17 de marzo

13 de marzo del 2003

EL VOTO DE LA RESPONSABILIDAD

No se vota por la caída de una tiranía, se vota a favor de intereses petroleros estadounidenses

Fernando del Paso
La Jornada

Con este título, 'El voto de la responsabilidad', mi fino y distinguido amigo Enrique Krauze, publicó en días recientes un artículo en el cual nos alerta sobre las posibles consecuencias negativas que supondría para los mexicanos un voto, en Naciones Unidas, en contra de la anunciada resolución estadounidense de iniciar una guerra contra Irak.

Krauze comienza dicho artículo diciendo que 'hace medio siglo, el gobierno mexicano enfrentó un dilema semejante al actual'. Y nos cuenta cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Ávila Camacho decidió que nuestro país debía aliarse con Estados Unidos y le declaró la guerra al Eje poco después del hundimiento del buque tanque El potrero del llano. De este episodio, nos dice, podemos aprender hoy día algunas lecciones.

Estoy, en principio, de acuerdo. Pero creo que lo primero que tenemos que aprender es que las diferencias entre uno y otro conflicto son mucho más profundas que cualquier semejanza posible.

En 1942 existía el peligro real de una invasión del territorio mexicano por las fuerzas alemanas, que a su vez podrían invadir, desde nuestro territorio, a Estados Unidos. Por lo mismo, Estados Unidos no podía permitirse el lujo de que México se aliara al Eje o permaneciera como país neutral. Entramos a la guerra porque así lo quiso, así lo exigió Estados Unidos.

Hoy no corremos el riesgo de que nuestro país sea invadido por las tropas iraquíes. Hoy no existe la posibilidad de que un país de Medio Oriente se apodere del petróleo mexicano. El que sí podría hacer ambas cosas, el día que se le dé la gana, es, desde luego, Estados Unidos, y lo sabemos muy bien.

Desde que Jimmy Carter estaba en la presidencia, Estados Unidos ya tenía planes 'de contingencia' para ocupar nuestros pozos petroleros. Esta, sin embargo, no sería una razón para respaldar ahora a Estados Unidos en su embestida contra Irak, porque con o sin nuestro apoyo, esa amenaza persistirá en estado latente mientras Estados Unidos sea -y lo será sin duda por muchas décadas por venir- la mayor potencia militar del mundo, la nación más agresiva del planeta y el país que, en proporción, consume energía más que ningún otro de la Tierra.

Nos dice Krauze que se dirá que Hussein no es Hitler, y señala que a mediados de 1942 no se conocía los extremos genocidas a los que llegaría, en tanto que Hussein es el único gobernante que ha empleado armas genocidas contra su propio pueblo. No entiendo lo que quiere decir con esto: el argumento contrario es el que hubiera hecho válida -al menos en apariencia- la entrada a la guerra tanto de Estados Unidos como de México: el pretexto hubiera sido, entonces, el de dar fin a las espantosas violaciones de los derechos humanos que ocurrían en Alemania y en la Europa ocupada por los alemanes. Pero además, esto es una verdad a medias: no se sabía hasta dónde iban a llegar los nazis en sus atrocidades, pero sí se sabía que éstas habían comenzado y, con ellas, el genocidio del pueblo judío.

La reunión de Wannsee en la que los nazis adoptaron la llamada solución final, y que inauguró la operación Noche y niebla, tuvo lugar el 20 de enero de 1942. Un mes antes se había inaugurado el campo de concentración de Chelmno, en el que se inventaron los camiones que hacían las veces de cámaras de gas ambulantes. Los guetos de Lodz y de Varsovia tenían ya dos años de existencia. Las infames leyes de Nuremberg, que despojaron a los judíos alemanes de su ciudadanía y su dignidad humana, se habían establecido en 1935.

