17 de marzo

16 de enero de 2003

Para entender los motivos de la guerra contra Irak

Michael T. Klare *
Foreign Policy in Focus

Estados Unidos está a punto de entrar en guerra contra Irak. Mientras esto se escribe, hay ya 60 mil efectivos desplegados en el área, rodeando Irak, y otros 75 mil o algo así van en camino de la zona de combate. Pese a que la mayoría de los líderes europeos expresan su satisfacción con el proceso de inspección efectuado por Naciones Unidas, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y otros funcionarios de alto rango del gobierno estadunidense indican que nunca quedarán a gusto con las inspecciones, y que lo único que dejará satisfecho al presidente es la entrega voluntaria por Irak, de las armas prohibidas que Washington afirma que poseen los iraquíes (sin mostrar evidencia alguna al respecto). Como tal, no parece haber modo de parar esta guerra, a menos que Saddam Hussein sea derrocado por los militares iraquíes, se le persuada de abdicar a su cargo o huir del país, dejando el control en manos de gente dispuesta a hacer lo que Washington mande.

Es imposible, por el momento, prever el resultado de esta guerra. En los escenarios más optimistas -expresados por quienes la proponen- las fuerzas iraquíes no opondrán sino una resistencia simbólica, las fuerzas estadunidenses capturarán rápidamente Bagdad y retirarán del cargo a Hussein (matándolo o arrestándolo). Este escenario asume también que los iraquíes no harán uso de sus armas de destrucción masiva (adm) o que las acciones militares de Estados Unidos impedirán que las usen; las bajas civiles serán pocas y la mayor parte del pueblo iraquí dará la bienvenida a quien los "libera" de Saddam; que un nuevo gobierno pro estadunidense estará funcionando muy pronto y con facilidad; que la lucha entre las facciones étnicas será limitada y fácilmente estará bajo control; que no se saldrán de las manos las protestas antiestadunidenses en otros países musulmanes, y que las fuerzas estadunidenses se retirarán después de un breve periodo de ocupación de entre seis meses y un año.

Sin embargo, no es difícil imaginar escenarios menos optimistas. Según éstos, los iraquíes opondrían una encarnizada resistencia y combatirían casa por casa en Bagdad, produciendo por tanto bajas significativas entre los estadunidenses, lo que tendría como resultado que Estados Unidos lanzara pesados ataques aéreos y con misiles sobre áreas pobladas, ocasionando muchas bajas civiles. En estos escenarios, los iraquíes usarían sus armas químicas y biológicas en un espasmo final de autodestrucción, produciendo incontables bajas entre civiles y combatientes. Los iraquíes sobrevivientes se levantarían contra sus "libertadores" estadunidenses y emprenderían actos de terrorismo y ataques de francotiradores. Los kurdos, los chiítas y los sunnitas se pelearían los despojos de la guerra, produciendo una carnicería generalizada que dejaría a las fuerzas estadunidenses en medio. Las tropas estadunidenses permanecerían en Irak por lo menos el lapso de una generación o más, lo que con seguridad provocaría odio y resistencia por todo el mundo musulmán y niveles mayores de terrorismo en otras partes del globo.

Cuál escenario prevalecerá, nadie acierta a decirlo.

Quienes están a favor de la guerra con Irak tienden a creer que la resistencia iraquí será leve y que el resto del escenario optimista se irá acomodando. Pero nadie lo puede garantizar, y existen muchos expertos que consideran que hay muchas probabilidades de que las cosas se pongan muy feas. Por ejemplo, la cia ha dicho que lo más probable es que Irak use sus adm si es atacado y la derrota parece posible. Por tanto, al sopesar los méritos relativos de ir a la guerra con Irak uno debe asumir el peor resultado posible, no el mejor. Uno debe preguntarse: ¿son los presuntos beneficios tan grandes como para demeritar todas y cada una de las posibles repercusiones negativas?

Y esto nos lleva a la pregunta más fundamental de todas: POR QUÉ vamos a la guerra. Qué es lo que en realidad mueve al presidente Bush y a sus principales asesores a correr riesgos tan enormes.

En sus pronunciamientos públicos, el presidente Bush y sus asociados han adelantado tres razones para ir a la guerra y derrocar a Saddam Hussein: 1) eliminar los arsenales de adm de Saddam, 2) disminuir la amenaza del terrorismo internacional, 3) promover la democracia en Irak y en las áreas circundantes.

