17 de marzo

30 de marzo del 2003

Teoría del bombardeo humanitario

(Ensayo sobre algunos aspectos de la dominación neoliberal)

John Brown
Rebelión

Il est scandaleux que la pratique des arrestations administratives qui baffoue le principe d'habeas corpus soit toleree par ecolo et d'autres partis "democratiques". Est-ce qu'il ne faudrait pas réagir contre la législation qui l'autorise? Est-ce que le CNAPD ne pourrait pas dès aujourd'hui mener une campagne contre cette pratique qui humilie les citoyens et crée un espace pour l'arbitraire policier?
Juan Domingo

El fin del Siglo XX quedó marcado por los bombardeos sobre Yugoslavia, durante los cuales Serbia y Kosovo fueron devastados por los aviones de la OTAN con el objetivo humanitario de salvar a los Kosovares, el siglo XXI se abre con el ataque de la coalición internacional formada alrededor de EE.UU. contra Afganistán, país que albergó al igual que Arabia Saudí o Gran Bretaña a terroristas de la red Al Qaida, responsables de los atentados del 11 de septiembre de 2001. De nuevo, toneladas de bombas han destruido un país que era ya víctima del hambre. La ofensiva tiene aquí también un lado humanitario, puesto que se trataba no sólo de destruir las bases de los terroristas de Al Qaida, sino de liberar al pueblo afgano de la dictadura de los talibanes, lo que por otra parte haría más fácil el transporte de la ayuda humanitaria... El mismo guión se repite hoy en relación con Irak, país al que los Estados Unidos y Gran Bretaña han decidido generosamente librar del tirano que ellos mismos ayudaron a subir al poder y cuyos crímenes cubrieron hasta anteayer.

El humanitarismo, nacido de la compasión hacia las víctimas de la guerra y la miseria, se convierte en un elemento de la nueva estrategia militar: no sólo justifica las intervenciones militares, sino que, a veces, hasta las prepara. Algunas ONG se convierten así en una importante fuerza de complemento de los ejércitos. Como afirmaba con singular aplomo Bernard Kouchner, Ministro de Sanidad del Gobierno de la " izquierda plural " francesa: "cuando el humanitarismoo hace progresar a los ejércitos, yo me alegro" . Estas declaraciones apenas levantan indignación: se considera totalmente normal que se bombardee a civiles en nombre de la compasión humana hacia las víctimas americanas del terrorismo y en solidaridad con las mujeres afganas oprimidas por los talibanes. Como ya lo afirmara la Sra. Allbright ante un periodista que le preguntaba acerca de los cientos de miles de niños iraquíes muertos a raíz del embargo que sufre su país: "es un precio que estamos dispuestos a pagar".

¿Cómo es posible que esta aritmética de los costes coexista con ideales humanitarios? Daría inicialmente la impresión de que se trata de mera propaganda de guerra, que la guerra debe ser justificada mediante algo que no sea el simple interés económico o geopolítico. Pensamos, por el contrario que este aspecto propagandístico no es primario sino derivado. Sin duda se hace propaganda de guerra fundamentalmente en nombre de valores humanitarios, pero la elección misma del humanitarismo como tema de propaganda -los derechos humanos, las libertades, la democracia están hoy poco de moda - nos muestra el profundo arraigo de este tema en tendencias profundas de nuestras sociedades que alcanzan su paroxismo en el marco del capitalismo mundializado. Así ha terminado por resultar natural que hoy exista una rigurosa continuidad entre compasión humanitaria y homicidio, y que, entre uno y otro extremo, sea posible calcular el precio que se está dispuesto a pagar. La clave de esta aparente paradoja es la generalización del discurso humanitario como discurso de dominación.

El humanitarismo nace de la convergencia de tres grandes fenómenos que han dejado su sello en los dos últimos siglos y que se anunciaban de manera más o menos clara desde el principio del capitalismo: 1) la hegemonía absoluta de la esfera económica sobre la política, que entraña la destrucción de esta última; 2) la transformación de la política en biopolítica o política de la vida; 3) finalmente, la prohibición de la guerra y el triunfo de un pacifismo militar que criminaliza al enemigo.

Estos fenómenos son los que permiten el surgimiento en la historia del "hombre", este ser que, en su aislamiento, es a la vez impotente y peligroso, este ser que es objeto de la solicitud humanitaria o de la brutalidad exterminadora, cuando no de ambas a la vez. Ni la naturaleza humana presocial ni el estado de naturaleza han existido nunca: fue necesario fabricarlos, son " realidades " artificiales y relativamente recientes que se presentan como naturales e inmemoriales.

I. la hegemonía absoluta de la esfera económica sobre la política

a) El lugar del egoismo : el mercado contra la ciudad

El nombre de " economía política " que designará a la nueva disciplina nacida con el desarrollo del capitalismo con vistas a producir una " verdad " sobre el ámbito de la producción, la circulación y la distribución de la riqueza, constituiría para todas las civilizaciones anteriores una contradicción en los términos. En efecto, si el término " economía " existía ya en la antigüedad griega, su sentido era muy limitado, pues lo económico no era si no la esfera en que se satisfacían las necesidades privadas, la cual se confundía con la correcta gestión de la casa (oiko-nomia = norma de la casa). La economía formaba parte pues del ámbito privado, en comparación con un espacio público donde la política, la preocupación por los asuntos que eran comunes al conjunto de la ciudad ocupaba un lugar central. El ciudadano que satisface sus necesidades materiales gracias a sus recursos privados, puede más tarde ocuparse de la gestión de la cosa pública, uniéndose a sus conciudadanos en relaciones de antagonismo o alianza. En una sociedad donde la esfera económica era controlada por la producción de utilidades (valor de uso) y respondía esencialmente a las necesidades de la sociedad y de los individuos, el beneficio no ocupaba el primer plano y no era el motor de la actividad económica. Si el mercado y los intercambios existían en el mundo antiguo, sólo desempeñaban una función secundaria. La idea de acumulación infinita de capital era enteramente ajena a un ateniense clásico y se situaba por otra parte en un ámbito que no era el de lo " económico ", sino "el crematístico" o de la acumulación de dinero. El mercado, en el marco de estas limitaciones institucionales y culturales era así incapaz de tender al desarrollo infinito que lo caracteriza en el capitalismo.

Para que naciera la economía política fue necesario que la esfera económica adquiriese con el capitalismo, por primera vez en la historia de la humanidad, un papel hegemónico con relación a las demás funciones sociales. En realidad, como sostiene Karl Polanyi, el simple hecho de reconocer la existencia de una esfera económica no es neutro: "Un mercado autorregulador no exige nada menos que la división institucional de la sociedad en una esfera económica y una esfera política. Esta dicotomía no es en realidad más que la simple reafirmación, desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, de la existencia de un mercado autorregulador " . Si hay pues una esfera económica, ello significa que esta puede separarse del conjunto de la vida social y de sus instituciones y ser regulada exclusivamente por un mercado que contiene en sí mismo su principio de regulación. Ahora bien, como la actividad económica es indispensable para la vida material de la sociedad, cualquier otra institución deberá ponerse al servicio exclusivo de la institución que se regula por sí misma: el mercado. Esta subordinación no tiene límites y alcanza al propio hombre así como a su medio ambiente: "Una economía de mercado debe implicar todos los elementos de la Industria -trabajo, tierra y moneda inclusive- [... ]" Pero el trabajo no es nada distinto de los propios seres humanos de los que está hecha toda sociedad, y la tierra el medio natural en el cual toda sociedad existe. Incluirlos en el mecanismo de mercado, es supeditar a las leyes del mercado la sustancia de la propia sociedad " . Desde el punto de vista de la jerarquía metafísica, el mercado que, conforme a su propio mito, es por sí mismo y se regula a sí mismo se convirtió en la sustancia y la sociedad, los propios hombres, en simples accidentes que sólo pueden ser en y por esa sustancia, o que, en cualquier caso constituyen realidades de carácter secundario.