Un año antes de la declaración de guerra de México al Eje, los nazis habían arrasado, hasta no dejar piedra sobre piedra, la población checoslovaca de Lídice. Diez días después de la declaración, tuvo lugar La noche de los cristales rotos. Daniel Jonah Goldhagen, en su libro Hitler's Willing Executioners -Los verdugos voluntarios de Hitler-, demuestra cómo Hitler contó para el exterminio de los judíos con la complicidad -fuera por convicción o por terror- de la inmensa mayoría del pueblo alemán. Otro historiador, Walter Lacqueur, en su libro dedicado a la supresión de la verdad en lo concerniente a la solución final, nos señala que la matanza sistemática de los judíos, por decenas de miles, comenzó en octubre del 41 en las áreas rusas ocupadas por los nazis, y nos cuenta cómo las embajadas extranjeras en Berlín, en Varsovia, en Budapest, informaban a sus respectivos gobiernos sobre las atrocidades nazis a medida que éstas iban ocurriendo. Los diplomáticos de Suecia, país neutral, se distinguieron en esa labor. Todo el mundo lo sabía. Lo sabía Gran Bretaña. Lo sabía Francia: cuando México declaró la guerra al Eje, la ocupación alemana llevaba ya dos años, y el régimen de Vichy tenía casi el mismo tiempo de deportar, rumbo a los campos de la muerte, a miles de judíos no franceses, incluyendo a los niños. Esto lo registra, en detalle, el historiador Pierre Vidal-Naquet en su libro Les Juifs, la mémoire et le présent -Los judíos, la memoria y el presente. Lo sabía Estados Unidos, que entró a la guerra no porque quería derrocar al dictador más temible, irracional y asesino del siglo xx, sino por defender sus intereses. Además, después de Pearl Harbor, ya no le quedaba más remedio.

Esta guerra, la que ya tenemos encima, la que de todos modos se llevará a cabo votemos a favor o en contra de la iniciativa estadounidense, no es una guerra por los derechos humanos. Hussein, claro, no es un Hitler, y sí es un bárbaro. Un dictador sanguinario. Pero Estados Unidos jamás ha emprendido una guerra por los derechos humanos y sí muchas en las que esos derechos humanos han sido arrollados.

De esto último podríamos mencionar algunos casos que los propios estadounidenses se han encargado de narrar, como William Fullbright en su libro La arrogancia del poder. En cambio, Estados Unidos ha apoyado y en varios casos ayudado a instalarse a muchos dictadores también sanguinarios que se entronizaron en el poder durante décadas. Los ejemplos también son numerosos: Trujillo, Somoza, Batista. ¿A cuál de estos sátrapas podríamos comparar con Hussein? Elijamos uno solo de esos ejemplos: el de Haití.

Si ha existido, entre esos monstruos apoyados por Estados Unidos un dictador cuya vesania y cuya crueldad hacia su propio pueblo se puedan comparar al salvajismo y la inclemencia de Hussein, fue, sin duda alguna, François Duvalier -Papa Doc.

En julio de 1915, dos días después del linchamiento del tirano Vilbrun Guillaume Sam, Estados Unidos invadió Haití. Sus tropas permanecerían allí 19 años, durante los cuales Estados Unidos detentó todo el control financiero, político y militar. En 1918, los soldados estadounidenses sofocaron la rebelión campesina de los cacos, dando muerte a 15 mil de ellos. En 1957, François Duvalier subió al poder y creó los tontons macoutes, que iniciaron una época de terrorismo delirante y surrealista, implacable, bestial, que se prolongó durante los 14 años en los que gobernó, a ciencia, paciencia y complacencia de Estados Unidos. Jean-Claude Duvalier se encargó de prolongar otros 16 años este régimen de terror absoluto.

Esta guerra no es, tampoco, una guerra para desarmar a Irak. O no nada más para eso. Si es verdad, como afirma Estados Unidos, que Hussein tiene armas químicas y de destrucción masiva, ¿por qué no proporciona esa información a los inspectores de Naciones Unidas para que las vean con sus propios ojos y lograr así la aprobación unánime de este organismo para atacar a Irak?

Hace sólo unos cuantos meses se publicó en Nueva York el libro War on Irak -Guerra contra Irak-, en el cual Scott Ritter, ex inspector de armas de Naciones Unidas en Irak hasta 1998, declara que todas estas acusaciones se basan en pura especulación. Concedamos, sin embargo, que sí las tienen -como las tiene, pero en su caso en cantidades astronómicas, Estados Unidos-: ésta sería para los iraquíes, como señaló Sergio Sarmiento, la oportunidad de oro para usarlas contra las tropas estadounidenses.

Dado el enorme número de mexicanos -o descendientes de mexicanos- que existe en Estados Unidos, bien podemos suponer que varios miles o decenas de miles de ellos participarán en esta guerra. Un voto de México favorable a Estados Unidos equivaldría a aceptar -o al menos a ignorar- la posibilidad de que un gran número de esos mexicanos mueran víctimas de esas armas masivas y químicas.

