4 de marzo del 2003
Higinio Polo
El Viejo Topo
Todo parece indicar que nos acercamos al final. Es probable que, cuando estas líneas sean publicadas, Estados Unidos haya iniciado la invasión de Iraq o esté a punto de hacerlo. La obsesiva búsqueda de las "armas de destrucción masiva" -el nombre con que Washington ha pretendido ocultar hasta hoy sus verdaderos objetivos en Oriente Medio- parece llegar a su término, porque tras la presentación del informe de los inspectores de la ONU, realizada por Hans Blix y Mohamed el-Baradei a finales de enero -y que Estados Unidos descalificó antes de escuchar-, y pese a la ausencia de pruebas sobre la existencia de esas supuestas armas de destrucción masiva en Iraq, la guerra se acerca. De hecho, Washington había decidido iniciarla hace ya muchos meses.
Si es evidente para las cancillerías mundiales que el empobrecido Iraq de Saddam Hussein no representa un peligro militar ni siquiera para sus vecinos, y que su debilitado ejército no puede aspirar hoy al predominio regional, no lo es menos que el gobierno norteamericano ha conseguido poner en el centro del debate internacional la cuestión iraquí. Washington lo ha hecho, en primer lugar, porque finalizada la campaña afgana y eliminado el incómodo aliado talibán -que, en coherencia con su propio rigor islamista, escapaba a sus mentores históricos, los servicios secretos paquistaníes y, a distancia, las propias agencias norteamericanas-, no ha conseguido cerrarla con una clara victoria que pudiera presentar ante su propia población y ante el mundo. Ben Laden y el mulah Omar están libres, y para los objetivos estratégicos norteamericanos no importa que la población afgana haya visto cómo unos señores de la guerra suceden en el poder a otros señores de la guerra, ni que el país haya quedado destruido, aniquilados los avances sociales que se habían conseguido bajo el denostado -por Occidente- gobierno aliado de la URSS. En segundo lugar, porque la ambición estratégica de Washington pretende establecer un nuevo período de dominio norteamericano, libre de las ataduras del pasado bipolar, aprovechando el símbolo del 11 de septiembre y el pretexto de la guerra contra el terrorismo. Así, en Iraq, la cuestión relevante es el establecimiento del poder militar norteamericano en Oriente Medio y en Asia central y el control de los intercambios de la zona, junto con el inicio del cerco a China, rival estratégico en las primeras décadas del siglo XXI. En la ambición de consolidar una pax americana, el nuevo imperialismo señala a fuego a sus enemigos y procede sistemáticamente a eliminar gobiernos molestos: ayer Yugoslavia y Afganistán; hoy, Iraq, tal vez mañana Irán, Corea del Norte o Cuba.
La cuestión iraquí y la creación por Washington de una artificial crisis centrada en las supuestas "armas de destrucción masiva", preocupación constante en la hipocresía de las declaraciones oficiales, oculta los verdaderos objetivos norteamericanos en Iraq: el dominio estratégico de Oriente Medio, y el fortalecimiento del papel de gendarme regional de Israel; conjunción que le permitiría el control de las reservas de petróleo más importantes del planeta y el establecimiento de regímenes clientes que asuman funciones de policía. Ahora sabemos que el ataque a Iraq fue decidido apenas unos días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, aunque la dificultad de vincular a Saddam Hussein con Ben Laden limitara entonces la capacidad de actuación de la máquina de guerra de Washington: si en el caso de Afganistán podía argüirse ante el mundo que el régimen talibán protegía a Ben Laden, no resultaba sencillo hacer lo mismo con Iraq, cuyo régimen no mantenía precisamente buenas relaciones con el millonario islamista saudí. Es en ese marco en el que cobra sentido la irresistible presión norteamericana sobre el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para hacer olvidar los doce años de embargo sobre Iraq, creando el espejismo de las "armas de destrucción masiva". Una presión que ha ido acompañada del chantaje, del soborno y de las más infames amenazas a diferentes países.