En un contexto de hegemonía del mercado, el individuo se encuentra colocado en un doble plano: por una parte, como protagonista del mercado, es un sujeto libre que busca racionalmente su máximo beneficio en los intercambios; por otra, como productor asalariado, verá su libertad supeditada a la disciplina de la producción. En ambos casos, su existencia como sujeto político queda abolida. En el primer caso, porque su función pública se reduce a una mera función privada, que es la búsqueda del beneficio, en el segundo, porque su libertad de decisión y deliberación se encuentran enteramente anuladas en un lugar, el de la producción, que se sitúa fuera del espacio público.

El individuo humano debe, en efecto, al igual que sus instituciones, adaptarse al nuevo orden. Ahora bien éste supone una universal retranscripción de lo institucional en términos de mercado. Esto es lo que ocurrirá, según Marx con los grandes principios democráticos: "La esfera de la circulación de las mercancías, donde se realizan la venta y la compra de la fuerza de trabajo, es realmente un verdadero Edén de los derechos naturales del hombre y el ciudadano."[…] En ella sólo imperan Libertad, Igualdad, Propiedad y Bentham! " . Para Marx, todos los principios constitucionales de la democracia burguesa convergen en un nombre propio, el de Jeremy Bentham, que es a la vez, y no por casualidad, el gran teórico del egoísmo comercial como principio ético y el inventor del panóptico como dispositivo de control. Los principios de la revolución francesa adquieren así un estatuto ambiguo: son el fundamento de una libre República, pero sobre todo constituyen el fundamento jurídico de la autorregulación, por lo tanto, de la hegemonía del mercado. En efecto, esta autorregulación necesita individuos libres capaces de firmar contratos, iguales como dueños de mercancías, y propietarios en la medida en que cada uno es dueño de lo que le pertenece, sea esto el capital o su propio pellejo.

Por supuesto, en estos intercambios, que se producen al margen de cualquier otra institución distinta del mercado, el único móvil del hombre económico será su propio beneficio. Lo que no deja de tener consecuencias. En efecto, el hecho de que el espacio donde los hombres se encuentran unos con otros sea a partir de ahora un mercado y de que el ciudadano se reduzca al papel de negociante o consumidor implica la liquidación del espacio público, y esto en el marco mismo de las libertades y derechos que lo hacían posible. El espacio público, que es el espacio común de los hombres, allí donde cada uno está ante los demás y con los demás, allí donde debe y puede producirse la determinación de un interés general no es el mercado . Ciertamente, en estos dos espacios son hombres los que se encuentran, pero en el mercado sólo se producen transacciones en las que los individuos compra o venden mercancías a otros individuos, sin que el conjunto de la ciudad se vea como tal afectado. Los individuos que intervienen en el mercado no necesitan poseer ningún estatuto distinto del de propietarios de su dinero o de su mercancía.

En el espacio público, por el contrario, es imprescindible ser un ciudadano, un hombre libre que "es capaz de obedecer y de mandar" , para poder dirigirse a una asamblea de iguales que decide sobre la cosa común, o incluso hacerse cargo de responsabilidades públicas con el mandato de la asamblea. Ahora bien, allí donde se trata de la cosa común, el principio rector no puede ser el egoísmo. El ciudadano, en su intervención pública, pretende por sus actos y por sus palabras persuadir a sus iguales de lo que es el interés general. Si se acepta lo que propone, sufrirá las consecuencias o disfutará de los beneficios de esta decisión al igual que todos los demás ciudadanos. Por lo tanto, el altruismo queda también excluido: nunca en la vida pública hay que sacrificarse por otros sino administrar lo mejor posible lo que es común, aunque ello pueda suponer en algunos casos perder la vida por la Ciudad.

b) El lugar del altruismo

Excluido del espacio público, el altruismo surgirá en otro lugar. Constituirá en el marco de la ideología burguesa la contrapartida natural del egoísmo del proprietario. El egoísmo es indudablemente el motor del mercado, pues este no puede dejar lugar a ningún otro principio en su seno, y aún menos a un principio opuesto. Si el mercado autorregulador no conoce otra ley que no sea la suya, si es verdaderamente autónomo, es porque no admite la intrusión de principios importados de otras instituciones. Pero, que el mercado sea hegemónico no quiere decir que sea el único espacio social. Para que el mercado exista, es necesario que haya mercancías que se hayan producido y sujetos que las produzcan y consuman.

Desgraciadamente, ni en la naturaleza ni en el mercado se producen estas mercancías ni estos sujetos. Todo esto ocurre en otro lugar donde las normas jurídicas del mercado no rigen y que no podría representarse ni transcribirse en términos de derecho ni de mercado: el espacio de la producción y de las disciplinas en que se basa su funcionamiento. Así pues, cuando en un mercado un hombre ha vendido a otro hombre su fuerza de trabajo por dinero, se producen extraños fenómenos que Marx nos describe: "En el momento en que salimos de esta esfera de la circulación simple que proporciona al librecambista vulgar sus conceptos, sus ideas, su manera de ver y el criterio de su juicio sobre el capital y el asalariado, vemos operarse, según parece, una determinada transformación en la fisionomía de los personajes de nuestro drama. Nuestro antiguo hombre de los dineros toma la delantera y, en calidad de capitalista, camina primero; el dueño de la fuerza de trabajo lo sigue por detrás como su trabajador; aquél avanza con mirada sardónica,dándose aires de importancia y de mucha ocupación; éste lo sigue tímido, vacilante, reticente, como alguien que ha llevado su propia piel al mercado y no puede esperar sino una cosa: que se la tundan " .

Para el individuo que ha vendido su fuerza de trabajo y durante el tiempo por el cual la vendió, la igualdad garantizada por el derecho y que era indispensable para la existencia y para la autorregulación del mercado deja de estar vigente. Se encuentra sujeto a la buena o mala voluntad de su dueño, a su egoísmo o a su altruismo. Durante el tiempo que debe trabajar bajo las órdenes de su amo, no pertenece a una comunidad como ciudadano; su relación con el otro, en este caso el amo, no está regulada por la ley en cuanto a su contenido, sino solamente en cuanto a sus límites (de tiempo, de salario etc). Esta situación de esclavitud salarial, que no tiene nada de extraordinario en una sociedad capitalista, constituye una relación de desigualdad que permite la explotación.

Ahora bien, el mismo individuo que se ve colocado en esta situación de explotación, será el objeto de predilección de la acción humanitaria. La compasión humanitaria no se ejerce respecto a un conciudadano libre, aún menos respecto a un interlocutor comercial. En estos dos supuestos, la ley hace a los individuos iguales y titulares de derechos. Es en los espacios cerrados, sean estos los espacios del trabajo asalariado o de los distintos dispositivos disciplinarios como la asistencia a los pobres, la clínica o la prisión, donde los individuos podrán ser objeto de coacción o explotación, pero también de compasión y benevolencia . Es en este marco ambiguo y al margen de la ley donde el hombre de los humanitarios hace su aparición. Lo veremos también aparecer como víctima o refugiado en el marco de la guerra industrial contemporánea, que moviliza una masa enorme de hombres y recursos haciendo cumplir al capitalismo su destino de " destrucción creativa ".

