25 de marzo de 2003
LA GUERRA DE WASHINGTON
Raúl Zibechi
Brecha
Se está ante el mayor intento realizado en mucho tiempo para remodelar el mundo. Pero en esta ocasión, como sucediera con el dominio de Roma, se trata de un esfuerzo solitario encarnado por una sola nación para adecuar el tablero mundial a sus necesidades y apetencias, sin contar siquiera con el mínimo consenso de las principales naciones del planeta. Esto marca las enormes diferencias con el remodelamiento anterior, el que se prefiguró en la Conferencia de Yalta en 1945, cuando las tres principales potencias del momento, representadas por Winston Churchill, José Stalin y Franklin Roosevelt, negociaron el reparto del globo.
Y marca, por tanto, el volumen del desafío que se plantean los halcones de Washington, que no están dispuestos a hacer la menor concesión al resto de la humanidad. Desafío que muestra la debilidad de Estados Unidos, que en medio siglo perdió la superioridad económica y cultural que le había permitido pasar de una nación de tercera fila, durante el siglo XIX, a convertirse en la gran potencia que emergió de la Segunda Guerra Mundial.
Ciertamente, Yalta remodeló el mundo. En el pequeño balneario de Crimea, a orillas del Mar Negro, se oficializó el relevo de Gran Bretaña como potencia colonial por Estados Unidos, mientras la Unión Soviética ascendía al rango de nueva gran potencia. Los tres mandatarios sellaron, parcialmente, la suerte de los países que habían formado el Eje y se repartieron toda Europa oriental. La conferencia, a la que asistieron 700 funcionarios británicos y estadounidenses, trasladados en 25 aviones, duró del 4 al 11 de febrero de 1945.
Cuatro meses antes, el 10 de octubre de 1944, Churchill y Stalin se habían reunido en Moscú. El primer ministro británico, tal como reconoció en sus memorias, le espetó a Stalin: 'Vamos a arreglar nuestros problemas en los Balcanes; no merece la pena que regañemos por pequeñeces'. Y escribió en un trozo de papel el célebre 'reparto de las zonas de influencia': 'Rumania: los soviéticos 90 por ciento, los demás 10 por ciento; Grecia: Gran Bretaña 90, por ciento, URSS, 10 por ciento; Yugoslavia: mitad y mitad; Hungría: mitad y mitad; Bulgaria: URSS, 75 por ciento, los otros, 25 por ciento'. Al parecer Stalin se mantuvo en silencio; el meteórico avance de las tropas soviéticas en las semanas siguientes haría trizas los porcentajes a los que aspiraba el primer ministro británico. Aunque no el espíritu del reparto: esas 'pequeñeces' eran nada menos que pueblos y naciones enteras. Ya en la Conferencia de Teherán, en diciembre de 1943, cuando aún las tropas aliadas no habían desembarcado en Normandía, Roosevelt había diseñado con precisión el reparto de Alemania ante sus pares británico y soviético.
La evolución de la situación mundial -léase el avance de los ejércitos y de la diplomacia de las cañoneras- modificó en forma parcial los acuerdos. En la zona del Golfo, las potencias occidentales buscaron compensar la pérdida de casi toda Europa oriental y de la mitad de Alemania en manos de la URSS o de regímenes aliados a ella. Salvo en los casos de Yugoslavia y Albania -donde se impusieron regímenes comunistas disidentes de Moscú-, y de Grecia -donde Stalin decidió sacrificar la poderosa insurgencia comunista para evitar una segura confrontación con Gran Bretaña y Estados Unidos-, el verdadero vencedor de la gran guerra fue la Unión Soviética.
En el viaje de retorno desde Yalta, Roosevelt se detuvo en El Cairo y se embarcó en el USS Quincy, anclado en el canal de Suez. Otro barco de guerra estadounidense, el USS Murphy, trasladaba al rey saudita Ibn Saud hasta la nave que ocupaba Roosevelt. Conversaron durante cinco horas. Roosevelt le planteó al rey tres temas íntimamente entrelazados y vitales para el futuro de su país: encontrar en Palestina un lugar para los judíos, el petróleo y la configuración de Oriente Medio en la posguerra.* Son los mismos temas que dominan el escenario medio siglo después, con la diferencia de que en aquel momento se trataba de desplazar al colonialismo británico, que aún era hegemónico en la región. La otra notable diferencia, que suele pasar inadvertida, es que medio siglo atrás Estados Unidos producía las dos terceras partes del petróleo mundial; hoy es el primer importador, consume el 26 por ciento del petróleo mundial, produce apenas el 10 por ciento del petróleo que se genera en el mundo y sus reservas representan apenas el 2,9 por ciento de las mundiales.**
No todo lo explica el petróleo. La hegemonía económica y cultural de Estados Unidos, así como la decadencia británica, hay que buscarlas en el seno de esas sociedades. Estados Unidos sentó las bases que le permitieron erigirse en la mayor economía del mundo antes de la Segunda Guerra. Así como la hegemonía británica tuvo su pilar en la temprana y solitaria revolución industrial en la isla, la de Estados Unidos se asentó en su capacidad para construir la más potente industria del planeta. Su poderío económico tiene, básicamente, dos nombres: Frederick Taylor y Henry Ford. Fue la aplicación de la 'organización científica del trabajo', el estudio y cronometraje de los movimientos de los obreros (taylorismo) y de la cadena de montaje y ensamblaje (fordismo), los que le permitieron a ese país multiplicar la producción de sus fábricas y dar el salto a la producción en masa mucho antes que sus competidores. Dicho de otro modo, fue Estados Unidos el primer país del mundo en derrotar de forma completa al viejo movimiento obrero y liberar al capital -durante cierto tiempo- de los límites que le imponían los trabajadores organizados. Con la producción en masa apareció el consumismo, a tal punto que en Estados Unidos, mucho antes que en el resto del mundo occidental, 'lo que en otro tiempo había sido un lujo se convirtió en un indicador de bienestar habitual'.
