La actual globalización
capitalista necesita del hambre para incorporar, al igual que en toda
su historia, a aquellos sectores reticentes a someterse a su lógica
de la mercancía y el dinero. Por eso, ha iniciado una guerra alimentaria
contra 3.000 millones de seres humanos; los desechables, aquellos que
no producen para el capital, pero además, cometen un pecado aún
mayor, tampoco consumen de él o lo hacen demasiado poco. El papel
central de esta guerra recae en grandes compañías transnacionales
que, a través de los acuerdos agrícolas de la Organización
Mundial del Comercio (OMC), imponen una agricultura y alimentación
industrial, despilfarradora hasta lo absurdo, depredadora hasta lo inmoral,
envenenadora hasta lo intolerable. Se destruye, de forma silenciosa y
continua, la supervivencia de esos 3.000 millones de desechables mundiales
que subsisten mediante agriculturas en baja escala, respetuosas con el
medioambiente y dependientes de mercados locales.
Como cualquier guerra
moderna que se precie, la actual guerra del hambre tiene su juguete tecnológico
y espectacular favorito: los Organismos Manipulados Genéticamente
(OMGs) o transgénicos, que en tan sólo 7 años han
contaminado toda la práctica agrícola mundial. En los últimos
años hemos asistido a contaminaciones con transgenes de plantas
y variedades silvestres (Canadá, México) o de otras agriculturas
(Navarra, donde se comprobó contaminación transgénica
en semillas de maíz provenientes de la agricultura ecológica).
Al impedir la presencia de otros modelos agrícolas, la agricultura
transgénica demuestra su totalitarismo.