27 de julio del 2004
El horror paramilitar en Colombia
Fernando Garavito
Memoria
El 27 de febrero de 1997, los pobladores de Bijao del Cacarica, una población
perdida en el noroeste de Colombia, fueron invitados a un partido de fútbol.
Quienes los convocaron señalaron que la asistencia era obligatoria. No hubo
carteles, porque en esos sitios se desconoce toda suerte de sofisticaciones, ni
perifoneo, dado el mínimo tamaño del casco urbano. Bastó "pasar la voz". Uno de
los equipos, el conformado por los miembros de las Autodefensas Unidas de
Colombia, se perfilaba como ganador. El otro, el de los soldados del ejército
nacional, buscaba de alguna manera salir avante del compromiso. En medio del
silencio sepulcral provocado por los acontecimientos de los tres últimos días,
los vecinos se reunieron poco a poco bajo la sombra de los árboles. Fue entonces
cuando los equipos saltaron a la cancha. Alguien preguntó cómo podría
distinguirlos, si todos vestían el mismo uniforme y todos lucían la misma facha
feroz y llevaban terciados al hombro idénticos fusiles. "Tiene que fijarse en el
letrero del brazo derecho", respondió otro. "Los que tienen letrero son de las
AUC; los otros, del ejército".
Tres días atrás, en su oficina de la XVII Brigada, con sede en Carepa, el
general Rito Alejo del Río había puesto en marcha la "Operación Génesis", contra
el frente 57 de las FARC. Con el apoyo de aviones provistos de bombas y
ametralladoras, soldados y paramilitares llegaron hombro a hombro a Bijao,
quemaron casas, saquearon la población y amenazaron de muerte a los vecinos. Por
eso, cuando estos supieron que habría un encuentro amistoso, pensaron que la ola
de terror comenzaba a ceder y que los intrusos regresarían pronto a sus
cuarteles.
Una vez reunidos, el árbitro hizo sonar su silbato. Cada uno de los equipos
ocupó su puesto estratégico en el terreno de juego. Entonces, un ayudante trajo
hasta el centro de la cancha una bolsa de fique y vació su contenido en un punto
equidistante entre los encargados de hacer el primer disparo. Los asistentes
dejaron escapar un grito de horror. El balón con el que jugarían los
contendientes era la cabeza de Marino López, uno de sus amigos.
Durante largos minutos, el único ruido que pudieron percibir los habitantes fue
el de las patadas que daban los jugadores contra el cráneo destrozado. En medio
del oprobioso sol de esa mañana interminable, el equipo de las autodefensas
logró vencer dos veces la portería de su adversario. Después del segundo gol, el
capitán del equipo vencedor anunció que el balón había sacado la mano ("sacar la
mano" es una frase que se aplica en Colombia a lo que ya no sirve) y que, por
consiguiente, terminaba el partido.
Los miembros del equipo del ejército nacional tuvieron que conformarse. No les
gustaba perder, pero el juego había sido limpio. El delantero, que estuvo a
punto de meter dos o tres goles, se disculpó con sus compañeros. "El balón era
pésimo", les dijo. "Ojalá la próxima vez lo inflen antes del partido".
Luego, los contendientes se abrazaron y salieron a emborracharse a la tienda del
pueblo. "Lo que es aquí, no queda uno solo de esos bandidos", anunció el jefe de
las autodefensas. Y todos aplaudieron.
Este, claro está, es el guión necesario para una película de terror. Porque, en
realidad, lo que pasó fue mucho peor.
"El 27 de febrero estando allá en Bijao" –cuenta a "Justicia y Paz" uno de los
testigos– "llega un grupo de paramilitares y un militar, a eso de las 9 de la
mañana. Marino López, me dice ‘estoy con miedo, no sé si salir a Turbo’. Los
paramilitares y también militares rodearon todo el caserío. La gente ya había
salido, unos más arriba, otros a La Tapa. Nos juntaron a todos, nos amenazaron.
