México D.F. Jueves 27 de marzo de 2003
Edward W. Said
Una pequeña nota de prensa informó hace días que el príncipe Ibn al Walid, de Arabia Saudita, había donado 10 millones de dólares a la Universidad Americana de El Cairo para que se estableciera en ella un departamento o centro de estudios sobre Estados Unidos.
Debe recordarse que ese joven multimillonario había contribuido, sin que se lo solicitaran, con 10 millones de dólares a la ciudad de Nueva York, poco después de los atentados del 11 de septiembre, junto con una carta en la que, además de describir tan bonita suma como un tributo a Nueva York, sugería también que Estados Unidos debería reconsiderar su política hacia Medio Oriente. Es obvio que tenía en mente el apoyo total e incondicional de Estados Unidos hacia Israel, pero su propuesta, presentada en términos corteses, parecía también abarcar la política general estadunidense de denigrar al Islam o por lo menos mostrar poco respeto hacia él.
En un arranque de cólera petulante, el entonces alcalde de Nueva York (la ciudad con mayor población judía del mundo), Rudolph Giuliani, devolvió el cheque a Walid sin mayor ceremonia, con desdén extremo y racista en mi opinión, que quería ser a la vez insultante y triunfalista. En nombre de cierta imagen de Nueva York, afirmaba con este gesto personal la demostrada valentía de la ciudad y su resistencia a la interferencia exterior como cuestión de principios. Y, por supuesto, buscaba complacer, más que tratar de educar, a un electorado judío supuestamente unificado.
La irascible conducta de Giuliani iba a tono con su negativa, varios años antes (en 1995, después de la firma de los acuerdos de Oslo), a permitir la entrada de Yasser Arafat a un concierto en el Philarmonic Hall al que habían sido invitados todos los dignatarios reunidos en la Organización de Naciones Unidas. Típico del dramatismo barato del político inferior al promedio de las grandes ciudades estadunidenses, el acto del alcalde neoyorquino en respuesta al regalo del joven saudiárabe era completamente predecible. Pese a que el dinero tenía el propósito, muy necesario además, de destinarse a un fin humanitario en una ciudad herida por una terrible atrocidad, el sistema político estadunidense y sus actores principales ponían a Israel por encima de todo, ya fuera que los bien financiados y sumamente activos cabilderos israelíes hubieran correspondido en la misma forma o no. En todo caso, nadie sabe qué habría ocurrido si Giuliani no hubiera devuelto el dinero, pero con el tiempo se vino a ver que se había adelantado incluso al bien aceitado aparato de cabilderos pro israelíes. Como escribió recientemente la celebrada novelista y ensayista Joan Didion en un artículo en la New York Review of Books, ha sido una marca de la política estadunidense, expresada a partir de Franklin D. Roosevelt, haber intentado siempre, contra toda lógica, mantener un apoyo inevitablemente contradictorio a la monarquía árabe por un lado y al Estado de Israel por el otro, en tal forma que, señala, "nos hemos vuelto incapaces de tocar cualquier tema que podamos sentir que afecta nuestra relación con el actual gobierno de Israel (16 de enero de 2003, pág. 56)".
Las dos anécdotas del príncipe Walid encajan bien entre sí, y muestran una continuidad que ha sido bastante rara en lo que se refiere a la opinión árabe sobre Estados Unidos. Al menos por tres generaciones, gobernantes y políticos árabes y sus consejeros, que muy a menudo han realizado sus estudios en Estados Unidos, han formulado para sus países políticas cuyo fundamento es una idea casi totalmente fantasiosa de lo que es Estados Unidos. Esta idea, muy poco coherente, se refiere sobre todo a cómo "los estadunidenses" realmente manejan todo, aunque en sus detalles la noción abarca una gama de opiniones muy amplia, por no decir confusa, que va desde ver a este país como una conspiración de judíos hasta teorías según las cuales, o es un pozo inagotable de sentimientos benévolos y de ayuda para los menesterosos, o está gobernado de la A a la Z por un hombre blanco todopoderoso, sentado como figura olímpica en la Casa Blanca.
