se había quedado como una nube quieta a un lado del cielo y yo pensaba en los lugares de otros cielos por donde ella habría cruzado. Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera. Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel. No me extrañaba que yo no hubiera comprendido eso cuando paseábamos por el parque; pero así como en aquel tiempo yo lo seguía sin comprender, ahora debía hacer lo mismo. De cualquier manera todavía conservábamos la misma simpatía y yo no había aprendido a conocer las personas.
    Los ruidos del ómnibus y las cosas que veía, me distraían; pero de cuando en cuando no tenía más remedio que pensar en el túnel.
    Cuando mi amigo y yo llegamos a la quinta, Alejandro y las muchachas estaban empujando un porrón de hierro. Las hojas de los grandes árboles habían caído encima de los arbustos y los habían dejado como papeleras repletas. Y sobre el portón y las hojas, parecía haber descendido una cerrazón de herrumbre. Mientras buscábamos los senderos entre plantas chicas, yo veía a lo lejos una casa antigua. Al llegar a ellas las muchachas hicieron exclamaciones de pesar: al costado de la escalinata había un león hecho pedazos: se había caído de la terraza. Yo sentía placer en descubrir los rincones de aquella casa; pero hubiera deseado estar solo y hacer largas estadías en cada lugar.
    Desde el mirador vi correr un arroyo. Mi amigo me dijo:
    —¿Ves aquella cochera con una puerta grande cerrada? Bueno; dentro de ella está la boca del túnel; corre en la misma dirección del arroyo. ¿Y ves aquella glorieta cerca de la escalinata del fondo? Allí está escondida la cola del túnel.
    —¿Y cuánto tardas en recorrerlo? Me refiero a cuando tocas los objetos y las caras...
    —¡Ah! Poco. En una hora ya el túnel nos ha digerido a todos. Pero después yo me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso. Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas. Y en el momento del túnel me hace mal hasta el recuerdo de la luz fuerte. Todas las cosas quedan tan desilusionadas como algunos decorados de teatro al otro día de mañana.
    Él me decía esto y nosotros estábamos parados en un recodo oscuro de la escalera. Y cuando seguimos descendiendo, vimos desde lo alto la penumbra del comedor; en medio de ella flotaba un inmenso mantel blanco que parecía un fantasma muerto y acribillado de objetos.
    Las cuatro muchachas se sentaron en una cabecera y los tres hombres en la otra. Entre los dos bandos había unos metros de mantel en blanco, pues el viejo sirviente acostumbraba a servir toda la mesa desde la época en que habitaba allí la gran familia de mi amigo. Únicamente hablábamos él y yo. Alejandro permanecía con su cara flaca apretada entre las patillas y no sé si pensaría: "No me tomo la confianza que no me dan" o "No seré yo quien le dé a éstos". En la otra cabecera las muchachas hablaban y se reían sin hacer mucho barullo. Y de este lado mi amigo me decía:
    —¿Tú no necesitas, a veces, estar en una gran soledad?
    Yo empecé a tragar aire para un gran suspiro y después dije:
     —Frente a mi pieza hay dos vecinos con radio; y apenas se despiertan se meten con las radios en mi cuarto.
    —¿Y por qué los dejas entrar?
    —No, quiero decir que las encienden con tal volumen que es como si entraran en mi pieza.
    Yo iba a contar otras cosas; pero mi amigo me interrumpió:
    —Tú sabrás que cuando yo caminaba por mi quinta y oía chillar una radio, perdía el concepto de los árboles y de mi vida. Esa vejación me cambiaba la idea de todo: mi propia quinta no me parecía mía y muchas veces pensé que yo había nacido en un siglo equivocado.
    A mí me costaba aguantar la risa porque en ese instante Alejandro, siempre con sus párpados bajos, tuvo una especie de hipo y se le inflaron las mejillas como a un clarinetista. Pero enseguida le dije a mi amigo:
    —¿Y ahora no te molesta más esa radio?
    La conversación era tonta y me prometí dedicarme a comer. Mi amigo siguió diciendo:
    —El tipo que antes me llenaba la quinta de ruido vino a pedirme que le saliera de garantía para un crédito...