Obligaron a Marino a bajar unos cocos. Él como con miedo y nosotros diciéndoles,
‘ya nos vamos’. Marino les decía ‘si fueron tres días los que nos dieron’ y dijo
uno ‘ustedes se van hoy’. Dos de los doce militares tomaron a Marino. Luego de
entregarles los cocos, él se puso sus botas y su camisa y les pidió sus
documentos de identidad. Uno de ellos dice: ‘Ahora sí quiere el documento de
identidad, guerrillero. Reclámeselo a su madre’. Y vuelven a acusarlo de
guerrillero. Él les dice: ‘ustedes saben que yo no soy guerrillero’. Lo
insultan, lo golpean. Uno de los criminales coge un machete y le corta el
cuerpo. Marino intenta huir, se arroja al río, pero los paramilitares, lo
amenazan: ‘si huye le va peor’. Marino regresa, extiende su brazo izquierdo para
salir del agua. Uno de los paramilitares le mocha la cabeza con el machete.
Luego le cortan los brazos en dos, las dos piernas a la altura de las rodillas.
Y empiezan a jugar futbol con su cabeza. Todas y todos lo vimos. Ya no había
nada más que decir, qué hablar. Todo estaba dicho. Endiablados, sin ninguna fe,
ninguna moral. Todo gris, el alma, el cielo, la tierra. Todo se hizo silencio.
Todo fue terror. El bombardeo del cuerpo, el bombardeo del alma. La muerte se
hizo un juego".
Ese fue el comienzo del año de terror que vivió la región de Cacarica, en 1997.
El 4 de abril, siguen los testimonios, un comando de militares y paramilitares
acantonados en Apartadó le abrió el vientre a Daniel Pino delante de
observadores internacionales que habían llegado días antes a la zona para
comprobar algunas denuncias relacionadas con los atropellos a los derechos
humanos. Tratando de detener el derrame de sus intestinos, el campesino agonizó
durante una hora sin que nadie pudiera auxiliarlo.
El 28 de mayo del mismo año, militares y paramilitares (anoto que repetiré
cuantas veces sea necesario "militares y paramilitares") le cortaron el cuero
cabelludo a Edilberto Jiménez, un vecino de Pavarandó, lo pasearon por el pueblo
con el cráneo cubierto de moscas y de jejenes y lo remataron delante de la casa
de sus padres. El 15 de junio, en Bella Vista, Bojayá, militares y paramilitares
acuchillaron en el cuello a Wilmer Mena y luego le cortaron los brazos. Después,
el 26 de noviembre, militares y paramilitares sacaron de sus casas a Heriberto
Areiza y a Ricaurte Monroy, vecinos de La Balsita, les arrancaron los ojos y les
llenaron de ácidos las órbitas vacías.
Estos son sólo algunos ejemplos del procedimiento y de los autores materiales de
la "Operación Génesis", ideada por el general Del Río. Presionado por la
comunidad internacional, el gobierno de Andrés Pastrana lo llamó a calificar
servicios, pero en Colombia esos hechos siempre quedan impunes. Poco tiempo
después, Álvaro Uribe, un político gris que quería llegar a la presidencia de la
república, le dio el título de "Pacificador del Urabá" en un banquete de
desagravio. Y quedó como tal y como tal se le conoce.
Pues bien, el "Pacificador del Urabá" perdió su visa para entrar a Estados
Unidos cuando el gobierno de ese país lo acusó como sospechoso de narcotráfico y
terrorismo. El pasado 12 de marzo, en su habitual rueda de prensa, el
Departamento de Estado anunció que la medida se tomó "en 1999, por los cargos
mencionados, bajo ley de inmigración numerales 212 A3B y A2C".
En la misma fecha, mediante una corresponsalía generada en Washington, El
Tiempo, de Bogotá, dio cuenta de algunos pormenores relacionados con el caso.
