El beso de un
vampiro
Cruzé la puerta silenciosa, misteriosa, fúnebre;
con la nostálgica y macabra soledad que provoca la noche en esa calle, y los sonidos que
me susurra al oído. Coloqué mi saco en el clóset, y dejé mi bolsa sobre la vieja
mesita de madera, donde solíamos jugar cuando éramos niños. Volví la mirada hacia la
chimenea de la sala, que se encontraba encendida, y daba un agradable calor al hogar. Me
soprendí: frente a aquellas llamas, sentado en un sofá, con los codos sobre las rodillas
y recargando la barbilla en los puños, estabas tú, pensativo, sin desviar tu mirada fija
del fuego. Al verte, tuve una sensación de horror hechizante. El miedo disminuyó al
observar como lentamente, virabas el rostro hacia mi: eras tú, tan solo tú. Te
levantaste del sofá, y te acercaste a mi. Tus fuertes brazos me rodearon, y mis manos
acariciaron tu ancha espalda sobre esas negras vestiduras que llevabas; siguieron
deslizándose a tu rubio y largo cabello sujetado por una liga, hasta llegar a tu blanco
rostro y ver esos excitantes ojos castaños. No había palabras; tan solo el roze de ambos
cuerpos. Me aparté de ti un instante, y me dirigí hacia la chimenea, que cada minuto,
volvía mas intensa su flama. Suspiré por un momento y te vi venir hacia donde yo me
encontraba. Un paralizante escalofrío se apoderó de mi cuando noté la palidez excesiva
de tu faz, y que tus ojos se habían vuelto soberbios. Te detuviste detrás de mí. Me
abrazaste por la cintura, besaste mi mejilla; continuaste besando mi oído, después mi
cuello. Yo, estática, nerviosa, inmovilizada por la sensualidad de tus labios... pero
también por la frialdad de tu cuerpo. Poco a poco y muy sutilmente bajaste los tirantes
de mi blusa para alcanzar mis hombros, lo que hizo que yo me volviera hacia ti, y te
correspondiera con un beso íntimo, desabotonando tu obscura camisa, y pasando
posteriormente mis manos por la congelada piel de tu pecho. Por un momento, vi tus
dominantes ojos, que me poseían al mirarlos. Yo estaba rendida a ti, con la mente en
blanco. Sin embargo, le dabas vida a mis sentidos; conciente, pero temblando y no sabiendo
que hacer. Escuchabas como mi respiración se agitaba al mismo tiempo que la tuya. Te
despojabas de tu camisa, y procediste a hacer lo mismo con mi blusa. No tardaste en quitar
el botón del ojal de mi pantalones, y los retiraste acercando tu boca al ras de mis
piernas, recorriéndolas hasta llegar a la punta de los pies. Casi sin darme cuenta,
robaste la ropa interior que apenas cubría mi cuerpo. Suavemente, me tomaste en tus
brazos, y me llevaste a aquel sofá, que es de gran longitud, donde te hallbas momentos
atrás; el que está frente a la chimenea. Me recostaste. Yo sentía el calor de la fogata
que había llamado mi atención. Entretenida viendo el juego de sus llamas, solo sentí
yacer sobre mi de un instante a otro tu helado y desnudo cuerpo. Tu pasión se encendió,
y preso del deseo, comenzaste a besar desesperadamente mi cuello y mis hombros. De repente
subías hasta mis labios; de repente bajabas hasta mis senos...o explorabas la tierra de
tus deleites hacia el sur. Existía una gran diferencia entre nuestro calor corporal: el
mío, a su máximo; el tuyo, casi nulo. Me extrañaba tal temperatura física en ti, y eso
me ponia tensa, pero todo se compensaba con tu amor tan ardiente. ¿Qué es el tiempo en
esta situación? Ya estaba entre tus brazos, apunto de de ser uno mismo. Me entregaba a
tí, y sin mas pensarlo, nos consumió el fuego.
Mientras fundíamos nuestro amor, lo mas inesperado entre tú y yo ocurrió: teniendo una
gran fuerza en tus brazos y en tus manos, me apretaste con furia, dejándome incapaz de
mover. Te separaste de mí y aquel ambiente cálido se tornó malicioso. Con impresión y
terror, te ví abrir la boca y unos sedientos colmillos aparecieron de ella. Sin dudarlo,
los clavaste en mi cuello, desgarradoramente. Grité, grité del dolor, en lo que tu
succionabas mi sangre. Te empujé, y fue tan profunda la herida que me habías causado,
que empezó a sangrar abundantemente. Con más capricho, te lanzaste sobre mi, y
estrujándome nuevamente; lamiste la sangre que brotaba de la llaga, y que corría como un
río por mi piel. No tardarste en terminar con aquella sangre, y clavaste de nuevo tus
colmillos en mí, pero me desvanecí.
Cuando volví en sí, me encontré acostada en el sillón, con tan solo una manta negra
encima. Miré a mi alrededor, y no estabas. Me sentía extraña, diferente; como si mi
cuerpo hubiera experimentado una metamorfosis. Me puse la manta improvisando una
vestimenta. Camine a mi alrededor y me dirigí al espejo para observarme, mas no vi nada.
Me aturdí un poco, pero por alguna razón me pareció de lo más normal. Miré el reloj:
5:30 am. Quise pensar que todo había sido un sueño, pero me di cuenta de que no lo fue,
cuando noté esas llagas en mi cuello. A pesar de aquello, sabía exactamente que sucedía
conmigo; asi que, un raro sentimiento se apoderó de mi y fui en tu búsqueda innatamente.
Te hallé; entrabas por la puerta, con la boca llena de ese líquido rojo que tanto te
gusta. Asemejabas una fiera que acabab de alimentarse Cuando me viste, quedaste impactado;
yo era imponente: dejé caer la manta que me cubría y caminé hasta ti, más segura que
nunca. Sucumbiste ante mí, te sentías atado a mi persona; sabías que eras mi siervo.
Pretendí besarte, a lo cual no te resististe, pero encontré exquisito tu cuello, y tuve
la necesidad de morderlo. Lo hice. Pensaste en falsedad; no era posible que ahora fueras
tu víctima mía, no. Habías alterado a un ser humano.¿Acaso tu ambición y tu deseo te
transformaron en bestia? Yo te amaba; tu me amabas también. Te devuelvo ahora tu
traición con la sed de sangre tuya, sed que tu alguna vez tuviste.
Pero mi gozo no duró mucho, cuando de coraje atacaste no solo mi cuello, sino tambien mi
cintura, mis brazos y finalmente, me diste un verdadero beso. Comenzaba a salir el sol,
pero no te dabas cuenta. Chocamos contra la puerta y alcancé a abrirla hasta quedar
tendidos en el suelo por la inercia. Pusiste tus labios sobre los míos, y sin piedad
mordiste mi boca. Te sentiste triunfante, hombre necio, hasta que los rayos del sol
iniciaban a tocar tierra. Seguías bebiendo de mi boca hasta que la luz nos cegó.
Intentaste huir pero no lo lograste Dulce risa vengativa me causó el ver que no pudiste
escapar de tu destino. La noche se había ido y llevado consigo nuestra vida de
no-muertos, y solo quedamos ahí, esperando convertirnos en polvo.
Autora: Angedelis