18 de marzo, 2003
Juan Francisco Martín Seco
El Mundo
Si la contestación mundial frente al posible ataque de EEUU a Irak ha sido tan masiva no es porque de pronto toda Europa, salvo algunos gobernantes, se hayan hecho pacifistas. La explicación debe buscarse en la incapacidad del Gobierno americano y de sus satélites en el exterior para ofrecer razones convincentes.
Nadie en su sano juicio puede creerse que un país destruido en una guerra hace 10 años, sometido a un bloqueo despiadado, con la mitad de su población enferma o hambrienta y bombardeado periódicamente, puede ser una amenaza a la paz mundial. Sadam Husein, como tantos otros tiranos, sólo amenaza a su propio pueblo.
La irracionalidad y la falta de lógica repugnan, sin embargo, al intelecto, en especial cuando nos encontramos ante acontecimientos tan graves. No es que mi opinión acerca del nivel intelectual de los grandes hombres públicos -ni aun tratándose del presidente de los EEUU- sea muy elevada, pero me cuesta aceptar que todo obedezca a pulsiones megalómanas, que sin duda pueden existir pero no lo explican todo. Cuando las razones confesadas mueven únicamente a la risa, hay que pensar que se dan otras inconfesables y que suelen ser económicas.
Desde los orígenes de la humanidad, de una o de otra forma, en mayor o menor medida, los motivos económicos han estado presentes en todas las contiendas.
Durante el siglo XIX y buena parte del XX las guerras fueron coloniales. Las grandes potencias se enfrentaban para defender sus respectivos dominios o conquistar otros en función de sus intereses económicos, bien fuese el suministro de materias primas o el control de determinados mercados.
Hoy se afirma que la globalización de la economía, que, digámoslo, en buena medida es sólo liberalización, ha dejado obsoletas las guerras económicas. Los estados nación están siendo desplazados por las grandes compañías o por los complejos financieros y empresariales, que no luchan por territorios sino por mercados. Lo que, en el fondo, se pretende indicar es que en la actualidad para controlar los mercados no es imprescindible conquistar antes el territorio.
Este planteamiento tiene parte de verdad, pero sólo parte. Es innegable que en el actual orden económico han surgido nuevos centros de poder, gigantes económicos, que están postergando a los estados. El volumen de negocios de ciertas empresas es superior al PIB de numerosos países desarrollados. El de Exxon, por ejemplo, supera al de Noruega y el de Toyota al de Portugal. Los estados, por el contrario, reducen su tamaño; a través de las privatizaciones se han deshecho de una gran parte de su patrimonio trasladándolo al sector privado.
Es cierto también que la liberalización del comercio y de los movimientos de capitales permite que las grandes corporaciones empresariales conquisten mercados y se apropien de las riquezas de grandes regiones sin necesidad de movilizar tropas y conquistar militarmente los países. El FMI, el Banco Mundial o la OMC son los mejores ejércitos. El caso reciente de Argentina resulta ilustrativo al respecto. Se trata de un nuevo colonialismo. Pero habrá que añadir inmediatamente que este nuevo colonialismo no sería factible sin la complicidad de los gobiernos de los países colonizados, y que para mantener a los gobiernos adecuados -gobiernos satélites- en estos territorios, se precisa de la presión de la metrópoli, a menudo política o económica y en ocasiones también bélica. La globalización ha cambiado muchas cosas pero no todas.
Algo similar ocurre en cuanto a las materias primas. En líneas generales se ha reducido su uso. El problema hoy no lo tienen los países ricos. Para asegurarse su suministro no precisan de guerras como antaño. El problema hoy es de los países pobres, que se ven imposibilitados de garantizar su venta a precios aceptables, pero ello difícilmente puede conducir a confrontaciones armadas, ya que no disponen de fuerza militar para imponer sus condiciones. No obstante, en las materias primas también hay excepciones y excepciones muy importantes, como la del petróleo.
Bush y Cheney conocen perfectamente -ambos han trabajado en empresas petroleras- la importancia del oro negro en la economía de EEUU, y cómo su crecimiento económico se sustenta en un petróleo barato. EEUU, al contrario que Europa, no ha hecho ningún esfuerzo para restringir su consumo, que en la última década ha aumentado un 20%. Por azares del destino, casi el 50% de las reservas de tan apreciada materia prima se concentran en una región no demasiado extensa pero sí conflictiva, especialmente a partir de la creación del Estado de Israel que, amén de un problema étnico y religioso, introdujo otra variable económica: el poder financiero con el que cuenta el sionismo en Estados Unidos.
Las grandes potencias han pretendido siempre controlar el Próximo Oriente, al principio mediante métodos coloniales, después a través de gobiernos dúctiles a los intereses económicos occidentales. Por las características culturales y religiosas de estas sociedades, el modelo de pseudodemocracias títeres ensayado en otras latitudes no resultaba apto para esta parte del mundo, por lo que se optó por apoyar a regímenes dictatoriales o teocráticos pero fieles aliados de EEUU. El equilibrio, inestable, se ha mantenido a fuerza de que cada uno de ellos actuase como contrapeso de los demás.