"El numeral A3B, que se cita en el caso Del Río –explica el periódico–, dice
textualmente: ‘Se niega la visa a cualquier extranjero que haya participado en
actividades terroristas’. El numeral A2C, el otro que se eleva en contra del
general (r) hace referencia a cualquier persona que sea narcotraficante, haya
participado en el tráfico de drogas o haya colaborado en una actividad
relacionada con el narcotráfico. En el caso de terrorismo, el Departamento de
Estado se refiere a los cargos que pesaban en contra de Del Río por la supuesta
conformación de grupos paramilitares cuando el general era comandante de la XVII
Brigada, entre 1995 y 1997, en el Urabá antioqueño, territorio en el que se
desarrolló un agudo enfrentamiento entre las autodefensas ilegales y la
guerrilla. Frente a este mismo caso, la fiscalía colombiana decidió esta semana
archivar los cargos contra Del Río por falta de méritos".
A esta medida –la preclusión de todo procedimiento contra Del Río–, es a la que
quisiera referirme.
II
Comencemos por el comienzo. La avanzada militar y paramilitar contra las
comunidades del río Atrato formó parte del desplazamiento sistemático al que han
sido condenados millones de colombianos. En este caso concreto, se trataba de
desalojar a un frente guerrillero de las FARC, asentado en la zona y de entregar
el dominio del territorio al narcotráfico y a las empresas que le han servido de
fachada para que pueda presentarse en sociedad.
Para quienes no estén familiarizados con la geografía de Colombia, sería
necesario decir que el río Atrato corre por una de las zonas más ricas en
biodiversidad en el mundo entero. Las corrientes de agua dulce del Darién
convierten a esa región en una envidiable reserva para el futuro. No ha sido
fácil lograr que las grandes corporaciones se olviden de construir un nuevo
canal interoceánico, que una al Pacífico con el Atlántico sin las dolencias y
quebrantos del canal de Panamá. Se sabe, además, que allí hay reservas de uranio
capaces de abastecer a las grandes industrias durante decenios. Por todo ello,
los barones de la droga resolvieron que el territorio debía ser suyo y que los
habitantes tenían que salir. Desde que se conocieron los primeros testimonios
sobre la ofensiva, se supo que el ejército y los paramilitares iban juntos. Las
comunidades no pudieron ofrecer ninguna resistencia. Se trata de gentes
indefensas, dedicadas a la agricultura de pan coger y a la pesca, sin una
economía consistente, sin servicios de salud ni de educación adecuados y sin
forma alguna de comercializar sus productos.
A partir de los testimonios que se han conocido desde siempre y que se han hecho
públicos en los últimos días, me atrevería a decir que la "Operación Génesis"
sólo estuvo a cargo de ese oscuro oficial que es el general Del Río, pero que
fue concebida en más altas instancias. Ignoro si alguno de los funcionarios
encargados de la investigación que se adelantó contra él, llegó a preguntarle
por el significado de la palabra "Génesis", porque, con seguridad, de su
respuesta habrían podido sacarse varias interesantes conclusiones. Pero lo
cierto es que Del Río fue el estratega de una "operación de limpieza" alrededor
de la cual se cometieron, como mínimo, doscientos delitos de lesa humanidad que
fueron relacionados por las organizaciones de defensa de los derechos humanos y
presentados ante el funcionario encargado del caso el 22 de agosto de 2001.