El hombre que puede ser objeto de la compasión humanitaria es pues el hombre en situación de inferioridad estructural que no puede hacer valer derechos durante un período que puede ser limitado o indeterminado, tal como ocurre con el loco, el preso, el refugiado o el trabajador, a los cuales sólo les queda como último factor de igualdad con los otros hombres la identidad de especie, el hecho de ser humano. Pero este hecho tendrá pocas consecuencias positivas. Hannah Arendt expresará muy claramente lo que podemos llamar la paradoja del refugiado, que sirve de parangón a este aspecto oscuro de la actual condición humana: "parece que un hombre que no es nada más que hombre ha perdido esas mismas cualidades que hacen que otra gente pueda tratarlo como su semejante" . Ni siquiera la igualdad, a pesar de las apariencias, podría basarse en esta comunidad de especie, puesto que: "La igualdad, al contrario de todo lo que entraña la mera existencia, no es algo que nos venga dado, sino el resultado de la organización humana en la medida en que es guiada por el principio de justicia. No nacimos iguales; nos convertimos en iguales como miembros de un grupo en virtud de nuestra decisión de garantizarnos unos a otros derechos iguales. " . La persona, privada de estatuto jurídico, queda sumida en las particularidades de su simple existencia, particularidades estas que pueden convertirse en objeto de amor o de odio, de protección humanitaria o de exterminio en nombre de una humanidad que podría incluso, en su propio interés, contemplar la liquidación de algunas partes de sí misma.

Dejamos pues la libertad, la igualdad, los principios, pero Bentham nos sigue esperando con la perenne sonrisa de su cuerpo embalsamado. Nos espera en un dispositivo de su invención, previo al derecho, exterior al derecho, que proporcionará al mercado sujetos normalizados mediante un dispositivo disciplinario paradigmático que permitirá excluir los que no sean normalizables: el Panóptico. Este dispositivo va a cambiar el mundo. El Panóptico es en primer lugar una prisión racional, pero es también un dispositivo humanitario en un doble sentido, pues por un lado pone fin a la crueldad inútil de las prisiones del antiguo régimen, pero, por otro, es el lugar arquetípico donde tendrá lugar la producción del hombre.

Bentham lo describe así: "un edificio circular o poligonal con celdas en cada piso situadas en la circunferencia y, en el centro, una cabina para el supervisor, desde la cual él mismo puede ver a todos los presos, sin ser por ellos visto, y desde donde puede dar todas las órdenes sin verse obligado a dejar su puesto " . Es pues, en primer lugar, una invención que configura un nuevo tipo de espacio. Las arquitecturas públicas de la antigüedad estructuraban el espacio público como un lugar donde uno sólo era visible para otros muchos: el individuo hacía frente al conjunto de la comunidad y podía dirigir a todos simultáneamente la palabra. El teatro griego o los espacios dedicados a las asambleas tenían así una estructura centrípeta por lo que se refiere a la orientación de la mirada. La orientación de la mirada en el panóptico se invertirá con relación a este modelo, volviéndose exclusivamente centrífuga. No debe poder verse al individuo que ocupa el centro, pero este debe poder observar a todos los demás o incluso hacerles suponer o temer que siempre son observados. Este dispositivo arquitectónico que poco a poco va a invadir los distintos espacios de la sociedad organiza muy eficazmente la desaparición del espacio público. Expresa una perfecta asimetría, una desigualdad esencial entre el que supervisa y los individuos se le someten.

Es necesario hacer hincapié aquí en el hecho de que esta situación de desigualdad reduce al hombre a su dimensión estrictamente singular, privada, a la de un ejemplar de una especie animal. Pierde con su lugar en el espacio público lo que tiene de común con los demás, lo que hacía que sus declaraciones y sus actos fueran pertinentes para otros que en este marco eran su iguales. Encerrado en su singularidad y su soledad, es objeto de una mirada que él no puede ver: una mirada sin contrapartida. Esta mirada, va progresivamente a extenderse al conjunto de la sociedad. "El panoptismo -nos dice Michel Foucault - es una de las características de nuestra sociedad. Es un tipo de poder que se ejerce sobre los individuos en forma de vigilancia individual y continua, en forma de control, castigo y recompensa, y en forma de corrección, es decir, de formación y transformación de los individuos en función de algunas normas. Este triple aspecto del panoptismo [... ] parece ser una dimensión fundamental y característica de las relaciones de poder que existen en nuestra sociedad " .

Contrariamente al prejuicio humanista, el poder tal como se ejerce en nuestras sociedades no transforma al hombre en una simple cifra. Esto sería establecer una relación de igualdad entre los individuos. El panoptismo lo trata humanamente, creando entre el individuo sujeto al panoptismo y su observador- secuestrador una relación de carácter emocional. Así en el Rationale of Punishment de Bentham se hos habla de presos que lloran la muerte de su supervisor a quien consideraban como "un amigo y un protector" y se habla también de la viuda de este mismo supervisor que lo sustituyó en su puesto y trataba a los presos "con la misma atención y humanidad". Bentham, preso de emoción, considera incluso a la prisión de Philadelphia fundada por los Cuáqueros de Pensilvania como "una de las más bellas joyas de la corona de la humanidad" y como la imagen de una futura "edad de oro descrita por un profeta donde el león y el cordero dormirán juntos y un niño los conducirá". Pero, a pesar de todas estas características emocionales, más o menos conmovedoras, en esta edad de oro pacífica, no hay existencia política, ni tampoco derechos. El control humanitario podrá ser benévolo o severo según las necesidades de la corrección, de la ortopedia que debe aplicarse, pero nunca podrá escapar de lo que constituye su principio, la individualización y la unilateralidad estrictas de la relación de poder.

En esta situación, cada uno no es más que el conjunto de sus características singulares, que configuran su "peligrosidad" o su capacidad de reformarse y sólo se le tratará en virtud de esta identidad. Así, según Hannah Arendt: "si en una comunidad blanca se considera que un Negro sólo es un Negro y nada más, pierde con su derecho a la igualdad, esta libertad de acción que es específicamente humana; se explicarán todos sus actos en adelante como consecuencias necesarias de algunas cualidades de los Negros; pasando a ser un ejemplar de una especie animal llamada " hombre " " . Allí donde las características singulares son el único motivo pertinente de la relación al otro, solamente los sentimientos más elevados, la violencia más extrema o algo intermedio pero igual de arbitrario puede expresarse. El humanitarismo y el racismo comparten un objeto común : el "hombre".

c) El tiempo de los hombres

Al considerar estos dispositivos oscuros situados más acá del derecho, no debemos sin embargo olvidar un aspecto esencial de su funcionamiento: se orientan todos hacia el único objetivo de una sociedad de mercado que es la obtención directa o indirecta del beneficio. Ya vimos cómo Marx describía el contraste existente entre el Edén de los derechos humanos que es el mercado y la ausencia de derecho que existe en la esfera de la producción. Sin embrago, se considera a los trabajadores que intervienen en la producción como siempre ya aptos para el trabajo, lo que pudo dar lugar a esa idea, cara al joven Marx, de que la capacidad de trabajar pertenecería a la esencia misma del hombre. En realidad, debajo de la producción, que ya no es en sí idílica, encontramos aún estos dispositivos disciplinarios que producirán al hombre apto para el trabajo. Para eso será preciso "corregirlo", educarlo, domarlo. Si el hombre económico es el producto de la invasión y la liquidación del espacio público por el mercado, el trabajador será el resultado de una síntesis entre hombre y trabajo para cuya obtención resulta indispensable practicar una auténtica ortopedia. La labor destructiva del mercado produjo al hombre aislado y propietario (aunque sólo fuera de su propio cuerpo y de su capacidad de trabajar), unas disciplinas muy elaboradas producirán la especificación de las clases y, en particular, al hombre trabajador.