Son éstas, por cierto, poderosas razones para ir a la guerra. Pero ¿son genuinas? Contestarlo requiere que examinemos motivo por motivo. Al hacerlo, es necesario recordar que Estados Unidos no puede hacerlo todo. Si comprometemos cientos de miles de soldados estadunidenses y cientos de miles de millones de dólares en la conquista, ocupación y reconstrucción de Irak, no podremos hacer lo mismo con otros países -simplemente no contamos con los recursos para invadir y ocupar todo país que implique una amenaza hipotética para Estados Unidos o que merezca un cambio de régimen. Así que la decisión de atacar a Irak significa abstenerse de emprender otras acciones que podrían ser importantes para la seguridad de Estados Unidos o para el bien del mundo. 1. Eliminar armas de destrucción masiva

La razón que más invoca el gobierno en su guerra contra Irak es reducir el riesgo de un ataque con adm en Estados Unidos. Es cierto, un ataque significativo con adm a Estados Unidos sería un desastre terrible, y es pertinente que el presidente de este país emprenda acciones vigorosas y eficaces para evitar que ocurra. Si es ésta, de hecho, la preocupación central de Bush, entonces uno imagina que prestará su mayor atención a quien más amenace con usar adm contra Estados Unidos y que, en consecuencia, desplegará todos los recursos estadunidenses disponibles: tropas, dólares y diplomacia. ¿Es esto lo que hace Bush? La respuesta es no.

Cualquiera que se tome la molestia de examinar la amenaza de proliferación global de adm y calibre la probabilidad relativa de los varios escenarios que involucra tendría que concluir que la amenaza más grande proviene de Corea del Norte y Pakistán, no de Irak.

Ambos países entrañan una amenaza mayor para Estados Unidos que Irak, por muchas razones. Primero que nada, porque los dos poseen arsenales mucho más grandes de adm. Se sabe que Pakistán cuenta con varias docenas de cabezas nucleares y con misiles y aviones capaces de depositarlas a cientos de kilómetros de distancia; también se sospecha que ha desarrollado armas químicas. Se dice que Corea del Norte posee el suficiente plutonio para producir uno o dos dispositivos nucleares y que cuenta con la capacidad de fabricar muchos más; tiene también un montón de armas químicas y un formidable espectro de misiles balísticos. Irak, en cambio, no cuenta con armas nucleares y se dice que, aun si tuviera las condiciones óptimas, está a muchos años de producir alguna. Tal vez posea algunas armas químicas y biológicas y una docena de misiles tipo Scud escondidos desde el fin de la guerra del Golfo, en 1991, pero se desconoce si alguno de estos artículos sigue funcionando o si están disponibles para uso militar. Es igualmente importante cuestionar la intención: qué tan probable es que estos países hagan uso de sus arsenales de adm. Nadie puede contestar esto con grado alguno de certeza, por supuesto, pero hay algunas cuantas cosas que podrían decirse.

Para empezar, el presidente paquistaní, Pervez Musharraf, ha declarado públicamente que el año pasado estuvo a punto de emplear armas nucleares contra India cuando Nueva Delhi lanzó sus fuerzas a la frontera y amenazó con atacar Pakistán si este país no frenaba las actividades de los militantes islamistas en Cachemira. Esto no significa que Pakistán usaría armas nucleares contra Estados Unidos, pero indica la disposición de emplearlas como instrumento en una guerra. Es también fácil imaginar un escenario en el que alguien mucho más antiestadunidense que Musharraf arribe al poder.

Igualmente preocupante es que los norcoreanos hayan declarado que cualquier movimiento de Estados Unidos o Naciones Unidas que busque imponer sanciones económicas a Corea del Norte por desarrollar armas nucleares será considerado un acto de guerra, al cual responderán hundiendo Estados Unidos en un "mar de fuego". De nuevo, esto no significa que tomaran la decisión de usar sus armas nucleares, pero no es difícil imaginar un escenario en el que, al iniciarse la guerra, los norcoreanos usaran sus adm en un gesto desesperado por evitar una derrota.

