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I Congreso Católicos y vida pública

Una urgente responsabilidad

Ricardo Benjumea

 

¿Es que, a las puertas del siglo XXI, se impone volver a las catacumbas? No se ahorró preguntas el reciente Congreso Católicos y vida pública, celebrado entre los pasados 5 y 7 de noviembre en la Fundación Universitaria San Pablo-CEU al que Alfa y Omega dedicará su próximo número. Su presidente, Alfonso Coronel de Palma, marcó el objetivo de las Jornadas: romper con la esquizofrenia de separar la vida privada de la vida pública, y una toma de conciencia de la necesaria participación de los católicos en la vida pública española

Jueces, diputados, ministros, empresarios... y estudiantes, empleados, personas que, en general, pasan buena parte del día fuera de sus casas y que no están dispuestos a llevar una doble vida: la de miembro de la comunidad social y la de miembro de la Iglesia. De todo había en el Congreso Católicos y vida pública, que nace con el objetivo de perpetuarse en los próximos años.

La primera edición, que congregó a más de 350 personas, tuvo como indiscutible protagonista a la política. No en vano, entre sus organizadores se contaban muchos de sus más destacados protagonistas en el país. Estaban, por citar sólo algunos, Javier Arenas y Alberto Ruiz Gallardón; José Bono y Francisca Sahuquillo; Jordi Pujol, Leopoldo Calvo Sotelo...

El riesgo o la tentación para algunos de identificar un partido político concreto con catolicismo era evidente a lo largo del Congreso. El popular Javier Rupérez, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento, a cargo de la presidencia de la mesa en ese mismo momento, señaló: Debemos reivindicar siempre la autonomía de nuestra acción. Creo que sí cabe la Democracia Cristiana, pero nunca con carácter confesional. No puede ocurrir que un partido político arrastre a la Iglesia. Y no creamos tampoco que hay un «voto de los católicos», porque no es verdad.

PECAR DE INGENUIDAD

Pero, para abordar este tema, nadie mejor que un democristiano italiano: Roberto Formigoni, Presidente del Gobierno regional de Lombardía y vinculado a los comienzos de Comunión y Liberación. Las reflexiones teóricas y los movimientos históricos -dijo- han intentado a menudo confiar al cristianismo en una dimensión intimista y separar de forma antinatural la experiencia religiosa de las demás dimensiones de la vida humana. Dicha tentación -igual y contraria a la teocrática, que transforma al cristianismo en una imposición política- ha hallado terreno fértil tanto en el ámbito religioso como en el mundo laico, los unos preocupados por mantener una pureza del cristianismo tan absoluta como alejada de la vida concreta de los hombres, y los otros interesados en marginar a un peligroso rival en su proyecto de su misión de las conciencias. Cierto: «Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Pero -advierte Formigoni-, ha existido y existe el peligro real de «pecar de ingenuidad» y pensar que el César siempre ha sido tan honrado y respetuoso como para conformarse a recibir lo que le corresponde por derecho. A menudo, pretende mucho más: pretende el alma, precisamente lo que los cristianos no pueden ni quieren entregarle, y que a ningún hombre digno de llamarse tal le conviene entregar. Nos encontramos, una vez más, con el totalitarismo, hoy mucho más sutil, aunque no por ello menos real. El totalitarismo ya no se impone por la fuerza (salvo en el tercer mundo), sino a través de la persuasión oculta. El poder ha descubierto y comprendido que, para dominar verdaderamente al hombre, es preciso dominar sus deseos más verdaderos auténticosy sustituirlos por su caricatura fundada en lo instintivo (el hedonismo y el consumismo), o en el espiritualismo (la huida de la realidad que preconizan las religiones desencarnadas, con los que el poder siempre ha sido condescendiente).

No es sólo en los derechos negativos, en los límites a la acción del poder, donde debe incidir, según Formigoni, el político católico. La política, y más en general la vida pública, no pueden ser asuntos meramente terrenales, porque tienen que enfrentarse continua y estructuralmente a la realidad del hombre, y esta realidad tiene que definirse en su esencia para que tengan sentido las actuaciones relacionadas con el mismo que se quieran llevar a cabo. La política no puede hacer nada por el hombre si no sabe quién y qué es el hombre, cuales son sus necesidades más profundas, sus auténticas prioridades.

UN GRAN RETO

Hay, sin embargo, en toda democracia, unos límites que el político, católico o no, no puede perder de vista y que nacen de la propia naturaleza de este sistema político en cuanto que régimen de opinión. Así de claro lo constató el ministro de Interior, Jaime Mayor Oreja: La opinión pública y las circunstancias de cada tiempo y lugar no pueden sustituir a los principios, pero no podemos tampoco pretender imponer nuestros principios. De ahí surge un gran reto para el político cristiano, que debe saber moverse con inteligencia partiendo de la realidad que le toca vivir: Liderar significa poner el acento o destacar los valores positivos que existen en una sociedad, en todos o en la mayoría de los ciudadanos, para poder compartirlos, sentirnos más personas. Liderar se refiere a esa selección. Esta tarea se asienta en la convicción, no en la imposición. La primera exige tiempo y tenacidad; la segunda, sólo fuerza.

La cosa se complica un poco más. Siguiendo en esta línea de realismo sin concesiones, el ministro no dejó de constatar que, junto a todo lo anterior, muchos de los retos y problemas a los que nos enfrentamos provienen, y provendrán más aún, del exterior, con la dificultad añadida que ello supone a la hora de encararlos. Pero fue, sobre todo Marcelino Oreja, quien se encargó de este tema: Marcelino Oreja. El contexto descrito por el ex Comisario europeo no es precisamente de color de rosa: competitividad exacerbada, riqueza de unos pueblos a costa de otros que deriva en matanzas y tragedias, avances genéticos que, de no mediar un freno, amenazan con desarrollarse por su propia lógica... Saber lidiar con el progreso. Ése es el principal reto en el contexto internacional de hoy para el cristiano, según Oreja. En resumidas cuentas -dijo- se trata de reconocer la dimensión humana en todas nuestras actividades, situar al ser humano en el centro de nuestra reflexión y nuestra acción.

 

Alfa y Omega, nº 186

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