La guerra que vendrá no es la primera. La guerra sucia contra Iraq se ha desarrollado a lo largo de la última década, eludiendo el levantamiento del embargo con el programa de "petróleo por alimentos", recurriendo a constantes bombardeos durante el gobierno de Clinton, financiando actividades terroristas en Iraq que han causado muchas víctimas -sólo en Bagdad, algunas fuentes hablan de cien muertos por la colocación de bombas por terroristas pagados por Washington-, limitando la soberanía iraquí sobre su propio territorio sin contar con el amparo de la ONU, y, tras el relevo del aparato demócrata por el republicano en Washington, con el abandono de la estrategia del embargo para optar por la invasión militar directa. Varios elementos han influido en ello: desde el crecimiento de las ansias intervencionistas de Washington, como se ha analizado desde la diplomacia de la Unión Europea, hasta los mismos efectos del 11 de septiembre, que han permitido justificar una agresiva política exterior con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, pasando por los larvados desencuentros con la dictadura de Arabia Saudí y por la elevada factura que conlleva el despliegue militar en los alrededores del golfo Pérsico, sin olvidar el potencial efecto de desestabilización que contiene el nunca resuelto conflicto palestino para el conjunto del mundo islámico y que podría abordarse en el marco de una nueva partición colonial de Oriente Medio.
Ha sido una sucia guerra, que ahora se culmina con la invasión militar. Porque el embargo decretado sobre Iraq ha supuesto muerte y destrucción, que no puede justificarse porque Saddam Hussein sea un sanguinario dictador. Más de la mitad de los ciudadanos iraquíes vive hoy por debajo del nivel de pobreza, en un país que era uno de los más prósperos de la zona, y el Producto Interior Bruto ha retrocedido más de cincuenta años: para el actual Iraq la capacidad productiva es similar a la que tenía tras la segunda guerra mundial. No sólo se ha reducido la esperanza de vida, no sólo más del 60 % de los niños están afectados por una deficiente alimentación, sino que ni tan siquiera los iraquíes disponen hoy del agua potable de la que disfrutaban hace poco más de una década: si entonces casi la totalidad de la población tenía acceso a ese bien de primera necesidad, en nuestros días apenas abastece a la mitad de los habitantes del país. Pero eso no ha sido consecuencia de la fatalidad, sino del cálculo: la red de saneamiento fue destruida por los bombardeos norteamericanos en la guerra anterior. Los observadores de la crisis coinciden en afirmar que el 60 % de las empresas del país están cerradas y que el resto funciona muy por debajo de sus posibilidades, de manera que más de la mitad de la población está desempleada, aunque los ciudadanos recurran a toda suerte de ocupaciones propias para intentar paliar la miseria.
El deterioro de las condiciones de vida de la población, que yo mismo he podido comprobar hace unas semanas en una visita al país, es aterrador, y ha sido consecuencia -como reconocen los propios organismos de la ONU- de la destrucción de una buena parte de las infraestructuras de Iraq, junto con los efectos de las sanciones económicas aprobadas por el Consejo de Seguridad tras la guerra del Golfo. Ante esa realidad se han estrellado todas las iniciativas para aliviar el sufrimiento de la población. Una buena parte del país sufre en silencio y muere ignorada por el mundo. Repárese en que Iraq depende hoy del exterior hasta para la importación de vacunas, y que la mortalidad infantil en los niños menores de cinco años que, antes del embargo, era de apenas 500 niños al mes en todo el país, ha pasado ha ser de 7.500 niños. Es decir: como consecuencia de los efectos del embargo, cada mes mueren 7.500 niños iraquíes. Cada mes. Algo parecido ocurre con los niños mayores de cinco años.
Los datos de la ONU deberían conmover al mundo: desde el inicio del embargo, 1.700.000 personas han muerto por enfermedades relacionadas con la malnutrición, por los efectos del uranio empobrecido, por enfermedades infecciosas, por la escasez, la penuria, por la falta de medicamentos. La feroz e inhumana política norteamericana de bombardear el país con proyectiles revestidos con uranio empobrecido ha provocado un aumento alarmante de los casos de tumores, de cánceres, de leucemias, de malformaciones en niños recién nacidos. Si en Iraq, en 1988, se daban 11 casos de cáncer por cada cien mil habitantes, hoy han aumentado a 123 casos por cien mil habitantes. No puedo, mientras escribo estas líneas, olvidar a los niños enfermos de cáncer que vi en Bagdad o en Basora, atendidos por sus madres, en unas salas en las que faltaba casi de todo, no puedo olvidar las espantosas imágenes de malformaciones en niños que nos mostraba el equipo médico del hospital de Basora, impotente ante el uranio empobrecido y ante la indiferencia de Washington.
