20 de marzo del 2003
Ignacio Álvarez-Ossorio
El Correo
La cada vez más cercana intervención sobre Irak ha abonado el terreno para un debate fértil sobre la etapa post-Saddam. Hay opiniones para todos los gustos. Hay quien piensa que la Administración Bush se contentará con imponer a un gobernante títere dócil a sus diktats como ocurrió en Afganistán, hay quien advierte de la posibilidad que un militar norteamericano gobierne Irak durante los próximos años, pero también hay quien interpreta que con la guerra se dará un paso de gigante para asentar la democracia en el mundo árabe. Quizás con el propósito de respaldar esta última opinión, George W. Bush lanzó el pasado 28 de febrero un discurso en el conservador Instituto de Empresa Norteamericano que estuvo centrado en el escenario post-bélico. Según el presidente Bush, "la liberación de Irak puede mostrar el poder de la libertad para transformar una región de vital importancia, ofreciendo esperanza y progreso para millones de personas".
Probablemente el llamamiento de Bush a "la democracia y la libertad" sea compartido por la inmensa mayoría de la población iraquí que ha tenido que soportar en su propia carne las guerras, las miserias y la represión que han dominado los casi treinta años de poder absolutista desplegado por el dictador. Es posible también que muchos se hayan sentidos seducidos por la idea de que "todos los iraquíes deben tener una voz en el nuevo gobierno y deben protegerse los derechos de todos los ciudadanos". Pero lo más seguro es que, a pesar de sus buenas intenciones, el discurso de Bush no haya calado entre los iraquíes que consideran a Estados Unidos como el principal responsable de un embargo que ha provocado centenares de miles de víctimas (a razón de 60.000 por año, según UNICEF, a contar desde 1991) y que ven en la próxima ofensiva bélica un mero pretexto para poder apoderarse de las riquezas del país (y no un esfuerzo altruista por liberar a los iraquíes de la pesada losa de Saddam).
Ni el discurso de Bush ni tampoco las declaraciones de la Administración norteamericana han despejado las incógnitas que se plantean los iraquíes. Si el ejército ha sido el principal elemento de cohesión del Estado y el garante de la unidad del territorio, qué ocurrirá una vez que sea derrotado. La caída de Saddam debería ser acompañada de una redistribución del poder, hasta ahora concentrado en manos de los árabes sunníes que tan sólo representan el 20% de la población. En tal caso se podría pensar que los musulmanes chiítas (un 60% de la población) podrían ser rehabilitados políticamente, pero su proximidad ideológica a Teherán -otro de los países del Eje del Mal- les convierte en un aliado sumamente incómodo para Washington. ¿Y qué decir de los kurdos (el 20% restante), principales víctimas de los ataques con armas de destrucción masiva, que aspiran a la independencia? ¿Acaso estarían llamados a ocupar un puesto central en el escenario post-bélico que compensase su persecución?
Todo ello por no hablar de otras opciones que podrían crear un escenario aún más confuso, como por ejemplo la restauración de la monarquía hachemita, que gobernara el país entre 1932 y 1958 por obra y gracia de los británicos, que les impusieron en el trono a cambio de que los reyes delegaran su autoridad durante años en un Alto Comisionado inglés. O la imposición de la opción promovida por la Casa Blanca que consiste en designar a un general norteamericano para que tome las riendas del país por un tiempo indeterminado aplicando la conocida máxima del "divide y vencerás" y repartiendo prebendas entre sus leales, lo que requeriría la presencia de decenas de miles de soldados norteamericanos para mantenerle en el cargo contra viento y marea. ¿Cómo se resolverá este rompecabezas tras la caída del sátrapa de Tikrit?
En su discurso ante el Instituto de Empresa Norteamericano, Bush recordó los casos de Alemania y Japón en 1945 al destacar que Estados Unidos "dejará constituciones y parlamentos tras derrotar a sus enemigos". Según este enfoque, Irak estaría llamado a convertirse en "un ejemplo de libertad para otras naciones de la región". La intervención en Irak generaría una transformación global en Oriente Medio e impulsaría la democracia y la paz en el mundo árabe. De esta manera, la guerra que se prepara ya no sería tan sólo un medio para combatir al terrorismo islámico, ni tampoco para acabar con las armas de destrucción masiva. La guerra sería un paso para asentar la democracia en una región castigada por la opresión y el despotismo.
También este planteamiento genera incertidumbres. ¿Hasta qué punto estaría dispuesta la Administración Bush a promover una democratización efectiva del mundo árabe? ¿Implicaría esto la aceptación plena del pluripartidismo y el final de los partidos únicos? ¿Se permitiría acaso que las formaciones islamistas interviniesen en el juego político? La experiencia de los últimos veinte años nos demuestra que los procesos de apertura democrática en el mundo árabe se han traducido en el ascenso de los islamistas lo que, a su vez, ha sido respondido con la represión política y la persecución de las libertades. Esto ocurrió en Egipto cuando en 1984 y 1987 se permitió la participación encubierta de los Hermanos Musulmanes que obtuvieron, en unas circunstancias sumamente adversas, casi un 10% de los votos. En el caso de Jordania en las elecciones de 1989 el Frente de Acción Islámica logró, por primera y última vez, casi el 50% de los escaños. La modificación de las leyes electorales para perjudicar a estos grupos islamistas explicó su posterior boicot electoral en la década de los noventa. Todo ello por no mencionar el caso argelino en el que la suspensión de las elecciones en 1991 tras la victoria del Frente Islámico de Salvación desató la guerra civil que todavía gangrena el vecino país. ¿Cómo no pensar ahora, cuando el sentimiento anti-norteamericano ha aumentado de manera notable, que los partidos islamistas serán capaces de canalizar el descontento existente en las sociedades árabes en su propio beneficio?
12/03/2003
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante. Es autor del libro 'El miedo a la paz. De la guerra de los Seis Días a la segunda Intifada' (Madrid, 2001) y coeditor de 'España y la cuestión palestina' (Madrid, 2003).
Tomado de Rebelión
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