22 de febrero de 2003
John Ross *
La Jornada
Bagdad, 22 de febrero. Después de la medianoche, la frontera siria-iraquí es una tierra de nadie apenas iluminada. Estamos en el lado sirio, en un café lleno de humo, cenamos kabobs (carnero) y nos hartamos de café turco, todo por cuenta de la casa. Cuando George W. Bush golpea el podio mientras múltiples banderas estadunidenses se despliegan a sus espaldas en el televisor del café, los camioneros, los viajeros pobres y los escudos humanos presentes en el establecimiento se convulsionan en oleadas de sorna y carcajadas ante la representación de cowboy del presidente estadunidense.
Este viaje ha estado lleno de momentos mediáticos de este tipo, que hemos observado desde el lado más lejano de la pantalla. En Ankara, mientras esperábamos nuestras visas iraquíes, vimos a Bush jactándose de que iba a alimentar a los pueblos de esas repúblicas del eje del mal, a los cuales Washington mató de hambre durante la década pasada. Y nuevamente, el recinto se colapsó presa de la hilaridad. El acto de Bush no se interpreta como él quisiera en este bullente rincón del mundo que él pretende conquistar con bombas, sobornos y esa ridícula actitud triunfalista que convierte al presidente en el mejor actor cómico al este y el oeste del Tigris y el Eufrates.
El trozo iraquí de esta frontera es más agradable que la porción siria, donde todos los nombres que conforman un nombre (el de la madre, el del padre y el de uno mismo) se escriben laboriosamente en caracteres arábigos. Aquí, el retrato de Saddam nos dirige una amplia sonrisa mientras adustos funcionarios de inmigración registran, y en ocasiones confiscan, nuestros teléfonos celulares y satelitales, computadoras portátiles, cámaras de video y otros equipos. (Intento registrar mi reloj despertador, decorado con la insignia de un oscuro equipo mexicano de fútbol, pero el hombre de migración me aleja con la mano, porque no es necesario.)
Al amanecer, el inventario queda completo y los escudos humanos británicos están pateando una pelota de soccer, en un partido con los guardias fronterizos iraquíes. Godfrey, mi compañero de 68 años y el abuelo del grupo, observa el final de la noche hojeando una maltratada edición de El rey Lear, lectura muy apropiada en vista de quien está a la cabeza de la nación a la que estamos a punto de arrojarnos.
La Caravana de Acción Escudos Humanos, formada por 35 desaliñados guerreros antiguerra, ingresó en Irak a bordo de dos destartalados pero muy valientes autobuses londinenses de dos pisos la mañana del pasado 15 de febrero, lo que coincidió con el día en que se desarrollaron protestas sin precedente contra la guerra Bush-Blair en esta aún resistente república.
Aunque teníamos la intención de llegar a Bagdad a tiempo para participar en una enorme marcha que tendrá lugar al mediodía, nuestra impaciencia era muy tangible desde la frontera. Cruzamos una franja de desierto, polvorienta y llena de moscas, donde los niños se apretujan contra nuestros vehículos, cantando y bailando con tal fervor que el calor de sus cuerpos alcanza incluso el piso superior de los autobuses. Este frenesí parece peligroso cuando ondean retratos de Saddam y arrojan maldiciones contra George W. Bush, pues sus energías juveniles parecen capaces de desmantelar nuestros resoplantes vehículos.
Cuando avanzábamos por el desierto manchado de petróleo, pudimos ver las marchas mundiales en televisores de gasolineras. La clientela vilipendiaba a Bush en voz alta y nos invitaba jarras de te y café fragante. Esto nos recordaba, oportunamente, lo mucho que el mundo detesta el imperialismo Yanqui Doodle, pero no necesariamente al pueblo estadunidense. Aunque por breves momentos, tras los ataques del 11 de septiembre, mis connacionales parecían percibir esta realidad universal, esa comprensión se ha esfumado gracias a la interminable satanización que Bush hace de Saddam Hussein, al acusarlo de ser lugarteniente de Osama Bin Laden. La aseveración carece de la menor pizca de verdad: en el pasado, Bin Laden incluso lanzó una fatwa contra el líder iraquí.
Para haber pasado 20 años de guerra y aflicción, mucha de ella manufacturada por Estados Unidos, Bagdad no es lo que uno esperaría. Se trata de una capital perfectamente trazada, habitada por 6 millones de personas, con edificios más o menos modernos y de buena altura, con amplios espacios verdes y bulevares tan anchos como los de Texas. Es una especie de Houston medioriental cuyo poder proviene de las grandes cantidades de dinero del petróleo (y aquí, como en Houston, las camionetas familiares son un peligro creciente).
El primer Bush trató de bombardear esta metrópoli y regresarla a la edad de piedra, pero los iraquíes la reconstruyeron en tiempo récord, y ahora Baby Bush quiere volver a aplastar esta ciudad y darle los contratos de reconstrucción a la empresa de Dick Cheney, Brown & Root (una división de Halliburton Inc.).
Y a pesar de que sobre ellos pesa una malvada fatwa-Bush, los habitantes de esta maravillosa ciudad repetidamente te detienen en la calle sólo para decirte lo mucho que te quieren. ¡Sí, I love you! Durante cuatro décadas de dar vueltas por el mundo, algo así jamás le había ocurrido a este reportero.
