26 de marzo de 2003
MAURICIO VARGAS
Revista Cambio
En una inolvidable escena de la película Reds, dirigida y protagonizada por Warren Beatty, que además interpreta el papel del periodista estadounidense Jack Reed, amigo de Lenin y testigo de primera mano de la Revolución de Octubre, un grupo de notables de la costa este le pregunta cuál es, en su opinión, la causa de la guerra en Europa, llamada entonces la Gran Guerra y luego catalogada como la Primera Guerra Mundial. Reed responde sin vacilaciones: "El móvil de la guerra es el lucro".
Casi un siglo después de esa categórica declaración, el planteamiento de Reed mantiene toda su vigencia. Y si no que lo digan los miles de inversionistas estadounidenses que el lunes y el martes, ante la inminencia de la guerra en Iraq, empujaron las acciones de la bolsa de Nueva York al alza en una oleada que no se veía desde hacía meses. Más allá de los temores de las madres de familia y de las protestas aisladas de algunos demócratas, intelectuales, cantantes y actores, lo cierto es que en Estados Unidos la mayoría parece feliz de ir a la guerra. Pero sobre todo los empresarios, que se frotan las manos a sabiendas de que si, como esperan, la máquina militar estadounidense obtiene una victoria rápida, la economía se reactivará con la movilización y el gasto en defensa, y -más atractivo aún- que el botín de guerra que representa Iraq, una de las grandes potencias petroleras del mundo, estará a disposición suya.
No desconozco que Saddam Hussein sea un dictador asesino y loco que ha arrastrado a su pueblo a una vida miserable. No niego que pueda poseer armas de destrucción masiva y que esté dispuesto a usarlas. Acepto, además, que protege y fomenta el terrorismo, y que representa un verdadero peligro para la humanidad. Pero aun así, no creo que ése sea el móvil de la guerra. Pienso, con Reed, que el móvil de ésta, como el de todas las que ha habido, es el lucro. La prueba es que mientras su dictadura criminal le resultó útil a Occidente durante la primera década de sus 26 años en el poder, Hussein no le quitó el sueño a presidente estadounidense alguno, aunque ya había demostrado que era un loco y que era un asesino.
Basta ver cómo Francia en la década del 70, cuando el hoy presidente Jacques Chirac era primer ministro de Valéry Giscard d'Estaing, se declaraba amiga de Hussein, lo recibía con todos los honores reservados a los jefes de Estado y, claro, le vendía costosa tecnología para la instalación de un reactor nuclear. Algo de eso debe haber en la actitud de París en contra de la guerra, pues los franceses, tan amigos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, también se han convertido en expertos negociantes de armamento que deciden ir o no ir a la guerra según las consideraciones de su poderosa industria militar. En la orilla contraria aparece España, algunos de cuyos grupos empresariales ya tienen puesto el ojo en los jugosos contratos de reconstrucción de Iraq sobre los cuales, por increíble que parezca, Washington ya tiene un inventario y ha abierto un registro internacional de proponentes, según informa en detalle The Wall Street Journal.
Pero no sólo en las grandes guerras internacionales la plata es la que mueve a los actores. Una mirada rápida a nuestro propio conflicto confirma que aquí en Colombia la frase de Reed también cobra vigencia. Hace rato que a las Farc, al Eln y a las Auc no los mueve otra cosa que las utilidades de los negocios que han hecho florecer para financiarse: el narcotráfico, el secuestro, la extorsión y el saqueo a las finanzas públicas regionales allí donde ellos mandan. Y claro, del lado del apoyo estadounidense también hay mucho contratista del Plan Colombia haciendo su negocio, y uno que otro general criollo empeñado en que compremos tales aviones o tales helicópteros.
Viéndolo bien, todo esto tiene bastante lógica. Ningún móvil altruista puede justificar la masacre de miles de seres humanos. La motivación de la guerra -el más horroroso y denigrante de los inventos del hombre- tiene que resultar tan repugnante como la guerra misma. Ni las cruzadas de antaño promovidas por el Papado, ni la guerra santa de Osama bin Laden, ni la nueva cruzada de George W. Bush, se salen de ese marco por más de que sus promotores la vendan con la Biblia, el Corán o la Carta de Naciones Unidas en la mano. Así ha sido y así será. Y no parece haber mucho qué hacer para evitarlo.
Tomado de Revista Cambio
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