Por otra parte, la cia concluye que Saddam Hussein no desplegará sus capacidades bélicas de destrucción masiva contra Estados Unidos mientras su régimen se mantenga intacto; sólo en el caso de una conquista inminente de Bagdad por Washington, que se vería tentado a usar adm.

El gobierno de Bush dice también que la guerra con Irak se justifica en aras de evitar que el país árabe le brinde sus adm a los terroristas antiestadunidenses. La transferencia de tecnología en adm a grupos terroristas es una preocupación genuina, pero es Pakistán donde tal amenaza de transferencia es real, no Irak. En Pakistán se dice que muchos de los oficiales de alto rango albergan simpatía por los militantes de Cachemira y otros movimientos islamistas y extremistas. En un momento en que el sentir antiestadunidense se intensifica por toda la región, no es difícil imaginar que estos oficiales proporcionen a los militantes algunas armas de destrucción masiva o su tecnología asociada. Por otro lado, el actual liderazgo en Irak no tiene esas ligas con los extremistas islámicos; al contrario, Saddam ha sido enemigo perenne de los militantes islamitas, que lo ven también de manera hostil.

De lo anterior se desprende que una política tendiente a proteger Estados Unidos de algún ataque con adm indentificaría a Pakistán y a Corea del Norte como los peligros inminentes, situando a Irak en un distante tercer puesto. Pero no es esto lo que el gobierno busca. Más bien minimiza el riesgo que entrañan Pakistán y Corea del Norte para enfocarse, casi exclusivamente, en la amenaza que supone Irak. Es claro entonces que proteger a Estados Unidos de un ataque con adm no es la justificación central de la invasión a Irak; si así lo fuera, hablaríamos de un asalto a Pakistán o a Corea del Norte, no a Irak. 2. Combatir el terrorismo

El gobierno argumenta en extenso que una invasión a Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein constituyen el mayor de los logros en la guerra contra el terrorismo: su culminación. Nunca han aclarado suficientemente por qué, pero se dice que la hostilidad de Saddam hacia Estados Unidos sostiene y fortalece, de alguna manera, la amenaza terrorista contra este país. De aquí se deriva que eliminar a Saddam sería una gran derrota para el terrorismo internacional y debilitaría enormemente su capacidad de atacar a Estados Unidos.

Si algo de esto fuera cierto, la invasión a Irak tendría sentido desde cualquier punto de vista antiterrorista sea así. Lo que ocurre es que no hay evidencia de que sea así; en realidad, ocurre lo contrario. Hasta donde sabemos de Al Qaeda y otras organizaciones por el estilo, el objetivo de los extremistas es derrocar cualquier gobierno en el mundo islámico que no se adhiera a una versión fundamentalista del Islam, y remplazarlo por uno que cubra los requisitos. El régimen del partido Baath en Irak no cumple con los criterios; así, conforme a la doctrina de Al Qaeda, debe ser barrido, junto con los otros deficientes gobiernos de Egipto, Jordania y Arabia Saudita. De aquí se deriva que cualquier esfuerzo estadunidense por derrocar a Saddam Hussein y remplazar su régimen con algún otro gobierno secular -apoyado por el poder militar de Estados Unidos- no disminuirá la ira de los extremistas, la encenderá.

Más aún, para responder este punto es necesario prestar atención al conflicto israelí-palestino. Para casi todos los árabes musulmanes, cualquiera sea la opinión que tengan de Saddam Hussein, Estados Unidos es un poder hipócrita porque tolera (incluso respalda) el terrorismo de Estado que utiliza Israel contra los palestinos mientras emprende una guerra contra Bagdad aludiendo al mismo tipo de comportamiento. Es esta noción la que alimenta las corrientes antiestadunidenses que hoy circulan por el mundo musulmán. Una invasión estadunidense a Irak no aquietará a quienes se adhieren a esta corriente, los excitará. Es demasiado difícil comprender cómo es que esta invasión producirá una victoria contundente en la guerra contra el terrorismo; si acaso, disparará una nueva ronda de violencia antiestadunidense. Resulta entonces muy difícil concluir que el derrocamiento de Saddam Hussein tiene, para el gobierno, un móvil antiterrorista. 3. Promover la democracia

Se alega que derrocar a Saddam Hussein dará al pueblo iraquí un margen para establecer un gobierno verdaderamente democrático (bajo la tutela estadunidense, por supuesto) y servirá de faro de inspiración que diseminará por todo el mundo islámico una democracia que, se dice, le hace tanta falta. Cierto, sería bueno que se difundiera la democracia por el mundo islámico y habría que alentar que ocurriera así. ¿Hay alguna razón para creer que, en su premura guerrerista contra Irak, uno de los motivos del gobierno es difundir la democracia?