Recuerdo las muchas veces que, durante los 20 años en que conocí bien a Yasser Arafat, trataba de explicarle que la estadunidense es una sociedad compleja con toda clase de corrientes, intereses, presiones e historias en conflicto, y que lejos de estar gobernada en forma similar a Siria, pongamos por caso, para entenderla se necesitaba estudiar un modelo diferente de poder y autoridad. Invité a mi hoy finado amigo Eqbal Ahmad, erudito y activista político que tenía un conocimiento experto de la sociedad estadunidense, pero era también quizá el mejor teórico e historiador de los movimientos de liberación anticolonial en el mundo, para que hablara con Arafat y trajera a otros especialistas con la finalidad de desarrollar un modelo más claro y perceptivo que los palestinos pudieran emplear en sus contactos preliminares con el gobierno de Washington a fines de la década de 1980... pero no sirvió de nada.
Ahmad estudió a profundidad la relación del Frente de Liberación Nacional de Argelia con Francia durante la guerra de 1954-1962, así como a los norvietnamitas cuando negociaron con Kissinger durante la década de 1970. Había un marcado contraste entre un conocimiento detallado y escrupuloso de la sociedad metropolitana con la que estos insurgentes habían estado en conflicto y el conocimiento casi caricaturesco que tenían los palestinos de Estados Unidos (basado fundamentalmente en lo que habían oído y en la rutinaria lectura de la revista Time). La obsesión monotemática de Arafat era presentarse personalmente en la Casa Blanca y hablar con ese hombre blanco entre los blancos, Bill Clinton: a su entender, sería algo así como el equivalente de lograr acuerdos con el egipcio Hosni Mubarak o el sirio Hafez Assad. Si en el ínterin Clinton resultaba ser el prototipo del político estadunidense, que abrumara y confundiera a los palestinos con su carisma y su manipulación del sistema, tanto peor para Arafat y sus hombres. Su visión simplista de Estados Unidos permaneció monumentalmente inalterada, como sigue hasta hoy. En cuanto a cómo resistir o cómo jugar el juego político en un mundo con una sola superpotencia que lo conquista todo, las cosas siguen tal como han sido en el último medio siglo. La mayoría de las personas alza las manos al cielo con desesperación, como amantes decepcionados: Estados Unidos no tiene remedio y jamás quiero volver allá, dicen a menudo, aunque uno se da cuenta de que sigue habiendo gran demanda de esas tarjetas verdes de residente y de admisión para los hijos en las universidades estadunidenses.
El otro aspecto, más provechoso, de esta historia se refiere a lo que parece ser un posterior cambio de rumbo del príncipe Walid, acerca del cual sólo puedo conjeturar. Lo que sí sé es que, fuera de unos cuantos cursos y seminarios sobre literatura y política estadunidenses esparcidos en las universidades del mundo árabe, jamás ha habido nada semejante a un centro académico para el análisis científico y sistemático de Estados Unidos, de su pueblo, su sociedad, su historia y demás. Ni siquiera en instituciones estadunidenses como las Universidades Americanas de El Cairo y Beirut. Esta carencia quizá exista también en otros lugares del tercer mundo e incluso en algunos países europeos. Lo que trato de subrayar es que para vivir en un mundo que una potencia incontenible tiene en un puño es una necesidad vital saber tanto como sea humanamente posible de la confusa dinámica de esa potencia. Y eso, creo yo, también implica tener un dominio excelente de su idioma, algo que pocos líderes árabes (como ejemplo a destacar) poseen. Sí, Estados Unidos es el país de McDonald's, Hollywood, los blue jeans, la Coca-Cola y CNN, productos todos ellos exportados y disponibles por virtud de la globalización, las corporaciones trasnacionales y lo que parece ser el apetito del mundo por artículos de consumo fácil y cómodo. Pero también debemos estar conscientes de la fuente de la que proceden tales productos y de la forma en que deben interpretarse los procesos culturales y sociales de los que a final de cuentas derivan, en especial por el riesgo tan obvio de pensar en Estados Unidos en términos tan simples, tan reduccionistas o tan estadísticos.
En el momento que escribo esto buena parte del mundo está siendo orillada a la sumisión a Estados Unidos (o, como en los casos de Italia y España, a una alianza enteramente oportunista con él), empeñado en una guerra profundamente impopular contra Irak. Para las marchas y protestas globales que han surgido a nivel de la población, la guerra es sólo un acto descarado de cínica dominación. Sin embargo, el hecho de que sea cuestionada por tantos estadunidenses junto con europeos, asiáticos, africanos y latinoamericanos, que han tomado las calles y los periódicos locales, por lo menos sugiere que al fin comienza a haber conciencia de que Estados Unidos, o más bien el puñado de hombres judeocristianos que actualmente encabezan su gobierno, se encamina a la hegemonía mundial. ¿Qué hacer entonces?
