17 de marzo

Agosto 15 de 2004

Cualquiera que sea el resultado, Colombia deberá reexaminar las relaciones con su vecino

JUAN GABRIEL TOKATLIAN
El Tiempo

Así lo asegura el experto Juna Gabriel Tokatlian, quien analiza lo que viene después de la jornada de este domingo en Venezuela.

Si la prosperidad y la tranquilidad en la región son esenciales para superar sus graves problemas de inseguridad, el país necesita que en el área no se encumbren ni el extremismo ni la pugnacidad.

Los proyectos políticos más ideológicos de hoy en Suramérica son los de Colombia y Venezuela, que han vivido un nivel inusitado de fricciones en los últimos tiempos.

Hace unos meses se produjo otro incidente diplomático por la presencia en Venezuela de un número de paramilitares colombianos que habrían ingresado allí para complotar contra el presidente Hugo Chávez.

Esa fue otra muestra del que se ha constituido en el principal foco de tensión limítrofe del hemisferio, aún más amenazador que el de Chile-Bolivia. 

Históricamente, los vínculos entre los dos países fueron complejos pero positivos. Salvo por el diferendo sobre la delimitación de aguas marinas y submarinas en el Golfo de Venezuela, sus lazos han sido intensos y fecundos.

Ese diferendo no afectó el comercio bilateral, los intercambios culturales ni la concertación diplomática en momentos históricos, por ejemplo, en el Grupo de Contadora a favor de la paz en Centroamérica.

Pero en lo que va del siglo aquellos lazos se han deteriorado dramáticamente: buena parte de la cúpula política, amplios sectores empresariales y los cuerpos de seguridad de ambos países vienen haciendo (y diciendo) todo lo posible por dañarlos. La relación está siendo llevada, de modo irresponsable, al límite del abismo. Algo que Washington parece no desalentar. 

Durante la administración de Andrés Pastrana y en medio del fallido intento de negociación del gobierno y las Farc, el presidente Chávez proclamó la neutralidad de Venezuela. En vez de aportar a la salida política del conflicto, esto creó en Bogotá la sensación de que el mandatario venezolano ansiaba promover su revolución bolivariana en la vecindad.

Después, altos funcionarios y reputados políticos colombianos apoyaron raudamente el golpe de Estado contra Chávez en abril del 2002 y esto generó en Caracas la convicción de que Bogotá estaba en favor de su caída.

En el campo comercial, empresarios de ambos lados que habían impulsado el intercambio y proyectos conjuntos comenzaron a desentenderse de la integración, llevando el comercio binacional al borde del colapso en 2000-2003. Mientras las elites colombianas sueñan con un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, el Estado venezolano y algunos segmentos privados optan por mirar al Mercosur.

Así, colombianos y venezolanos, por igual, han llevado a dictar, de facto, el acta de defunción de la Comunidad Andina de Naciones, que ya agonizaba por culpa de sus socios menores. Cada país andino adoptó la estrategia de “sálvese quien pueda” con un costo colectivo monumental y el beneplácito de Washington, que puede adelantar una política de divide et impera. 

En el aspecto militar, la larga experiencia de cooperación está en entredicho por incidentes de distinta índole. En la denuncia del presunto complot de los paramilitares, el vicepresidente de Venezuela, José Vicente Rangel, vinculó al comandante del Ejército colombiano, Martín Orlando Carreño.

Asimismo, fuentes oficiales y no oficiales colombianas han corroborado que algunos frentes de las Farc y el Eln gozan de santuarios del lado venezolano, lo que alarma a las fuerzas armadas colombianas. A ello se suman reiteradas declaraciones destempladas del presidente Chávez contra el gobierno y la clase política de Colombia. 

Por otro lado, la asistencia de seguridad y antidrogas de Washington a Bogotá desde fines de los ochenta ha sido enorme: 4.534 millones de dólares entre 1989 y 2004 (1.388 millones antes del Plan Colombia y 3.155 millones entre 2000 y 2004). Esta ayuda es vista por el gobierno venezolano como el estímulo a un desequilibrio militar en desmedro de Caracas.

De allí que desde fines del 2003 se diga que Venezuela (que poseía entonces 21 F-16 estadounidenses y 17 Mirage 50 franceses) está interesada en adquirir 50 MIG 29 rusos.

En breve, estamos ante el potencial escenario de una carrera armamentista entre Venezuela y Colombia.  A esto hay que añadir que, por primera vez en décadas, los dos países han modificado de manera drástica sus políticas exteriores, antes caracterizadas por la moderación relativa y la convergencia parcial. Bogotá escogió un activo alineamiento con Estados Unidos y Caracas optó por una notable oposición.

La inestable situación colombo-venezolana debería ser un punto de mayor atención en Colombia. La moderación diplomática frente al resultado del referendo sería un primer paso en esa dirección. La no estigmatización de lo que sucede en Venezuela, por la clase dirigente y los medios colombianos, es fundamental: no se trata, ante un eventual triunfo oficial, de ver y mostrar a Chávez como un Saddam Hussein andino.

Tampoco la sobre-actuación colombiana en materia política o militar lleva a buen puerto: no se trata de transmitir al país vecino la imagen de que Colombia es una especie de Israel andino, que opera invariablemente en consonancia con los intereses de Estados Unidos. Se trata de ponderar social, política, económica y militarmente el futuro de las relaciones, en el entendido de que la convivencia es imperativa.

Una buena política exterior es aquella que involucra la defensa de los intereses nacionales de la sociedad y del Estado y no la que mira el mundo desde el ángulo de las preferencias personales y las coyunturas políticas.  

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JUAN GABRIEL TOKATLIAN
Director de los Programas de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés (Argentina).

 


Tomado de El Tiempo

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