Una ortopedia es necesaria cuando una norma pretende imponerse y para ello debe vencer toda una serie de manifestaciones de anormalidad. Esta anormalidad, por lo que se refiere al capitalismo y a sus necesidades de acumulación indefinida de capital, coincide con la existencia misma de la sociedad. La hegemonía del mercado supone, en efecto, una subordinación de todas las demás instituciones a sus intereses: la esfera económica invade el conjunto de la vida social y la totalidad del tiempo de existencia de los individuos. Ahora bien, si todo esto resulta necesario es porque estas otras esferas de la vida social no producen ni al homo oeconomicus ni al trabajador: pueden producir ciudadanos, familia, arte, religión, cultura, pero todo esto no es inmediatamente transformable en valor de cambio.

Por otra parte, existen categorías de individuos que, no siendo aptos para el trabajo, deberán encerrarse y someterse a corrección y en general deberá mantenerse un ánimo laborioso entre los distintos miembros de la población. Se trata no solamente de hacerlos trabajar para el capital, pero de hacer que toda su existencia de productores/reproductores/consumidores resulte funcional para la ley suprema de la valorización del capital: nada menos que todo esto es necesario para una economía cuya ley es la acumulación indefinida de capital y que no se encuentra limitada por ninguna otra institución.

El tiempo de trabajo no será pues el único tiempo que los individuos dedicarán a la actividad económica, el consumo que era en épocas anteriores el objetivo extraeconómico de la economía ha pasado a ser una actividad económica central. En el sistema actual, la totalidad del tiempo es necesaria para el capital, así como la totalidad de las capacidades de los individuos y de la sociedad: la vida, en su doble sentido de existencia fisiológica (Zoé) y totalidad de actos de los individuos (Bios) se convierte en principal objeto del poder. Como dice Foucault, "la extracción de la totalidad del tiempo es la primera función de estas instituciones de sometimiento" .

El panóptico ejercerá un control completo, interiorizado por los propios individuos, de la totalidad del tiempo de existencia. Es mucho más que un simple instrumento de control ; es un aspecto fundamental de la constitución material del poder capitalista e incluso el dispositivo central de un nuevo tipo de poder que tiene aspectos políticos. En los hospitales o en las fábricas, "hay un poder no sólo económico, sino también político. Las personas que dirigen estas instituciones se asignan el derecho a dar órdenes, a establecer reglamentos, a adoptar medidas, a expulsar a unos individuos, a aceptar a otros " . Pero este poder omnipresente e invisible no deja de ser un poder liberal: un poder basado paradójicamente en la no intervención, en el dejar hacer. Mientras las cosas ocurran "normalmente", la no intervención es la norma; pero para garantizar que las cosas ocurran normalmente, sin la menor intervención, todos los individuos sometidos al poder deben saberse, o al menos suponerse, sujetos a un control permanente. Ciertamente, el poder liberal no es un régimen basado en el mando y en el intervencionismo de un poder público soberano, pero es un régimen de control en la medida en que debe asumir y delimitar el riesgo de "dejar hacer". Así pues, cuanto mayor sea la libertad, entendida como ausencia de mando, más omnipresente deberá ser el control. Para evitar los odiados regímenes intervencionistas, el liberalismo se ve obligado ejercer el poder a través de un control total, mucho más eficaz que cualquier mando político. El liberalismo no es una limitación del despotismo, sino su forma más consumada.

El panoptismo es así doblemente productivo: por una parte, fabrica al hombre sujeto de derechos que podrán hacerse valer en el contexto del mercado o en un pseudoespacio público que perdió sus características propias y se confunde con el mercado. Tal es el hombre del " laissez faire ", el hombre que no se somete al mando o a la coacción y que es capaz de negociar lo mejor posible sus intereses comerciales. Por otro lado, se produce el hombre desnudo, el hombre que, siendo objeto de un control permanente, debe adaptarse a la "libertad" del mercado y se ve, fuera de cualquier otro marco político o cultural, forzado a ser libre. En ambos casos, se celebra al hombre, pero, en inguno de ellos puede hacerse valer ningún derecho político: en el mercado, sólo cuenta la solvencia, y todo derecho a participar en una operación comercial supone un preliminar que es la propiedad; en las zonas indeterminadas de la potestad disciplinaria, no existe tampoco ninguna garantía política , aunque, al ejercerse este poder en nombre del hombre y para el hombre, no se descarta la invocación de los derechos de éste... a excepción naturalmente de todo derecho del ciudadano.

Todo esto implica que, cuanto menos el régimen controle y obligue, cuanto más benévolo y respetuoso del hombre sea, mayores serán los controles que imponga a las poblaciones y los individuos. El altruismo panóptico, como la caridad cristiana, no debe mostrar su rostro, con humildad y discreción, sacrificándose incluso, se consagrará enteramente a la producción del hombre.

II. La biopolítica: una política de la vida

a) El rey pastor

En El Político , uno de sus últimos diálogos, Platón pretende determinar la naturaleza del dirigente político. Los personajes del diálogo llegan a una primera definición de la política que la identifica con la economía al negar que "exista una diferencia entre la organización de una gran familia y la dignidad de un pequeño Estado desde el punto de vista del poder" y afirmando que "hay una única ciencia con relación a todo eso, ya se denomine " real ", " política " o " económica "" . Esta definición desemboca en una primera definición del rey como "pastor" y criador de la manada humana. Para Platón, no es sin embargo válida, puesto que "los comerciantes, por ejemplo y los campesinos y todos los panaderos, así como los maestros de gimnasia y la clase de los médicos [... ]todo ellos podrían cuestionar el razonamiento sobre los" pastores "que apacientan al ganado humano y que hemos denominado" políticos ", puesto que se ocupan todos ellos de la ganadería humana y no solamente de la manada de los hombres sino incluso de sus jefes " .

La definición del político como pastor, como el que se hace cargo de la vida de la manada en las dos dimensiones de la cría (reproducción) y la alimentación, sólo es posible abriendo el campo de la definición a otros protagonistas que deberían también denominarse políticos, puesto que también se ocupan de la vida del rebaño humano. En el ejemplo de Platón, se distinguen dos grupos: los campesinos y los panaderos, que alimentan a la población y los médicos y maestros de gimnasia que cuidan de su salud. Este callejón sin salida platónico de una política cuyo primer objeto de atención es la vida, nos muestra que la definición de la política como gestión de la vida debe implicar necesariamente la disolución de la política en lo económico y en la gestión de la población, o, lo que viene a ser lo mismo, la constitución de la biopolítica.

El poder biopolítico se distingue de las potestades disciplinarias a las cuales se articula. Si éstas se ejercían sobre el hombre desnudo, el hombre reducido a sus características individuales, a su cuerpo, el biopoder se ejercerá como sostiene Foucault sobre la manada humana: "la nueva tecnología que se establece va dirigida a la multiplicidad de los hombres, pero no resumida en cuerpos, sino al contrario como constitutiva de una masa global, afectada por procesos de conjunto que son consustanciales a la vida tales como el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad" .

El objetivo del nuevo poder que nacerá a principios del siglo XIX es "hacer vivir" y, por lo tanto, se opondrá al poder soberano que, clásicamente, se había definido como un poder "de hacer morir", siendo atributo último del soberano su poder de vida y muerte o su monopolio de la violencia legítima. Sólo de manera indirecta y condicional defenderá el soberano la vida: éste garantizará la seguridad de sus súbditos frente a toda amenaza privada, pero se reservará la potestad de ejercer la violencia, o incluso de practicar el homicidio legal para cumplir su compromiso. Es soberano porque puede hacer morir.