En lo que sigue ofreceré un rápido esbozo del extraordinario panorama que presenta el Estados Unidos de hoy, como lo ve alguien que es estadunidense y ha vivido cómodamente en el país años y años, pero que por virtud de sus orígenes palestinos conserva la perspectiva de alguien que es a la vez de afuera y de adentro. Mi interés es simplemente sugerir formas de comprender, participar y, si el término es apropiado, resistir a un país que está lejos de ser el monolito que generalmente se cree, en especial en los mundos árabe y musulmán. ¿Qué es lo que hay que ver?
La diferencia entre Estados Unidos y los imperios clásicos del pasado es que, si bien cada imperio reivindicaba su absoluta originalidad y su determinación de no repetir las ambiciones desmesuradas de sus antecesores, este lo hace con una asombrosa afirmación de altruismo sacrosanto e inocencia bienintencionada. Para este alarmante engaño existe, en forma aún más escandalosa, un nuevo escuadrón de intelectuales antes izquierdistas o liberales que históricamente se habían opuesto a las guerras estadunidenses en el extranjero, pero que ahora están preparados para defender al imperio virtuoso (se ha empleado la figura del centinela solitario) usando estilos que van desde el patriotismo de tuba y tambor hasta un astuto cinismo. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 han propiciado en parte este cambio de opinión, pero lo sorprendente es que los atentados contra las Torres Gemelas, horribles como son, se abordan como si hubieran surgido de ninguna parte, y no, como de hecho ocurrió, de un mundo de ultramar enloquecido por el intervencionismo y la ubicua presencia de Estados Unidos. No se trata, por supuesto, de justificar el terrorismo islámico, que es odioso en todas sus formas, sino de señalar que en todos los piadosos análisis de las respuestas estadunidenses en Afganistán y ahora en Irak la historia y el sentido de las proporciones simplemente han quedado por completo fuera de cuadro.
A lo que los halcones liberales no se refieren, sin embargo, es a la derecha cristiana (tan similar al extremismo islámico en fervor y presunta virtuosidad) y su presencia masiva y de hecho decisiva en el Estados Unidos de hoy. Las cualidades de tal visión derivan principalmente de fuentes del Antiguo Testamento, muy parecidas a las de Israel, su aliado cercano y análogo. Una alianza peculiar entre los partidarios neoconservadores de Israel y los extremistas cristianos surge de que estos últimos apoyan el sionismo como forma de llevar a todos los judíos a Tierra Santa para preparar el terreno a la segunda venida del mesías, punto en el cual tendrán que optar entre convertirse al cristianismo o ser aniquilados. Rara vez se hace alusión a las teleologías rabiosa y sanguinariamente antisemitas, en especial por la falange judía pro israelí.
Estados Unidos es el país que más proclama su religiosidad. Las referencias a Dios permean la vida nacional, de las monedas a los edificios y a las figuras comunes de expresión: en Dios confiamos, el país de Dios, Dios bendiga a Estados Unidos y así sucesivamente. La base de poder de George Bush está conformada por los entre 60 y 70 millones de cristianos fundamentalistas que, como él, creen que han visto a Jesús y están aquí para llevar a cabo la obra de Dios en el país de Dios. Algunos sociólogos y periodistas (entre ellos Francis Fukuyama y David Brooks) han argumentado que la religión estadunidense contemporánea es resultado del deseo de adquirir un sentido comunitario y de estabilidad del cual se ha carecido mucho tiempo, puesto que alrededor de 20 por ciento de la población está todo el tiempo mudándose de un sitio a otro. Sin embargo, la evidencia de tal deseo es válida sólo hasta cierto punto: lo que importa más es la religión por iluminación profética, la creencia inamovible en un sentido de misión a veces apocalíptico, y un profundo e irracional desprecio por los hechos y complicaciones de pequeña escala. La enorme distancia geográfica entre el país y el mundo turbulento es otro factor, como también el hecho de que Canadá y México son vecinos con escasa capacidad de atemperar el entusiasmo estadunidense.
Todos estos factores convergen en la idea de la justicia, bondad, libertad, promesa económica y avance social estadunidenses que de tan entretejida en la vida cotidiana no parece ser ideológica, sino más bien un hecho natural. Estados Unidos=bondad=lealtad total y amor.