Nada de eso mereció al fiscal general, señor Osorio, ni la más mínima
consideración. En la "Declaración Pública" que firmaron 67 instituciones y
personas preocupadas por la denegación de justicia que implica ese exabrupto, se
lee que "se le rogó (a Osorio) que asumiera la investigación dentro de los
parámetros del derecho internacional, pues era evidente que allí no se estaba
frente a crímenes aislados o fortuitos, sino frente a prácticas sistemáticas que
reproducían un mismo parámetro de agresión en diversos espacios y tiempos,
respondiendo a una estrategia o política que encontraba respaldo, protección o
tolerancia en agentes del Estado de diversas ramas, categorías y jerarquías. El
fiscal general se negó a considerar siquiera si se aplicaban las tipificaciones
penales consideradas en el derecho internacional; se negó a decretar las
conexidades exigidas por la naturaleza misma de los crímenes y su contexto; se
negó a vincular a otros funcionarios cuyas conductas activas u omisivas
constituyeron condiciones de posibilidad fundamentales de los crímenes
denunciados; se negó a examinar el papel que cumplieron las instituciones en el
diseño, determinación, facilitación y ejecución de los crímenes; se negó a
enfocar la investigación con el objetivo primordial de hacer cesar los efectos o
continuidades de las conductas criminales, como lo pide el Código de
Procedimiento Penal en uno de sus principios rectores (artículo 21) y se negó a
reconocer una parte civil en calidad de Actor Popular, que invocó el artículo 45
del Código de Procedimiento Penal. Esta última negativa, sin embargo, fue
corregida por la Corte Constitucional al revisar una sentencia de Acción de
Tutela por denegación de justicia (T-249/03), conceptuando en su sentencia de
revisión que la búsqueda de verdad y justicia frente a crímenes tan horrendos,
legitima por sí sola la constitución en Parte Civil como Actor Popular, sin
necesidad de probar daños patrimoniales".
Esa es, a todas luces, una demostración palpable de algo ante lo cual la
comunidad internacional no puede cerrar los ojos. A lo largo de meses, se ha
dicho con insistencia que el gobierno de Álvaro Uribe es cómplice de la acción
delictiva de los paramilitares y se han alegado como pruebas irrefutables el
macabro diseño de la política de seguridad democrática, los pretendidos diálogos
de paz con Castaño y sus cómplices y el hecho de que las organizaciones del
narcotráfico no hayan podido ser desmanteladas y que cada día ocupen mayor
espacio en la vida de las comunidades. La gestión del gobierno favorece a la
delincuencia organizada. Esta semana recibí un mensaje estremecedor, que en
pocas palabras dice lo que todos quisiéramos decir. So pena de alargarme más de
la cuenta, transcribo el párrafo pertinente:
"La Costa Atlántica y muy especialmente Córdoba es una auténtica zona de despeje
paramilitar. Debería rebautizarse PARA-guay, con capital PARA-guachón, con un
río madre PARA-ná (en lugar de Magdalena). El gobierno central ha dejado el
control del orden público en manos de los paracos, evidente en todas las
ciudades y centros urbanos, por pequeños que sean. Como en El Proceso, en
Montería hay ojos y oídos hasta en el mondongo. La troncal de occidente, desde
San Juan hasta el Bongo, de El Bongo a Corozal, el ramal de El Bongo a Magangué,
y vías aledañas, son cerradas al tráfico vehicular después de las siete de la
noche. Me tocó presenciar las caravanas de tres y cuatro supercamionetas de
vidrios polarizados volando a 130 km/h, que pasan por el fortificado retén del
Bongo, como Pedro por su casa. Son los PARA-guayos que van de cacería. Todo
obedece a un plan perfecto, pues hace poco más de un mes Álvaro Uribe, en
solemne ceremonia en Sincelejo, dio vida a un programa de dotación con modernos
sistemas de comunicación con celulares de alta tecnología para que ‘los
hacendados y ganaderos puedan intercomunicarse y mantenerse en contacto con la
fuerza pública en caso de situaciones sospechosas’. El uso de la motosierra y el
machete es generalizado para rematar a campesinos ‘presuntos’ (El domingo pasado
en la noche, cerca de San Onofre, los para-guayos dinamitaron una vivienda con
una decena de habitantes adentro, la mitad de ellos niños. Luego, los
trozaron)".
III
Fuente: Equipo Nizkor, Derechos Human Rights, Serpaj Europa Información.
Tomado de Rebelion
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