En una aldea de Galicia, de esto hace muchos años, había una familia de labradores muy unida, muy apegada a su terruño, constituida por los padres y varios hijos.
Uno de ellos, llamado Alfonso, ya desde pequeño mostró una especial inclinación y afectividad para los pájaros. Donde hubiera una de estas avecillas heridas, allí acudía Alfonso a curarla. También se las traían a veces a su casa para atenderlas.
Tenía un don especial, nato, curando toda clase de pájaros.
Sus padres le habían instalado un lugar en el granero, donde siempre estaba rodeado de pájaros. Este muchacho no soportaba ver a los pájaros enjaulados, a tal punto que siempre que podía los soltaba.
Había en su aldea una gran casa quinta cuyo propietario poseía enormes jaulones con aves autóctonas y también exóticas. Dicho señor tenía un empleado encargado de sus pájaros enjaulados, cuya edad y talla eran muy similares a la de Alfonso. Su nombre era Olegario, y tenía bien ganada la antipatía general, especialmente por parte de Alfonso, a raíz de su trato: hosco para sus vecinos y para con los pájaros de su patrón, deleitándose en verlos prisioneros en sus jaulones tal como si estuviesen en celdas.
Un buen o mal día, Olegario tuvo un descuido, a raíz del cual se escaparon multitud de pájaros exóticos. Su patrón, el "amo", estaba de viaje, y el mozo urdió una trama a fin de salvarse de la ira de él, a saber: dado que eran parecidos con Alfonso, aprovechó que este dormía en el granero, se acercó sigilosamente por la noche, y le hurtó una prenda que era característica de Alfonso, que lo hacía inconfundible: una gran boina que siempre usaba. Se la colocó y se encaminó a la hacienda, pasando ex profeso por la cercanía del sereno, quien al verlo supuso que era Alfonso, llamándole la atención, eso sí, lo extraño de su presencia a esas horas, pero pensó: tal vez se dirige a atender a alguna avecilla.
Olegario llegó a la hacienda, saltó por el muro y se abocó a abrir todos los jaulones, dando rienda suelta a su sed de venganza contra Alfonso, y a la envidia que le causaba lo bien querido que era su- para él- rival.
Dejó tirada la boina que había robado, y al día siguiente se armó el revuelo: justó llegó el patrón y al requerirle a su empleado por lo sucedido, este le dijo: fue Alfonso el autor, mire que encontraron su boina cerca del muro y además el sereno lo vio circulando por acá.
Comenzó el martirio para Alfonso: lo acusaban directamente y, aunque él se defendió y lo apoyaron sus familiares y amigos, fue tanta la influencia de esa mala gente, que lo obligaron a irse de su pueblo.
Alfonso, pues, se fue, pero antes, reunidos sus familiares en la plaza y en presencia del sacerdote, en un arranque, levantando sus brazos al cielo, exclamó:
-¡Soy inocente de todo esto, yo me voy, pero quiera Dios que nunca más cante ningún pájaro en este pueblo!
Como tenía parientes en Montevideo, con la anuencia de sus padres, se embarcó, en una época en que gran cantidad de inmigrantes españoles llegaban a América. Ni bien llegó a Montevideo, se puso a trabajar en un bar de un paisano, donde también lo hacía un primo suyo. Con gran contracción a sus tareas, se fue granjeando la simpatía de sus patrones y clientes, hasta que, ya hombre hecho y derecho, fue habilitado en el comercio.
Ahorrando, se hizo de un capital, conoció a una muchacha, hija de gallegos, y formó hogar; su patrón, ya de mucha edad, sintiendo "morriña" por su tierra, se dispuso a retornar a España y le ofreció a Alfonso la compra del comercio, cosa que aceptó, transformándose en patrón.
Ya Dios los había bendecido con la llegada de dos hermosos hijos. Todo transcurría bien, con felicidad y prosperaba el negocio.
Un buen día, Alfonso recibe una carta desde su España natal, siendo una misiva muy especial: la remitía el cura de su pueblo, quien, ya muy anciano, le escribió:
"Alfonsito, ven lo más pronto que puedas, ya que ha surgido una situación muy especial favorable para ti".
Junto a su esposa y sus hijos, Alfonso retornó a España, dejando a su empleado de confianza a cargo del negocio. Tenía un gran deseo de retornar a su aldea, donde ya muchos de sus seres queridos no estaban, y, a la par, tomar conocimiento del mensaje del sacerdote.
Fueron ¡por avión! Ni bien llegaron, con profunda emoción, vieron una comitiva esperándolos, se dirigieron al pueblo y allí, en la plaza, frente a la Iglesia, estaba el cura, muy anciano pero lúcido. Luego del emocionado reencuentro, lo hizo pasar solo a Alfonso a su despacho, abrió un cajón de su escritorio y retirando un documento que le exhibió, le dijo:
-Mira, Alfonsito: esto es el testamento que me fue entregado por el propio Olegario, antes de morir. Acá está documentada por él la confesión de aquella mala acción contra ti, que motivó tu ida del pueblo. Arrepentido, pidió perdón y me solicitó revelarte todo esto.
Apenas repuesto, Alfonsito se encaminó con su familia a la plaza, alzó los brazos al cielo y exclamó:
¡Quiera Dios que vuelvan a cantar los pájaros de esta aldea!
Y se pobló de trinos otra vez. La plaza, los árboles y el pueblo todo.
Es de consignar que luego de la partida de Alfonsito, nunca más cantaron los pájaros, a tal punto que probaron trayendo pájaros de aldeas vecinas, pero al llegar, no cantaban, y si trasladaban pájaros de la aldea natal de Alfonsito hacia otra, volvían a cantar.