En forma similar existe una reverencia incondicional a los llamados padres fundadores y a la Constitución, documento asombroso, es cierto, pero humano a final de cuentas. Los Estados Unidos primigenios son la cuna de la autenticidad de la patria. En ningún país que yo conozca tiene una bandera ondeante un papel tan central e iconográfico. La vemos en todas partes, en los taxis, en los distintivos que se prenden del traje, en las fachadas, ventanas y techos de casas por todas partes. Es la encarnación principal de la imagen nacional, que significa persistencia heroica y un sentimiento como de estado de sitio, de combate contra enemigos indignos. El patriotismo es todavía la primera virtud estadunidense, enlazado con la religión, con la sensación de pertenencia y con la idea de hacer lo correcto no sólo en la patria, sino en el mundo. El patriotismo está representado también en el gasto del consumidor, como cuando se exhortó a los estadunidenses, después del 11 de septiembre, a hacer muchas compras en desafío a los malvados terroristas. Bush y sus empleados como Rumsfeld, Powell, Rice y Ashcroft se han valido de todo eso en su afán de movilizar al ejército para librar una guerra a 11 mil kilómetros de distancia con el fin de "atrapar" a Saddam, como se le conoce universalmente.
Debajo de todo esto se mueve la maquinaria del capitalismo, que ahora experimenta un cambio radical y, a mi parecer, desestabilizador. La economista Julie Schor ha mostrado que los estadunidenses trabajan actualmente más horas que hace tres décadas y que ganan relativamente menos dinero por sus esfuerzos. Sin embargo, todavía nadie ha puesto en disputa de manera seria y sistemática los dogmas de lo que se conoce como las oportunidades del libre mercado. Es como si a nadie le importara si sería necesario cambiar la alianza entre la estructura corporativa y el gobierno federal, que aún no ha sido capaz de proporcionar a la mayoría de los estadunidenses una cobertura universal decente en servicios de salud y una educación sólida. Las noticias del mercado de valores son más importantes que un rexamen del sistema.
Este es un resumen muy general del consenso estadunidense, que de hecho los políticos explotan y tratan todo el tiempo de simplificar en lemas de campaña y frases publicitarias. Pero lo que uno descubre respecto de esta sociedad asombrosamente compleja es cuántas contracorrientes y alternativas se desplazan todo el tiempo a lo largo y ancho de ese consenso. La creciente resistencia a la guerra que el presidente ha tratado de minimizar y de fingir que desprecia deriva de ese otro Estados Unidos, menos formal, que los medios principales (periódicos como el New York Times, las principales cadenas, la gran industria de libros y revistas) siempre intentan sepultar bajo montañas de papel. Nunca se había dado una complicidad tan desvergonzada, si no escandalosa, entre los noticieros de televisión y la escalada bélica del gobierno: incluso el telespectador promedio que sintoniza CNN o cualquiera de las principales cadenas habla con emoción de las maldades de Saddam y de cómo "tenemos" que detenerlo antes que sea demasiado tarde. Por si no bastara con eso, los ondas sonoras están llenas de ex militares, expertos en terrorismo y analistas de la política de Medio Oriente que no hablan ninguno de los idiomas importantes de la región, que quizá nunca han visto ninguna parte de ella y que tienen una preparación demasiado pobre para ser expertos en nada, todos los cuales expresan, en una jerigonza aprendida, argumentos sobre la necesidad de que "hagamos" algo respecto de Irak, mientras protegemos nuestras ventanas y automóviles contra un posible ataque con gas venenoso.
Como se trata de algo manejado y fabricado, el consenso opera en una especie de presente eterno. La historia es anatema para él, y en el discurso público aceptado hasta la palabra "historia" es sinónimo de nada o de algo carente de sustancia, como en esa típica frase estadunidense de mofa y desprecio, "tú eres historia". En otro sentido, la historia es lo que se supone que los estadunidenses deben creer acerca de su país (no sobre el resto del mundo, que es "viejo" y generalmente se deja a un lado), sin cuestionar, con lealtad, al margen de la historia. Opera aquí una pasmosa polaridad: en la mente popular se supone que Estados Unidos debe alzarse por encima o más allá de la historia. Por otro lado, existe un voraz interés general que uno encuentra en todo el país por la historia de todo, desde pequeños temas regionales hasta la vastedad de los imperios del mundo. Muchos cultos surgen de uno y otro de estos opuestos equilibrados, lo cual envuelve el camino que va del patriotismo xenofóbico al espiritualismo del más allá y la reencarnación.
