30 de marzo del 2003
México y Canadá frente a Estados Unidos
NAOMI KLEIN
Masiosare
DE NIÑA ME COSTABA TRABAJO ENTENDER por qué mis padres y hermanos vivíamos en Montreal y el resto de la familia -abuelos, tías, tíos, primos- estaban esparcidos por todo Estados Unidos. Durante las largas travesías para ir a visitar a parientes en New Jersey y Pennsylvania, mis padres nos contaban sobre la Guerra de Vietnam y los miles de estadunidenses activistas por la paz que, como nosotros, se colaron a través de la frontera con Canadá a finales de los sesenta.
Me dijeron que el gobierno canadiense no sólo se mantuvo oficialmente neutral durante la guerra, también se ofreció como santuario a los ciudadanos estadunidenses que se rehusaban a pelear en una guerra que creían estaba mal. Mientras en casa nos llamaban despectivamente "los esquivadores del reclutamiento", en Canadá nos daban la bienvenida como objetores de conciencia.
La decisión de mi familia de emigrar a Canadá se tomó antes de que yo naciera, pero estas historias románticas sembraron una idea en mi cabeza cuando era demasiado joven como para hacerla a un lado: creía que Canadá tenía una relación con el resto del mundo que era radicalmente distinta de la que tenía Estados Unidos; que a pesar de las similitudes culturales y la proximidad geográfica, unos valores más humanistas y menos intervencionistas guiaban nuestra manera de actuar. En pocas palabras, pensaba que éramos soberanos.
Desde entonces, he buscado evidencia que respalde aquella creencia de mi niñez (algunos dirían que infantil) -sin suerte. Hasta la semana pasada, cuando la política exterior canadiense dio su giro más radical de alejamiento de Estados Unidos desde la Guerra de Vietnam.
Así como pasaba en los sesenta, la posición de Canadá respecto de esta invasión estadunidense a Irak está llena de hipocresía. Tenemos a 31 soldados en el golfo Pérsico, que están de servicio a través de un intercambio [un programa de intercambio entre el ejército canadiense y los ejércitos estadunidense y británico] al lado de las tropas estadunidenses y británicas, así como tres buques de guerra en la región. Estos, dice el primer ministro Jean Chrétien, están ahí como parte del apoyo al viejo modelo de "la guerra contra el terror", no al nuevo modelo de guerra contra Irak, aun cuando el anterior fue oficialmente relanzado como el posterior (nunca hemos sido buenos para seguir la moda). Pero el hecho notable es éste: tras décadas de seguir a Estados Unidos en sus principales campañas militares, Canadá no está respaldando esta guerra. "Si comienzas a cambiar regímenes, ¿dónde paras?", preguntó Chrétien.
La posición del presidente Vicente Fox ha sido igualmente notable. Aunque también expresó sus reservas, su posición ha sido clara: "Estamos contra la guerra".
Estos tibios, hasta ambivalentes rechazos, no parecen especialmente espectaculares si se comparan con el discurso político grandilocuente de Europa, China y la mayoría del mundo árabe. Sin embargo, las decisiones de Canadá y México podrían representar un mayor reto para el Imperio Estadunidense que todo el griterío que proviene del otro lado del mar.
Después de todo, uno casi podría esperar que los países europeos y árabes reten a Estados Unidos, pero ¿Canadá y México?
Somos más que amigos, más que aliados estratégicos. Somos Estados satélite, extensiones de Estados Unidos, su patio delantero y trasero, le proveemos de mano de obra barata (México) y de energía barata (Canadá) y, claro, brindamos apoyo incondicional. Se supone que somos del mismo equipo -el equipo TLCAN.
Y esto es lo que hace tan significativo el hecho de que Canadá y México se enfrenten a Estados Unidos respecto de la guerra -aunque tratemos de no atraer demasiada atención hacia nosotros. Los imperios necesitan colonias para sobrevivir, países que son tan dependientes económicamente, tan inferiores militarmente, que la acción independiente es impensable.
Solidificar y profundizar estos temores y dependencias entre los vecinos más cercanos y los mayores socios comerciales de Estados Unidos ha sido el mayor logro del TLCAN. Los números hablan por sí solos: 86% de las exportaciones canadienses y 88% de las exportaciones mexicanas van directamente a Estados Unidos. Si Estados Unidos emprendiera represalias contra nosotros mediante el cierre de sus fronteras, las economías de Canadá y México se derrumbarían de la noche a la mañana. Con esos riesgos en mente, John Ibbitson, en un artículo publicado en The Globe and Mail [diario canadiense en el que colabora la autora] la semana pasada, denostó la audacia de los miembros del parlamento canadiense que se atrevieron a cuestionar la legalidad del ataque de George W. Bush contra Irak. "Si tú eres uno de los millones de canadienses cuyo trabajo depende del libre flujo de bienes y servicios con Estados Unidos, deberías de estar furioso". En otras palabras, deja que los europeos tengan ideas elevadas sobre la legislación internacional -nosotros tenemos partes automotrices "justo-a-tiempo" que entregar.