Fue su enorme superioridad económica la que le permitió a Roosevelt ayudar a sus aliados en Europa, derrotar a Japón y sentarse a esperar cómo la hegemonía productiva se convertía rápidamente en hegemonía política: los países de Europa debieron aceptar que no podían reconstruirse sin el apoyo de la nueva potencia, y a ella se subordinaron.
Tampoco la economía lo explica todo. Estados Unidos se convirtió, gracias a sus libertades democráticas, al empuje de su propia intelectualidad y de sus movimientos sociales -no debería olvidarse que las tres principales conmemoraciones mundiales de los movimientos sociales nacieron en Estados Unidos-, en un país atractivo y punto de referencia de las vanguardias artísticas, culturales y científicas del mundo occidental. Nueva York desplazó a París, y 'América' desplazó a la Europa devastada por el nazismo y el estalinismo del lugar de privilegio que gozaba. Muchos de los que no sucumbieron a las matanzas (Federico García Lorca, Miguel Hernández) o no se integraron a la resistencia (Jean Paul Sartre, Henri Matisse) encontraron en Estados Unidos el lugar apropiado para seguir viviendo y creando. Buena parte de los desarrollos científicos que auspiciaron el crecimiento económico, y por supuesto militar, de la gran potencia se debieron a la masiva emigración de especialistas, entre ellos físicos notables como Albert Einstein.
La Guerra Fría, el macarthismo en el interior y el expansionismo imperialista en lo internacional, devoraron la hegemonía estadounidense. La remodelación del mundo auspiciada por la Conferencia de Yalta, uno de cuyos resultados más duraderos fue la creación de las Naciones Unidas, fue minada además por dos amplios movimientos que le cambiaron la cara al mundo: los movimientos nacionales que auspiciaron la descolonización del Tercer Mundo y los movimientos sociales que se expresaron a fines de los sesenta.
Así como la derrota del nazismo y del fascismo resulta incomprensible sin tener en cuenta las resistencias populares -desde los maquís franceses y los partisanos italianos y yugoslavos hasta los pueblos de la Unión Soviética-, que sellaron el destino del Tercer Reich incluso antes del tardío desembarco aliado en Normadía, tampoco puede asimilarse la crisis del mundo de Yalta sin comprender las múltiples rebeliones. Incluso en los países industrializados, el desborde obrero del control taylorista-fordista está en la base de la crisis de los 'estados del bienestar', pero también de la parálisis de la gerontocracia soviética, que durante la Guerra Fría no pudo conseguir la adhesión de sus ciudadanos al partido-Estado.
El estancamiento y deterioro estadounidenses resultaron ya visibles en los setenta. La anterior supremacía económica se trocó en fuerte competencia por parte de Japón y de la Europa unida; el dominio militar fue contestado en Vietnam, y cada vez más por potencias emergentes capaces de desafiar al gigante, que desde la revolución iraní de 1979 ha debido empeñarse a fondo como policía global en Asia, Europa y América Latina.
En efecto, la Unión Europea (UE) además de haberse ampliado hasta convertirse en el primer producto bruto del mundo y en el mercado más grande, no debe afrontar costos adicionales derivados del papel de policía mundial. Además, y por razones geopolíticas, los europeos están tejiendo alianzas con países que pueden surtirlos de petróleo y gas natural así como convertirse en mercados para sus productos. Es el caso de Rusia y de países de Europa del este, zona hacia donde la UE se empeña en tender puentes.
Esta vez quien corre de atrás es el propio Estados Unidos, en clara desventaja ante la Unión Europea, Japón y China, aunque por diferentes motivos. Por otro lado, la OPEP se ha convertido en un escollo para el dominio de la superpotencia, no sólo porque los países que la integran acumulan la inmensa mayoría de las reservas probadas de petróleo, sino porque se han mostrado renuentes a seguir las recomendaciones de Washington y procuran salvaguardar sus riquezas.