Los escudos nos encontramos alojados, de momento, en un hotel de precio moderado que el gobierno está pagando hasta que encuentre cómo desengancharse del compromiso. El Tigris, un río lento como el Mississippi, fluye a menos de una cuadra de nuestros balcones. Estamos ocupados definiendo la logística que usaremos para evitar que las bombas de Bush aplasten a la población civil en tierra, y haciendo un gran esfuerzo por no pelear entre nosotros. Esto se vuelve espinoso debido a la reaparición del tramposo instigador de toda la acción, Ken Nichols O'Keefe, ex marine en la Guerra del Golfo Pérsico con tendencias suicidas que se tatuó una línea punteada sobre la garganta con el letrero "Corte aquí".
Ofendido por la rebeldía de sus pasajeros en Roma, dividió a la caravana e intentó, sin éxito, obtener una bendición papal. O'Keefe voló luego a Bagdad, donde secuestró la página web de los escudos y sus finanzas. Posteriormente, trató de reanudar su práctica de expulsar sumariamente a los participantes que cree que conspiran en su contra, convicción que parece tener sin cuidado a los sobrevivientes del accidentado viaje en autobús.
A medida que más y más voluntarios arriban a la ciudad, O'Keefe, quien ahora viste una djelba negra que lo hace parecer un personaje de El señor de los anillos, ha perdido toda credibilidad y control sobre la acción, y un nuevo liderazgo, forjado en las tribulaciones del camino, está ahora a cargo del espectáculo.
Mientras tanto, eslovenos y japoneses, el infatigable contingente turco, camiones llenos de barceloneses y alemanes, brigadistas italianos, sirios, estonios, unos 60 rusos (que aún están en camino), y multitudes de pacifistas escandinavos e ingleses, protagonizan a diario marchas, subastas contra la guerra, festivales de tambores de la paz y actos en los que se fingen muertos sobre el suelo, en una explosión de indignación creativa que con toda seguridad hace que Saddam Hussein se pregunte adónde llegará esta protesta sin precedente.
El 19 de febrero, un puñado de ciudadanos estadunidenses se reunió fuera del refugio antibombas de El Amiriya, donde el día de San Valentín de 1991 las bombas "inteligentes" (pero estúpidas y asesinas) incineraron 407 vidas humanas, y las sombras de estas personas quedaron grabadas para siempre en las paredes. El grupo lamentó este ataque genocida y contempló el próximo asalto sobre esta ciudad, cuyos habitantes se niegan, en su totalidad, a volver a los refugios, y prefieren correr el riesgo en casa.
"No en nuestro nombre", decía la bandera que colgamos en la estructura, y los vecinos, muchos de los cuales perdieron a sus seres queridos en ese infierno, salieron a saludarnos. "Los queremos", coreaban los niños, "We love you", y mis ojos ardían en lágrimas.
Durante toda la semana, los guaruras -que no son para nada tan amenazantes como quiere hacernos creer The New York Times- han estado trasladando a los escudos de un lugar a otro en un abierto intento de convencernos de que nos coloquemos cerca de infraestructuras como plantas de energía, instalaciones de tratamiento de agua y el hospital infantil Saddam.
La prensa y los escudos son llevados en desfile por salas de ese nosocomio llenas de niños enfermos y agonizantes, donde los reflectores, las cámaras de video y los clics de las cámaras fotográficas no hacen mucho por mejorar la mala salud de los bebés. En este momento se explota descaradamente a esta institución de gobierno, en la que han muerto más de mil 700 bebés por cánceres que han provocado las bombas de uranio empobrecido lanzadas por el primer Bush en la guerra anterior.
El médico Sefik Salam (no es su nombre verdadero) se queja del interminable desfile de periodistas y pacifistas y de que existe manipulación de artículos básicos en el hospital, tan escasos tras 10 años de sanciones de la ONU. Ejemplo de esto son las infecciones por la mosca arenera, también llamada lepra de montaña o leshmaniasis, enfermedad que vi por primera vez en los zapatistas de Chiapas. Debido a que los medicamentos para tratar este mal deformante se fabrican en Estados Unidos, son muy escasos, y las víctimas constantemente son enviadas a sus hogares, en el interior del país, tras recibir tratamientos incompletos. Dado que la mayor parte de los pacientes del hospital vive en el desierto, muchos mueren al tratar de volver a Bagdad o llegan tan enfermos que es imposible que se recuperen.
Aunque los escudos resisten la manipulación e intentan que los sitios en que se instalarán no estén relacionados con Saddam, la defensa a la población civil requiere compromisos. Este fin de semana un grupo de escudos se mudará a una planta energética en el sur de Bagdad, la cual fue bombardeada en la guerra pasada; pintarán enormes logos en su azotea e informarán a sus respectivos gobiernos que están en el lugar en campaña para impedir que la instalación sea demolida de nuevo.
En las listas de sitios que contarán con escudos humanos figuran ruinas arqueológicas, como la de Ur, en el sur, donde nació el Abraham bíblico, y que fueron muy dañadas por la guerra del primer Bush. También están Nínive y Nimrod, en torno de la zona norte de Mosul. Nuestro escudo ha propuesto instalarse en Babilonia, cuna de la civilización que el presidente estadunidense pretende borrar de la faz del planeta y que está a 90 kilómetros al sur de Bagdad. ¿Qué más podría pedir un poeta para cuando caigan las bombas de Bush?
* Periodista estadunidense. Seguirá enviando estos despachos mientras Bush le permita vivir. Usted todavía puede frenar esta guerra.
Traducción: Gabriela Fonseca
Tomado de La Jornada
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