Hay muchas razones para dudarlo. Primero que nada, muchas de las principales figuras del gobierno actual, en particular Donald Rumsfeld y Dick Cheney, respaldaron con gran alegría la dictadura de Saddam Hussein en los 80, cuando Irak era enemigo de nuestro enemigo (es decir, Irán), y lo consideraban de facto como aliado. Durante la guerra Irán-Irak de 1990-1998, el gobierno de Reagan-Bush se "inclinó" por Irak y lo ayudó en su guerra contra Irán. Como parte de esta política, Reagan retiró a Irak de la lista de países que apoyan el terrorismo, permitiéndole así a Hussein recibir miles de millones de dólares en créditos agrícolas y otras formas de asistencia. El portador de las buenas nuevas fue ni más ni menos Donald Rumsfeld, quien viajó a Bagdad y se entrevistó con Hussein en diciembre de 1983 como representante especial del presidente Reagan.

En dicho periodo, el Departamento de Defensa proporcionó a Irak datos satelitales secretos de las posiciones militares iraníes. Esta información se le proporcionaba a Saddam pese a que, el primero de noviembre de 1983, un funcionario de alto rango del Departamento de Estado informó a los dirigentes estadunidenses que los iraquíes hacían uso de armas químicas contra los iraníes "casi a diario". Es decir, había una clara conciencia de que Bagdad podía usar los datos satelitales estadunidenses para dirigir ataques con armas químicas contra posiciones iraníes. Durante este periodo, ni Rumsfeld ni Cheney se opusieron en lo absoluto al uso de armas químicas por Irak, ni sugirieron siquiera que Estados Unidos descontinuara su respaldo a la dictadura de Hussein. No hay entonces razón alguna para creer que las objeciones al régimen dictatorial de Irak, que el gobierno saca a relucir, estén fundadas en principios muy sólidos; sólo cuando Saddam nos amenaza nos preocupamos por su conducta tiránica. Dick Cheney, quien asumió el cargo de secretario de Defensa en 1989, continuó la práctica de sumistrarle a Irak información secreta de nuestros servicios de inteligencia.

Hay otra razón que nos torna escépticos en cuanto al compromiso del gobierno de Bush con la democracia en esa región del mundo: el hecho de que el gobierno ha desarrollado relaciones cercanas con varios otros regímenes dictatoriales o autoritarios en el área. Lo más notable es que Estados Unidos tiene vínculos cercanos con las dictaduras post soviéticas de Azerbaiján, Kazajstán y Uzbekistán. Cada uno de estos países está regido por algún dictador estalinista que alguna vez fuera agente leal del imperio soviético: Heydar Aliyev en Azerbaiján, Nursultan Nazarbaev en Kazajstán e Islam Karimov en Uzbekistán. A estos tiranos, sólo un poquito menos odiosos que Saddam Hussein, se les recibe en la Casa Blanca y se les brinda asistencia y respaldo. En Kuwait o Arabia Saudita, los otros dos aliados de Estados Unidos en la región, no existe tampoco algo remotamente cercano a una democracia. Es entonces difícil creer que el gobierno de Bush se mueva por amor a ésta, cuando constatamos su prontitud para abrazar regímenes patentemente antidemocráticos.

Entonces, si ni el apuro por la proliferación de adm ni la reducción del terrorismo o un amor a la democracia explican la determinación del gobierno de Bush de derrocar a Saddam Hussein, ¿cuál es la razón de la guerra?

Considero que la respuesta yace en la combinación de tres factores, todos relacionados con la avidez de petróleo y la conservación del carácter de potencia mundial indisputada.