Así las cosas, la guerra contra Irak, no una guerra en el sentido clásico sino la destrucción y ocupación del país después de un paseo militar por una nación indefensa, pretende remodelar el globo. En primer lugar, se trata de liquidar a la OPEP. El control directo de la zona busca redirigir el comercio del petróleo en las condiciones pautadas por Washington: regular el abastecimiento a Europa, tan dependiente del petróleo como Estados Unidos, y evitar que ese comercio llegue a hacerse en euros como ansían tanto los europeos como los rusos.
En segundo lugar, tal como lo plantea actualmente la Casa Blanca, se trata de 'prevenir la emergencia de hegemonías o coaliciones regionales hostiles' o, simplemente, capaces de poner en cuestión la hegemonía estadounidense. El cada vez más consistente eje Unión Europea-Rusia, al que puede sumarse China, reúne todas las condiciones para convertirse, en las próximas décadas, en el recambio ante la decadencia de la superpotencia.
Mantenerse como superpotencia requiere, además, aumentar la explotación del Tercer Mundo, espacio desde el que surgen renovados desafíos, desde el que representa el llamado ''eje del mal' (Corea del Norte, Irán e Irak) hasta Venezuela, Cuba, Brasil, India y Sudáfrica. Por explotación debe entenderse en este caso la posibilidad de seguir pasando la factura del dominio imperial a terceros, como lo demuestran las crisis financieras especulativas desatadas por el FMI en todo el globo, capaces de hundir las economías de los 'dragones' asiáticos y hasta del mismísimo Japón.
Por último, se trata de doblegar al pueblo palestino, forzándolo a aceptar la formación de un Estado títere -en realidad un gran bantustán- aislado y vigilado por un Estado de Israel cada vez más en manos de los colonos ultraderechistas. En síntesis, la locura de la administración Bush pretende resolver todos los problemas que Roosevelt dejó pendientes en Yalta, y que en más de medio siglo nadie pudo llevar a cabo, simplemente porque el planeta no es modelable al antojo de unos pocos. Ni siquiera por quienes detentan la superioridad militar más despareja de la historia.
El que emergió de la Segunda Guerra Mundial era un mundo multipolar. De ahí la necesidad de entablar negociaciones entre las grandes potencias, que se resumían en un cierto consenso atornillado por la teoría de la disuasión nuclear. Nadie osaba traspasar ciertos límites ya que eso suponía patear el tablero de la estabilidad con resultados insospechados, que podían llegar al extremo de la destrucción del planeta y el retorno de la humanidad a la era de las cavernas.
Sin embargo, la caída de la Unión Soviética y la pulverización del llamado socialismo real crearon entre una parte de los dirigentes estadounidenses y de su población el espejismo de la dominación del planeta, a la que nunca renunciaron. Para ello se apoyan en lo peor de sus tradiciones, aquellas que hacen referencia al espíritu religioso ultraconservador, vinculadas a la 'misión' que creían cumplir los pioneros que fundaron el nuevo país, destruyendo y sojuzgando a los pueblos originarios, enclaustrando a sus escasos sobrevivientes en miserables 'reservas'. Esas tradiciones reaccionarias, defendidas por los plantadores esclavistas del sur, derrotados en la guerra civil hace siglo y medio, parecen reencarnarse en la camada de empresarios petroleros texanos que se adueñaron de la Casa Blanca en las últimas elecciones. No resulta extraño que para ellos el mundo entero sea apenas un 'Lejano Oeste' disponible para ser conquistado y ocupado militarmente. Como señala Noam Chomsky, 'en vista de que Estados Unidos tiene un poder mayor que el resto del mundo junto en cuanto a los medios de violencia, quiere usarlo para garantizar el dominio del mundo ahora y para siempre'.
¿Puede un gobierno, aun el de la nación más poderosa del mundo, remodelar el globo por la fuerza? Puede. O puede, por lo menos, intentarlo. En la historia, esos empeños nunca dieron resultado. Porque lo que los imperios ganaban a fuerza de bayonetas lo perdían luego en el inevitable flujo de la vida cotidiana, donde los cambios moleculares de la interacción humana abrían brechas que terminaban por desestabilizar y contrarrestar lo que los poderosos habían conquistado por las armas. Es la historia de la humanidad.
Ciertamente, la existencia de armas de destrucción masiva acerca como nunca a la humanidad al riesgo de la barbarie. De eso se trata hoy. A menos que la impresionante coalición mundial contra la administración Bush consiga, no ya frenar el empeño belicista, sino algo mucho más profundo: despertar las furias de aquella 'América' que empujó a los marines a retirarse de Vietnam, en una impensable alianza tácita entre la resistencia del pueblo vietnamita y la desobediencia civil estadounidense. De hecho, la sola presión externa nunca consiguió derribar ningún imperio si, desde dentro, las fuerzas sociales no empujaban en la misma dirección. Por eso el 'espíritu de Seattle', que fundó en 1999 el actual movimiento antiglobalizador y pacifista, es hoy uno de los mejores aliados de la humanidad.
* Daniel Yerguin, La historia del petróleo, Vergara, Buenos Aires, 1992, página 535.
** Orlando Caputo, El petróleo en cifras: Las causas económicas de la guerra de Estados Unidos, en http://www.alainet.org/
*** Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995, página 267.
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