Vale la pena recordar aquí un ejemplo más bien mundano de esta lucha con la historia. Hace una década se libraba una gran batalla intelectual en la esfera pública sobre qué clase de historia debería enseñarse en las escuelas. Lo que uno sacaba en claro del estira y afloja que ocurrió durante varias semanas era que los promotores de la idea de la historia estadunidense como una narrativa nacional heroicamente unificada, con resonancias totalmente positivas para los jóvenes, consideraban esencial la historia no por lo que tuviera de verdad, sino por las representaciones ideológicamente apropiadas que moldearían a los estudiantes en ciudadanos esencialmente dóciles, dispuestos a aceptar un grupo de temas básicos como las constantes en las relaciones de Estados Unidos consigo mismo y con el resto del mundo. De esta visión esencialista tendrían que purgarse los elementos de lo que se dio en llamar historia posmodernista y divisionista (la de las minorías, las mujeres, el esclavismo, etcétera), pero el resultado, en forma por demás interesante, fue un fracaso en cuanto se refería a la imposición de normas tan risibles. Como resumió Linda Symcox: "Es cierto que uno argüiría, como yo, que... el enfoque (neoconservador) de la educación cultural es un intento mal disfrazado de inculcar en los estudiantes una visión de la historia de carácter consensual, libre de conflictos. Pero el proyecto avanzó hacia una dirección enteramente distinta. En manos de historiadores sociales y mundiales, que en realidad escribieron las Normas con los profesores, esas Normas se volvieron un vehículo para la visión pluralista que el gobierno pretendía combatir. Al final, la historia de consenso, o de reproducción cultural... fue puesta en tela de juicio por los historiadores que pensaban que la justicia social y la redistribución del poder exigían una narración más compleja del pasado".
Así pues, en la esfera pública, sobre la cual presiden en tantas formas los medios masivos, existe una serie de lo que podríamos llamar narratemas, que estructuran, empaquetan y controlan la discusión, pese a la apariencia de variedad y diversidad. Sólo abordaré algunos que me parecen claramente pertinentes en estos momentos. Uno es, por supuesto, que existe un "nosotros" colectivo, una identidad nacional representada sin vacilación por nuestro presidente, por nuestro secretario de Estado ante la ONU, por nuestras fuerzas armadas en el desierto y por nuestros intereses, que en forma rutinaria se perciben como de autodefensa, sin motivo ulterior, e íntegros, inocentes en la forma en que una mujer tradicional se supone que debe ser inocente, pura, libre de pecado, etcétera. Otro narratema es la irrelevancia de la historia y la inadmisibilidad de las "vinculaciones" ilegítimas, por ejemplo, el hecho de que alguna vez Estados Unidos armó y estimuló a Saddam Hussein y a Osama Bin Laden, o de que la guerra de Vietnam (si acaso se le menciona) y su particular forma de devastación fueron "malas" para el país o, como alguna vez lo expresó Jimmy Carter en forma memorable, fueron una forma de "mutua autodestrucción". O algo aún más asombroso: la persistente e incluso institucional irrelevancia de dos experiencias de inmensa importancia en la formación de la nación estadunidense: la esclavitud de la población afroamericana y el despojo y virtual exterminio de la población americana nativa. Aún falta incluir estos temas en alguna forma en el consenso nacional. (Mientras que en Washington se levanta un gran Museo del Holocausto, no existe en ninguna parte del país un monumento o instalación semejante para los afroamericanos o los nativos americanos.)
