17 de marzo

5 de abril del 2003

Decenas de muertos y heridos por las bombas de racimo lanzadas en Bagdad

"Echaron a correr los soldados de EU apenas abrimos fuego": fedayines

Cuando BBC y otras cadenas reportaban encarnizados combates, nada sucedía en el aeropuerto

Los cafés capitalinos, repletos de soldados de la Guardia Republicana; desde ahí parten al frente

ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT

Bagdad, 4 de abril. El soldado agonizaba; a su lado, un camarada del fedayín de Saddam Hussein sollozaba mirando su dolor. Las balas estadunidenses le habían dado en las piernas y una doctora intentaba muy despacio, con infinito cuidado, quitarle la bota del pie derecho.

El soldado se negaba a gritar, a mostrar su sufrimiento, pero cerraba fuertemente los ojos mientras ella se afanaba con la bota, tirando de las agujetas para deshacer el nudo, temerosa de lo que vería al cortar la pierna del pantalón.

"Somos fedayines, hombres orgullosos", dijo su camarada, con las cejas empapadas de sudor, sacudiéndose el recuerdo de la batalla en la cual había estado participando en el aeropuerto internacional de Bagdad.

"Teníamos a raya a los estadunidenses. Se estaban dispersando, y entonces un oficial le dijo a mi camarada que fuera a traer raciones para los combatientes. Cuando venía de regreso comenzaron los balazos y le dieron", añadió.

Los dos combatientes portaban aún el uniforme negro y las botas del mismo color -de las unidades fedayines de Saddam- con los que habían combatido toda la noche en Radwaniyeh, en el camino al aeropuerto. Relataron que los soldados estadunidenses transportados en helicóptero "cayeron del cielo y echaron a correr" apenas los iraquíes abrieron fuego.

Heridos, pero no vencidos

Pero los invasores habían regresado y no había duda de los resultados. Fuera del pabellón médico donde estaba el herido, en el hospital Yarmouk, encontré a un soldado semidesnudo en una camilla, con la camisola de batalla alrededor de los hombros, sin pantalones y con un vendaje empapado de sangre en el pie derecho.

Otros militares que llevaban el casco en la mano recogían nombres y equipos; uno traía un suéter del ejército tan deshilachado que le colgaban pedazos de estambre de la espalda.

En el hospital Mansour era la misma historia. A la distancia podía oírse el fuego de rifles. Pero aun si los soldados iraquíes estaban heridos, habían combatido a la mayor potencia de la Tierra, lo cual es una especie de gran logro en sí mismo.

En un corredor del Yarmouk un soldado canoso de mediana edad, que llevaba uniforme de coronel, pasó rengueando en muletas junto a mí. Pero al llegar al vestíbulo se irguió y se sacudió el polvo de los hombros para lucir sus charreteras y galones dorados.

¿Y dónde están los estadunidenses? Sólo 18 horas antes anduve rondando por la desierta sala de salidas del aeropuerto internacional Saddam Hussein, haraganeando por la abandonada aduana y charlando con los siete milicianos armados que estaban de guardia.

Conocí al director del puerto aéreo y me detuve al lado de las pistas en las que dos jets de pasajeros de Aerolíneas Iraquíes, cubiertos de polvo -un viejo 727 y un Antonov aún más viejo-, yacían olvidados en el pavimento, no lejos de un helicóptero militar igualmente decrépito.

Y todo lo que pude oír fue el susurro lejano de jets que volaban muy alto y el parloteo de parvadas de pájaros que han hecho nido cerca del estacionamiento, en ese que era el primer día del verdadero verano de Bagdad.

La toma del aeropuerto -o al menos parte de él- había sido prevista apenas tres horas antes, cuando la BBC difundió afirmaciones de que unidades de vanguardia de división de la infantería mecanizada estadunidense estaban a menos de 15 kilómetros al oeste de la capital y habían tomado posiciones justo al borde del aeropuerto internacional.

Pero yo estaba a unos 30 kilómetros al oeste de la ciudad y no había allí estadunidenses ni vehículos blindados, ni un alma alrededor de las pistas del aeropuerto, mientras aquél cuyo nombre lleva la terminal, bajo la forma de póster, estaba sentado como si nada en la sala de llegadas, con traje de civil y un puro en la mano.

De manera aún más asombrosa, no había indicios de los 12 mil hombres de la Guardia Republicana con quienes la división estadunidense tenía previsto enfrentarse.

De hecho el aeropuerto internacional se veía como si estuviera paralizado por una huelga industrial (no pensemos que semejante cosa pueda darse en el Irak de Saddam), más que a punto de ser capturado por la única superpotencia mundial.

¿Sería cierto, preguntaron al ministro de Información en su conferencia de prensa de las 14 horas -institución rutinaria en la que por lo general uno se muere de tedio-, que los estadunidenses están en el aeropuerto de la capital? "¡Pamplinas!", gritó. "¡Mentiras! Vayan a verlo ustedes mismos."