Desde el final de la guerra fría, quienes diseñan las políticas estadunidenses (sean demócratas o republicanos) han buscado que Estados Unidos se mantenga como "la única superpotencia", evitando el surgimiento de un "competidor" que pueda desafiar la supremacía estadunidense en términos equiparables. Al mismo tiempo, quienes gobiernan se preocupan cada vez más por la creciente dependencia del país de importaciones de crudo, en especial si provienen del golfo Pérsico. Hoy Estados Unidos requiere de petróleo importado para cubrir 55 por ciento de sus necesidades, y este porcentaje podría elevarse a 65 por ciento en 2020 y continuar aumentando de ahí en adelante. Esta dependencia es el talón de Aquiles del poder estadunidense: a menos que el crudo del golfo Pérsico pueda ser controlado por Estados Unidos, nuestra capacidad de mantenernos como la potencia mundial dominante quedará en entredicho.

Estas preocupaciones apuntalan los tres motivos estadunidenses para invadir Irak: el primero se deriva de la propia dependencia estadunidense hacia el petróleo proveniente del Pérsico y del principio, entronizado por la Doctrina Carter, de que Estados Unidos no permitirá que ningún Estado hostil esté en posición de impedirle su acceso al Golfo. El segundo es el papel pivote que juega el Pérsico al suministrarle crudo al resto del mundo: quien controle el Golfo automáticamente adquiere la llave de la economía mundial. El gobierno de Bush pretende que Estados Unidos sea quien la posea, nadie más. El tercero es la angustia por la disponibilidad futura de petróleo: Estados Unidos depende cada vez más de las existencias que le suministra Arabia Saudita, y Washington está desesperado por hallar fuentes alternativas por si acaso llegara el punto en que el acceso a las reservas de dicho país se viera comprometido. El único país con reservas suficientes para compensar la eventual pérdida de lo que llega de Arabia Saudita es Irak. Examinemos cada uno de estos factores, por separado.

Primero, la dependencia estadunidense del petróleo del golfo Pérsico y la doctrina Carter. Desde la Segunda Guerra Mundial, cuando quienes diseñaban la política estadunidense reconocieron que algún día Estados Unidos se volvería dependiente del petróleo de Medio Oriente, fue política gubernamental asegurar que siempre tuviéramos acceso irrestricto al petróleo del golfo Pérsico. En un principio Estados Unidos confió a Gran Bretaña el papel de proteger este acceso al Golfo, pero cuando en 1971 Gran Bretaña salió del área, Estados Unidos confió ese papel al sha de Irán. Cuando en 1979 los islamitas leales al ayatola Jomeini derrocaron al sha, Washington decidió que era momento de asumir la responsabilidad de proteger el flujo de crudo. El resultado fue la doctrina Carter, expresada el 23 de enero de 1980, que declara que es interés vital de Estados Unidos contar con acceso irrestricto al golfo Pérsico y que, en aras de proteger dicho interés, empleará "cualquier medio que sea necesario, incluida la fuerza militar".

El principio fue invocado por vez primera en 1987, durante la guerra Irán-Irak, cuando las lanchas artilladas iraníes abrieron fuego sobre los buques tanques petroleros kuwaitíes y la armada estadunidense comenzó a escoltarlos por las aguas del Golfo. Volvió a invocarse en agosto de 1990, cuando Irak invadió Kuwait, lo que implicó una amenaza para Arabia Saudita. El presidente Bush, el viejo, respondió a la amenaza corriendo a los iraquíes de Kuwait en la Operación Tormenta del Desierto, pero no continuó la guerra sobre Irak ni derrocó a Saddam Hussein. En cambio emprendió una "contención" de Irak, lo que significó un bloqueo marítimo y aéreo.

Ahora Bush, el joven, busca dejar atrás la contención y retomar la Operación Tormenta del Desierto donde se quedó en 1991. La razón que invoca su gobierno es que Saddam hace progresos en su desarrollo de adm, pero el principio subyacente es la doctrina Carter: Irak, bajo el régimen de Hussein, amenaza implícitamente el acceso que Estados Unidos pueda tener el petróleo del Golfo y, en consecuencia, hay que eliminar tal amenaza.

Ya lo dijo el vicepresidente Dick Cheney el 26 de agosto de 2002, en su importante discurso ante los veteranos de las guerras en el extranjero: "Podemos esperar que Saddam Hussein, armado con estos instrumentos de terror y sentado sobre el 10 por ciento de las reservas petroleras del mundo, busque dominar todo el Medio Oriente, asuma el control de una gran porción de las reservas energéticas del mundo, amenace directamente a nuestros amigos en la región y someta a Estados Unidos o a cualquier otra nación a un chantaje nuclear". Desnudando esto a su esencia, no es sino una nueva invocación directa de la doctrina Carter.