Un tercer narratema es la convicción, jamás puesta en duda, de que la oposición a nuestras políticas es "antiestadunidense", el cual está basado en el celo por "nuestra" democracia, nuestra libertad, nuestra riqueza y nuestra grandeza o, como se ha manifestado en la actual obsesión con la resistencia de Francia a la guerra contra Irak, en la lisa y llana majadería hacia lo extranjero. En este contexto se recuerda constantemente a los europeos cómo Estados Unidos los salvó dos veces en el siglo pasado, con la implicación subsidiaria de que la mayoría de los europeos simplemente estaban sentados contemplando mientras las tropas estadunidenses libraban los verdaderos combates. Y cuando se trata de lugares donde Estados Unidos se ha entrometido extraordinariamente al menos durante 50 años, como Medio Oriente o América Latina, nadie pone en duda seriamente el narratema de Estados Unidos como el negociante honesto, el justiciero imparcial, la fuerza internacional absolutamente bienintencionada. Lo que tenemos, en fin, es una cadena de pensamiento en la que hay poco lugar para asuntos relativos al poder, la ganancia financiera, el apoderamiento de recursos o el cabildeo étnico, el cambio de régimen forzado o subrepticio (como en Irán o Chile, por ejemplo), y en consecuencia permanece bastante imperturbada salvo por intentos ocasionales de traerlos a colación. Lo más cerca que uno puede llegar de una especie de realismo es en el idioma abominablemente eufemístico de los asesores y los funcionarios, idioma que habla de poder suave, de proyección y de visión estadunidense. Menos aún se representan (o se mencionan) las políticas de extraordinaria crueldad o individualismo de las que Estados Unidos es responsable, como el apoyo a la campaña de Sharon contra la vida civil palestina o las terribles víctimas civiles causadas por las sanciones a Irak, o el respaldo brindado a los regímenes de Turquía y Colombia para que apliquen castigos horrendamente inhumanos a ciudadanos comunes y corrientes. Estos asuntos se consideran fuera de lugar en los debates serios sobre "políticas".
Por último, el narratema de la incuestionable sabiduría moral encarnada en figuras investidas de autoridad oficial (por ejemplo Henry Kissinger, David Rockefeller y todos los funcionarios del gobierno actual) se reproduce una y otra vez sin la menor sombra de duda. El hecho, por ejemplo, de que dos delincuentes convictos de la era de Nixon (Elliot Abrams y John Poindexter) hayan sido nombrados para ocupar puestos significativos en el gobierno atrae pocos comentarios, ya no digamos objeciones. Esta especie de ciego aprecio de la autoridad pasada o presente, pura o manchada, ocurre de muchos modos diferentes, desde las fórmulas de tratamiento reverencial e incluso abyecto que emplean los comentaristas y críticos hasta una total renuencia a notar en la figura masculina o femenina de autoridad nada que no sea su pulida apariencia (por ejemplo, el traje negro de rigor, con todo y camisa blanca y corbata roja), intocada por cualquier hecho del pasado que pueda ser gravemente incriminatorio. Lo que alienta esta forma de pensar es, me parece, la creencia estadunidense en el pragmatismo como un sistema filosófico de enfrentar la realidad que es antimetafísico, antihistórico y, curiosamente, incluso antifilosófico. Con esta postura se alían el posmodernismo y esa especie de antinominalismo que reduce todo a la estructura de la oración y al contexto lingüístico, y que es un estilo muy influyente de pensamiento que existe junto a la filosofía analítica de la universidad estadunidense. En mi propia universidad, figuras como Hegel y Heidegger, por ejemplo, se enseñan en los departamentos de literatura o de historia del arte, rara vez en los de filosofía.
Es este asombrosamente persistente conjunto de historias maestras lo que el esfuerzo informativo estadunidense recién organizado y puesto en marcha (en especial en los mundos árabe e islámico) se empeña en difundir por cualquier medio. Lo que se oscurece deliberadamente en el proceso son las pasmosamente obstinadas tradiciones disidentes -la contramemoria no oficial estadunidense que deriva en buena medida del hecho de que esta es una sociedad de inmigrantes- que florecen al lado o en el interior de este puñado de narratemas. Por desgracia, pocos comentaristas del extranjero prestan mucha atención a este bosque de disidencia.
Estos grupos de tipo tanto progresista como retrógrado permiten a un observador entrenado percibir entre los principales narratemas vínculos que normalmente no son evidentes. Si, por ejemplo, uno examina los componentes de la impresionante y vigorosa resistencia que se ha levantado contra la guerra de Bush en Irak, aparece un cuadro muy diferente y sumamente móvil de Estados Unidos, mucho más inclinado a la cooperación internacional, al diálogo y a la acción significativa. Debo dejar a un lado el considerable número de personas que se oponen a la guerra por razones relacionadas con su costo humano en términos de sangre y bienes, así como con su desastroso efecto sobre una economía ya gravemente perturbada. Tampoco me referiré a la gran corriente de la derecha que considera que el país es presa de extranjeros traidores, de Naciones Unidas y de comunistas sin dios, ni comentaré sobre la corriente libertaria y aislacionista, extraña combinación de la derecha y la izquierda. Incluiría también en estas categorías que deben quedar sin examen a una población estudiantil muy grande, de inspiración idealista, que siente gran desconfianza hacia la política exterior estadunidense en casi todas sus formas, en especial la globalización económica: se trata de un grupo con principios, en ocasiones casi anárquico, que ha mantenido vivos en los campus universitarios asuntos del pasado como la guerra de Vietnam, el apartheid en Sudáfrica y los derechos civiles en el país.