    Alejandro pidió permiso para levantarse un momento, le hizo señas a una muchacha y mientras se iban le volvió el hipo que le hacía mover las patillas: parecían las velas negras de un barco pirata. Mi amigo seguía:
    Entonces yo le dije: "No sólo le salgo de garantía, sino que le pago las cuotas. Pero usted me apaga esa radio sábados y domingos." Después, mirando la silla vacía de Alejandro, me dijo: "Éste es mi hombre; compone el túnel como una sinfonía. Ahora se levantó para no olvidarse de algo. Antes yo derrochaba mucho su trabajo, porque cuando no adivinaba una cosa se la preguntaba; y él se deshacía todo para conseguir otras nuevas. Ahora, cuando yo no adivino un objeto lo dejo para otra sesión y cuando estoy aburrido de tocarlo sin saber qué es, le pego una etiqueta que llevo en el bolsillo y él lo saca de la circulación por algún tiempo."
    Cuando Alejandro volvió, nosotros ya habíamos adelantado bastante en la comida y los vinos. Entonces mi amigo palmeó el hombro de Alejandro y me dijo:
    —Éste es una gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert. Fíjate que anda en amores con una muchacha a quien nunca vio ni sabe cómo se llama. Él lleva los libros en una barraca después de las diez de la noche. Le encanta la soledad y el silencio entre olores de maderas. Una noche dio un salto sobre los libros porque sonó el teléfono; la que se equivocó de llamado, siguió equivocándose todas las noches; y él, apenas la toca con los oídos y las intenciones.
    Las patillas negras de Alejandro estaban rodeadas de la vergüenza que le había subido a la cara, yo yo le empecé a tomar simpatía.
    Terminada la comida, Alejandro y las muchachas salieron a pasear; pero mi amigo y yo nos recostamos en los divanes que había en su cuarto. Después de la siesta, nosotros también salimos y caminamos todo el resto de la tarde. A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y las plantas y pronto entraríamos al túnel con el recuerdo de todo lo que la luz había confundido antes de irse. Él me detuvo en la puerta de la cochera y antes que me hablara yo oí el arroyo. Después mi amigo me dijo:
    —Por ahora tú no tocarás las caras de las muchachas: ellas te conocen poco. Tocarás nada más que lo que esté a tu derecha y sobre el mostrador.
    Yo había oído los pasos de Alejandro. Mi amigo hablaba en voz baja y me volvió a encargar:
    —No debes perder en ningún momento tu colocación, que será entre Alejandro y yo.
    Encendió una pequeña linterna y me mostró los primeros escalones, que eran de tierra y tenían pastitos desteñidos. Llegamos a otra puerta y él apagó la linterna. Todavía me dijo otra vez:
    —Ya sabes, el mostrador está a la derecha y lo encontrarás apenas camines dos pasos. Aquí está el borde, y, aquí encima, la primera pieza: yo nunca la adiviné y la dejo a tu disposición.
    Yo me inicié poniendo la manos sobre una pequeña caja cuadrada de la que sobresalía una superficie curva. No sabía si aquella materia era muy dura; pero no me atreví a hincarle la uña. Tenía una canaleta suave, una parte un poco áspera y cerca de uno de los bordes de la caja había lunares... o granitos. Yo tuve una mala impresión y saqué las manos. Él me preguntó:
    —¿Pensaste en algo?
    —Esto no me interesa.
    —Por tu reacción veo que has pensado alguna cosa.
    —Pensé en los granitos que cuando era niño veía en el lomo de unos sapos muy grandes.
    —¡Ah!, sigue.
    —Después me encontré con un montón de algo como harina. Metí las manos con gusto. Y él me dijo:
    —Al borde del mostrador hay un paño sujeto con una chinche para que después te limpies las manos.
    Y yo le contesté, insidiosamente:
    —Me gustaría que hubiera playas de harina...
    —Bueno, sigue.
    Después encontré una jaula que tenía forma de pagoda. La sacudí para ver si tenía algún pájaro. Y en ese instante se produjo un ligero resplandor; yo no sabía de dónde venía ni de qué se trataba. Oí un paso de mi amigo y le pregunté:
    —¿Qué ocurre?
    Y él a su vez me preguntó:
    —¿Qué te pasa?
    —¿No viste un resplandor?
    —Ah, no te preocupes. Como las muchachas son poco para un túnel tan largo, tienen que estar repartidas a mucha distancia; entonces, con esta linterna cada una me avisa donde está.
    Me di vuelta y vi encenderse varias veces el resplandor como si fuera un bichito de luz. En ese instante mi amigo dijo:
    —Espérame aquí.