Para recalcar lo anterior, comparemos el discurso de Cheney ante los veteranos con los comentarios que expresó ante el comité de servicios armados del Senado, hace 12 años, después de la invasión iraquí a Kuwait: "Irak controlaba 10 por ciento de las reservas petroleras mundiales antes de la invasión a Kuwait. Una vez que Saddam se apoderó de Kuwait, duplicó esa cantidad a un 20 por ciento de las reservas mundiales conocidas... Al tener Kuwait y desplegar un ejército tan grande como el que posee (en la frontera con Arabia Saudita), estaba en posición de dictar el futuro de las políticas energéticas mundiales, lo que le dio la llave de nuestra economía y de la de casi todas las otras naciones del mundo". La atmósfera puede haber variado desde 1990, pero seguimos entrampados con la doctrina Carter: debemos derrocar a Saddam porque es una amenaza potencial al libre flujo de petróleo del golfo Pérsico a Estados Unidos y sus aliados.

El segundo objetivo del gobierno aflora en el lenguaje empleado por Cheney en su testimonio ante el comité de servicios armados del Senado en 1990: quien controle el flujo del petróleo del golfo Pérsico tiene una "llave" no sólo de nuestra economía, sino de "casi todas las otras naciones del mundo". Esta es una imagen poderosa, y describe a la perfección el pensar del gobierno acerca del área del Golfo, pero al revés: si servimos como potencia dominante en el Pérsico, nosotros tenemos la "llave" de las economías de otras naciones. Esto nos da un apalancamiento extraordinario de los asuntos mundiales y explica en alguna medida por qué estados como Japón, Gran Bretaña, Francia y Alemania -aún más dependientes del crudo del golfo Pérsico que nosotros- delegan en Washington la resolución de asuntos internacionales (como el caso de Irak), pese a no estar de acuerdo con nosotros.

Mantener la llave del petróleo del golfo Pérsico empata también con el propósito expreso del gobierno de mantener una superioridad militar permanente sobre todas las otras naciones. Si uno lee las declaraciones gubernamentales en torno a políticas de seguridad nacional, uno encuentra que hay un punto que resalta sobre todos los demás: Estados Unidos debe evitar que algún rival en potencia llegue al punto de poder competir con él en términos vagamente equiparables. Según lo articulado en La estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos de América (emitida por el presidente Bush en septiembre de 2002), este principio sostiene que las fuerzas estadunidenses deben ser "lo suficientemente fuertes para disuadir a los adversarios potenciales de que emprendan algún despliegue militar con la esperanza de sobrepasar, o igualar, el poderío de Estados Unidos".

Una manera de lograr lo anterior, por supuesto, es buscar avances tecnológicos que permitan a Estados Unidos mantenerse a la cabeza de todos los rivales potenciales en lo referente a sistemas militares, lo que explica que el gobierno intente añadir decenas de miles de millones de dólares al presupuesto del Departamento de Defensa. Otra manera de lograrlo es mantener estrangulada la economía de los rivales potenciales, de tal manera que no se atrevan a desafiarnos por miedo a quedar ahogados por la carencia total de las reservas energéticas vitales. Japón y los países europeos están ya en esta posición vulnerable, y se quedarán así durante un lapso imprevisible. Ahora China está ya también en esa posición, pues se vuelve más dependiente del petróleo del golfo Pérsico. Al igual que Estados Unidos, China se está quedando sin crudo y, como nosotros, no tiene a quien recurrir, excepto el golfo Pérsico. Pero como nosotros controlamos el acceso al Golfo, y China no cuenta con el poder para abrir la llave, podemos mantenerla en una posición vulnerable indefinidamente. Como yo lo veo, la remoción de Saddam Hussein y su remplazo por alguien que sea del agrado de Estados Unidos es la parte clave de una estrategia más amplia, que busca asegurar una dominación estadunidense global, permanente. O como lo dijera Michael Ignatieff en su ensayo seminal sobre el imperio estadunidense emergente: la concentración de tanto petróleo en el Golfo "lo vuelve lo que un estratega militar llamaría el centro de gravedad del imperio" ("La carga", The New York Times, 5 de enero de 2003).