Ese desastre humanitario en Iraq empezaba a conocerse en el mundo. Cuando se estaba abriendo paso la idea del levantamiento de sanciones a Iraq, postura defendida por Rusia, China y Francia en el Consejo de Seguridad, la amenaza del veto norteamericano a esa opción hizo que, a cambio, prosperase la propuesta de un programa de "petróleo por alimentos", una idea norteamericana. Ese programa, que permite en lo esencial la venta de petróleo iraquí para comprar alimentos y otros productos necesarios para Iraq, y cuyos ingresos son controlados por una comisión dependiente del Consejo de Seguridad, no ha acabado con el sufrimiento de la población iraquí. Por varias razones: la primera, porque la llamada comisión 661 -que controla los ingresos por la venta de petróleo y autoriza o no las compras propuestas por Iraq- reproduce la composición de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU con sus prerrogativas. Es decir: Estados Unidos tiene en ella poder de veto y, de hecho, bloquea con argucias diversas gran parte de las propuestas de compra realizadas por Iraq: esgrimiendo la posibilidad de que algunos productos tengan "doble uso", dilatando la discusión y los acuerdos, bloqueando presupuestos, para llegar hasta el sabotaje puro y simple como una forma más de mantener la presión sobre Iraq.
Debe tenerse en cuenta que, del total de los ingresos por la venta de petróleo iraquí autorizados por el programa, un 60 % va destinado al pago de indemnizaciones de guerra y de salarios de los equipos de inspección y de control de las Naciones Unidas, y sólo un 40% va destinado a la compra de productos. Del 40 % que, teóricamente, retorna a Iraq en forma de alimentos, medicinas o repuestos de todo tipo, apenas lo ha hecho la mitad: del total de contratos planteados por el gobierno iraquí, solamente se han recibido hasta hoy el 49 %. No es la única infamia. Las indemnizaciones impuestas por la guerra del Golfo favorecen a Kuwait y a Arabia, pero también a Israel o a los propios Estados Unidos, que ya han cobrado casi 1.000.000.000 de dólares de Iraq por el despliegue militar de los misiles Patriot en Israel. De manera que el pago de indemnizaciones por parte del empobrecido Iraq llega hasta los bolsillos de Washington, que justifica esa vergonzosa imposición recordando los gastos que ocasionó su propio despliegue militar. El mantenimiento del programa "petróleo por alimentos" muestra así los espurios intereses de Washington: cuanto más petróleo iraquí es vendido en los mercados internacionales, más dinero va destinado al pago de indemnizaciones de guerra, dejando en un segundo plano las necesidades humanitarias de la población iraquí. Esas indemnizaciones eran ya una pesada losa sobre Iraq, aún antes de que empezase a escucharse el frenético ruido de los tambores de guerra: si no cambian las condiciones, y sin una nueva guerra, Iraq tardaría más de un siglo en pagar su deuda. Cien años de miseria.
Esa realidad -documentada por las Naciones Unidas, denunciada por Denys Halliday o por Hans Von Sponeck, responsables ambos de los programas humanitarios en Iraq, que dimitieron de su misión en desacuerdo con los sufrimientos impuestos al pueblo iraquí-, que levantó una indignación que empezaba a calar en la opinión pública de muchos países, ha pasado a un segundo plano gracias a la gigantesca mentira servida por Washington y Londres, repetida por los medios de comunicación: la supuesta existencia en Iraq de "armas de destrucción masiva" que pueden poner en peligro al mundo. Esa grotesca mentira, como suele ocurrir, adquirió verosimilitud gracias a la presión informativa y a la capacidad de chantaje de Washington sobre muchos países y sobre los propios organismos internacionales.