    Y al ir hacia la luz la cubrió con su cuerpo. Entonces yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha.
    De pronto le oí decir:
    —Ya va la tercera vez que te pones la primera, Julia.
    Pero una voz tenue le contestó:
    —Yo no soy Julia.
    En ese momento oí acercarse los pasos de Alejandro y le pregunté:
    —¿Qué tenía aquella primera caja?
    Tardó en decirme:
    —Una cáscara de zapallo.
    Me asusté al oír la voz enojada de mi amigo:
    —Sería conveniente que no le preguntaras nada a Alejandro.
    Yo pasé aquellas palabras con un trago de saliva y puse las manos en el mostrador. El resto de la sesión lo hicimos en silencio. Los objetos que yo había reconocido, estaban en esta orden: una cáscara de zapallo, un montón de harina, una jaula sin pájaro, unos zapatitos de niño, un tomate, unos impertinentes, una media de mujer, una máquina de escribir, un huevo de gallina, una horquilla de primus, una vejiga inflada, un libro abierto, un par de esposas y una caja de botines conteniendo un pollo pelado. Lamenté que Alejandro hubiera colocado el pollo como último número, pues fue muy desagradable la sensación al tantear su cuero frío y granulado. Apenas salimos del túnel Alejandro me alumbró los escalones que daban a la glorieta. Al llegar a la luz de un corredor mi amigo me puso cariñosamente la mano en el cuello como para decirme: "perdona mi brusquedad de hoy", pero al mismo tiempo dio vuelta la cabeza para otro lado como diciendo: "sin embargo ahora estoy en otra cosa y tendré que seguir con ella".
    Antes de ir a su habitación me hizo señas con el índice para que lo siguiera; y después se llevó el mismo dedo a la boca para pedirme silencio. En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara  en sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en el otro. Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto.
    Al rato me sorprendió la voz más baja de mi amigo, diciéndome:
    —Me gustaría que pasaras todo el día de mañana aquí; pero siento tener que ofrecértelo con una condición...
     Yo esperé unos segundos y le contesté:
    —Si yo aceptara, tendría que ser, también, con una condición...
    Al principio él se rió, y después dijo:
    —Mira, cada uno apuntará en un papel la condición. ¿Aceptas?
    —Muy bien.
    Yo saqué una tarjeta. Después, como nuestras cabeceras estaban cerca, nos alargamos los papeles sin mirarnos. El de mi amigo decía: "Necesito andar solo, por la quinta, durante todo el día." Y el mío: "Quisiera pasarlo encerrado en una habitación." Él se volvió a reír. Después se levantó y salió unos minutos. Al volver, dijo:
    —Tu habitación estará encima de ésta. Y ahora vamos a la mesa.
    Allí encontré un conocido: el pollo del túnel.
    Al terminar la cena me dijo:
    —Te invito a oír el cuarteto de don Claudio.
    Me hizo gracia la familiaridad con Debussy. Nos recostamos en los divanes; y en una de las veces que fue a dar vuelta un disco, se detuvo con él en la mano para decirme:
    —Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte.
    El disco terminó y él siguió diciendo:
    —Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen.
    Esa noche él no me dijo nada más y cuando yo estuve solo en mi pieza, empecé a pasearme por ella; me sentía en una excitación dichosa y pensaba que el gran objeto del túnel era mi amigo. Precisamente, en ese momento él subía apresuradamente la escalera. Abrió la puerta, asomó la cabeza con una sonrisa y me pidió:
    —Tus pasos no me dejan tranquilo; se oyen demasiado allá bajo...
    —¡Oh, discúlpame!
    Apenas se fue yo me saqué los zapatos y me empecé a pasear en medias. Y él no tardó en volver a subir:
    —Ahora peor, querido. Tus pasos parecen palpitaciones. Y he sentido otras veces el corazón como si me anduviera un rengo en el cuerpo.
    —¡Ah! Cuánto te habrás arrepentido de ofrecerme tu casa.
    —Al contrario. Estaba pensando que en adelante me disgustaría saber que está vacía la habitación donde estuviste tú.
    Yo le contesté con una sonrisa artificial y él se fue enseguida.