Y eso hicimos. Y, para desgracia del vocero angloestadunidense en Doha y del oficial estadunidense citado por la BBC, el ministro iraquí tenía razón y los estadunidenses se equivocaban.

Pero no por mucho tiempo. Sólo dos horas después de que dejé la tranquilidad de la sala de salidas del aeropuerto, con sus muros garrapateados con consignas de "Abajo Estados Unidos", los soldados de ese país ya estaban en las pistas, lanzando proyectiles sobre la terminal, mientras sus aviones arrojaban bombas hacia las aldeas circundantes.

Fraudulenta atmósfera

Una cascada de flejes de grafito -esto es lo más cercano a la verdad que se pudo saber hoy en Bagdad- fue lanzada sobre las dos plantas principales de energía eléctrica de la ciudad, los cuales fundieron la red entera y sumergieron a la ciudad -debajo de su mortaja de hogueras petroleras- en una oscuridad sepulcral.

En la avenida Saadoun podía escucharse el golpeteo de los proyectiles, que por primera vez oigo en Bagdad. No bombas o misiles -aunque también cayeron por todas partes durante la noche-, sino descargas de artillería que se escuchaban hacia el oeste, en dirección al aeropuerto donde el joven fedayín a quien vi herido más tarde combatía a los invasores.

Pese a todo, una especie de fraudulenta atmósfera de tranquilidad envolvía a Bagdad. Cuando regresé del aeropuerto internacional no parecía haber algún intento de bloquear la principal carretera de entrada a la capital.

Salvo unos cuantos soldados en las calles y un panel de la policía, se habría dicho que era el atardecer levemente caluroso de un día de asueto normal.

Durante todo el jueves me hice la misma pregunta: ¿Dónde se estaba llevando a cabo el anunciado asalto estadunidense de Bagdad? ¿Dónde estaban las multitudes despavoridas? ¿Dónde las calles desiertas? ¿Y exactamente qué hacían los estadunidenses?

Estaban rodeando la ciudad, insistían todas las difusoras de radio y televisión extranjeras. Pero seguían llegando viajeros de Ammán, las autoridades habían vuelto a poner más de sus autobuses chinos de dos pisos en las calles -el servicio normal, como dicen, se había reanudado- y la compañía ferroviaria aseguraba que sus trenes partían como de costumbre hacia el norte del país.

Luego, poco antes del mediodía del jueves, un zumbido sordo se fue insinuando en la conciencia de todos en las calles del centro de Bagdad, sonido largo, monótono y ligeramente oscilante, mezcla del que harían una cortadora de pasto lejana y el ronroneo de un gato.

Y cuando seguí los brazos de una docena de policías y personas que andaban de compras en la calle Jumhurriyah, quienes apuntaban hacia algo que se desplazaba, por fin divisé la máquina voladora que se movía con lentitud en el cielo caluroso y gris.

Los estadunidenses acababan de enviar su primer zángano sobre la ciudad, el primer avión de reconocimiento sin tripulante jamás visto en esta guerra, volando con tal lentitud que, a diferencia de los jets supersónicos que se precipitan como águilas sobre la ciudad para dejar caer sus bombas, era fácil seguir su trayectoria a simple vista.

El aparato pasó zumbando en dirección al oeste, hacia el mayor de los palacios presidenciales, muy bombardeado, y luego giró hacia el sur.

Parecía una criatura tan frágil, una presencia tan diminuta en el cielo negro y enfurecido, que era posible olvidarse del ojo capaz de verlo todo que llevaba en la panza, las tomas en vivo que mostraba a los oficiales estadunidenses ubicados en el perímetro de la ciudad, las selecciones que ayudaba a hacer de los suburbios que se-rían bombardeados.

Ya hubo hoy nuevas evidencias del daño causado por bombas de racimo, esta vez en la misma Bagdad, no nada más en los suburbios.

Desde Furad, en el distrito de Doura, desde Hay al Ama y otras áreas al oeste de la capital llegaban civiles a los pabellones de emergencia con las usuales heridas terribles: agujeros múltiples y profundos hechos por esquirlas de las bombas que estallan en el aire. Se dijo que la cuota mortal tan sólo en Furud ascendió a más de 80.

Un solo hospital central recibió 39 heridos, cuatro de los cuales murieron durante la cirugía. Un joven había corrido cuando vio bajar objetos blancos del cielo; otras personas que estaban en la calle cayeron al suelo y él recibió el impacto cuando trataba de meterse en su casa.

Otro era un automovilista que vio los racimos de bombitas minúsculas -cada una repleta de trozos de acero en forma de estrellas- caer "como piedras pequeñas". Tenía los pies bañados en sangre, y en el pecho y los brazos se podían ver los característicos agujeritos que perforan en la carne los fragmentos de metal.

