21 de marzo del 2003
Santiago Alba Rico
Resumen Latinoamericano
Hace un año, en enero de 2002, visité durante diez días Iraq, y a mi regreso no podía dejar de preguntarme acerca de la utilidad de este tipo de viajes, un poco desazonado por esta libertad casi insultante para ir a mirar y volver indemne.
¿Para qué viajar a Iraq? ¿Qué aprendí en Iraq? ¿Cómo me ha transformado la experiencia de Iraq? Digámoslo enseguida: lo que cuenta, lo que verdaderamente cuenta, lo sabíamos -o habríamos debido saberlo- antes de salir. Los 110.000 bombardeos de 1991; las 88.500 toneladas de bombas; los 150.000 muertos; la destrucción sistemática de centrales eléctricas, potabilizadoras, sistemas de alcantarillado e irrigación; las 300 toneladas de residuos radioactivos en Basora y sus consecuencias sobre la población; el embargo y sus refinadísimos instrumentos de suplicio; la transformación de Iraq en el campo de concentración más grande de la historia, vigilado desde el aire a todas horas por los aviones anglo-americanos; el millón y medio de iraquíes muertos en los últimos diez años y los cinco mil niños que siguen muriendo cada mes; la aparición de enfermedades erradicadas hacía décadas; las malformaciones congénitas; la malnutrición infantil generalizada; la falta de papel, de medicinas, de cloro; los empujones brutales, despiadados, premeditados -en fin- para hacer retroceder al país con las segundas reservas petrolíferas del planeta, el más desarrollado, moderno y laico de Medio Oriente antes de 1990, a las "tinieblas de la Edad de Piedra".
Diez días son pocos para conocer impersonalmente el país, para retirar "la propia persona" de nuestro camino, con su colmena de reminiscencias y sus falsos déjá vu; para apartar también las personas de los iraquíes, que nos estorbaban con su dignidad y su alegría y nos tapaban con sus cuerpos el sufrimiento que habíamos venido a buscar en ellos. Esa es la regla tiránica y acariciadora de la percepción: todo lo que no sabíamos ya, todo aquello que deberíamos haber sabido y no sabíamos o habíamos olvidado, mientras peinábamos Bagdad o fotografiábamos Basora, se volvía interesante, que es lo peor que puede ocurrirle al objeto de una investigación (o de una compasión). Hiriente o hermoso, halagüeño o terrible, pero interesante. Todos nuestros vacíos de información se completaban del otro lado, en espontáneo birlibirloque, en figuras de una consistencia sin sombras. Todo lo que ignorábamos de antemano se hacía redondamente claro delante de nosotros. Cada dato que nos faltaba materializaba ante nuestros ojos la certidumbre de un recuerdo privado o de una historia personal.
De Iraq lo sabemos todo, podemos saberlo todo. "Una cosa es saberlo", se dirá, "y otra vivirlo". Saber y vivir, en efecto, son cosas bien diferentes. Digamos que saber asusta y vivir no. En general preferimos vivir las cosas a saberlas; las vivimos para no tener que llegar a saberlas. Las vivimos para no ver cómo se forman. Ni la mano de una madre ni la religión ni el opio: el anestésico más poderoso son las cosas mismas, la inmediatez de la experiencia que nos retiene bajo su manto tranquilizador, la cercanía familiar de nuestras costumbres en la que se extinguen por igual los actos más banales y los más atroces. El máximo apocamiento y la máxima temeridad obedecen al mismo principio: allí donde estoy yo no me puede pasar nada; allí donde estoy yo no corro ningún peligro (y ese "yo" es un repertorio monótono de objetos: papá, mamá, la casa, la firmeza de los cuerpos, el sabor del pan, por escaso o correoso que sea). Recuerdo en 1990, refugiado durante la primera Intifada en la casa de un panadero de Nablus, a los niños junto a los cuales había corrido delante de los tanques, que habían oído silbar horas antes las balas en sus sienes, que habían lanzado descaradamente sus piedras y sus bombitas recicladas a los soldados de ocupación; los recuerdo asustándose después, frente al televisor, viendo las noticias de la Intifada; y los recuerdo luego, desmigajados en el suelo, soñando entre gemidos sordos y onomatopeyas de explosión para reemprender al día siguiente, alegres, desvergonzados, juguetones, con la seriedad humillante de la infancia, la lucha contra el invasor. Los acontecimientos no nos harían mella, no nos dejarían la menor huella, no tendrían ninguna consecuencia, si no los pensásemos o los soñásemos después. Los esclavos, que se rebelan poco, jamás lo harían si no fuese porque de noche sueñan que siguen trabajando en la rueda. Los pueblos sometidos de la tierra, que aguantan siempre demasiado, nunca se sublevarían si no pensasen, además de vivirlas, las condiciones de su sumisión. Los viajeros, que casi nunca aprenden nada, sólo vuelven transformados al punto de partida gracias a esas experiencias que paradójicamente suspenden la experiencia o a los datos que ramonean pacientemente cuando se niegan, cuaderno o brújula en mano, a seguir tomando té o comprando alfombras.