En la Segunda Guerra Mundial, nos dice la Enciclopedia de México de Rogelio Álvarez, 14.800 mexicanos participaron bajo la bandera estadounidense. Y apenas México declaró la guerra, Washington solicitó la ayuda de trabajadores migratorios para sustituir a los estadounidenses que marchaban al frente. Ávila Camacho firmó entonces un convenio que por primera vez regulaba, en forma bilateral, el movimiento migratorio. Esta fue, nos dice la enciclopedia, 'la mayor aportación de México al triunfo de las democracias'. Hoy, sin un acuerdo migratorio a la vista, sólo colaboramos con carne de cañón, y a lo más que podemos aspirar no es a que Estados Unidos admita a más mexicanos, sino que no expulse a más. Pero desde luego, no expulsará a los mexicanos que forman parte de su ejército.

¿Y qué hay de los muertos de Irak? Cuando se le dijo a Madelaine Albright que a causa de las sanciones económicas contra Irak había muerto cerca de medio millón de niños iraquíes, la ex secretaria de Estado contestó: 'Sí, hemos tenido que pagar un alto precio'.

Un voto mexicano en favor de la posición estadounidense, equivaldría a apoyar ese monstruoso cinismo -o al menos a ignorarlo. Es, además, muy probable que el número de víctimas iraquíes civiles sea enorme. Cientos de miles de ellos parecen estar dispuestos a perder la vida en la ocupación, por tierra, de las ciudades. Otros muchos serán aniquilados desde el aire por las increíblemente poderosas bombas de los estadounidenses.

En su libro Guerras del siglo xxi, Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, nos describe las bombas de fragmentación -cluster bombs- CBU-87 que Estados Unidos arrojó de manera indiscriminada en el territorio afgano, a pesar de que su uso quedó prohibido por la Convención de Ottawa. Dice Ramonet: cada bomba de fragmentación disemina más de 60 mil ingenios explosivos, de los que un avión B-52 puede soltar de una sola vez más de un millón 800 mil. Cada bomba CBU-87 lo destruye todo, personas y material, en una superficie equivalente a una docena de campos de fútbol.

Es evidente que si se comprobara que los nazis mataron no a 6 millones de judíos, sino a un millón, no por eso su crimen sería cinco veces menor. Tampoco si los estadounidenses hubieran matado a 20 mil personas en Hiroshima en lugar de 100 mil. Estados Unidos no sólo ha sido el único país en la historia del mundo que ha atacado a una ciudad con una bomba atómica: también es el único que hoy fabrica -y que ha empleado, y que si lo quiere usará en Irak- armas cuyo poder adelgaza aún más la frontera que pueda existir entre las armas llamadas -entre otras cosas porque así les conviene- 'convencionales' y las llamadas armas de destrucción masiva.

Un voto mexicano en favor de Estados Unidos equivaldría a ignorar que no existe una diferencia cualitativa entre morir de una o de otra manera, y a ignorar que el crimen, en ambos casos, es el mismo. Y probablemente por ese voto también tendríamos los mexicanos que pagar un precio muy alto: el del peso de nuestra conciencia.

Habla también Enrique Krauze de las posibles consecuencias que para México y los mexicanos que viven en Estados Unidos podría tener un voto en contra de la posición estadounidense. En lo que al país respecta, el pasado martes apareció en La Jornada la opinión de algunos expertos estadounidenses que no piensan que esas consecuencias sean graves. Supongo que eso lo saben mejor que yo, y también mejor, probablemente, que Krauze. Desde luego, a millones de nuestros compatriotas sí les puede ir peor. Pero no peor que a los soldados mexicanos o chicanos que mueran en la guerra, o que de ella salgan sin brazos, o ciegos, o quemados. Y no, no se trata, como dice Krauze, 'de mecernos en las nubes retóricas del nacionalismo', sino de bajar de las nubes y poner los pies en la tierra: los Al González, los Peter Martínez, los Jerry Pérez apostados en Kuwait, que ha entrevistado la televisión de la CNN, son seres humanos tan de carne y hueso como cientos de meseros mexicanos de Nueva York, cuyas matrículas consulares han comenzado a desconocer, desde hace apenas dos meses, los gobiernos de esa ciudad y del estado del mismo nombre.

Decía William Fullbright que había 'dos Américas' -es decir, dos Estados Unidos-: una, es la América liberal, tolerante, generosa. La que tiene los brazos abiertos al mundo. La segunda, es la América intolerante, racista, puritana. La que está convencida de estar predestinada por la divinidad para gobernar y guiar al mundo. Votemos, sí por América, pero por la primera, negándonos a votar en favor de la segunda.

Ese sería y no el que propone mi amigo Enrique Krauze, el voto responsable. Para mí está perfectamente claro.

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