17 de marzo

21 de abril de 2003

El genio malvado del imperio: ¿podrá Irak renacer?

James Petras*

Millones de ciudadanos estadunidenses protestaron antes de la guerra, pero tan pronto la maquinaria bélica de su país lanzó la agresión para conquistar Irak el movimiento decayó, el número de participantes en las manifestaciones disminuyó en miles y quedó integrado sólo por activistas muy comprometidos. En cambio, cientos de miles de banderas estadunidenses empezaron a verse en antenas de autos y en fachadas. Las encuestas indicaron que casi tres cuartas partes de la población aprobaron la forma en que George W. Bush manejó la guerra.

Está claro que la rápida conquista militar y la destrucción en Irak produjeron una patriotera e irracional ola de apoyo a Bush y la guerra. Una multitud de estadunidenses está rindiendo culto a la diosa arpía del triunfo e incluso al genocidio "triunfal". Esta situación trae consigo muchas preguntas dolorosas y difíciles sobre la naturaleza del movimiento antibélico estadunidense y los sentimientos populares.

Está claro que se equivocaron los intelectuales que elogiaron a los opositores a la guerra y afirmaron que éstos constituían una "nueva fuerza moral" en ascenso. Muchos disidentes que rechazaban la guerra cambiaron de postura y la apoyaron una vez que comenzó. Una multitud todavía mayor salió a ondear banderas después de que Irak fue derrotado, su sociedad destruida y su población humillada.

La guerra no dio mayor impulso a la oposición, como esperaban muchos intelectuales progresistas; los éxitos militares disminuyeron las protestas y estimularon los sentimientos chovinistas. Más aún, Bush, Rumsfeld, Wolfowitz y demás permitieron que saqueadores y pandillas organizadas perpetraran pillaje contra toda una sociedad, acción que no recibió prácticamente la menor condena popular. Sólo algunos arqueólogos y curadores se quejaron por la pérdida que sufrió la humanidad.

¿De qué nos habla la renuncia del movimiento pacifista estadunidense, e incluso la aceptación entusiasta a la guerra en algunos sectores de oposición, particularmente en momentos en que Bagdad era pulverizada y conquistada?

El factor individual más importante fue la transformación de los mensajes oficiales, que dejaron de hablar de un "ataque letal" iraquí y comenzaron a mencionar la "garantizada" conquista estadunidense, que se hizo tangible con la invasión de Bagdad. En otras palabras, muchos opositores a la guerra no estaban motivados por principios morales o por la solidaridad, sino porque temían que su sociedad y las tropas de su país sufrieran efectos negativos.

Una vez que quedó claro que no había posibilidad alguna de que Irak respondiera los ataques (Bush supo mucho antes de iniciar la invasión que el país árabe, en efecto, estaba desarmado) y que el ejército estadunidense tenía todo bajo control, cambiaron sus lealtades y decidieron cerrar filas en torno de los caudillos.

Los medios de comunicación presentaron los éxitos militares y la conquista de Bagdad como resultado de la genialidad estratégica de los líderes militares y civiles de Estados Unidos. Dijeron que cada rendición y cada humillación sufrida por los iraquíes era un elemento más que reducía "la amenaza" sobre soldados y civiles estadunidenses. Que no hubiera un solo ataque iraquí con armas de destrucción masiva, así como las imágenes de los estadunidenses que tomaron los principales pozos petroleros y palacios del régimen, fueron notas que se presentaron de manera reiterada. Los reportes fueron muy bien recibidos, para vergüenza de la mayoría de ciudadanos estadunidenses. En la sique de muchos de ellos la ausencia de peligro desató una orgía de patrioterismo y admiración por los genios del mal.

Los ideólogos de la guerra y sus admiradores promovieron nuevos conflictos bélicos de forma más agresiva. Quienes dudaban, al igual que los ciudadanos más críticos, se pusieron a la defensiva. Algunos incluso se sintieron desmoralizados ante el pillaje masivo y la muerte de iraquíes. Protestaron contra la ocupación y se alarmaron por la conducta extrema y egoísta de sus vecinos y compañeros de trabajo, que no manifestaban la más mínima preocupación porque Irak se convirtiera en un despoblado en llamas.

De la misma forma, a nadie preocupó que las imágenes de "masas" iraquíes que supuestamente daban "la bienvenida" a los "libertadores" estadunidenses en realidad mostraban a unos cuantos cientos en una ciudad de 5 millones de habitantes. Tampoco causó alarma que el derribo de una estatua de Saddam fuera precedido por el izamiento de una bandera estadunidense, ni que los soldados que destruyeron el monumento estuvieran acompañados por sólo un puñado de iraquíes.