El nuevo poder que en el Estado capitalista coexistirá con el poder soberano, promoverá la vida de manera directa. El control médico y sanitario de la población, la gestión cuantitativa y cualitativa de ésta (nacimientos, migraciones, educación), se convierten en aspectos fundamentales de la nueva legitimidad. Es un poder que, contrariamente al poder soberano, no tendrá enemigos, sino que se enfrentará a riesgos: la epidemia, el contagio, la degeneración. El poder biopolítico es legítimo porque hace vivir.

Si el cuerpo sujeto a la disciplina ya constituía una abstracción considerable con relación a la inscripción del ciudadano en la ciudad, la vida como nuevo objeto de poder determinará una apertura hacia lo transindividual, o incluso hacia lo trans-humano. La realidad discontinua y plural de los hombres, se verá sustituida por otra realidad que puede considerarse continua y singular. La vida no está en relación biunívoca con el individuo, lo supera en la población, en la especie, la biosfera etc.. Pero, si la vida ocupa un lugar de primer orden en el capitalismo actual, es porque en él desempeña dos funciones fundamentales: se convierte por una parte en el fundamento del valor de cambio de las mercancías, y por otra en el elemento que cualifica el valor de uso.

b) Vida y valor

La economía clásica reconoce en la mercancía una diferencia entre un valor de cambio y un valor de uso. El valor de cambio es la propiedad de la mercancía que permite cambiarla por otras en proporciones determinadas. El valor de uso constituirá su utilidad, su capacidad de satisfacer todo tipo de necesidades o de deseos. Dependerá así de las distintas subjetividades históricas y culturales.

El valor de cambio de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción: este tiempo de trabajo no es el tiempo de trabajo de un productor concreto sino una cantidad abstracta, una media. El trabajo que aquí se considera es un trabajo también abstracto, cualquiera, un trabajo general cuya finalidad concreta no se tiene en cuenta. Gracias a esta abstracción las mercancías de distinta naturaleza o valor de uso pueden intercambiarse en proporciones determinadas: el trabajo medido por el tiempo de trabajo es el factor común a todas las mercancías. En la industria moderna, el carácter abstracto del trabajo ha sido la norma. El modelo de producción fordista constituirá el apogeo de esta economía del trabajo abstracto característica de la gran industria.

La rebelión contra el trabajo abstracto del final de los años 60 produjo una convulsión sin precedentes. El modelo basado en el trabajo abstracto, la jerarquía disciplinaria y el consumo de masa entra en quiebra: solamente el trabajo vivo, el que no se separa de su producto y las relaciones sociales y emocionales que constituyen la subjetividad del trabajador será en adelante productivo y operativo. Pero este trabajo no se distingue de la vida del trabajador: el capitalismo deberá ahora contar con la totalidad de la existencia del trabajador, en particular, con sus relaciones de cooperación y su capacidad de comunicación, así como con su inteligencia y, de manera más general, con la inteligencia colectiva social que Marx denominó General Intellect. El espacio y el tiempo de trabajo estallan, son insuficientes para una producción que debe ahora adaptarse a segmentos de mercado cada vez más escasos y cada vez más variados. El resultado de este desbordamiento del tiempo de trabajo sobre el tiempo de vida, de esta fusión de los dos tiempos será que el trabajo necesario dejará de ser una medida válida del valor de cambio, al menos desde el punto de vista económico.

La utilización masiva de la inteligencia social, la implicación de la vida entera en la producción, dará lugar a un formidable aumento de la productividad laboral que reducirá la parte del trabajo socialmente necesario en cada unidad de mercancía a un mínimo constantemente decreciente. En adelante, la inteligencia social, el conocimiento, la "población de calidad", serán la base del valor de cambio: de un valor paradójico y no mensurable que no permite ya ninguna comparación entre las mercancías.

En cuanto al valor de uso, sufre también una convulsión fundamental. Cuando lo definimos como la capacidad de una mercancía para cubrir una necesidad, suponíamos que esta necesidad había nacido fuera de un circuito productivo destinado a satisfacerla. La cultura, los determinantes sociales e individuales de la subjetividad definían tanto al sujeto como sus necesidades. El hecho de que el nuevo modelo productivo postfordista haya suprimido los espacios y el tiempo exteriores a la producción implica que las necesidades se definan en adelante en un único contexto: el de la serie producción- consumo. El valor de uso se hace entonces directamente funcional al valor de cambio. Inversamente, la definición de un objeto por un estilo de vida (life style) asociado a un logo, destinado en principio a indicar que tal objeto es una mercancía producida por tal empresa, constituirá su valor de uso. La vida misma al poder convertirse en mercancía, es la base del valor de uso.

Así llegamos a la paradoja del capitalismo actual: si la utilidad de una mercancía determinaba su valor de uso y este valor de uso era una condición sine qua non del valor de cambio, nos encontramos, en la economía de los logos y de los estilos de vida ante valores de uso, enteramente fundados en el valor de cambio, en valores de uso cuya utilidad viene determinada básicamente por la valorización del capital. Si estos valores de uso, pueden cubrir las necesidades o los deseos de los sujetos, es porque éstos no son, para emplear una metáfora spinozista, más que de los modos de la substancia "capital" , entidades que no son en sí mismas, sino en otra que es la única capaz de autosubsistencia.

Si el valor de cambio es la base del valor de uso, la calidad fundamental de este último es su aptitud para el cambio. Sus características físicas o simbólicas son indiferentes. La mercancía sólo es útil por accidente, de manera ocasional. El capitalismo se convierte así en un platonismo generalizado dónde las cosas producidas se reducen a características esenciales que no tienen ninguna relación con características empíricas. Así pues, tendencialmente las patatas o cualquier otra mercancía deben tener tal o cual forma que se debe identificar con la de la patata esencial para poder comercializarse. Su capacidad de intercambiarse, que se integra en su valor de uso, les hace adquirir los caracteres del dinero: uniformidad, estabilidad. El ideal del capitalismo actual sería acelerar la transformación de la mercancía en dinero, de tal manera que una vez esencializada, la mercancía pueda comulgar con el único valor de uso que el capital puede reconocer: su autovalorización. Como el Dios de Aristóteles, como la esencia pura que es, el capital es su propio telos y se contempla a sí mismo excluyendo cualquier otro objeto.

La vida colocada como base de un valor de cambio y de un valor de uso que se confunden se convierte en vida paradójica: no es ya la vida de los individuos, sino de una serie, la vida de la población en una sociedad dominada por lo económico. Las características de los individuos no se pierden, sin embargo, puesto que todas sus capacidades son precisamente indispensables para la economía: se integran tan sólo en una sustancia de la cual no son sino accidentes.

Ahora bien, incluso a este nivel debe constituirse el capital como esencia única que subsume estos accidentes. Para eso, es necesario que la vida en el más amplio sentido biológico, y la inteligencia también en sentido amplio, puedan ser objeto de una producción mercantil. La naturaleza y la vida deben en adelante producirse para ser susceptibles de apropiación privada y transacción comercial. Se trata, en particular, de hacer de la vida una mercancía (OGM, clonación, biotecnologías, venta de órganos) de modo que resulte posible vender a los individuos su propio cuerpo. Se trata de patentar la inteligencia colectiva para que la principal fuerza productiva esté expropiada y pueda revenderse a los que la constituyen. Sin eso, seguirían siendo dos peligrosos espacios de autonomía, de irreductibilidad que limitarían la soberanía del capital y que hasta podrían derribarlo.