Por eso el turista regresa siempre a casa con alivio y un poco decepcionado; y necesita desplegar su monótona egotería de fotos ante los amigos para medir retrospectivamente su asombro o su valor o su placer (anteponiendo su propia importancia a la de los lugares visitados). Lo contrario del saber -y por tanto de la intensidad, del compromiso, del miedo agilizador- es el turismo, que se limita a engarzar en una ristra una secuencia de "vivencias" inútiles y aisladas. Podemos navegar diez días por el Nilo, enhebrando estampas, sin enterarnos de los planes de redistribución urbanística del FMI. Podemos pasear entre los pórticos coloniales de Cartagena de Indias sin oír hablar del Plan Colombia. Hay españoles que viven setenta años en España y se mueren votando al PSOE o al PP. Hay estadounidenses que viven toda su vida en EEUU y apoyaron los bombardeos en Afganistán y ahora el linchamiento de Iraq. ¿Qué se aprende con esto de "vivir"? La "vivencia" tiene la textura de un edredón, que nos cubre cálidamente las espaldas; la húmeda viscosidad de un lametón. Eso es bueno, es bonito, es necesario, a condición de que no veamos también con nuestras patas de vivir y distingamos, por tanto, como Aristóteles, entre una "buena" y una "mala" vida, sin justificar -en nombre de la calidez de la "vivencia"- la riqueza y la miseria, la sumisión y la resistencia por igual. Hay que dejarse lamer después de soñar, antes de soñar de nuevo, o entre dos pensamientos, como hacen los que sufren o los que estudian; y no de sensación a sensación, como en nuestro juego de la oca occidental de anteojeras y cachivaches.
Y sin embargo había que ir, hay que ir, hay que seguir yendo a Iraq. Todos los motivos que habitualmente se aducen siguen siendo válidos -con sus modestos efectos políticos-, pero el más pequeño es en realidad el más importante y la condición de todos los otros; una especie de lección de antropología general y de desintoxicación de la percepción, a partir de la cual descubrimos hasta qué punto no es casi nunca seria nuestra mirada sobre el mundo. Sabemos lo que ocurre en Iraq porque, contra la televisión, hemos leído informes y espigado documentos, pero lo que no sabemos, por culpa de la televisión, es que lo que verdaderamente ocurre en Iraq es que todo ocurre verdaderamente. Y que todo ocurre verdaderamente, al mismo tiempo, de un modo completamente inesperado. Desde Madrid o París, Iraq es un país en el que no creemos demasiado, como no creemos demasiado en la homeopatía o en los ángeles; un país que no existe en el que, sin embargo, pasan cosas terribles e inimaginables (porque el telediario hace posible conciliar inexistencia y dolor ajeno). Pues bien, es exactamente al revés y éste es el descubrimiento al que me refiero y que -este sí- sólo puede hacerse personalmente. Iraq existe y allí pasan cosas muy bonitas. Mucho más impresionante que el sufrimiento de los niños moribundos de los hospitales es el placer de cinco niños centelleantes que en la calle ar-Rachid consiguen de pronto una pelota; mucho más impresionante que el relato estremecedor de los padecimientos de al-Amiriya es la banalidad de las conversaciones en un café de al-Mutanabi; mucho más impresionante que el silencio de las madres dignamente rotas sobre sus hijos es el bullicio de las madres chismosas y gordas rotas de risa en el patio de la mezquita de al-Kadimain.