En Mosul, Bagdad, Najaf, Nasiriya y otras ciudades miles de iraquíes valientes desafiaron a la artillería, los tanques y los helicópteros estadunidenses para exigir ser liberados tanto de Estados Unidos y sus cómplices de la oposición iraquí en el exilio como de Saddam Hussein. Pero la ciudadanía estadunidense siguió exaltando con orgullo a sus "héroes conquistadores", a "nuestros valientes soldados", quienes asesinaron a manifestantes pacíficos que impugnaban a sus tiranos pasados y a sus amos militares actuales.

Al grueso de la población estadunidense no le perturba que un general de su país gobierne a más de 23 millones de iraquíes. Los periódicos parecen absolutamente fascinados de ver al general Franks celebrando la ocupación desde su nuevo puesto de gobernante militar. Casi 80 por ciento de los estadunidenses creen que la guerra valió la pena, pese a la conquista, la destrucción y el ultraje cultural de Irak. Los ciudadanos veneran a los generales y a la administración que llevaron a cabo esta guerra "honorable", pese a que se ha demostrado que todas las justificaciones oficiales son mentiras. No se encontraron armas de destrucción masiva ni vínculos del régimen iraquí con Al Qaeda; tampoco se capturó a Hussein ni se protegió a la población civil y los hospitales.

Muy por el contrario, las fuerzas de ocupación estadunidenses permitieron que los hospitales fueran atacados y los medicamentos y equipos robados, mientras miles de niños, mujeres, ancianos y soldados, heridos y mutilados, aullaban de dolor. Los más afortunados perecieron en los pisos de los hospitales, en charcos de sangre, a causa de heridas tratables.

Contra lo que piensan los progresistas más optimistas, la gran mayoría de los estadunidenses no tiene interés alguno en el sufrimiento que provoca a los iraquíes el saqueo perpetrado por vándalos y ladrones apoyados por Estados Unidos. Algunos curadores indignados protestaron, pero en la mayor parte de ciudades y poblados los ciudadanos preparan celebraciones de "bienvenida a nuestros valientes hombres y mujeres de armas". Puedo escuchar esa recepción en todos los salones de fiestas de la Legión Americana y de los veteranos de guerras extranjeras. También escucho las voces bien moduladas y amenazadoras de los líderes de las principales organizaciones judías, haciendo eco a su verdadero presidente, Ariel Sharon.

Esta no fue una "guerra" contra un dictador, ni siquiera una simple y horrible masacre de un pueblo: es la destrucción deliberada de una civilización, perpetrada por bárbaros modernos, quienes combinan armas de destrucción masiva de alta tecnología que pueden dirigirse contra hogares, fábricas, oficinas, plantas de tratamiento de agua e instalaciones públicas. Bárbaros que cuentan con vándalos y fuerzas paramilitares que destruyen el legado de 5 mil años de civilización y tres décadas de la historia moderna de un Estado árabe laico.

Los vándalos fueron dejados en libertad de incinerar los archivos de la nación, sus bibliotecas, sus institutos de investigación, para robarse de su más famoso museo arqueológico antigüedades invaluables y joyas del arte islámico. Destruyeron universidades, archivos de escuelas, hospitales y documentos que detallaban los más importantes aspectos tanto de la vida iraquí moderna como de su historia. Se trata de la destrucción sistemática de todo aquello que permite que un pueblo exista dentro de una nación reconocida.

No cabe duda de que el pillaje a cargo de vándalos fue una política estadunidense deliberada. El Pentágono fue informado con anticipación del peligro que corrían los preciados archivos históricos iraquíes. Pese a ello, Washington decidió reunirse en enero con corredores de antigüedades con el fin de "liberar" las normas de venta para explotar el arte robado. Perlstein y otros representantes de los corredores estadunidenses de arte exigieron a su país abolir la política "retencionista" en cuanto a la conservación de antigüedades.

Durante la ocupación, los militares estadunidenses obligaban a marcharse de los sitios saqueados a los ciudadanos iraquíes que les suplicaban proteger museos, oficinas, archivos y hospitales. Cuando dichos ciudadanos defendían sus hogares y negocios de los vándalos, eran acusados por los marines de ser simpatizantes de Hussein y se les disparaba.

