17 de marzo

28 de marzo del 2003

El rostro hermoso de Estados Unidos

Imad N. JadaŽa, Embajador de Palestina en Cuba
Rebelión

Rachel Corrie nunca fue terrorista. No simpatizó jamás con Al-Qaeda. Sus cabellos rubios y su nacionalidad norteamericana la distinguían entre muchas otras muchachas en la franja de Gaza, sobre todo porque por sus venas no corría sangre árabe. Tampoco profesaba el Islam y apenas había cumplido 23 años.

Rachel residía en Olympia, en el estado de Washington y estaba desde hacía meses muy lejos de su casa. Pertenecía al Movimiento de Solidaridad Internacional y ahora su profesión era ser escudo humano contra la vileza y el crimen.

Uno podría explicar las razones que tendría Rachel para encontrarse en el campamento de refugiados palestinos en Gaza, y cuáles serían los motivos por los cuales pospuso su sueño de graduarse y dejó para después la posibilidad de amar, de tener hijos. Quería ahora, no más tarde, testificar la tragedia palestina y, lejos de su casa, aprendía el concepto verdadero de la justicia norteamericana.

Rachel era culpable. Culpable -según las declaraciones de Israel-, de estar en el país equivocado, a la hora equivocada, junto a las personas equivocadas. Era culpable de no haberse quedado bailando en las discotecas de Estados Unidos, de dejar de ser una ciudadana común y corriente. Ella escogió estar frente a una casa palestina en el momento en que el buldózer israelí pretendía derribarla. En la primera imagen que registra una cámara fotográfica, ella desafía al conductor con un simple megáfono en la mano. Tiene el cabello suelto. Interpone su cuerpo entre la endeble pared de la casa y la brutal pala de la excavadora. La escena tiene lugar en Rafah, en Gaza, y conmueve su gesto protector. Nunca una persona tan indefensamente débil ha desafiado a un vehículo transformado en mecanismo de destrucción y muerte.

No pueden escucharse sus palabras. Junto a ella, en la primera foto está otro joven solidario, tal vez de su misma nacionalidad.

En la segunda imagen está en el suelo y sangra. Según los testigos el buldózer, que estuvo detenido un rato, después decidió avanzar. Luego de tumbarla con el primer golpe, dio marcha atrás y arremetió nuevamente. De una vuelta del timón, el conductor se alejó del escenario. Cambió de dirección, lo dejó a un lado, como cosa sin importancia: la casa en pie, la adolescente derribada.

La imagen carece de sonido. ¿Qué gritaría a su asesino? Sus gritos no fueron en hebreo, sino en el más puro inglés que puede pronunciar una muchacha pura. El soldado israelí no pudo entender por qué le gritaban en el mismísimo idioma del padrino protector. Tal vez pensó por un instante lo curioso de estas palestinas rubias que hablaban en perfecto inglés, un segundo antes de apretar el acelerador hasta el fondo en una arremetida final.

Silencio. La muerte de una muchacha rubia, de 23 años que muere aplastada en Gaza, merece silencio. No hay investigaciones. Nadie ordena que sea entregado el asesino, porque eso sería un chofer menos para los buldózeres, para los tanques, un soldado menos para el asesinato. Y para el crimen son necesarios todos.

Nadie ha dado el pésame a los padres de Rachel. Tan solo el líder palestino les ha hecho llegar su condolencia. No ha ocurrido nada importante, por lo que nadie tiene que pedir disculpas en Estados Unidos ni en Israel. Nadie ha pedido disculpas ni argumentado siquiera el daño colateral. No es necesario. Tal vez incluso lleguen a pensar que fueron los palestinos los culpables por no evitar que estuviera frente a la casa a la hora del desastre.

Si la joven estaba junto a los árabes agredidos, junto al Tercer Mundo, es un hecho cierto que no era una legítima ciudadana norteamericana, si fuera legítima estaría -como el Presidente de su país- al lado del sionismo.

Algo ha escapado a sus estadísticas: Rachel Corrie es la primera mártir norteamericana, la primera sangre estadounidense que empapa la tierra palestina de Gaza. Ella ahora se iza, flamea el viento. Desde ahora acompaña en la lucha, porque entró en la historia para acompañar en la tristeza y el dolor a la nación palestina.

Caerán ahora sobre Bagdad misiles y cohetes, el luto se extenderá a nuevos hogares y esa imagen quedará como el rostro terrible de Norteamérica. Estados Unidos tiene dos caras: de un lado la cara despreciable de Bush, del otro el dulce rostro de Rachel. Él la prepotencia, el irrespeto a un pueblo soberano. Ella la solidaridad, la admiración y el cariño por la humanidad.

A diferencia de todo lo que representa W. Bush, Rachel es el rostro hermoso de Estados Unidos, y ese rostro es perdurable.


Tomado de Rebelión

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