Hay un cambio en los comensales que acuden a los distintos lugares de la ciudad. El jueves fui al restaurante Furud por mi ración diaria de shish-taouk de pollo, jitomates y ejotes. Estaba repleto de familias chiítas: las mujeres con chador negro, los hombres de barba en su mayoría, masticando gigantescas mezzes de hoummos y ta-bouleh de cordero y arroz.

En el televisor tenían sintonizado un canal iraní que pasaba un programa musical en lengua persa. La televisión iraní tiene dos canales árabes cuya señal puede captarse sin antena parabólica, y muchos bagdadíes confían más en sus servicios de noticias que en los de la televisión kuwaití o saudiárabe.

Hoy los cafés estaban llenos de soldados de las divisiones de la Guardia Republicana que defienden Bagdad, hombres que en 15 minutos pueden llegar desde el frente de batalla para comer y que estacionan sus armas antiaéreas y sus vehículos militares afuera de los establecimientos.

¿Dónde están, pues, esos miles de soldados de la Guardia Republicana que los estadunidenses no pudieron hallar en el desierto? Bueno, pues aquí, defendiendo su capital. ¿Por qué, me pregunté, les parecía eso tan sorprendente a los estadunidenses?

Entre la gente común y corriente persiste, sin embargo, esa ilusoria y no muy convencida negativa a aceptar los profundos cambios militares, y por tanto políticos, que se preparan para Bagdad.

En Mansour los tenderos siguen calificando de "mentiras extranjeras" las noticias del avance estadunidense, tan evidente en el fragor del fuego de artillería en los límites de la ciudad; así me lo dijo un vendedor de pistaches que no estaba bajo la escucha de ningún "comisario" del gobierno.

Quizá, reflexioné, los bagdadíes han sabido tanto de la guerra en los 23 años pasados que los grandes ejércitos y fuerzas aéreas que han bombardeado este país simplemente ya no provocan los sentimientos de "conmoción" y "pavor" que los militares estadunidenses esperan.

Noté, por ejemplo, cerca del puente Rafidiyeh, entre el tráfico de vehículos, a un hombre que miraba el enorme monumento a la "victoria" de Saddam Hussein en la guerra de 1980-1988 con Irán.

En la base de una columna se ve una escultura de hierro que muestra a soldados disparando con ametralladoras, desde atrás de sacos de arena, a sus enemigos persas, y a un soldado que lanza una granada en la misma dirección.

He allí un monumento a la victoria militar, a los "mártires" de esa victoria -quizá medio millón de ellos- y al soldado desconocido de esa misma guerra.

Los ex prisioneros de guerra, por su parte, pidieron la construcción de un monumento que honrara su sufrimiento -hubo 60 mil de ellos en ocho años-, pero su solicitud fue rechazada oficialmente.

¿Sería para enfatizar la humillación que significa rendirse? ¿Será una lección para los jóvenes soldados iraquíes que defienden hoy su ciudad, para el joven del hospital de Yarmouk, su camarada y los soldados que engullen sus almuerzos antes de volver al frente?

Hace apenas 24 horas, el jefe del estado mayor de la División Bagdad de la Guardia Republicana -la misma unidad que los estadunidenses supuestamente estaban "incinerando"- anunció que había tenido sólo 17 muertos y 35 heridos.

¿En qué mundo estamos viviendo? ¿De veras detendrán a los estadunidenses en el aeropuerto? En 1941 una patrulla alemana capturó por breve tiempo la última estación de la línea de tranvías que comunicaba con el oeste de Moscú y se apropió de los boletos para llevárselos de recuerdo, pero no pudo llegar más lejos.

Pocos aquí, sin embargo, dudan que los soldados estadunidenses se abrirán paso a sangre y fuego hasta Bagdad si realmente quieren hacerlo. Después de todo, Napoleón sí llegó a Moscú.

¿Y qué significa esa extraña aseveración estadunidense de que sus fuerzas especiales entrarían en zonas de la capital para descubrir si las tropas de su país serían bienvenidas o no, y que si el recibimiento era amistoso se adentrarían más?

Sonó como si un sondeo de opinión pública fuera a decidir el destino de Bagdad. Incapaces de comprar una milicia local que combatiera por ellos -como la tienen ahora en el Kurdistán y como hicieron en Afganistán y Kosovo-, los estadunidenses parecen decir que los pobladores de Bagdad serán cercados y privados de electricidad -y por consiguiente de comida fresca y de luz- si no se comportan según los rituales de "liberación" dictados por Washington.

Vuelve a mí la misma vieja pregunta. Los rusos pudieron sostener Stalingrado porque amaban a Rusia tanto como temían al mariscal José Stalin. ¿Se aplica a los iraquíes la misma ecuación de patriotismo y dictadura? Los señores George W. Bush y Tony Blair deben confiar en que no sea así.

© The Independent
Traducción: Jorge Anaya


Tomado de La Jornada

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