17 de marzo

8 de abril de 2003

En conferencia de prensa, ministro iraquí minimiza el avance invasor con la batalla como fondo

Robert FISK Enviado especial en Irak
The Independent

Bagdad, 7 de abril. Comenzó con una serie de vibraciones masivas, como una gran pisada que sacudió mi habitación. Tump, tump, sonaba. Aún acostado en mi cama, traté de imaginar la causa. Fue como ese momento en Parque Jurásico en que los turistas escuchan por primera vez las pisadas del dinosaurio, el estruendo cada vez más fuerte y espantoso de latidos acompasados y monstruosos. Por la ventana, que da a la margen occidental del Tigris, vi un arma antiaérea iraquí emplazada en la azotea de un edificio blanco de cuatro pisos, situado a unos 400 metros, disparando hacia algún objetivo ubicado al otro lado del río.

Tump, tump, escuché otra vez un ruido tan enorme que disparó las alarmas contra robo de un millar de autos en la ribera del río.

Sólo al amanecer, cuando llegué a la avenida, me di cuenta de lo ocurrido. Desde la guerra del Golfo de 1991 no había oído el ruido del fuego de la artillería estadunidense. Y ahí, a unos cientos de metros en la ribera del Tigris, los vi. Al principio parecían minúsculos ciempiés blindados, que caminaban y se detenían, extrañas criaturitas de color café y gris que habían llegado a una tierra extraña y buscaban agua.

Había que mantener la vista en los ciempiés para interpretar la realidad, para darse cuenta de que cada criatura era un vehículo de combate Bradley, que su cola era un puñado de marines estadunidenses que corrían protegiéndose con la armadura, avanzando juntos cada vez que su protección aceleraba y maniobraba para acercarse al Tigris.

Hubo un estallido de fuego de ametralladoras del lado estadunidense y un rápido tableteo de granadas impulsadas por cohetes y columnas de humo blanco del lado de los soldados y milicianos iraquíes, ocultos en trincheras sobre la misma ribera, más al sur. Fue así de rápido, así de simple y así de espantoso.

De hecho la vista era tan extraordinaria, tan inesperada -pese a todos los alardes del Pentágono y las promesas de Bush-, que uno se olvidaba de los precedentes que estaba sentando para la historia futura de Medio Oriente.

Entre el tableteo de las ametralladoras, las balas trazadoras que cruzaban el río y los enormes fuegos petroleros que los iraquíes encienden para cubrir su retirada, uno tenía que desviar la mirada -hacia los grandes puentes situados más al norte, hacia las aguas verde pálido de ese antiquísimo río- para caer en cuenta de que un ejército occidental empeñado en una cruzada moral había llegado hasta el corazón de una ciudad árabe por primera vez desde que el general Allenby entró a Jerusalén en 1918. Pero Allenby ingresó a pie, en reverencia al lugar del nacimiento de Cristo. Este lunes los estadunidenses irrumpieron sin humildad ni honor.

Los marines y las fuerzas especiales que se dispersaron a lo largo de la margen occidental del río irrumpieron en el mayor de los palacios de Saddam Hussein, filmaron sus inodoros y baños y descansaron en sus prados antes de reanudar el avance hacia el sur, hacia el hotel Rashid, y tirotear a soldados y civiles por igual. Cientos de hombres, mujeres y niños iraquíes fueron llevados agonizantes a los hospitales de Bagdad en las horas que siguieron, víctimas de balas, esquirlas y bombas de racimo. De hecho pudimos ver los A-10 estadunidenses, de motores gemelos, lanzar sus descargas de uranio empobrecido al otro lado del río.

Desde la margen occidental observé a los marines correr hacia una zanja con el rifle al hombro, en busca de combatientes iraquíes. Pero sus enemigos siguieron disparando desde las casas de adobe que están al sur, hasta que finalmente corrieron para ponerse a salvo. Salían de las trincheras, entre los proyectiles estadunidenses, y corrían aterrados por el borde del agua. La mayoría llevaba sus armas. Algunos volvían a caer en una caminata que revelaba su agotamiento, otros se metían al agua, hasta las rodillas y aun hasta el cuello.

Tres soldados salieron de una trinchera con las manos en alto, frente a un grupo de marines, pero otros siguieron combatiendo. El tump, tump, tump de las armas estadunidenses continuó más de una hora. Luego los A-10 regresaron, junto con un cazabombardero F-18, que envió una ráfaga de fuego a lo largo de las trincheras, tras lo cual el tiroteo se apagó.

Parecía que Bagdad caería en cuestión de horas. Pero el día se caracterizó por ese curioso atributo de la guerra, una mezcla loca de normalidad, muerte y farsa. Porque en el preciso instante en que los estadunidenses avanzaban combatiendo hacia el norte del río y los F-18 regresaban a bombardear la ribera, el ministro iraquí de Información se apareció para dar una conferencia de prensa en la azotea del hotel Palestina, a 800 metros escasos de la batalla.

Mientras los proyectiles estallaban a su izquierda y el aire se llenaba de poderosos jets estadunidenses, Mohamed-al-Sahaf anunció a un centenar de periodistas que todo era un ejercicio de propaganda, que los estadunidenses ya no estaban en posesión del aeropuerto de Bagdad, que los reporteros deberían "corroborar una y otra vez los hechos... Eso es todo lo que les pido".

