17 de marzo

4 de Agosto de 2002

Estados Unidos sin brújula

Boris Muñoz
El Nacional

El fin de la especulación financiera, la corrupción en las grandes corporaciones y la complicidad de la clase política, se mezclan como los componentes del barro en el que podría diluirse la popularidad del presidente George W. Bush. Todo pende de un hilo y la guerra de Irak podría ser un error fatal.
New Brunswick, Estados Unidos

Hasta hace poco no cabían dudas de que Estados Unidos podía destronar a Sadam Hussein con el respaldo de los países de la Unión Europea e, incluso, con la tácita complicidad de Rusia. Aunque la captura de Osama bin Laden, el principal objetivo militar de la campaña de Afganistán, es una deuda de la que nadie en Washington quiere hablar, la guerra fue de gran eficacia para barrer con el régimen talibán. En poco tiempo, los comisarios del mundo libre lograron instalar en Kabul un gobierno relativamente dócil a la doctrina imperial, sin un costo significativo de vidas para el ejército norteamericano, lo que le garantizaba al Ejecutivo la aprobación y respaldo de la opinión pública estadounidense. Por otra parte, el país contaba con la supuesta superioridad moral que le daría el ser una de las economías más sólidas y estables del mundo. Su musculoso sistema de empresas era la punta de lanza del capitalismo corporativo global y el sinónimo del optimismo ilimitado de los inversionistas en el dinamismo de la Bolsa de Wall Street, orgullo de los agresivos corredores y fantasía de una jubilación tranquila para millones de inversionistas. Y, por supuesto, no hay que dejar fuera de esta letanía al Gobierno, un Gobierno confiable y transparente, capaz de equivocarse pero nunca de corromperse.

Retrospectivamente, la recuperación económica, el respaldo internacional y las campañas para desfacer los entuertos de los herejes del Eje del Mal, hasta hace muy poco le prometían a George W. Bush una reelección sin el esfuerzo y el tufo a trácala de su pírrica victoria en el año 2000. Pero ahora, y ni tan súbitamente, el cielo se nubla con una oscuridad de eclipse que sólo promete un mañana de sombras.

El malestar en la Nación

En efecto, desde que explotara el escándalo de Enron, las noticias en la prensa han venido cargándose lentamente de infelices reproches. En las últimas semanas, los ataques llegan desde todos los frentes, como si finalmente el cheque en blanco que la opinión pública y la oposición demócrata le habían entregado al Gobierno hubiera expirado. Hay varias áreas que son puntos neurálgicos para explicar el malestar que manifiesta la nación norteamericana.

En el primer plano aparece la falta de una política exterior coherente. Muchos aliados occidentales ya no quieren seguir siendo vasallos de un Gobierno que insiste en jugar en solitario el ajedrez del control global, a través de desplantes retóricos sin consecuencias concretas. La mayor evidencia es que la diplomacia de Colin Powell en el Medio Oriente fracasa ostensiblemente. No hay paz, pero tampoco hay Estado palestino. Entretanto, Bush jura cada vez que puede que la guerra contra el terrorismo no respeta escondrijos y que Sadam Hussein será desarraigado de Irak junto con su huidizo arsenal de armas de destrucción masiva. Pero nada tangible ha sucedido, salvo reuniones y más reuniones. Como resultado, el capital político del Presidente se desgasta velozmente. Esta semana, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dejó claro que los ataques aéreos no serán suficiente para fulminar a Sadam. Esto implica que Estados Unidos deberá desplazar sus tropas en una multitudinaria invasión terrestre, con un número estimado de 250.000 soldados; una posibilidad que, como se sabe, le causa pánico a un sector importante del pueblo.

La pregunta es por qué el tan pregonado asalto ha sido pospuesto. Los analistas políticos de Washington sostienen que todo se debe a que Bush no quiere repetir los errores que le hicieron perder la reelección a su padre, a saber, la profundización de la recesión económica de principios de los noventa. Para ello ha previsto apertrechar hasta su límite las reservas de petróleo de su país, con el fin de inundar los mercados para contrarrestar la previsible escalada del crudo. Sin embargo, hay muchos otros factores que frenan el inicio de otra guerra. Uno, nada despreciable, es la casi nula aprobación con que cuenta una acción militar en una zona que ya es un polvorín. Ni los países árabes ni el grueso de Europa ni Japón ven lógica una aventura de esta clase. Y considerando que Estados Unidos es indebatiblemente el mayor poder militar y económico global, parece lógico que él mismo pague por su seguridad y protección. Pero no compartir los desvelos de Bush por salir de Sadam Hussein significa que no se puede contar con socios para dividir los gastos. De acuerdo con datos recientemente reproducidos por The New York Times, el costo de la guerra del Golfo alcanzó a 61 millardos de dólares. Tres cuartas partes de ese monto fueron pagadas por países como Kuwait, Arabia Saudita, Japón y Alemania. Por otra parte, se ha calculado que hacerle la guerra a Sadam Hussein una década más tarde costaría más de 80 millardos de dólares, pero esta vez el peso de esa exorbitante cifra recaería con toda su furia sobre los hombros de los contribuyentes estadounidenses, y no sobre los antiguos socios.

