17 de marzo

8 de abril de 2003

"¡Lárguese! ¿Usted va a revivir a la madre y el padre del niño?", le reclaman al reportero en un hospital

Robert FISK Enviado especial en Irak
The Independent

Bagdad, 7 de abril. Estaban en filas, el vendedor de autos que acababa de perder los ojos y cuyos pies aún chorreaban sangre, el motociclista alcanzado por un proyectil lanzado por soldados estadunidenses cerca del hotel Rashid, la oficinista de 50 años de edad cuyo largo cabello se desparramaba sobre la toalla en la cual estaba recostada, con la cara, los senos, las pantorrillas, los brazos y los pies llenos de agujeritos causados por las esquirlas de una bomba de racimo. Para los civiles de Bagdad, éste es el verdadero rostro de la guerra, el inmoral, resultado directo de las pequeñas y geniales "misiones de reconocimiento" que los estadunidenses realizan en la capital iraquí.

En la televisión se ve bonito, los marines estadunidenses en las riberas del Tigris, su visita tan divertida al palacio presidencial, el video del retrete de oro de Saddam. Pero los inocentes sangran y gritan de dolor para que tengamos nuestras emocionantes imágenes de televisión y para que los señores Bush y Blair puedan lanzar sus proclamas de victoria.

Vi hoy en el hospital Hindi a un muchachito cuyos padres y tres hermanos fueron muertos a tiros cuando se acercaban a un puesto de control estadunidense en las afueras de Bagdad. Me quedé mirando a Alí Najour, de dos años y medio de edad, tendido en agonía en una cama, con las ropas empapadas en sangre y una sonda en la nariz, y entonces un joven, familiar suyo, se me acercó.

"¡Quiero hablar con usted!", gritó, alzando la voz con furia. "¿Por qué ustedes los ingleses querían matar a este niñito? ¿Para qué quiere verlo? ¡Ustedes hicieron esto! ¡Ustedes!" El joven me tomó del brazo y lo sacudió con violencia. "¿Usted va a devolverle a su madre y a su padre? ¿Puede revivirlos para él? ¡Lárguese, lárguese!"

Afuera, en el patio, donde los choferes de las ambulancias depositan a los muertos, una mujer chiíta vestida de negro se golpeaba el pecho y vino gritando hacia mí. "¡Ayúdeme! Mi hijo es un mártir y todo lo que quiero es una bandera para cubrirlo. Quiero una bandera, una bandera de Irak para ponerla sobre su cadáver. ¡Dios mío, ayúdame!"

Se está volviendo cada vez más difícil visitar estos lugares de dolor, luto y rabia. Y no me sorprende. La Cruz Roja Internacional ha informado que las víctimas civiles de la ofensiva estadunidense de tres días contra Bagdad llegan por centenares a los hospitales. Hoy, el solo Kindi había recibido 50 civiles heridos y tres muertos en las 24 horas anteriores.

La mayoría de los muertos -la familia del niño, otra familia de seis que fue volada en pedazos por una bomba aérea enfrente del vendedor de autos Ali Abdulrazek, los vecinos de al lado de Safa Karim- fueron simplemente enterrados pocas horas después de ser despedazados.

En la televisión todo se ve tan limpio. La noche del domingo, la BBC mostró automóviles civiles en llamas, y su reportero -incrustado en las fuerzas estadunidenses- dijo que vio a algunos de sus pasajeros yacer muertos a un costado.

Eso fue todo. Ninguna toma de los cuerpos achicharrados, ningún acercamiento a los niños desmembrados. Así que tal vez deba yo advertirles a quienes la BBC llamó alguna vez los de "temperamento nervioso" que no sigan adelante. Pero si quieren saber lo que Estados Unidos y Gran Bretaña están haciendo a los inocentes en Bagdad, deben continuar leyendo.

Dejaré fuera la descripción de las moscas que se han apiñado alrededor de las heridas en las salas de urgencias del Kindi, de la sangre pegada en las sábanas y las sucias fundas de las almohadas, las franjas de sangre en el piso, la sangre que aún gotea de las heridas de las personas con quienes hablé hoy. Todos eran civiles. Todos querían saber por qué tenían que sufrir. Todos -salvo el joven indignado que me ordenó retirarme del lado de la cama del niño- me hablaron de su dolor en voz baja y con gentileza. Ningún autobús del gobierno iraquí me llevó al hospital. Ningún médico sabía de mi llegada.