La revolución en Irán con la destitución del Sha, empujó a EEUU a armar, incluso con armas ya prohibidas por la ONU, a Sadam Husein y a utilizarle como avanzadilla del Imperio. Con palabras de Roosevelt, Sadam era "nuestro hijo de puta". Y por ello disfrutó de patente de corso y se le permitió e incitó a todo tipo de desmanes. Fue tal la permisividad de la que gozó que se creyó autorizado a invadir Kuwait, tanto más cuanto que después de informar a la embajada de EEUU de sus intenciones recibió la callada por respuesta. Sadam Husein se equivocó creyendo que EEUU iba a permitírselo. Bush padre lo expresó de forma clara:
"Nuestra economía, nuestra forma de vida, nuestra libertad y la de los países amigos se verían muy afectadas si el control de las grandes reservas petrolíferas del mundo cayera en manos de Sadam Husein".
El petróleo, y no la liberación de Kuwait, ni la libertad y democracia de Irak, fue la causa de la Guerra del Golfo. Desde luego, parece que importaba poco la opresión que sufría el pueblo iraquí cuando al final de la contienda se decidió mantener al tirano considerando que un Sadam Husein debilitado y controlado era más seguro para los intereses petroleros que un Irak democrático. Durante estos años todas las grandes empresas petroleras han ambicionado invertir en los importantes yacimientos de Irak; las americanas lo intentaron sin demasiado éxito ya que Sadam ha preferido primar a Francia, Rusia y China, que cuentan con capacidad de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Hasta el Gobierno español en su modestia no ha tenido reparo alguno, tal como descubría hace días EL MUNDO, en utilizar su influencia con la finalidad de obtener para Repsol concesiones en Irak (El Gobierno ofreció en 1997 una 'donación' a Irak a cambio de un contrato petrolero, 17 de febrero de 2003).
¿Qué es entonces lo que ha cambiado? ¿Por qué Bush hijo modifica la estrategia de Bush padre, y se empecina contra viento y marea en invadir Irak? La razón hay que buscarla en Arabia Saudí. Este país, que había actuado siempre como reserva a efectos de garantizar el suministro de petróleo, a partir del 11 de Septiembre pierde la confianza de EEUU. Se sospecha que no ha sido ajeno a la financiación de Al Qaeda. La Administración Bush mira con recelo la situación actual en Oriente Próximo, la considera peligrosa para los intereses americanos y juzga que apoderarse mediante un régimen títere de los yacimientos de Irak no sólo solucionará el problema sino que además forzaría a la baja los precios del petróleo.
A eso se debía de referir el otro Bush, el listo de la familia, cuando en la visita que hizo a nuestro país, como cualquier tendero, y con ojos golosones, nos hablaba de los beneficios sin cuento que íbamos a obtener.
Todo el mundo está de acuerdo en la enorme riqueza de los yacimientos de Irak tanto por el volumen de reservas, aún por descubrir, como por el bajo coste al que se podría realizar la extracción. Pero su explotación sólo es posible si desaparece Sadam Husein. No es presumible que los halcones de la Casa Blanca estén pensando en instaurar una democracia por postiza que sea. El peligro del fundamentalismo es demasiado patente. Piensan más bien en sustituir a Sadam Husein por otro similar, uno de los tantos prebostes del régimen huidos y que hoy se refugian en EEUU.
Pero existe una segunda razón económica para la guerra. Hay un enorme sector empresarial -la industria militar- con notable fuerza en EEUU y muy generoso con la financiación de las campañas políticas, al que la globalización y el neoliberalismo económico no le sirven; necesita forzosamente de las contiendas bélicas. El fin de la Guerra Fría le obliga de manera urgente a buscar otras aplicaciones. Requiere de muchos conflictos armados para mantener sus ingresos. De ahí también que uno de los primeros anuncios del Gobierno Bush haya sido la reactivación del programa escudo antimisiles.
Que las razones de la guerra son económicas parece bastante innegable, pero me temo que las de muchos de los estados que hoy se oponen a ella también lo son.
Después de participar en la Guerra del Golfo, de Kosovo o de Afganistán, me cuesta creer en sus motivos humanitarios. Lo que sí puede existir es un planteamiento estratégico diferente en cuanto a la conveniencia de la invasión y en cuanto a los efectos que puedan producirse en el mercado del petróleo, tanto más cuanto que, como ya se ha apuntado, las principales concesionarias en Irak son empresas francesas, rusas o chinas. Por otra parte, está la cuestión de quién asume el coste de la guerra, asunto nada baladí en un fase de recesión.
Pero, además, existe otro motivo, quizás el más importante: la forma en que EEUU planteó el conflicto, como si fuese la única superpotencia y el resto de las naciones meras comparsas que debían simplemente secundar sus objetivos. La Administración Bush da por hecho que a la globalidad económica debe corresponder una globalidad política y que ésta se asienta exclusivamente sobre la hegemonía de EEUU. Países como Alemania, Francia y también de alguna manera Rusia y China no pueden aceptar tales planteamientos. Es un tema de poder pero detrás subyace un tema económico. Un orden mundial impuesto unilateralmente por EEUU proporcionaría la total supremacía económica a las empresas americanas.
El tira y afloja al que asistimos y los humillantes revolcones internacionales que está experimentado la Casa Blanca tienen como principal objetivo mostrar a Bush que no puede despreciar olímpicamente al resto de las potencias, especialmente a los países europeos. La incógnita es si una vez aprendida la lección a satisfacción de estos países, y una vez garantizada a cada uno de ellos su parte del pastel, no terminarán todos aceptando, por más manifestaciones que haya y por fuerte que sea el clamor de las poblaciones en contra, que la guerra es inevitable.
Juan Francisco Martín Seco es economista y firmante en 1991 del Manifiesto de los 15 altos cargos del Ministerio de Cultura contra la Guerra del Golfo.
Tomado de Rebelión
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