El cuerpo y la inteligencia, dos elementos constitutivos de la vida humana son a la vez la base del capitalismo postfordista y el mayor peligro para su supervivencia. El capitalismo no puede permitir que la autonomización de la cooperación social haga que los propios conceptos de valor de cambio, trabajo y mercado se vuelvan completamente superfluos; pero no puede impedir enteramente esta autonomización, puesto que, suprimiéndola, perdería la única verdadera fuente de valor existente. Debe pues combinar la subsunción real de la vida de los trabajadores bajo el capital, indispensable para la economía actual, con la imposición de la ficción jurídico-político del salario y del valor-trabajo, indispensable para el mantenimiento del carácter capitalista del sistema. En una sociedad donde el poder es arbitrario e impone un orden social que no tiene justificación económica en sentido tradicional, el instrumento del antiguo régimen que es el poder soberano deberá manifestarse en paralelo al poder biopolítico. El humanitarismo que defiende al hombre y la vida, será así inseparable de la guerra y de ciertas formas de racismo, que son características fundamentales del poder soberano. Una transformación radical del concepto de guerra permitirá a este poder " dar muerte " en nombre de la vida y su protección.

III. la guerra humanitaria

Si el poder biopolítico extrae su legitimidad del fomento de la vida, la muerte no debe ya ser uno de sus atributos, no puede hacer morir ; a lo sumo puede dejar morir, de la misma forma que el poder soberano, que puede hacer morir, deja también vivir. La muerte se convierte así en tabú. Bajo este régimen, la pena de muerte se suprimirá o se practicará muy poco, y si no desaparece la guerra, que es la máxima manifestación de la muerte en el contexto del Estado soberano, es porque ha sido objeto de una gran transformación en sus justificaciones, sus métodos y su objeto. El primer paso en esta transformación es la criminalización de la guerra y la transformación del enemigo en criminal.

a) El pacifismo de los Estados: metamorfosis de las justificaciones de la guerra

Una de las ironías más crueles del Siglo XX , que el Siglo XXI de momento está confirmando plenamente, es que una ideología fundamentalmente pacifista y vinculada a la defensa de los derechos humanos y de la vida haya podido coexistir con las mayores matanzas de todos los tiempos. Vimos cuál es el terreno de violencia y privación de derechos que vio nacer los derechos humanos, nos queda por ver cómo la guerra en una de sus versiones más despiadadas se impone al hombre en nombre de sus derechos.

El gran momento del humanitarismo durante el Siglo XX siglo fue el período de entreguerras. A raíz de las matanzas de la primera guerra mundial, que dieron lugar a levantamientos en los distintos ejércitos y desencadenaron el movimiento que daría lugar a la revolución rusa, los dirigentes europeos se convirtieron en pacifistas. Era necesario a su modo de ver poner fin a la utilización de la guerra como instrumento político. La guerra se había vuelto demasiado mortífera, pero sobre todo demasiado peligrosa, en la medida en que implicaba ampliamente a las clases populares, que podían, como en Rusia, volverse contra los jefes militares y el orden social establecido.

En este explosivo contexto, el pacto Briand-Kellogg del 17 de agosto de 1928 consagra un cambio decisivo en la política internacional. En efecto, yendo más lejos que la Carta de la Sociedad de las Naciones, que se limitaba a someter la guerra a algunas condiciones previas (arbitraje internacional etc), este pacto cuyos primeros signatarios son el Presidente del Consejo francés y el Primer Ministro británico, prohibirá todo recurso a la guerra para la Resolución de controversias internacionales . Las consecuencias de este pacto son enormes: con él se pondrá término al equilibrio entre Estados europeos que había prevalecido desde la paz de Westfalia (1648). Este equilibrio era sin duda un equilibrio armado en el que la guerra constituía un horizonte permanente. Pero la guerra en la tradición de Westfalia era una guerra limitada en la cual normas estrictas regían la actividad militar. Se trataba de una guerra dentro de un marco legal que sólo afectaba directamente a los ejércitos implicados y en la que no se atacaba -al menos legalmente-a poblaciones civiles.

La prohibición de la guerra no eliminará la guerra, pero la pondrá fuera de la ley. A este respecto, no cabe hacerse ilusiones: cuando se pone fuera de la ley una práctica que antes se ejercía en un marco legal y no se tiene ni la capacidad -ni la intención - de hacerla desaparecer, lo que se hace realmente es liberarla de sus límites. La guerra podrá así desplegar su potencial letal sin la menor norma. Tanto el agresor que declaró la guerra y es considerado a partir de ahora como un criminal como las potencias que responden a la agresión podrán o incluso deberán hacer todo lo necesario para vencer a su adversario que estrictamente habrá dejado de ser un enemigo.

El Pacto de 1928 tendrá también otra consecuencia sumamente importante. Cuando la guerra se desarrollaba aún en un plano en que se aplicaban ciertas leyes, las descalificaciones jurídicas y morales entre las partes tenían un papel limitado, confinado a la propaganda de guerra, pero no eran un elemento fundamental del conflicto. Todo cambiará cuando el enemigo se convierta en criminal, no de manera metafórica ni retórica, sino en la práctica del nuevo derecho internacional. En efecto, si al enemigo se le combate en el marco de una guerra ritualizada y legalizada, al criminal se le perseguirá sin piedad y sin ningún límite. Al hacer la guerra a un enemigo, cada potencia defiende sus intereses; al perseguir a un criminal, por el contrario, se hace justicia ; y ello en nombre de la humanidad y sus valores. El enemigo reducido a la condición de criminal no se privará de recurrir a los peores extremos, puesto que sus adversarios, amparados en su derecho harán lo mismo. Así el carácter criminal del adversario se extenderá por contagio al conjunto de la población que es legítimo por lo tanto atacar, puesto que se supone que apoya las intenciones perversas de sus autoridades.

La guerra, transformada en guerra humanitaria no dejará por ello de ser la empresa de un Estado que persigue sus propios objetivos. Como afirma Carl Schmitt, "el concepto de humanidad es un instrumento ideológico especialmente útil para las expansiones imperialistas, y bajo su forma ética y humanitaria, es un vehículo específico del imperialismo económico" . Aquí también, los dos polos constitutivos de toda ideología capitalista, el egoísmo y el altruismo, lejos de oponerse realmente, convergen hacia un mismo objetivo: la soberanía y el beneficio. De idéntico modo que el humanismo de los derechos humanos supondrá en un contexto de paz la liquidación de los derechos civiles y la reducción del hombre a un simple animal, el hecho de que una potencia se asigne " el nombre de humanidad, lo alegue y lo monopolice, sólo manifesta la espantosa pretensión de hacer que se deniegue al enemigo su calidad de ser humano, que se le declare fuera de la ley y fuera de la humanidad y de llevar la guerra hasta los límites extremos de lo inhumano." .

La consecuencia de la generalización del principio humanitario en materia de guerra es una clara regresión a las fuentes mismas del racismo colonialista moderno que coincide, por otra parte, con las del liberalismo atlántico. En efecto, para justificar la intervención del Occidente en países "crueles", una parte de los fundadores del derecho internacional elaboró toda una doctrina que justificaba la guerra destinada a castigar a las sociedades crueles que ofenden a la naturaleza. Así Alberico Gentili justificará la guerra no sólo como un medio de defender la integridad de un Estado, sino también como una acción punitiva en nombre de la "sociedad humana contra los que desafían la moral universal." Para Alberico Gentili, "la causa de los Españoles es justa cuando hacen la guerra a los Indios, que sacian su lascivia aun con los animales, y devoran carne humana matando hombres para ello. Estos pecados son, en efecto, contrarios a la naturaleza humana, como lo son otros pecados reconocidos por todos como tales salvo quizá por los brutos y los hombres de brutal naturaleza " . Del mismo modo, Hugo Grocio considera que "la guerra es legítima contra los que ofenden a la naturaleza[…] lo que es contrario a la opinión de Molina quien parece exigir para reconocer una guerra como justa que quien la emprenda haya sido atacado o que se haya atacado a su Estado o bien tenga autoridad sobre aquel a quien hace la guerra " . Del mismo modo, también en opinión de Grocio, la guerra se justifica contra "los que matan a los extranjeros que vienen a vivir entre ellos".