Obviamente, de cara a las elecciones legislativas de noviembre, lo que se calcula tras bastidores es el costo político de dar semejante paso. En un escenario económico tan incierto como el que afronta Estados Unidos, embarcarse en una guerra a trocha y mocha antes de esa fecha pondría en riesgo instantáneamente la reconquista de la mayoría en el Congreso por parte de los republicanos y, de carambola, la reelección presidencial. Pero hacerlo a principios de 2003, como se especula que será, podría sumergir a la economía aun más en el abismo, produciendo consecuencias políticas quizás más indeseables.

Crímenes de cuello blanco

A primera vista, la espectacular caída de la bolsa de Wall Street en los últimos meses es principalmente un efecto de la recesión económica. De hecho, desde que explotara la burbuja de las llamadas empresas puntocom, la economía nacional se ha visto invadida por la desconfianza y no ha podido recuperar el asombroso vigor que la caracterizó en la segunda mitad de los años noventa. Los expertos financieros coinciden en que este desplome no será superado hasta dentro de al menos un lustro. Sin embargo, esta no es cualquier crisis. La palabra corrupción, que antes era un lejano eco que llegaba de los países subdesarrollados, es el anatema de moda. A las ollas putrefactas de megaempresas como Enron, Worldcom, Anderson, se han sumado suspicacias sobre el rol de bancos como Citibank y J.P. Morgan en el encubrimiento de sofisticados fraudes empresariales. Junto con el rudo despertar del sueño de la especulación infinita, los estadounidenses han descubierto que la corrupción ataca, como los gérmenes, no sólo el obeso cuerpo de las corporaciones, sino también del Gobierno. Hace una semana, el congresista James L. Traficant Jr. fue enviado a la cárcel por aceptar sobornos y chantajear durante casi dos décadas. Lo mismo le puede ocurrir al inquieto senador Bob Torricelli, quien ayer reconoció haber recibido regalos personales de un contribuyente privado. Hasta el Presidente y el vicepresidente están bajo la lupa por haber jugado a la especulación con sus propias compañías.

Este auge en los crímenes de cuello blanco ha puesto en entredicho a la clase política, desnudando su servidumbre a las megaempresas, pero también es sintomático de la impunidad con que hasta hace muy poco tiempo operaban éstas. Una pincelada más en el cuadro de Estados Unidos a principios del siglo XXI: el abrumador crecimiento de la tasa de desempleo -de 3 a 7% en apenas dos años- y el pasmoso déficit fiscal reconocido por Bush hace pocas semanas, son dos pruebas concluyentes de que el desajuste de la economía no es un fenómeno pasajero, sino que el Estado es incapaz de mantener el "equilibrio dinámico" que garantiza el balance entre el consumo y la productividad.

Dicho de otro modo, todo lo que hemos venido exponiendo sugiere que Estados Unidos padece una crisis sistémica. La ceguera frente a los errores y fallas económicos y los problemas sociales reflejan un grado de descomposición moral pocas veces visto en las cúpulas dirigentes. Sin embargo, a juzgar por la desatinada declaración del secretario del Tesoro, Paul O' Neal -quien antes de partir a Sudamérica dijoo que Brasil no recibirá más dinero a menos que compruebe que el destino de los fondos no serán las cuentas suizas de los políticos de ese país-, la Nación ni siquiera se ha percatado.

Transparencia El Gobierno luce cada vez más errático a la hora de corregir el rumbo de una política que hace aguas, tanto nacional como internacionalmente. Si bien se están haciendo agresivos esfuerzos por poner la casa en orden -como el decreto para frenar el fraude corporativo-, es poco lo que se ha visto en cuanto a una mayor transparencia en el Ejecutivo.

Si en el terreno internacional la hegemonía norteamericana está en crisis por la concentración y el unilateralismo, internamente la autoridad del Estado ha sido seriamente dañada por la hipocresía, la complicidad y el cinismo, reveladoramente ilustrados por la conchupancia entre la clase política y empresarial. Cualesquiera que sean las maniobras que haga el Gobierno para corregir las debilidades del sistema, no es previsible que desaparezcan los problemas, sino que se agudicen. En realidad, las medidas lucen como reacciones tardías y en cámara lenta, habida cuenta de que las luces de emergencia y alarmas del sistema empezaron hace tiempo a titilar. A la hora de reclamar autoridad moral, muchos miembros del Ejecutivo tendrán que revisar la suya propia, puesta en tela de juicio por conflictos de intereses, como en el caso del vicepresidente Dick Cheney, o por descomunales fallas en la dirección del aparato gubernamental, como las demostradas por el propio George W. Bush en cuanto al desempeño de la CIA y el FBI.

Al contrario de lo que se supone, el patriotismo visceral despertado por los terribles ataques del 11-S puede dar un giro de 180 grados para castigar la arrogancia mostrada por quienes detentan el poder. Es eso lo que el presidente Bush tanto teme: la súbita y extraordinaria evaporación de su popularidad.

Tomado de El Nacional

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