Esa sigue siendo la gran excusa para la guerra. La crisis de los inspectores, también creada artificialmente, merece un comentario. A Estados Unidos no le interesaba especialmente la creación de una nueva misión de inspección de la ONU en Iraq: pero convencidos de que Sadam Hussein no la aceptaría, utilizaban esa exigencia como pretexto para declarar la guerra. De hecho, el 19 de septiembre pasado, la Casa Blanca enviaba a la Cámara de Representantes y al Senado su petición para que se le otorgaran plenos poderes para declarar la guerra a Iraq: en su demanda quedaba claro que los supuestos arsenales de armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein no eran el problema, ni mucho menos la presencia o no de inspectores en Iraq: su objetivo era el derrocamiento del régimen y la creación de un nuevo mapa político en la zona, un nuevo Sykes-Picot. El control del petróleo se conseguiría por añadidura. Debe recordarse que antes de la aprobación de la resolución 1.441 en la ONU, ya se estaban concentrando tropas norteamericanas en la zona.
Durante todo el mes de septiembre Estados Unidos estuvo presionando para arrancar del Consejo de Seguridad una nueva resolución, un ultimátum, en su pacífico lenguaje. La desfachatez o el cinismo del presidente Bush le hizo afirmar a finales de septiembre: "Cada día que pasa puede ser el día en el que el régimen iraquí entrega a sus aliados terroristas ántrax, o gas nervioso, o eventualmente un arma nuclear." A finales de septiembre, Estados Unidos hace circular entre los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU una propuesta de resolución en la que se da un ultimátum de siete días a Iraq para que acepte un durísimo plan de inspecciones, cuyos responsables presentarían un informe en el término de un mes. El texto es rechazado por Rusia y Francia. Bush vuelve a presentar un tercer borrador de resolución sobre Iraq el 6 de noviembre, en el que, sustancialmente, se impone el endurecimiento de las inspecciones sobre Iraq y se amenaza con represalias. El propio secretario de Estado, Colin Powell, consideraba entonces que "si Iraq viola la resolución" el Consejo de Seguridad debía reunirse para tomar una decisión.
El 8 de noviembre el Consejo de Seguridad aprueba la resolución 1.441. Putin declara entonces que "lo más importante es que la resolución evita la amenaza directa de la guerra". El 13 de noviembre, Iraq acepta la inspección de la ONU sin condiciones. Estados Unidos, que aparentemente buscaba esa aceptación, recibe la decisión de Bagdad con escepticismo. De inmediato, Washington cambia las condiciones: para ellos ya no era suficiente la aceptación de las inspecciones, sino que juzgarían la "conducta" de Iraq. Mientras tanto, sus aviones continuaban bombardeando el país causando muertes de civiles y financiaban el entrenamiento de grupos armados en Hungría. Cuando, el 7 de diciembre, Iraq entrega su informe de 12.000 páginas detallando su armamento, Washington le acusa de no aportar datos nuevos, e insiste en que no hay referencias a la supuesta compra de material nuclear y a la destrucción de los arsenales iraquíes de armas químicas. Comienza la presión por los interrogatorios a científicos iraquíes. Fuentes diplomáticas occidentales hablaban ya de que se buscaba abiertamente un pretexto para iniciar la guerra. El 19 de diciembre, Washington declara unilateralmente que Sadam Hussein ha violado la resolución 1.441. Rusia, entre otros países, se ve obligada a puntualizar que sólo el Consejo de Seguridad puede decidir si ha habido violaciones.
Por el camino quedan acusaciones nunca demostradas, como la supuesta compra por Bagdad de uranio en Níger, o la revelación de que Bagdad había comprado tubos de aluminio para misiles, y se olvidan los supuestos arsenales o secretos escondidos en los llamados "palacios de Sadam", registrados por los inspectores; al tiempo que son providencialmente detenidos en Londres supuestos terroristas con un "peligroso agente químico", y Bush acusa a Bagdad de no decir la verdad sobre sus arsenales, enarbolando supuestas pruebas en su poder de las que una parte no han sido mostradas "por motivos de seguridad". La endeble argumentación de Washington esconde la evidencia de que ni tan siquiera muestra esas pruebas a gobiernos aliados como Francia o Alemania que, como es obvio, no correrían a compartirlas con terroristas o con Saddam Hussein. El propio Hans Blix, jefe de los inspectores, insiste en vano en que Washington aporte pruebas de sus acusaciones ("si saben que Iraq dispone de armas de destrucción masiva, y saben dónde se almacenan, podrían decírnoslo; ésa sería la mejor ayuda que podrían proporcionarnos"), e incluso el régimen de Bagdad ofrece públicamente abrir Iraq a agentes de la CIA para que visiten los lugares que desee el gobierno de Bush: no parece una oferta arriesgada para Washington.
