31 de marzo del 2003
Noam Chomsky
El País
Si hay algo que enseña con claridad la historia de las guerras, es que se pueden predecir muy pocas cosas. En Irak, la fuerza militar más temible de la historia de la humanidad ha atacado un país mucho más débil, en una tremenda disparidad de poder.
Hará falta cierto tiempo para poder valorar, incluso de forma preliminar, las consecuencias. Es preciso dedicar todos los esfuerzos a disminuir al mínimo los daños y proporcionar al pueblo iraquí los enormes recursos necesarios para que puedan reconstruir su sociedad después de Sadam, a su manera y no como dicten unos gobernantes extranjeros.
No hay motivos para dudar la opinión casi universal de que la guerra de Irak sólo servirá para aumentar la amenaza del terror y el desarrollo y uso de las armas de destrucción masiva, con fines vengativos o disuasorios. En Irak, el Gobierno de Bush persigue una "ambición imperial" que está atemorizando al mundo, con razón, y convirtiendo a EE UU en un paria internacional.
La intención explícita de la política estadounidense actual es reafirmar un poder militar que ya es el mayor del mundo, e imposible de desafiar. Estados Unidos puede librar guerras preventivas a voluntad; guerras preventivas, que no acciones para impedir un peligro inmediato. Sean cuales sean los motivos que, en ocasiones, justifican una acción preventiva a corto plazo, no sirven para justificar una categoría muy diferente de guerra preventiva: el uso de la fuerza para eliminar una amenaza artificial.
Esta política sienta las bases para una lucha prolongada entre Estados Unidos y sus enemigos, algunos de ellos creados por la violencia y la agresión, y no sólo en Oriente Próximo. En este sentido, el ataque de Estados Unidos a Irak es una respuesta a las plegarias de Bin Laden.
Lo que el mundo se juega en la guerra y la posguerra es muchísimo. Por no elegir más que una de las numerosas posibilidades, la desestabilización en Pakistán podría provocar la venta de armas nucleares descontroladas a la red mundial de grupos terroristas, que muy bien pueden verse fortalecidos por la invasión y ocupación militar de Irak. Es fácil imaginar otras circunstancias no menos siniestras.
Sin embargo, no hay que perder la esperanza de que se produzcan consecuencias más beneficiosas, empezando por el apoyo mundial a las víctimas de la guerra, de la tiranía brutal y de las sanciones asesinas en Irak. Un indicio prometedor es que la oposición a la invasión, antes y después de producirse, ha alcanzado un nivel sin precedentes. En cambio, cuando el Gobierno de Kennedy anunció -este mes hace 41 años- que pilotos estadounidenses estaban bombardeando y arrasando territorio de Vietnam, las protestas fueron casi inexistentes. No alcanzaron ningún volumen significativo hasta varios años después.
Hoy existe un movimiento popular contra la guerra a gran escala, comprometido y basado en los principios, presente en Estados Unidos y todo el mundo. El movimiento pacifista actuó con energía ya antes de que empezara la nueva guerra de Irak. Este dato refleja el hecho de que, a lo largo de los años, cada vez hay menos voluntad de tolerar las agresiones y las atrocidades, uno de los numerosos cambios producidos en el mundo. Los movimientos activistas de los últimos 40 años han tenido un efecto civilizador.
Ahora, la única forma que tiene Estados Unidos de atacar a un enemigo mucho más débil es elaborar una enorme ofensiva propagandística que represente a éste como el mal supremo o incluso una amenaza para nuestra supervivencia. Eso es lo que ha hecho Washington con Irak. No obstante, los pacifistas están ahora en una posición mucho mejor para detener el próximo recurso a la violencia, y éste es un aspecto de extraordinaria importancia.
Gran parte de la oposición a la guerra de Bush se basa en la convicción de que Irak no es más que un caso especial de la "ambición imperial" enérgicamente proclamada en la Estrategia de Seguridad Nacional, el pasado mes de septiembre. Para tener cierta perspectiva respecto a nuestra situación actual, puede resultar útil observar la historia reciente. En octubre, la naturaleza de las amenazas contra la paz quedó destacada con gran dramatismo en la reunión celebrada en La Habana para conmemorar el 40º aniversario de la crisis de los misiles cubanos, una reunión a la que asistieron importantes participantes de Cuba, Rusia y Estados Unidos. El hecho de que sobreviviéramos a aquella crisis fue un milagro. Nos enteramos de que quien salvó el mundo de la destrucción nuclear fue un capitán de submarino ruso, Vasily Arjipov, que dio la contraorden ante las instrucciones de disparar misiles nucleares cuando varios destructores estadounidenses atacaron submarinos rusos cerca de la línea de "cuarentena" de Kennedy. Si Arjipov hubiera aceptado las instrucciones, el lanzamiento nuclear habría desencadenado, casi con seguridad, un intercambio que habría podido "destruir el hemisferio norte", como había advertido Eisenhower.
La temible revelación resulta especialmente oportuna debido a las circunstancias: la crisis de los misiles tuvo sus raíces en un terrorismo internacional cuyo fin era "el cambio de régimen", dos conceptos hoy muy de actualidad. Las agresiones terroristas de Estados Unidos contra Cuba comenzaron poco después de que Castro se hiciera con el poder y sufrieron una rápida escalada con Kennedy, hasta llegar a la crisis de los misiles y los años posteriores.
Los nuevos hallazgos demuestran con gran claridad los riesgos terribles e imprevistos de atacar a "un enemigo mucho más débil" para obtener "un cambio de régimen", unos riesgos que no resulta exagerado decir que podrían condenarnos a todos. Estados Unidos está abriendo unas rutas nuevas y peligrosas frente a una oposición mundial casi unánime.
Washington puede reaccionar de dos formas ante unas amenazas que, en parte, derivan de sus propias acciones y proclamaciones. Una forma es intentar aplacar dichas amenazas prestando atención a los agravios legítimos y aceptando convertirse en miembro civilizado de una comunidad mundial, capaz de respetar el orden mundial y sus instituciones. Otra es construir máquinas de destrucción y dominio todavía más temibles, con el fin de poder aplastar cualquier cosa que consideren un desafío, por lejano que sea; lo cual provocará nuevos y mayores retos.
Tomado de Rebelión
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