Esto me deja para analizar aquí varias corrientes importantes y en muchos sentidos formidables. En general pertenecen, en términos europeos y afroasiáticos, a la izquierda, dado que jamás ha existido en el Estados Unidos posterior a la Segunda Guerra Mundial nada parecido a una izquierda parlamentaria organizada o a un movimiento socialista, así de poderoso es el asidero del aparato bipartidista sobre el sistema político. En cuanto al Partido Demócrata actual, está en un estado ruinoso del que no se recobrará en poco tiempo. Uno tendría que incluir en principio el ala positivamente desafecta y todavía bastante radical de la comunidad afroamericana, es decir, esos grupos urbanos que actúan contra la brutalidad policiaca y contra la discriminación en el trabajo y en los programas de educación y vivienda, y que están encabezados o representados por figuras icónicas o carismáticas como el reverendo Al Sharpton, Cornel West, Muhammad Ali, Jesse Jackson (aunque es un líder en decadencia) y varios otros que se ven a sí mismos como continuadores de la tradición de Martin Luther King Jr. Asociadas a este movimiento están numerosas colectividades étnicas activistas, como los latinos, los aborígenes americanos y los musulmanes, cada una de las cuales, por supuesto, ha dedicado considerable energía a tratar de deslizarse hacia la corriente principal, en procura de cargos políticos en los gobiernos locales y en el nacional, de apariciones en programas prestigiosos de la televisión y de pertenencia a los consejos directivos de fundaciones, universidades y empresas. En esencia, sin embargo, la mayoría de estos grupos están aún mucho más activados por un rechazo a la injusticia y la discriminación que por la ambición, y por lo tanto no están preparados a alinearse completamente al sueño americano (en su mayoría de la gente blanca de clase media). Lo interesante de alguien como Sharpton, por ejemplo, o digamos de Ralph Nader y sus leales adeptos del Partido Verde, es que si bien tienen visibilidad y cierto grado de aceptación siguen estando fuera del sistema, esencialmente no han sido cooptados, son demasiado intransigentes y no están lo bastante interesados en las recompensas rutinarias que el sistema ofrece.
Un ala poderosa del movimiento feminista, activa en el respaldo de temas como el aborto, el abuso y el acoso sexual y la igualdad laboral, es también un sector importante de la corriente disidente de la sociedad estadunidense. En forma similar, sectores de los grupos profesionales, normalmente sedados y orientados al interés y al avance en sociedad (médicos, abogados, científicos, académicos en particular, así como cierto número de sindicatos y parte del movimiento ambientalista) se nutren en la dinámica de las contracorrientes que enlisto aquí, si bien, por supuesto, como agrupaciones corporativas conservan un interés importante en el funcionamiento ordenado de la sociedad y en sus propias agendas particulares.
Tampoco las iglesias organizadas pueden ser descartadas como semilleros de cambio y disenso. Es necesario distinguir claramente a sus seguidores de los movimientos fundamentalistas y televangelistas mencionados anteriormente. Los obispos católicos, por ejemplo, los legos y clérigos de la Iglesia episcopal, además de los cuáqueros y el sínodo presbisteriano -pese a tribulaciones como los escándalos sexuales entre los primeros y la pérdida de feligresía en los demás-, se han mostrado sorprendentemente liberales en cuestiones relacionadas con la guerra y la paz, y bastante dispuestos a expresarse en contra de las violaciones a los derechos humanos internacionales, los abultados presupuestos militares y las políticas económicas neoliberales que han mutilado la esfera pública desde principios de la década de 1980. Históricamente ha existido siempre un segmento de la comunidad judía organizada que está involucrado en causas progresistas de los derechos de las minorías, tanto dentro como fuera del país, pero desde el periodo de Reagan la ascendencia del movimiento neoconservador, la alianza entre Israel y la derecha religiosa en el país y la febril actividad organizada por el sionismo, que iguala la crítica a Israel con el antisemitismo e incluso propaga el miedo a un nuevo Auschwitz estadunidense, han reducido en forma considerable la acción positiva de esa fuerza.