Y sin embargo, de alguna manera, a pesar de nuestras extremas dependencias económicas y nuestro miedo a las represalias, la mayoría de los canadienses y mexicanos apoyan nuestra oposición a la guerra. Esta valentía no llegó de la noche a la mañana -nos la ganamos, con cada desaire de la administración Bush.
Tras el 11 de septiembre de 2001, Washington repentinamente abandonó sus planes de legalizar el estatus de millones de mexicanos indocumentados que trabajan sin protección en Estados Unidos, un golpe que dañó seriamente la popularidad de Fox en casa. Y, en vez de canadianizar la frontera mexicana, Estados Unidos optó por mexicanizar la frontera canadiense. Para los ciudadanos canadienses que nacieron en uno de los países que Estados Unidos considera un riesgo, entrar a Estados Unidos se ha vuelto un ejercicio de humillación, con todo y la toma de fotografía y de huellas digitales de rutina.
Hay otro factor que propició esta nueva valentía: es más fácil arriesgar las relaciones comerciales cuando las políticas de "libre comercio", tras su fracaso en cumplir con tantas promesas, son cada vez más impopulares. La semana pasada, The Washington Post informó que si bien el volumen comercial de México se triplicó desde la firma del TLCAN, la pobreza se ha incrementado drásticamente, con 19 millones de mexicanos más que viven en la pobreza en comparación con hace 20 años.
Ahora que México y Canadá decidieron declarar su independencia de Estados Unidos respecto del asunto de Irak, algo asombroso ha pasado: nada. Ninguna represalia, ni siquiera una reacción -simplemente una expresión de "decepción" del embajador estadunidense a Canadá. Quizá están demasiado ocupados golpeando a los franceses como para darse cuenta.
Y he aquí el significado real de las posiciones canadiense y mexicana. Todo imperio, sin importar lo poderoso que sea, también es débil: un impresionante poder disfraza una rapaz necesidad, una cuidadosamente escondida dependencia en todos los aspectos de los colonizados, desde recursos, pasando por mano de obra, hasta tierra para bases militares.
Mientras los lacayos más leales de Estados Unidos tentativamente se enfrentan, uno tras uno, no podemos sino darnos cuenta de que no sólo necesitamos, también nos necesitan. Solos, Canadá y México pueden parecer prescindibles, pero ¿combinados? Esa es una historia distinta.
Juntos, México y Canadá representan 36% del mercado de exportación de Estados Unidos. Nosotros proveemos a Estados Unidos de 36% de sus importaciones netas energéticas y 26% de sus importaciones netas petroleras. Por más que sus líderes quieran imaginar otra cosa, Estados Unidos no es una isla. Comparte 12 mil kilómetros de frontera con Canadá y México, que no puede proteger sin nosotros.
Quizá se suponía que estos números nunca deberían de haberse sumado. El TLCAN nunca fue realmente una sociedad entre tres: se asemejaba más a dos tratados comerciales bilaterales que se juntaron: uno entre Estados Unidos y Canadá, y otro entre Estados Unidos y México.
Esto empieza a cambiar conforme caemos en la cuenta de que si bien Estados Unidos puede actuar como una isla que no depende de nadie, vive en un barrio. En el extranjero, Estados Unidos puede navegar a la victoria militar, pero en casa, de pronto se encuentra rodeado.
Así que mientras Europa alerta sobre el ascenso de una nueva era del imperialismo, irónicamente, lo que estamos presenciando en Norte América es lo opuesto: la sorprendente vulnerabilidad de un superpoder, tan dependiente como peligroso. Quizá pueda vivir sin las Naciones Unidas, quizá pueda prescindir de Francia. Pero Estados Unidos no podría proteger a su pueblo, tanto económica como físicamente, sin la ayuda de México y Canadá, de la misma manera en que no puede separarse del planeta Tierra.
Las implicaciones, de darse cuenta de esto, serán de largo alcance. Y es que no puede haber imperios todo-poderosos sin colonias fieles.
(Copyright 2003 Naomi Klein. Traducción: Tania Molina Ramírez)
*Naomi Klein es autora de No Logo y Vallas y ventanas.
Tomado de Masiosare
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