Gustavo Adolfo Bécquer
Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y
ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno
de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y
hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a
veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas,
mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los
triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender una
jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención
fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las
obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no
alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un
poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras
italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piu vivo, a piacere,
había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos
servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: «Crujen..., crujen los
huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos»; o esta otra: «La cuerda
aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde
nada, y todo es la humanidad que solloza y gime»; o la más original de todas, sin duda,
recomendaba al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos de carne;
lumbre inextinguible, los cielos y su armonía..., ¡fuerza! .... fuerza y dulzura».
--¿Sabéis qué es esto? --pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de
medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta
abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con
que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con
la luz del sol su camino.
Su modesta colocación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se
hizo esta demanda a la disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto
de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se
encaminaba.
--Yo soy músico --respondió el interpelado--. He nacido muy lejos de aquí, y en mi
patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de
seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero
convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde
mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano
lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara
en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
--Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle
a Dios misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento,
cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo.
Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición
verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere mei, Deus! Desde el instante en
que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan
magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del rey
profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo
que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan
maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador, que al
escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas
y dirigiéndose al Señor: «¡Misericordia!», y el Señor la tendrá de su pobre
criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante y después,
exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos
dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban
círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
--Después --continuó-- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este
país, clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda
inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
--¿Todos? --dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes, --¿A que no habéis
oído aún el Miserere de la Montaña?
--¡El Miserere de la Montaña! --exclamó el músico con aire de extrañeza--. ¿Qué
Miserere es ése?
--¿No dije? --murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa--:
Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que, como yo, andan día y noche tras el
ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua,
pero tan verdadera como, al parecer, increíble.
Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que imitan el horizonte
del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace muchos años, ¡qué digo
muchos años, muchos siglos, un monasterio famoso, cuyo monasterio, a lo que parece,
edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legarle a su hijo, al cual
desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más
adelante debió ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor
de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había
trasformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de
perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves
Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a
comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, entraron a saco la
iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile a vida. Después de
esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos, adónde no se sabe, a
los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún
quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que, después
de estrellarse de peñón en peñón, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de
esta abadía.
--Pero --interrumpió impaciente el músico-- ¿y el Miserere?
--Aguardaos --continuó con gran sorna el rabadán--, que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia:
--Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a
nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más
viva su memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven
brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia, y se oyen como una especie de
música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las
ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados
para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio
a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero,
que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad
al que la había referido:
--¿Y decís que ese portento se repite aún?
--Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la
del Jueves Santo y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
--¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
--A una legua y media escasa.
--Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la
mano de Dios! --exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y
tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
--¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere,
el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el
pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos
pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por
arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las
ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el
horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor:
--¡Está loco! --exclamó el lego.
--¡Está loco! --repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon
alrededor del hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en
la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la
historia. llegó al punto en que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del
monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se
deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los
fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos.
Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que
había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o
un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien
tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre
las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del
búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen de pie aún en el
hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la
tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban
por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas
de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños
y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al
oído del romero, que sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la
hora que debiera realizarse el prodigio.
Trascurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió: aquellos mil confusos rumores seguían
sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me habrá engañado>>, pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un
ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos
segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de
maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad
mecánica, y sonó una campanada.... dos ...tres.... hasta once.
En el derruido templo no había campana, siquiera ni reloj, ni torre ya.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se
escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban
las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los
calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros
machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase
aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que
brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte
contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la
inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las
piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó
intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y a par
del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e
inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí,
formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse
con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecían
salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose de cada vez más
perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo
por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba,
se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose
con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de
las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras
cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron
arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas
y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas,
trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una
desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
--Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y,
penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y
solemne, prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de
sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la
tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del
monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua
que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo
esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más
que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno
de contrición del rey salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras
terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar
fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas
se revisten de formas extrañas y fenomenales.Un sacudimiento terrible vino a sacarle de
aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al
impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor
imposible de reprimir, y el frío penetró hasta en la medula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
--In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se
levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad
entera por la conciencia de maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos
infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la
impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron
concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe
la nube oscura de una tempestad haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago
de hilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada
en luz celeste; las osamentas de los monjes vistieron de sus carnes; una aureola luminosa
brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el
cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno
de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba
armónica, como gigantesca espiral de sonoro incienso:
--Auditui ineo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa hu liata.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron
con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano
lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus
puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
--¿Oísteis, al cabo, el Miserere? --le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego,
lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
--Sí --respondió el músico.
--¿Y qué tal os ha parecido?
--Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa --prosiguió dirigiéndose al abad,
----un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un
Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella
la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió, al fin, a ella y el músico, instalado ya
en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía
como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en
el asiento y exclamaba:
--¡Eso es; así, así, no hay duda.... así! --y proseguía escribiendo notas con una
rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin
ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad del salmo; pero al
llegar al último que había oído en la montaña le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a
aquella música ya anotada y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la
fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió en fin, sin poder terminar
el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se
conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez
los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una
de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea...
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de
mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no será una locura?