Por último, gran número de grupos e individuos a quienes se convoca a marchas de protesta y manifestaciones pacíficas se ha mantenido al margen del enajenante patriotismo posterior al 11 de septiembre y se ha congregado en torno a las libertades civiles (como la libertad de expresión y las garantías constitucionales), que se han visto amenazadas por las leyes Antiterrorista y Patriótica. La agitación en contra de la pena capital, las protestas ocasionales contra los abusos representados por los campos de detención en Guantánamo, una desconfianza generalizada hacia el sistema carcelario, cada vez más privatizado, que mantiene encerrado al mayor número de personas en proporción al número de habitantes que se dé en cualquier país (en particular un número desproporcionado de hombres y mujeres de color); todo ello es muestra de perturbaciones perpetuas en el interior del orden social de clase media. Correlativas de esto son, por supuesto, las escaramuzas sobre el ciberespacio que libran sin descanso tanto la parte oficial como la no oficial del país. En el malestar que deriva de una declinación inconfundiblemente pronunciada de la economía del país, temas subversivos como la creciente diferencia entre ricos y pobres, el extraordinario despilfarro y corrupción de los directivos empresariales y el peligro manifiesto que representan para el sistema de seguridad social los diversos esquemas audazmente rapaces de privatización, continúan causando fuertes mermas a las muy celebradas virtudes del sistema capitalista tan singularmente estadunidense.
¿Está en realidad el país unido detrás de este presidente, de su belicosa política exterior y su visión económica peligrosamente simplista? Esta es otra forma de preguntar si la identidad de Estados Unidos ha quedado establecida para siempre y si para un mundo que tiene que vivir con su poderío militar de largo alcance (hay actualmente tropas estadunidenses en docenas de países) existe un todo monolítico al que los países que no están dispuestos a alinearse deben tratar como a una especie de entidad fija que se cierne sobre todo el planeta con el pleno apoyo de todos los americanos. He tratado de sugerir otra forma de ver a Estados Unidos, como un país en dificultades y con una realidad mucho más debatida que la que se le atribuye comúnmente. Me parece más exacto entenderlo como un país enfrascado en un serio choque de identidades, cuyas contrapartes pueden ser observadas en disputas similares en todo el mundo. Puede que Estados Unidos haya ganado la guerra fría, como reza el dicho popular, pero los resultados reales de tal victoria dentro del país distan mucho de estar claros, y la lucha no ha terminado. El enfoque excesivo en el poder militar y político centralizado en el Ejecutivo pasa por alto la dialéctica interna, que sigue en curso y dista mucho de haber culminado. El derecho al aborto y la enseñanza de la selección natural de las especies continúan siendo, por ejemplo, temas en disputa.
La gran falacia de la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia, o para el caso de la teoría del choque de civilizaciones de Huntington, es que ambas asumen erróneamente que la historia cultural es un asunto de fronteras o de principios, medios y fines claramente delineados, cuando de hecho el campo político-cultural es mucho más una arena de lucha sobre la identidad, la autodefinición y la proyección al futuro. Esos pensadores se muestran como fundamentalistas cuando se refieren a culturas turbulentas y fluidas en proceso constante y tratan de imponer fronteras fijas y reglas internas de orden donde en realidad ninguna puede existir. Las culturas, especialmente la de Estados Unidos, que es en efecto una cultura de inmigrantes, se superponen unas a otras, y una de las consecuencias quizá imprevistas de la globalización es la aparición de comunidades trasnacionales de intereses globales, como el movimiento de derechos humanos, el de las mujeres, el antibélico y otros. Estados Unidos no está aislado de todo eso; uno tiene que excavar debajo de esa superficie, de apariencia tan intimidantemente unificada, para ver lo que yace allí, para ser capaz de unirse a ese grupo de disputas de las cuales mucha gente en el mundo forma parte. Con esa forma de ver las cosas se puede ganar esperanza y ánimo.
Intelectual estadunidense de origen palestino galardonado con el premio Príncipe de Asturias 2002
© 2003, Edward W. Said
Traducción: Jorge Anaya
Tomado de La Jornada
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