Esta misma clase de argumentos volverá de nuevo algunos siglos más tarde después del pacto Briand-Kellog y su doctrina de la prohibición de la guerra. Dado que la guerra de agresión está prohibida, se considera la intervención humanitaria como una respuesta en interés de la "sociedad humana" o de la "civilización". Por ello, los Japoneses en Manchuria, no hacen otra cosa sino defender a la población contra la anarquía. Así pues, según la declaración del Gobierno japonés:

"Era claramente deber del Japón hacer que sus medidas de autodefensa fuesen lo menos molestas posible para los pacíficos habitantes de la región. Este deber no se habría respetado si hubiéramos dejado a la población ser presa de la anarquía privada de todo el aparato de la vida civilizada. Esta es la razón por la que, el ejército japonés, con un sacrificio considerable, dedicó mucho tiempo y energía a garantizar la seguridad de las personas y los bienes en los distritos donde las autoridades locales no estaban en condiciones de actuar. Es una responsabilidad que le impusieron los acontecimientos y que el ejército desea tan poco asumir como eludir " . El Gobierno italiano formula declaraciones del mismo tenor cuando los ejércitos de Mussolini invaden Etiopía y este tipo de argumentos se reitera cuando los Nazis invaden Checoslovaquia. Ciertamente todas estas intervenciones fueron condenadas por la Sociedad de Naciones; pero no es menos cierto que se realizaron al amparo de sus valores "pacifistas" y humanitarios.

Son justificaciones de la misma naturaleza las que encontraremos en todas las intervenciones humanitarias posteriores a la guerra fría. Así pues, en la guerra del Golfo, se trataba de defender en nombre del derecho internacional un microestado, que había sido invadido por Iraq, dictadura cruel que, según la propaganda de guerra, habría infligido a Kuwait y también al Kurdistán las peores atrocidades. En esta ocasión, las autoridades americanas y la "comunidad internacional" descubrieron el carácter tiránico hacia su propio pueblo y agresivo para con sus vecinos de quien fuera su aliado en la guerra contra Irán y décadas antes en la represión contra el comunismo iraquí, Saddam Hussein. En Yugoslavia, la defensa del derecho de las minorías nacionales contra la agresión serbia sirvió de pretexto a una toma de control de los Balcanes por los Estados Unidos y la Unión Europea y a un renacimiento de la OTAN. La guerra contra Yugoslavia en defensa de los Kosovares se hizo también en nombre de estos altos ideales humanitarios. En todos estos casos, las fuerzas occidentales bombardearon ciudades y liquidaron instalaciones civiles en violación del Convenio de Ginebra.

b) El nuevo paradigma de la guerra: la guerra de cuarta generación

Este nuevo paradigma jurídico de la guerra convergerá con un fenómeno esencial en los conflictos armados del Siglo XX siglo: el terrorismo. La lógica del terrorismo no es diferente, en efecto, de la que se manifiesta en la guerra del Siglo XX en nombre del pacifismo y el humanitarismo. El Departamento de Defensa americano lo define así: "la utilización calculada de la violencia o la amenaza de emplear la violencia para inculcar el miedo con el fin de obligar o intimidar a Gobiernos o a sociedades a fin de obtener objetivos que son generalmente de carácter político, religioso o ideológico"

Se trata para el terrorista, como para la gran potencia "pacifista" y humanitaria de intimidar por la violencia y la muerte a las poblaciones civiles con el fin de doblegar a los Gobiernos. La población civil es un objetivo militar fundamental. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis, los militaristas japoneses, y también los Aliados atacaron de manera masiva y deliberada a las poblaciones civiles. El objetivo declarado de estos ataques que violaban sistemáticamente el derecho de la guerra era evitar la pérdida de vidas humanas. Así, en el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, la justificación esgrimida por el Presidente Truman para estos primeros ataques nucleares era la necesidad de salvar vidas americanas... y japonesas. La masacre de una población cómplice de criminales se convertía así en un daño colateral necesario para avanzar por el camino de la paz y de la protección de la vida.

Esto explica la dificultad considerable que tuvieron los Estados para definir concretamente el terrorismo en el marco del derecho penal. Si el terrorismo coincide con el crimen de guerra, siempre es para un Estado el crimen de guerra de los otros e incluso, más concretamente, de los que no constituyen un Estado.

El equilibrio entre potencias nucleares alcanzado poco después la Segunda Guerra Mundial establecería un límite a esta lógica fatal. La destrucción mutuamente garantizada (MAD) privaba de toda rentabilidad política a la utilización del arma nuclear, lo que cambió enteramente la realidad de la guerra. La guerra no puede ya concebirse como un conflicto entre grandes potencias, puesto que, como lo explica el polemólogo israelí Martin Van Creveld:

"si, durante el milenio que precedió a 1945, las dimensiones de la guerra no dejaron de crecer, después de este año se invierte esta tendencia. Desde el principio de la historia, las organizaciones políticas que se hacían la guerra entre sí podían tener la esperanza de mantenerse a salvo venciendo a su adversario y de alcanzar así una victoria; hoy, basta con que el enemigo conserve un puñado de armas en estado de ser utilizadas, para que se rompa el vínculo entre victoria y autoconservación. Por el contrario, hoy se debe tener en cuenta al menos la posibilidad de que cuanto mayor sea la victoria obtenida sobre un enemigo en posesión del arma nuclear, mayor es el peligro también para la supervivencia del vencedor".

El arma nuclear no puede ya utilizarse "para salvar vidas ", ni siquiera en el campo de los vencedores, pero conserva un papel biopolítico fundamental como instrumento de disuasión. Esto dio lugar a una limitación decisiva de la posibilidad de utilización de la guerra como medio político : en la era nuclear, incluso las grandes potencias deben hacer frente al riesgo de contabilizar importantes pérdidas humanas en los conflictos donde intervienen tropas terrestres . Tal fue la experiencia de Estados Unidos en Vietnam, y también la de la Unión Soviética en Afganistán. Un enemigo cuyo armamento es claramente inferior está en condiciones de infligir pérdidas humanas intolerables a las fuerzas enemigas. Ciertamente, Vietnam perdió bajo las distintas ofensivas americanas 3 millones de vidas, pero las 38.000 muertes americanos fueron suficientes en términos de biopolítica americana para poner fin al conflicto.

La experiencia de Vietnam y la nueva situación geoestratégica posterior al hundimiento de la URSS exigieron el desarrollo de una nueva doctrina militar americana basada en una utilización masiva de la aviación y del bombardeo estratégico. Esta nueva doctrina se orienta hacia dos grandes imperativos : el ahorro de vidas humanas (sobre todo del lado americano) y la neutralización del enemigo. Sus instrumentos básicos son la información (en el doble sentido de un sistema de inteligencia y contrainteligencia reforzado y de una utilización masiva de los recursos informáticos), y el desarrollo de nuevas armas de precisión (armas inteligentes), y también de destrucción masiva subnuclear (bombas de racimo, daisy-cutters etc). Tales son las claves de la revolución en los asuntos militares (Revolution in Military Affairs) que los Estados Unidos realizaron.