Finalmente, existe un dilema de largo plazo referente al asunto energético. El problema es el siguiente: Estados Unidos depende del crudo para cubrir 40 por ciento de sus requerimientos energéticos, porcentaje que rebasa lo proveniente de cualquier otra fuente. Alguna vez este país dependió por completo de sus reservas internas para cumplir con sus necesidades; pero nuestra avidez de petróleo crece todo el tiempo y nuestros campos petroleros -de los más viejos del mundo- se han agotado rápidamente. Así, nuestra necesidad de importaciones de petróleo crecerá con cada año que pase. Mientras más dependamos de fuentes extranjeras, más pronto tendremos que recurrir al golfo Pérsico, pues la mayor parte del crudo no explotado del mundo -al menos dos terceras partes- se localiza en esa área. Podemos, por supuesto, asaltar Alaska y extraerle hasta la última gota del que ahí existe, pero eso únicamente reduciría nuestra dependencia del exterior en 1-2 puntos porcentuales, cantidad insignificante. Podríamos contar con una tajada de los abastecedores como Rusia, Venezuela o los estados del mar Caspio, y Africa, pero cuentan con mucho menos crudo y se lo están acabando con rapidez. Así, mientras más miramos al futuro, más es nuestra dependencia del Golfo.

Actualmente la dependencia de Estados Unidos del golfo Pérsico significa, en términos prácticos, depender de Arabia Saudita, porque cuenta con más petróleo que nadie: 250 mil millones de barriles, la cuarta parte de las reservas mundiales. Esto le confiere a Arabia Saudita mucha influencia indirecta sobre nuestra economía y nuestra forma de vida. Y, como es sabido, mucha gente en Estados Unidos está resentida con los sauditas por sus vínculos financieros con agencias de asistencia ligadas a Osama Bin Laden y Al Qaeda. Es más, Arabia Saudita es el principal promotor de la opep y tiende a controlar la disponibilidad global del crudo -algo que pone nerviosos a los funcionarios estadunidenses-, especialmente cuando los sauditas hacen uso de su poder presionando a Estados Unidos para que cambie algunas de sus políticas, digamos, por ejemplo, en torno al conflicto israelí-palestino.

Por las razones mencionadas, a quienes gobiernan Estados Unidos les gustaría reducir la dependencia de Arabia Saudita. Pero hay una sola forma de reducir esta dependencia: conquistar Irak y usarlo como fuente alternativa de petróleo.

Irak es el unico país del mundo con reservas suficientes para frenar a Arabia Saudita: por lo menos 112 mil millones de barriles en reservas seguras, y casi tanto como 200-300 mil millones de barriles en reservas potenciales. Si Estados Unidos ocupa Irak y controla su gobierno, resolverá su dilema de dependencia a largo plazo, cuando menos una década. Creo que es ésta la principal consideración que se hacen en el gobierno en torno a Irak.

Esta serie de factores, creo, explica la determinación del gobierno de Bush de emprender una guerra contra Irak -no su preocupación por las adm, el terrorismo o la difusión de la democracia. Pero habiendo expresado lo anterior, necesitamos preguntar: ¿acaso estos objetivos, suponiendo fueran correctos, justifican una guerra contra Irak? Algunos estadunidenses piensan que sí. Tienes sus ventajas, claro, vivir en un imperio poderoso que controlara la segunda reserva petrolera más grande del mundo no explotada. Los automovilistas estadunidenses podrán tener gasolina para sus deportivos utilitarios, sus camionetas y sus camiones por una década, tal vez más. Habrá muchos empleos en el complejo militar y militar-industrial, o como representantes de las corporaciones trasnacionales estadunidenses (pero respecto a este último rubro, no aconsejaría viajar al exterior sin un pequeño ejército de guardaespaldas). Habrá algún precio que pagar. Los imperios tienden a requerir la militarización de la sociedad, y eso entraña que haya más gente uniformada, de una manera u otra. Significa también más gasto militar, menos gasto en educación y otras necesidades internas. Entrañará más sigilo y más intrusión en nuestras vidas privadas. Todo esto debe entrar a la ecuación. Si me preguntan a mí, un imperio no vale la pena.

Traducción: Ramón Vera Herrera


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