9 de abril de 2003
Juan F. Martín Seco
Estrella Digital
Hay algo de impúdico en esta guerra cuando EEUU acusa a Irak de practicar juego sucio. ¿Qué mayor juego sucio que la invasión en sí? Un país infinitamente más fuerte en armamento y tecnología invade a otro sin razón aparente. La calificación de sucio o limpio la dan siempre los poderosos. Las armas químicas y biológicas fueron usadas por todos, pero pasaron a ser prohibidas desde el instante en que los grandes disponían de armas atómicas.
Cuando el régimen iraquí, con afán propagandista, mostró en la televisión unos cuantos prisioneros capturados, a la Administración Bush le faltó tiempo para clamar que estaban violando la Convención de Ginebra -a esas alturas eran ya muchos los prisioneros iraquíes que habían aparecido en televisión como trofeo de guerra de las fuerzas invasoras- y para amenazar a Sadam con llevarlo a los tribunales internacionales acusándole de criminal de guerra; a los mismos tribunales cuya jurisdicción EEUU no admite para sus ciudadanos, ni aun cuando hayan violado, como en Guantánamo, todos los derechos humanos.
Hay algo de impúdico en esta guerra cuando se le niega a Irak el derecho a defenderse adquiriendo armas en el exterior y se amenaza a Irán y a Siria ante la sola posibilidad de que hayan podido suministrárselas. Causa estupor recordar cómo en los días inmediatos a la invasión se le obligó a Iraq a que destruyese los escasos mísiles que tenía. A Sadam se le reprocha el poseer armas de destrucción masiva -lo que por cierto continúa sin haberse demostrado-, pero ¿qué mayor destrucción masiva que la masacre que están llevando a cabo los aliados? Ni siquiera han negado la utilización de bombas de racimo.
La mayor obscenidad de esta guerra se encuentra en la desproporción entre las fuerzas invasoras e invadidas. La desigualdad es tan enorme que sólo de forma impropia se le puede denominar guerra; habría que calificarla más bien de masacre o genocidio. Ninguna gloria ni honor pueden hallar en ella los ejércitos invasores, sólo ignominia y vileza.
Hay algo de obsceno en esta guerra cuando, incluso antes de haber terminado y mientras las imágenes más dantescas impactan los ojos atónitos de todos los televidentes del mundo, excepto de los estadounidenses, las grandes compañías - todas ellas con conexiones con la Administración Bush- se aprestan a repartirse la tarta de la reconstrucción, reconstrucción que como los mismos norteamericanos han sostenido deberá costear el resto de los países o el petróleo del propio Irak.
Hay algo impúdico en esta guerra cuando el PP se sitúa en el lado de las víctimas porque les tiran huevos, les pintan las sedes o les revientan actos electorales. Y no es que uno apruebe tales actos, pero ante el drama y la tragedia del pueblo iraquí, ante las imágenes de muerte y devastación, resulta patético escuchar tales lamentaciones.
Aznar ha afirmado que quien siembra vientos recoge tempestades, pero no es el PSOE ni los manifestantes los que han sembrado vientos, sino todos los que han apoyado esta guerra. Según las encuestas, el 90% de la población es contraria a la invasión. La sociedad española está indignada. La gran, la inmensa mayoría canaliza esa indignación en protestas pacíficas y desaprueba cualquier método violento, por pequeño que sea; pero la desaprobación no puede conducir a la ingenuidad de rasgarse las vestiduras porque haya una minoría, muy minoritaria, que no reaccione con la misma templaza. Está ocurriendo en todos los países en los que se celebran protestas. Por mi parte, puedo afirmar que ante el horror y sufrimiento que esta guerra está generando lo que menos me importa es que a altos cargos del PP les tiren huevos o pinten sus sedes. Medios tienen de sobra para defenderse.
El gobierno del PP está haciendo un inmenso favor al PSOE atribuyéndole el papel de líder en la contestación a la intervención armada. Tal protagonismo en absoluto le corresponde. En la crítica a la guerra el PSOE es un advenedizo, que estuvo a favor de la del Golfo, de la de Kosovo y de la de Afganistán. Hay que congratularse si su conversión es sincera, pero tampoco vayamos a concederle el puesto de honor.
La obscenidad de la guerra se hace más presente cuando los muertos adquieren rostro, como en estos días con el periodista de El Mundo Julio Anguita Parrado. "Malditas sean las guerras y los canallas que las apoyan", fue el lamento dolorido de su padre al enterarse de la noticia. Se me antoja que ese grito tiene valor universal y trasciende lo personal y geográfico. Imprecaciones similares llenarán las calles de Bagdad y de todo Irak, incluso de EEUU.
¡Cuántos en el mundo queremos lanzar hoy el mismo grito! Sí, Julio, sí, tu maldición es la nuestra.
Nota de la redacción
Julio Anguita se encontraba ese día en el teatro Federico García Lorca de Getafe, suburbio industrial de Madrid, para asistir un acto organizado por la Unidad Cívica Republicana. Tras conocer la muerte de su hijo subió al estrado y dijo:
"Mi hijo mayor, de 32 años, acaba de morir, cumpliendo sus obligaciones de corresponsal de guerra. Hace 20 días estuvo conmigo y me dijo que quería ir a primera línea. Ha sido un misil iraquí, pero es igual, lo único que puedo decir es que vendré en otra ocasión y seguiré combatiendo por la III República. Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen. Los que han leído sus crónicas saben que era un hombre muy abierto y buen periodista. Ha cumplido con su deber y yo, por tanto, voy a dirigir la palabra para cumplir con el mío"
Tomado de Rebelión
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