El nuevo papel de la aviación guiada por la observación por satélite es fundamental en el marco de esta nueva doctrina. La carlinga del avión se transforma en un avatar moderno del dispositivo panóptico. Como en la prisión de Bentham, el enemigo/criminal/canalla o el disidente deben suponer que están siempre sometidos a control y a la amenaza de represalias. En efecto, una vez que desaparece el campo de batalla , el plano horizontal que constituía el marco topológico de la guerra se desvanece para ceder su lugar a una línea vertical que es la de la relación entre lo suprahumano y lo humano. La nueva divinidad tecnológica puede en cualquier momento fulminar al Estado o al pueblo que se mostraron insumisos. La política, de la cual la guerra no sería sino la continuación se sustituye por la policía. El objetivo no es vencer a un enemigo que está en el mismo plano, sino imponer a los súbditos la normalidad deseada por el soberano.

Se podría creer y se nos quiere hacer creer que una superioridad tecnológica aplastante podría mantener a salvo a las poblaciones y no golpear más que objetivos militares, sin embargo, nada dista más de la realidad. Para convencerse de ello, basta con constatar los letales resultados de los recientes conflictos, pero un examen de la doctrina militar que en ellos se ha aplicado nos permite ver que las numerosas bajas civiles no son casuales.

En primer lugar, si la operación Tormenta del Desierto contra Iraq demostró que la fuerza aérea puede ejercer un papel dominante o incluso decisivo, esto sólo se debe a la capacidad que tiene la aviación de conducir una guerra "paralela ". "La idea de guerra paralela proviene de una concepción del enemigo como" sistema " u " organismo ", a la vez más y menos menos complicado que el sistema pueblo-Estado-fuerzas armadas descrito por Clausewitz. El Estado enemigo consta en teoría de cinco elementos clave : 1) las fuerzas militares de terreno situadas en la periferia, 2) las masas de la población que no son directamente combatientes, 3) una infraestructura de transporte que aporta los suministros esenciales al organismo, 4) estos suministros esenciales en sí mismos, 5) en el centro, la dirección o el mecanismo de control del conjunto del sistema. Los partidarios de la guerra paralela llaman a estas órbitas o anillos concéntricos los "cinco anillos ". Como si se tratara de fractales, cada uno de ellos también está constituido por cinco elementos ". El objetivo de la guerra paralela no es la destrucción del ejército enemigo, sino la muerte o la parálisis de la capacidad militar del sistema. Se trata, según John Warden, el estratega de la guerra del Golfo, de ganar una guerra de información en la cual el enemigo debe recibir un mensaje claro que le convenza de abandonar el combate. En esta guerra, las armas son sobre todo el vector de este mensaje y se envía este mensaje simultáneamente a los "cinco anillos " en una "serie paralela de operaciones integradas conducidas a una enorme velocidad, con una gran letalidad y una gran movilidad " . Se trata, pues, entre otras cosas, de matar muy rápidamente para paralizar a un organismo y someterlo a la voluntad del vencedor. Es imposible no atacar objetivos civiles, puesto que estos objetivos constituyen una parte importante de los "cinco anillos".

Pero este carácter central de la esfera civil en las nuevas formas de guerra va mucho más lejos, puesto que, como afirma Warden, la idea de guerra de la información (information warfare) se convierte hoy en la base de la nueva doctrina militar : "a nivel nacional, la guerra de la información debe considerarse como una nueva forma de estrategia en la cual uno de los aspectos fundamentales es la vulnerabilidad de los sistemas socioeconómicos y la cuestión que se plantea es cómo atacar el sistema enemigo protegiendo el propio " . Una vez que el sistema socioeconómico se reconoce como un objetivo de guerra, es el conjunto de la sociedad el que se ve implicado. Se suprime definitivamente la diferencia entre objetivos militares y objetivos civiles. Así se destruyeron las infraestructuras de las economías iraquí y yugoslava, al igual que las emisoras de radio y televisión de estos países e incluso escuelas y hospitales pudieron convertirse en objetivos militares.

Simultáneamente a estos ataques que destruyen no a los ejércitos sino a países enteros, se prepara una ofensiva de un nuevo tipo apoyada en valores humanitarios. Distribuidas a través de las ONG presentes in situ o " bombardeadas " directamente por los aviones de la superpotencia que lleva a cabo el ataque, toneladas de alimentos y de suministros se envían en un primer momento a las poblaciones previamente expropiadas de sus medios de subsistencia. En el marco de una guerra despolitizada donde el enemigo no es sino un criminal y pierde su humanidad, los humanitarios y otros responsables del mantenimiento de la paz se harán cargo después del conflicto de las masas de población que constituyen el "segundo anillo". Se restablecen unas instituciones bajo tutela y baja a ras del suelo mostrando su rostro humano el orden soberano que había sido mantenido por bombardeos desde 5.000 metros de altura. Se alimentará a las poblaciones, recibirán algunos cuidados médicos y serán sometidas al benévolo control de los ejércitos o fuerzas de policía, interviniendo por último jueces de los países vencedores extranjeros para hacer purgar sus " faltas " a los dirigentes civiles o militares del país ocupado.

CONCLUSIÓN

Si la guerra ya no es esencialmente asunto de los ejércitos, puesto que su objetivo es atacar en paralelo los distintos círculos de la sociedad, será en adelante sumamente difícil distinguir entre estado de guerra y estado de paz. No solamente la nueva guerra carece de límites sociales, tampoco tendrá límites en el tiempo. Como afirman " ingenuamente " los teóricos de la guerra de la información, "si se está en guerra o no es una pregunta difícil de responder debido a la ambigüedad asociada al concepto de guerra de la información " . En efecto, toda amenaza contra el orden socioeconómico existente puede convertirse en un casus belli y todo opositor puede convertirse en un enemigo asimétrico o un terrorista. La guerra, antes instrumento excepcional de la política, se convierte en un elemento cotidiano de esta. Tanto en la guerra permanente contra los países parias como en la que lleva a cabo contra los enemigos del sistema en las metrópolis, el poder capitalista mantiene una lógica de guerra sin límites.

El Rey pastor debe, en nombre de la conservación de la manada, separar e incluso eliminar eventualmente a las ovejas enfermas. El poder que defiende la vida, el biopoder, promoviendo al mismo tiempo el pacifismo y el humanitarismo deberá liquidar los derechos civiles y dar a la guerra una dimensión constituyente. La guerra y el Estado de excepción permanente, unidos a un extenso proceso de "des-democratización" parirán el nuevo régimen: la Gobernanza neoliberal. Gracias a la guerra constituyente, en efecto, todas las barreras que podían aún oponerse a la liquidación de un orden político basado en la ley caerán una tras otra para abrir paso a una multitud de disposiciones y dispositivos de poder extralegales que las autoridades existentes denominan "gobernanza" y no son sino la dictadura pura y simple del capital.

El autor escribe bajo pseudónimo. Ha sido durante varios años docente en el Departamento de Historia de la Filosofía de una universidad española y ha participado en actividades del CNRS y de la Ecole normale supérieure en Francia. Es miembro de la Association des amis de Spinoza, estudioso del pensamiento político del siglo XVII y del pensamiento crítico del siglo XX. Colabora actualmente con el comité Attac de las instituciones europeas. Ha publicado ensayos sobre Spinoza, Gómez Pereyra, la gobernanza, el terrorismo, la soberanía y otras cuestiones de filosofía política contemporánea en las revistas Studia Spinozana, Viento Sur y le Monde diplomatique.


Tomado de Rebelión

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