El mayor criminal de guerra, Rumsfeld, empleó su habitual tono, a la vez cínico y ridículo, para absolver a los vándalos: "Siempre hay pillaje después de la guerra". Agregó: "No había nada que pudiéramos hacer (...) la libertad significa ser libre de hacer cosas malas".

Las fuerzas armadas estadunidenses -con 200 mil efectivos- ocuparon las principales ciudades, protegieron los pozos petroleros, tomaron los palacios presidenciales, patrullaron las principales calles en centros urbanos; tenían helicópteros, ametralladoras y tanques por doquier. ¿Y así el ejército más poderoso del mundo no pudo detener a cientos de criminales e incendiarios muy mal armados que se paseaban delante de sus narices?

Uno tendría que ser estúpido sin remedio para atribuir esto a la simple torpeza. Cuando hay desmanes y saqueos en los supermercados de Estados Unidos, a los reservistas se les ordena "tirar a matar" y obedecen, disparando principalmente contra negros y latinos, pero no sobre vándalos que se roban el patrimonio de la humanidad.

El pillaje es fiel a la lógica imperialista de Estados Unidos. Primero se imponen sanciones para empobrecer al país y atacar así la salud de las nuevas generaciones; luego se lanza una guerra que destruye el fundamento de la economía y la infraestructura. A esto sigue el pillaje a cargo de grupos paramilitares para borrar la memoria histórica, los símbolos y las huellas de una civilización. Finalmente se procederá a repartir el país entre una colección de jeques, mullahs, lacayos desprestigiados y exiliados, tiranos tribales y gánsters locales, que estarán todos bajo la dirección de un generalísimo** estadunidense y de los marines, así como bajo la protección de una policía y funcionarios locales sumisos que sólo servirán al regente extranjero.

El uso que Estados Unidos hizo de vándalos y golpeadores sigue el ejemplo sentado por la invasión israelí a Líbano y el uso de milicias maronitas para robar y asesinar a los refugiados palestinos en Sabra y Chatila. La destrucción de hospitales, escuelas, centros de salud y educación, así como de archivos sobre la propiedad de la tierra y sedes culturales, es similar a lo que se ha hecho en Jenin, Ramallah y Nablus, pero a escala nacional. Los bárbaros imperialistas emplean vándalos locales para completar su "solución final": convertir a una nación con un orgulloso pasado histórico en una serie de feudos fragmentados y primitivos, gobernados por vasallos serviles y tiránicos.

Los bárbaros imperialistas, ebrios de poder, eufóricos por el apoyo popular y azuzados por Ariel Sharon y los miembros pro israelíes de la administración Bush, se preparan ya para nuevas conquistas en Siria e Irán, que emprenderán de inmediato, reciclando el método que usaron para invadir y destruir Irak.

Un ex analista de alto nivel de la CIA ya lo dijo muy claramente en la radio pública nacional: "Después de Irak, los políticos estadunidenses tiene cifradas sus esperanzas en que cambien los regímenes de Siria e Irán y que ello garantice que Israel será la superpotencia incuestionada de la región".

El "genio malvado" del imperio estadunidense ha infectado al país; un rasguño se convirtió en gangrena. La convicción de que Estados Unidos puede lanzar guerras de conquista, con éxito y sin perder soldados, ya se ha extendido entre las masas de este país. Los bárbaros de alta tecnología del imperio están sueltos.

A los consternados críticos que preguntan: "¿Por qué la destrucción y el pillaje?", Rumsfeld responde: "¿Por qué no? Nosotros ganamos y ellos perdieron".

Rumsfeld, Sharon, los generales y los emisarios de Israel en Washington no han derrotado de manera definitiva al pueblo iraquí. Los vasallos, los falsos "primeros ministros", los administradores designados por el imperio ya son vistos con recelo o son abiertamente rechazados. Las fuerzas estadunidenses de ocupación se asustan de cualquier "extraño" que ven en las calles, puesto que son el primer ejército de conquista que jamás luchó (las bombas lo hicieron todo).

Al encarar a decenas de miles de iraquíes que los rechazan, sienten pánico y disparan a matar, pero la presión de los civiles aumenta. Su consigna "Ni Saddam ni Estados Unidos" puede no ser un programa completo para la democracia y el desarrollo... pero es un principio. El pueblo iraquí está resurgiendo de las cenizas una vez más, y continúa así su historia de 5 mil años de civilización, conquista y liberación nacional.

* Profesor de la Universidad Estatal de Nueva York

** En español en el original

Traducción: Gabriela Fonseca


Tomado de La Jornada

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