18 de marzo de 2003
Carlos Taibo
Rebelión
En estos días, y antes de que los cañones escupan, nos han abrumado las discusiones relativas a la trama legal que rodea la imaginable agresión estadounidense contra Iraq. Una vez se procura guardar distancia y sopesar desde lejos los movimientos de unos y otros, se antoja sencillo perfilar el sentido de la política que acaricia la Casa Blanca.
Al fin y al cabo, la estrategia que despliegan en estas horas Estados Unidos y sus aliados tiene dos arietes. El primero lo proporciona un recurso al sistema de Naciones Unidas, de cuyo Consejo de Seguridad se espera, sin demasiada insistencia, que dé luz verde al ataque contra Iraq. Bastará con recordar al respecto que el presidente norteamericano se ha acostumbrado a reclamar que el Consejo esté a la altura de las circunstancias. El segundo ariete queda en la recámara, pero no por ello se alienta, en modo alguno, la ilusión de que Washington aún está calibrando si le conviene o no emplearlo. A los dirigentes estadounidenses no les falta precisamente claridad en sus afirmaciones. Lo han dicho por activa y por pasiva: si Naciones Unidas no hace lo que deseamos, obraremos por nuestra cuenta, y en el mejor de los casos, y de cara a la galería, procuraremos amparar semejante comportamiento en una interpretación extremadamente singular, e interesada, de resoluciones viejas o nuevas.
La línea de conducta que acabamos de dibujar --prepotente y desleal-- se antoja sencilla de replicar. Por lo que al primero de los arietes se refiere, lo que se impone es recordar que el Consejo de Seguridad debe estar a la altura de sus normas procedimentales, y no de unas circunstancias inspiradas en singularísimos intereses. El sentido común, y con él, y por una vez, la propia Carta de Naciones Unidas, señala que para que un ataque contra Iraq sea legal es menester que lo autorice de manera expresa una resolución específica del Consejo de Seguridad. No sólo eso: es este último --y no Washington, ni Londres, ni Madrid-- el que debe determinar si Iraq cumple o no con las resoluciones y las consecuencias que de ello están llamadas a derivarse. El Consejo, en fin, sólo puede avalar un ataque contra Iraq si se demuestra que éste es una amenaza para otras o si estos otros se ven obligados a blandir su derecho a la legítima defensa. No parece que Estados Unidos pueda invocar en estos momentos ninguno de esos dos horizontes. Para enmarañar aún más, en suma, el camino que Washington quiere recorrer, los inspectores no han hallado en Iraq nada singularmente relevante, lo cual no es óbice para que su trabajo parezca progresar de manera razonablemente prometedora.
Por lo que atañe al segundo de los arietes norteamericanos, salta a la vista la imperiosa necesidad de denunciar lo que no es, en Estados Unidos, sino la invocación de la ley del más fuerte. Amparado en su ingente poderío, Washington, que pretende ser juez, parte personada, fiscal, policía y carcelero, esquiva con obsceno descaro su obligación de aportar pruebas. El que más y el que menos sospecha que si se permite, sin réplica, que la gran potencia del norte de América obre a su capricho, a Iraq le seguirán, tan pronto como inopinadamente, otros objetivos.
Claro es que las disputas no acaban aquí. Como por lo demás era de razón, un nombre propio, el de Kosovo, está ahora en muchos labios. No se trata de discutir si en Kosovo se registraban --con toda evidencia así era-- violaciones graves de derechos humanos básicos. Lo que, en lo que se refiere a nuestras apreciaciones, importa es que en 1999 la OTAN hizo uso de la fuerza ignorando por completo el sistema y las reglas propias de Naciones Unidas. Por mucho que se diga lo contrario, la intervención de la Alianza Atlántica en Serbia y Montenegro tuvo un inequívoco carácter unilateral. Tal y como ha venido a recordarlo un manifiesto reciente promovido entre nosotros por un buen puñado de profesores, "el unilateralismo no tiene que ver con el número de actores, sino con la usurpación de una misión que pertenece a Naciones Unidas". Y es que poco importa al respecto que uno pueda exhibir los nombres de unos cuantos Estados que compartan la conveniencia de llevar adelante una intervención. Es como si, tras cometer un delito, el autor se escudase sin más en el argumento de que sus amigos consideran que tal delito no merece castigo alguno.
Resucitados, los desafueros que acompañaron a los bombardeos de la OTAN en Serbia y Montenegro colocan ahora en posición incómoda, en lo que a nosotros respecta, a populares y socialistas. A los primeros porque les invitan a recurrir a un argumento de zafiedad difícilmente rebajable: como quiera que nos saltamos a la torera la legalidad internacional en 1999, no hay motivo alguno para que no repitamos, pasado mañana, la jugada. Y a los segundos porque es menester recordarles que su conducta de cuatro años atrás, al dar rienda suelta a una intervención desarrollada al margen de Naciones Unidas, no hizo sino preparar el camino a la ignominia que hoy abrazan los gobiernos norteamericano, británico y español. Y es que el Partido Socialista, cuya posición ante lo que se barrunta en Iraq se antoja encomiable en estas horas, bien hará en escarbar en sus propios pecados. Uno de ellos queda, por cierto, bien perfilado de la mano de un viejo lema que a buen seguro no gusta a Rodríguez Zapatero y sus acólitos: OTAN no, bases fuera.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar Estados Unidos contra Iraq. La guerra petrolera de Bush en 50 claves.
Tomado de Rebelión
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