Piadosamente los fuegos petroleros, las explosiones de bombas y el humo oscurecieron la ribera occidental del río, de modo que ya no fue posible corroborar los datos por el simple expediente de mirar tras el hombro de Sahaf. Lo que el mundo quería saber, por supuesto, era si Bagdad estaba a punto de ser ocupada, si el gobierno iraquí se rendiría y -la madre de todas las preguntas- ¿dónde estaba Saddam? Pero Sahaf empleó todo su tiempo en condenar al canal árabe de televisión Al Djezairai por su complicidad con Estados Unidos y excoriar a los estadunidenses por utilizar "los vestíbulos y salones" de Saddam Hussein para hacer "propaganda barata". Los estadunidenses "serán sepultados allí", gritó por sobre el fragor de la batalla. "No les crean a esos invasores. Serán derrotados".

Apenas la semana pasada, Sahaf nos informó que los estadunidenses tendrían sus tumbas en el desierto. Ahora su lugar de reposo eterno se ha desplazado a la ciudad.

Y mientras más hablaba, más quería uno interrumpirlo para decirle "un momento, señor ministro, eche una ojeada atrás de su hombro derecho". Pero, claro, así no ocurren las cosas. Por qué no nos vamos todos a dar una vuelta por la ciudad, sugirió.

Eso fue lo que hice. Los autobuses de dos pisos de la corporación daban servicio. Y si las tiendas estaban cerradas, los puestos callejeros estaban abiertos, y cerca de la calle Yasser Arafat había hombres reunidos en las casas de té comentando la guerra. Fui a comprar fruta y el tendero no se entretuvo en contar mis dinares -11 mil 500 en total- cuando un jet pasó volando bajo sobre la calle y dejó caer su carga a unos mil metros, con una explosión que cambió la presión en nuestros oídos.

Sin embargo, en cada esquina había un puñado de milicianos. Cuando llegué al costado del Ministerio del Exterior, en la margen occidental del río, pero aguas arriba de donde estaban los marines, artilleros iraquíes disparaban un arma de 120 milímetros a los invasores desde un autovía; la lengua de fuego brillaba entre la niebla que se cernía a esas horas sobre Bagdad.

En hora y media los estadunidenses habían avanzado sobre la ribera sur y amenazaban con doblegar el viejo Ministerio de Información. Fuera del hotel Rashid abrieron fuego sobre civiles y militares por igual, derribando a un motociclista que pasaba y disparando a un fotógrafo de Reuters que escapó con sólo unos impactos de bala en el coche. En toda Bagdad los hospitales estaban abarrotados de heridos, muchos de ellos mujeres y niños alcanzados por fragmentos de bombas de racimo.

Al anochecer, los estadunidenses volaban sus F-18 en apoyo cercano a los marines, tan confiados en la destrucción de los cañoneros antiaéreos que se les podía ver cruzando en parejas el cielo parduzco del centro de Bagdad, virando perezosamente al sur y al oeste, mientras el fuego cruzado de proyectiles continuaba en el río.

A media tarde los estadunidenses encontraron un depósito de municiones en la margen occidental, no lejos del palacio presidencial -uno de los tres que ocuparon hoy-, y lo hicieron volar en una llamarada que alcanzó varios cientos de metros de alto. Durante varias horas después fue posible oír el zumbido de proyectiles en el enfrentamiento, y a veces explosiones en el cielo. Y al mismo tiempo -en un claro intento por enfurecer a Saddam y a sus ministros- los estadunidenses transmitían imágenes en vivo de su exploración del Palacio Republicano en las márgenes del Tigris y videos que mostraban el retrete presidencial, su baño de paredes de mármol con llaves y candelabros chapeados en oro, y a soldados de las fuerzas especiales tomando baños de sol -aunque no había sol- en el jardín presidencial.

¿Es esto lo que llaman "rico en historia"? En 1917 el general Stanley Maude invadió Irak y ocupó Bagdad. Repetimos esa acción en 1941, cuando Rashid Alí decidió dar el apoyo iraquí al régimen nazi. Ingleses, australianos y árabes "liberaron" Damasco de manos de los turcos en 1918. Los israelíes ocuparon Beirut en 1982 y vivieron -no todos- para lamentarlo. Ahora el ejército de Estados Unidos y muy atrás el de Gran Bretaña -pálido fantasma del ejército de Maude- avanzan con firmeza hacia ésta, la más nororiental de las capitales árabes, para dominar una tierra que limita con Irán, Turquía, Siria, Jordania y Saudiarabia.

Al caer la noche de este lunes llegué a un pequeño baluarte de concreto en el extremo oriental del gran puente Rashid, que cruza el Tigris. Sus tres defensores iraquíes habían colocado en línea sobre el parapeto sus lanzagranadas de fabricación soviética. Se rumora que cientos de tanques estadunidenses y vehículos blindados se acercan hacia el Tigris desde el sureste de Bagdad y estos tres iraquíes -dos milicianos baazistas y un policía- estaban ahí listos a defender la costa occidental frente al más formidable ejército conocido por el hombre.

Ese cuadro en sí mismo, pensé, dice algo tanto del valor como de la desesperanza de los árabes.

© The Independent
Traducción: Jorge Anaya


Tomado de La Jornada

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