Cuando Hans Blix afirma ante el Consejo de Seguridad, el 9 de enero, que los inspectores no han encontrado armas de destrucción masiva, Bush continúa con los preparativos de guerra. Los inspectores confirman no haber hallado rastros de material nuclear en Iraq. El 27 de enero, Blix y El-Baradei de nuevo informan en la ONU: pese a la ambigüedad que muestran, y a sus quejas por la falta de colaboración, es evidente que no hay pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva. Washington ha llegado a acusar a los equipos de inspección de la ONU de estar infiltrados por los iraquíes, acusación negada con firmeza por Hans Blix. En ese momento, el Departamento de Estado norteamericano filtraba a los grandes medios de comunicación que "las inspecciones no están funcionando": quería decir que no estaban funcionando para justificar la guerra. La última treta ha sido acusar a Bagdad de falta de cooperación: Washington declara abiertamente, a mediados de enero, que "finalmente, habrá que decidir sobre la guerra basándonos esencialmente en una pregunta: ¿coopera activamente el gobierno iraquí con los inspectores? La respuesta es negativa." Nada queda al azar: si la oposición de Francia, Rusia y China a la guerra se mantiene, Washington, con total arrogancia, ya ha recordado la intervención en Serbia, "donde actuamos sin permiso expreso de la ONU".
De las conclusiones aportadas por los informes de los equipos de inspección de la ONU no puede concluirse que Iraq haya violado la resolución 1.441 del Consejo de Seguridad, comportamiento que no han seguido otros países, como Israel, estableciéndose así un doble rasero para juzgar, como ha reconocido el propio Samuel Butler, responsable de los anteriores equipos de inspectores en Iraq. Pese a ello, Washington se prepara para lanzar una guerra que será un gravísimo atentado contra la legalidad internacional, desprecio a añadir a su constante violación de los convenios de Ginebra desde la anterior guerra del Golfo, como hizo con la destrucción de las infraestructuras sanitarias, de las redes de transporte civil o de la red de saneamiento de agua, que están expresamente prohibidas por las leyes de la guerra, sin que eso haya detenido a los generales del Pentágono.
Nada resolverá la guerra. La posibilidad de nuevas divisiones territoriales en el mundo árabe, sumido desde la gran guerra en la constante sumisión, primero a Londres y París y después a Washington, y en el sometimiento a dictaduras y el enfrentamiento entre países, muestra la urgencia de que los árabes consigan al fin su plena independencia y la libertad, algo que la intervención militar norteamericana en Iraq retrasará durante mucho tiempo. Diferentes portavoces de Washington lo han repetido: los Estados Unidos están en Oriente Medio para quedarse. Bush insiste en su voluntad de desmantelar las supuestas armas de destrucción masiva que están en poder de Saddan Hussein, revelando su cinismo, puesto que es Estados Unidos la única potencia que realmente ha utilizado todas esas armas -químicas, bacteriológicas y nucleares- que dice querer destruir: sólo hay que recordar Hiroshima o Nagasaki, el napalm sembrado en Vietnam, o el agente naranja, cuyas consecuencias sufren todavía hoy decenas de miles de personas y sus descendientes en el sudeste asiático.