    Me dormí pronto pero me desperté al rato. Había relámpagos y truenos lejanos. Me levanté pisando despacio y fui a abrir la ventana y a mirar la luz blancuzca de un cielo que quería echarse encima de la casa con sus nubes carnosas. Y de pronto vi sobre un camino un hombre agachado buscando algo entre plantas rastreras. Pasados unos instantes dio unos pasos de costado, sin levantarse y yo decidí ir a avisarle a mi amigo. La escalera crujía y yo tenía miedo de que él se despertara y creyera que era yo el ladrón. La puerta de su cuarto estaba abierta y su cama vacía. Cuando volví arriba no vi al hombre. Me acosté y volví a dormir. Al otro día, mientras bajé a lavarme, el sirviente me subió el servicio del mate; y mientras lo tomaba, recordé lo que había soñado: Mi amigo y yo estábamos parados frente a una tumba; y él me dijo: "¿Sabes quién yace aquí? El pollo en su caja." Nosotros no teníamos ningún sentimiento de muerte. Aquella tumba era como una heladera que imitara graciosamente a un sepulcro y nosotros sabíamos que allí se alojaban todos los muertos que después comeríamos.
    Recordaba esto, miraba la quinta a través de cortinas amarillentas y tomaba mate. De pronto vi a mi amigo cruzar un sendero y sin querer hice un gesto de espía. Después me decidí a no mirarlo; y al pensar que él no me oía empecé a caminar por la habitación. En una de las veces que llegué hasta la ventana vi que mi amigo iba hacia la cochera; creí que fuera al túnel y me llené de sospechas; pero después él dobla para un lugar donde había ropa tendida y puso una mano abierta en medio de una sábana que yo supuse húmeda.
    Nos vimos únicamente a la hora de la cena. Él me decía:
    —Cuando estoy en el bazar deseo este día; y aquí sufro aburrimientos y tristezas horribles. Pero necesito de la soledad y de no ver ningún ser humano. ¡Oh, perdóname!...
    Entonces yo le dije:
    —Anoche deben haber andado perros por la quinta... esta mañana vi violetas tiradas en un camino.
    Él sonrió:
    —Fui yo; me gusta buscarlas entre las hojas un poco antes del amanecer —entonces me miró con una nueva sonrisa y me dijo:
    —Había dejado la puerta abierta, y al volver la encontré cerrada.
    Yo también me sonreí:
    —Temí que fuera un ladrón y bajé a avisarte.
    Esa noche regresamos al centro y él se sentía bien.
    El sábado siguiente estábamos en el mirador y de pronto vi venir hacia mí a una de las muchachas. Creí que me quería decir un secreto y puse la cabeza de costado; entonces la muchacha me dio un beso en la cara. Aquello parecía algo previsto y mi amigo dijo:
    —¿Qué es eso?
    Y la muchacha le contestó:
    —Ahora no estamos en el túnel.
    —Pero estamos en mí casa —dijo él.
    Ya habían llegado las otras muchachas; nos dijeron que estaban jugando a las prendas y aquel beso era un castigo. Yo, para disimular, dije:
    —¡Otra vez no den castigos tan graves!
    Y una muchacha pequeña me contestó:
    —¡Ese castigo lo hubiera deseado para mí!
    Todo terminó bien; pero mi amigo quedó contrariado.
    A la hora de costumbre entramos en el túnel. Yo volví a encontrar la cáscara de zapallo; pero ya mi amigo le había pegado una etiqueta para que la sacaran del mostrador. Después empecé a tocar una gran masa de material arenoso. Aquello no me interesó; me distraje pensando que pronto se encendería la luz de la primera mujer; pero mis manos seguían distraídas en la masa. Después toqué unos géneros con flecos y de pronto me di cuenta de que eran guantes. Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes. Me dispuse a hacerlo; pero me detuve de nuevo; yo parecía un padre que no quisiera consentirle a sus hijas todos los caprichos. Y enseguida me empezó a crecer otra sospecha. Mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos. Tal vez él les habría hecho desarrollar inclinaciones que le permitieron vivir una vida demasiado independiente. Pensé en la harina que con tanto gusto mis manos habían tocado en la sesión anterior y me dije: "a las manos les gusta la harina cruda". Entonces hice lo posible por dejar esa idea y volví al vidrio que había tocado antes; detrás tenía un soporte. ¿Aquello sería un retrato? ¿Y cómo podía saberse? También podría ser un espejo... Peor todavía. Me encontraba con la imaginación engañada y con cierta burla de la oscuridad. Casi enseguida vi el resplandor de la primera muchacha. Y no sé por qué, en ese instante, pensé en la masa de material que toqué al principio y comprendí que era la cabeza del león. Mi amigo le estaba diciendo a una muchacha:
    —¿Qué es esto? ¿Una cabeza de muñeca?... ¿un perro?... ¿una gallina?