El drama objetivo de los iraquíes estrecha los límites de la organización subjetiva de la vida, pero no impone el caos; el surco trazado desde Washington para apriscarlos allí, como a ganado, es al mismo tiempo la forma que ellos tienen de ser tan hombres o más que nosotros; es la posibilidad que se les ha concedido -la gracia bestial del Dios de Florida- de sorber de vez en cuando una naranja, acicalarse para la boda del hermano, hacer ruido en un café, fumar hablando de naderías, bañarse en el Tigris y echar el ojo al hijo(a) descarado(a) de los vecinos. Y la aprovechan. En las situaciones de crisis, cuando el mundo parece a punto de derrumbarse, nos sorprende la antigüedad del hombre (por citar el título de Anders): la felicidad disparatada y minuciosa de las cosas tangibles, el escollo firme de la costumbre contra el que rompe inútil el oleaje, el carácter siempre suficiente de lo poco y lo pequeño; el presente poderoso de los cuerpos y sus relaciones que amortigua -y subvierte dignamente- el torrente de dolor que querría derribarlos. Esto es lo que hay que ver y nadie puede contarnos. Es así: sería menos terrible el crimen de los EEUU si los iraquíes bajasen la cabeza.
Recuerdo que en Basora visitamos el barrio de Yumhuriya, destruido en enero de 1999 por los misiles del imperio. Todos sus habitantes -niños, mujeres y ancianos incluidos- se habían reunido para recibir al autobús. Quizás estaban allí por mandato del Caudillo, pero nadie podía mandarles estar alegres y ellos lo estaban de un modo descomunal. Un hombre bigotudo tocaba la trompeta mientras todos bailaban a nuestro alrededor, burbujeaban y se apiñaban contra nosotros, disputándose el honor de una visita a sus casas reconstruidas por Sadam. Aventaban comentarios jocosos que eran celebrados con carcajadas y acompañados de aplausos. Los niños saltaban como chispas por todas partes; y un viejo de mejillas hundidas y ojos pillastres hacía girar su bastón y cantaba el ritmo irresistible de un viejo éxito del pop local al que había acomodado las estrofas de un ingenuo, machacón, bellísimo poema anti-imperialista cuyo estribillo acabamos todos repitiendo como si la voz bastase a veces para derribar un avión. Chadli estaba tan contento de enseñarnos el salón que habían destruido las bombas... Hachim Darwish, de cinco años, estaba tan contento de mostrarnos su pierna, operada varias veces y zurcida de arriba abajo como un calcetín... Estaban todos tan contentos de recordar a los muertos y de comunicarnos atropellada, formulariamente, sus sufrimientos... Poned a manifestarse por obligación a un puñado de personas y la alegría de estar juntos les hará olvidar la constricción que les ha llevado hasta allí. Poned a manifestarse a un puñado de personas por la salvación del mundo y la alegría de estar juntos les hará olvidar el motivo que los ha reunido y hasta las amenazas que se ciernen sobre ellos.
Pero es que la alegría es, desde hace un millón de años, la salvación del mundo o, al menos, de nuestros pequeños mundos. Sin ella habríamos sucumbido todos en la primera guerra o en el primer terremoto; sin ella no habría nada que contar; sin ella jamás se juntarían diez personas a hacer una revolución condenada quizás a fracasar. Esta alegría es una de las cosas más serias que conozco y, si a veces también distrae o resigna a lo peor -porque es más fácil de obtener que un gobierno justo-, constituye la garantía de que vale la pena combatir -y sobrevivir- a un gobierno injusto. En Bombay o El Cairo la pobreza es soportable porque (al contrario de lo que ocurre con los solitarios homeless de nuestras ciudades, despedidos de la humanidad y despojados de toda dignidad) en Bombay o en El Cairo la pobreza reúne a los hombres en el espacio público, como versión antropológica de la revolución permanente, y los suma, los aglutina, los ata y los moviliza sin interrupción. En Turquía, por otro lado, más de cien presos políticos han muerto ya en una huelga de hambre que comenzó hace dos años en protesta por la reforma carcelaria que pretende eliminar las celdas comunes -decenas y decenas de personas- para conceder a los reclusos el privilegio de modernas y confortables celdas individuales. Precisamente cuando uno no tiene otra cosa, es a los otros a lo que no podemos renunciar; la alegría es lo que ya no podemos quitarnos sin morirnos de frío - y sin que luego nos quiten, despojados de este último escudo, el cuerpo mismo.
Hay que ir a Iraq porque existe. Hay que ir a Iraq porque existe y no obedece: no es desgraciado. Hay que ir a Iraq porque no es desgraciado y lo van a aniquilar. Podríamos consolarnos pensando que los iraquíes ya no son más que lo que hemos hecho de ellos, que bajan la cabeza y se quejan. No nos dejemos consolar. La televisión nos engaña otra vez. Enfrentémonos a la realidad. Las cosas son así de impresionantes. Son así de tristes: EEUU y sus monaguillos asesinos (con Aznar y Berlusconi a la cabeza) van a borrar del mapa a un pueblo que no llora.
Tomado de Resumen Latinoamericano
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