Colin Powell, secretario de Estado norteamericano, al que algunas fuentes han venido presentando como el representante moderado del extremista gobierno de su país, ha afirmado que Estados Unidos se reserva "el derecho soberano de actuar militarmente contra Irak". La estupidez es tan evidente, su ataque al derecho internacional tan notorio, que sus palabras sólo pueden entenderse a la luz de la carrera belicista de un gobierno irresponsable. Ese derecho que Powell concede a su propio país es tan absurdo que, si se aceptase, debería aceptarse también que cualquier ciudadano se otorgara "el derecho soberano de asesinar a otra persona". Deberíamos aceptar también que la Carta de las Naciones Unidas ha dejado de ser la guía de la convivencia entre naciones; deberíamos aceptar que el recurso a la guerra es legítimo, y que utilizar la fuerza militar sólo en caso de "legítima defensa" puede interpretarse abusivamente lanzando guerras preventivas de agresión. Pero esa arrogancia insultante para el mundo cobra sentido cuando se escuchan las palabras del propio Powell: "No tengo nada que disculpar por lo que Estados Unidos ha hecho en el mundo". Powell, que era el jefe del Estado Mayor conjunto del ejército norteamericano durante la guerra del Golfo, no tiene nada que disculpar, ni sabe nada de la matanza de centenares de mujeres y niños que causaron sus aviones de guerra en el refugio de Al-Ameriya de Bagdad, por ejemplo, ni del bombardeo deliberado de hospitales, ni de la decisión de destruir la red de suministro de agua iraquí, que ha causado miles de muertos por enfermedades.
Washington, que armó al terrorismo islámico desde sus inicios, creando un monstruo, pensó que serviría sólo para atacar a la Unión Soviética y para destruir al socialismo árabe. Pero no han sido capaces de presentar ante el mundo pruebas de los lazos entre Bagdad y la red de Ben Laden, ni han demostrado ninguna de sus acusaciones: todas las supuestas pruebas de las que Bush y Blair, Cheney y Rumsfeld, han alardeado ante la prensa internacional no han sido mostradas. Exigieron una nueva resolución para forzar renovadas inspecciones en Iraq, haciendo de ello la justificación de la guerra que preparaban desde hacía meses. Ahora, quieren hacer creer al mundo que su proyecto es asegurar la paz en Oriente Medio y liberar al planeta de peligrosos dictadores, y, para conseguir eso, preparan la guerra y consolidan dictaduras serviles a los intereses norteamericanos, como la de Karzai en Afganistán o la de Musharraf en Pakistán, entre otras. ¿Quién puede creer a los Estados Unidos? Sabemos ya que en Afganistán Washington ha gastado más dinero en bombas y en destruir el país que en ayudas a la población y en la reconstrucción civil. Pero nada parece detener su hipocresía: Bush llegó a hablar en la tribuna de las Naciones Unidas de la "democracia afgana" y de una Palestina democrática, mientras sus soldados ocupan Afganistán, apoyando a los señores de la guerra, y sus diplomáticos -empezando por el torvo John Negroponte- amparan al siniestro Abel Sharon para que pueda continuar con la política de exterminio y rapiña de las vidas y las propiedades palestinas. ¿Quién puede creer a los Estados Unidos?
Muchas son las voces que admiten ya que la guerra es inevitable, en la convicción de que la maquinaria bélica norteamericana está en marcha y nada puede detenerla. Ante la conciencia del planeta se alza la evidencia de que, a diferencia de lo que airean los portavoces norteamericanos, el mundo no está ante un nuevo Munich en el que las potencias democráticas puedan tener la tentación de ceder ante un peligroso dictador, sino ante la última llamada para detener a los Estados Unidos de Bush, convertidos en un poder despótico y brutal, feroz y vengativo, que pretende dominar el mundo aplastando cualquier oposición. Las fuerzas democráticas del mundo, los partidarios de la paz, los ciudadanos conscientes de que estamos ante una nueva y peligrosa frontera totalitaria, tienen la palabra: como escribieron Denis Halliday y Hans Von Sponeck, si el mundo debe lanzar algún ataque debe ser contra la injusticia, no contra el pueblo iraquí. La guerra preventiva, esa doctrina fascista creada en las oficinas del Pentágono y en los despachos del Consejo de Seguridad Nacional de la arrogante Condoleezza Rice, es una amenaza cierta. El mundo está ante una encrucijada, y la peligrosa deriva imperial de Washington y su desmedida ambición por dominar el mundo quiere mostrar en Iraq las dimensiones de su poder y, también, la capacidad de resistencia de quienes se oponen. En medio, el sufrimiento del pueblo iraquí. Iraq: última llamada.
Tomado de Rebelión
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