    —No —le contestaron—; es una de aquellas flores amarillas que...
    Él la interrumpió:
    —¿Ya no les he dicho que no traigan nada?...
    La muchacha dijo:
    —¡Estúpido!
    —¿Cómo? ¿Quién eres tú?
    —Yo soy Julia —dijo una voz decidida.
    —Nunca más traigas nada en las manos —contestó débilmente mi amigo.
    Cuando él volvió al mostrador, me dijo:
    —Me gusta saber que entre esta oscuridad hay una flor amarilla.
    En ese momento sentí que me rozaban el saco y mi primer pensamiento fue para los guantes y como si ellos pudieran andar solos. Pero casi simultáneamente pensé en alguna persona. Entonces le dije a mi amigo:
    —Alguien me ha rozado el saco.
    —Absolutamente imposible. Es una alucinación tuya. ¡Suele ocurrir eso en el túnel!
    Y cuando menos lo esperábamos oímos un viento tremendo. Mi amigo gritó:
    —¿Qué es eso?
    Lo curioso era que oíamos el viento pero no lo sentíamos en las manos ni en la cara. Entonces Alejandro dijo:
    —Es una máquina para imitar el viento que me prestó el utilero de un teatro.
    —Muy bien —dijo mi amigo—, pero eso no es para las manos...
    Se quedó callado unos instantes y de pronto preguntó:
    —¿Quién hizo andar la máquina?
    —La primera muchacha: fue para allá después que usted la tocó.
    —¡Ah! —dije yo—, ¿viste? Fue ella quien me rozó.
    Esa misma noche, mientras cambiaba los discos, me dijo:
    —Hoy tuve mucho placer. Confundía los objetos, pensaba en otros distintos y tenía recuerdos inesperados. Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante. Y de pronto, cuando había dejado un objeto y mi cuerpo se dio vuelta para ir a tocar una cara, descubrí quién me había estafado en un negocio.
    Yo fui a mi cuarto y antes de dormir pensé en unos guantes de gamuza apenas abultados por unas manos de mujer. Después yo sacaría los guantes como si desnudara las manos. Pero mientras pasaba al sueño los guantes iban siendo cáscaras de bananas. Y ya haría mucho rato que estaba dormido cuando sentí que unas manos me tocaban la cara. Me desperté gritando, estuve unos instantes flotando en la oscuridad y por fin me di cuenta que había tenido una pesadilla. Mi amigo subió corriendo la escalera y me preguntó:
    —¿Qué te pasa?
    Yo le empecé a decir:
    —Tuve un sueño...
    Pero me detuve; no quise contarle el sueño porque temí que pudiera ocurrírsele tocarme la cara. Él se fue enseguida y yo me quedé despierto; pero al poco rato oí abrir despacito la puerta y grité con voz descompuesta:
    —¿Quién es?
    Y en ese mismo instante oí pezuñas que bajaban la escalera. Cuando mi amigo subió de nuevo le dije que él había dejado la puerta abierta y que había entrado un perro. Él empezó a bajar la escalera.
    El sábado siguiente, apenas habíamos entrado al túnel, se sintieron unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito. Alguna de las muchachas se empezó a reír y enseguida nos reímos todos. Mi amigo se enojó mucho y dijo palabras desagradables; todos nos callamos inmediatamente; pero en un intervalo que se produjo entre las palabras de mi amigo, se oyeron con más fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír. Entonces mi amigo gritó:
    —¡Váyanse todos! ¡Afuera! ¡Que salgan todos!
    Los que estábamos cerca le oímos jadear; y enseguida, con voz más débil, y como escondiendo la cara en la oscuridad, le oímos decir:
    —Menos Julia.
    A mí se me ocurrió algo que no pude dejar de hacer: quedarme en el túnel. Mi amigo esperó que salieran todos. Después, desde lejos, Julia empezó a hacer señales con su linterna. La luz aparecía a intervalos regulares, como la de un faro, mi amigo caminaba pisando fuerte y yo trataba de hacer coincidir el ruido de mis pasos con los de él. Cuando estuve cerca de Julia, ella decía:
    —¿Usted recuerda otras caras cuando toca la mía?