Empecemos con Alí Abdulrazek. Tiene 40 años, y es el vendedor de autos que caminaba esta mañana por una calle estrecha del distrito de Shaab -el mismo donde dos misiles estadunidenses mataron al menos a 20 civiles hace más de una semana- cuando oyó los motores a chorro de un avión. "Iba a ver a mi familia porque las centrales telefónicas habían sido bombardeadas y quería saber si estaban bien", relató. "Frente a mí estaba una familia, el señor, la señora y los hijos. Entonces escuché un ruido horrible y vi una luz, y supe que algo me había pasado. Traté de ayudar a la familia que había visto pero todos habían volado en pedazos. Y entonces me di cuenta de que no veía bien."

El ojo izquierdo de Abdulrazek está cubierto por un montón de vendajes. Su médico, Osama Al-Rahimi, me dice: "No lo operamos del ojo, atendimos sus otras heridas". Luego se inclina para agregar en voz baja: "Perdió el ojo. No había nada que hacer. La esquirla se lo arrancó de la cabeza".

Abdulrazek sonríe -por supuesto, no sabe que quedó tuerto para siempre- y de pronto se suelta hablando en un inglés casi impecable, que aprendió en la secundaria en Bagdad. "¿Qué me pasó?", pregunta.

Mohamed Abdullah Alwani fue víctima de la excursión estadunidense de hoy en el Tigris, la operación que proporcionó esas tomas emocionantes en la televisión británica.

Iba a su casa en su motocicleta desde el hotel Rashid, en la margen izquierda del Tigris, cuando pasó por un camino en el que estaba estacionado un vehículo blindado estadunidense.

"Sólo en el último minuto vi a los soldados. Abrieron fuego y me dieron, pero logré seguir en la moto. Luego las esquirlas del segundo proyectil golpearon el vehículo y caí". El médico al-Rahimi le deshace la venda del costado. Junto al hígado Alwani tiene una enorme llaga sanguinolenta, quizá de centímetro y medio de profundidad. La sangre le corre aún de las piernas y entre los dedos de los pies. "¿Por qué le disparan a civiles?", me pregunta.

Sí, me sé el guión. Saddam habría matado a más iraquíes si no hubiéramos invadido -argumento no muy afortunado en el hospital Kindi- y estamos haciendo todo esto por el bien de ellos. ¿Acaso Paul Wolfowitz no nos dijo hace unos días que oraba tanto por las tropas estadunidenses como por el pueblo iraquí? ¿Acaso no vinimos a salvarlos -no digamos que también a su petróleo-, y no es Saddam un hombre cruel y brutal? Pero entre esta gente tales palabras son una obscenidad.

Saadia Hussein al-Shomari parece alfiletero, con agujeros ensangrentados en la cara, los brazos, las piernas, el pecho, el vientre, el abdomen... Es la oficinista del Ministerio de Comercio y yace dormida, exhausta por el dolor, en tanto otro médico le espanta las moscas de las heridas con un pedazo de cartón y me pregunta -como si yo supiera- si un ser humano se puede recuperar de una herida grave en el hígado. Un pariente de Sadia me cuenta poco a poco que ella salía de su casa, en el distrito de Jdeidi, cuando un avión estadunidense dejó caer una bomba de racimo sobre el inmueble. "Había algunos vecinos de ella. Les dio a todos. A uno le arrancó una pierna, a otro un brazo y una pierna, que salieron volando".

Y luego estaba Safa Karim. Tiene 11 años y está muriéndose. El fragmento de una bomba estadunidense le dio en el estómago; la niña sangra por dentro y se retuerce en la cama con un enorme vendaje en el vientre, una sonda en la nariz y -de algún modo lo más terrible- cuatro pañuelos corrientes y sucios que la sujetan de muñecas y tobillos a la cama. Gime y se revuelve en la cama, luchando a la vez contra el dolor y el cautiverio. Un pariente -su madre, de velo negro, está en silencio al lado de la cama- me dice que está demasiado enferma para entender su destino.

"Le han dado 10 frascos de medicina y los ha vomitado todos", me dice. A través de la máscara en que la sonda convierte su cara, mueve los ojos hacia su madre, luego al médico, luego al periodista y finalmente otra vez hacia su madre.

El familiar abre las palmas de las manos, como hacen los árabes para expresar impotencia. "¿Qué podemos hacer?", dicen siempre, pero él no dice nada.

Me alegro de que así sea. Después de todo, ¿cómo podría decirle que Safa Karim debe morir por el 11 de septiembre, por las fantasías de George W. Bush, por la certeza moral de Tony Blair, por los sueños de "liberación" de Paul Wolfowitz y por esa "democracia" que para crearla requiere que les arranquemos a bombazos la vida a estas personas?

© The Independent
Traducción: Jorge Anaya


Tomado de La Jornada

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