    Él hizo zumbar un rato la "s" antes de decir "sí". Y enseguida agregó:
    —...es decir... Ahora pienso en una vienesa que estaba en París.
    —¿Era amiga suya?
    —Yo era amigo del esposo. Pero una vez a él lo tiró un caballo de madera...
    —¿Usted habla en serio?
    —Te explicaré. Resulta que él era débil y una tía rica que vivía en provincias le pedía que hiciera gimnasia. Ella lo había criado. Él le enviaba fotografías vestido en traje de deportes; pero nunca hacía otra cosa que leer. Al poco tiempo de casado quiso sacarse una fotografía montado a caballo. Él estaba muy orgulloso con su sombrero de alas anchas; pero el caballo era de madera carcomida por la polilla; de pronto se le rompió una pata, y enseguida se cayó el jinete y se rompió un brazo.
    Julia se rió un poco y él siguió:
    —Entonces, con ese motivo, fui a la casa y conocí a la señora... Al principio ella me hablaba con una sonrisa burlona. El marido estaba con el brazo colgado y rodeado de visitas. Ella le trajo caldo y él dijo que estando así no tenía ningún apetito. Todas las visitas dijeron que realmente ocurría eso cuando se estaba así. Yo pensé que todos los concurrentes habían tenido fracturas y me los imaginé en la penumbra que había en aquella pieza con piernas y brazos de blanco y abultados por la vendas.
    (Cuando menos lo esperábamos volvimos a oír los gemidos del perrito y Julia se rió. Yo temí que mi amigo lo fuera a buscar y tropezara conmigo. Pero a los pocos instantes siguió el relato.)
    —Cuando él pudo levantarse caminaba despacio y con el brazo en cabestrillo. Visto de atrás, con una manga del saco puesta y la otra no, parecía que llevara un organillo y adivinara la suerte. Él me invitó a ir al sótano para traer una botella del mejor vino. La señora no quiso que fuera solo. Adelante iba él, llevaba una vela; la llama quemaba las telas y las arañas huían; detrás iba ella, y después iba yo...
    Mi amigo se detuvo y Julia le preguntó:
    —Usted dijo hace unos instantes que esa señora, al principio, tenía para usted una risa burlona. ¿Y después?
    Mi amigo empezó a incomodarse:
    —No era burlona solamente conmigo; ¡yo no dije eso!
    —Usted dijo que era así al principio.
    —Bueno... y después siguió como al principio.
    El perrito gimió y Julia dijo:
    —No crea que eso me preocupa; pero... me ha dejado la cara ardiendo.
    Oí arrastrar el reclinatorio y los pasos de ellos al salir y cerrar la puerta. Entonces yo corrí y me apresuré a golpear la puerta con los puños y con un pie. Mi amigo abrió y preguntó:
    —¿Quién es?
    Yo le contesté y él tartamudeó para decirme:
    —No quiero que vengas nunca más al túnel...
    Iba a agregar algo, pero prefirió irse.
    Esa noche yo tomé el ómnibus con las muchachas y Alejandro; ellos iban adelante y yo detrás. Ninguno de ellos me miraba y yo viajaba como un traicionero.
    A los pocos días mi amigo vino a mi casa; era de noche y yo ya me había acostado. Él me pidió disculpas por hacerme levantar y por lo que me había dicho a la salida del túnel. A pesar de mi alegría, él estaba preocupado. Y de pronto me dijo:
    —Hoy fue al bazar el padre de Julia: no quiere que le toque más la cara a la hija; pero me insinuó que él no me diría nada si hubiera compromiso. Yo miré a Julia y en ese momento ella tenía los ojos bajos y se estaba raspando el barniz de una uña. Entonces me di cuenta que la quería.
    —Mejor —le contesté yo—. ¿Y no te puedes casar con ella?
    —No. Ella no quiere que toque más caras en el túnel.
    Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozado un objeto del túnel.


La madrugada del 13 de Enero de 1964, Felisberto deja tras de sí un cuerpo tan hinchado al morir que no pueden sacarlo por la puerta sino por la ventana. Al llegar al cementerio, reposa algunas horas bajo los "grandes árboles" mientras los sepultureros agrandan la fosa para dar cabida al ataúd. Quizá éste fue el último gesto de humor de Felisberto Hernández.

Vuelta a la página principal