Hoy 7 de enero, hace dieciséis años que nos dejó Juan Rulfo. Tendría ochenta y cinco años, pues nació (unos dicen que en Sayula; él decía que en San Gabriel, Jalisco) el 16 de mayo de 1917.
La palabra memoria es una anfibología: por un lado alude al depósito de las imágenes, a la reconstrucción que el ser humano hace de su pasado (los paisajes de la infancia, la muerte trágica del padre en el caso de Rulfo, las atmósferas de la tierra natal, los olores, sabores, visiones, todas las asimilaciones provenientes del gusto, el tacto, el oído, la vista, el olfato) para contarse a sí mismo y componer su identidad personal.
Toda esta conexión con el abismo insondable de la propia memoria revive mejor en un contexto emocional (un susto, el pánico, una caricia, el abandono, la sed, el hambre), pero en la instancia creativa del escritor significa nada menos que la activación de su metabolismo literario. Por otra parte, la memoria también tiene el significado del recuerdo, la supervivencia afectiva que reconocemos en una persona que nos importó y que sigue viviendo entre nosotros. La memoria que tenemos de Rulfo, por ejemplo.
Se sabe que la memoria, un mecanismo neurofisiológico que no reproduce sino reconstruye el pasado y lo reinventa muchas veces rematizándolo o distorsionándolo según el presente, ha sido un tema tan obsesivo como fascinante en novelistas como Toni Morrison, Marcel Proust, Paul Auster, Virginia Woolf, Carson MaCullers.
"La memoria, además de caprichosa, es una gran fabuladora. Todos somos inventores de nuestra propia historia; escribimos y alteramos nuestro pasado como los novelistas inventan a un personaje", dice Rosa Montero.
Para Luis Mateo Díez, el novelista español, la imaginación no es otra cosa que la memoria fermentada. Habla de la memoria como maceración de la experiencia de vivir: "La memoria del narrador es el depósito que mejor contiene los elementos literarios de su experiencia, ese humus que salva del olvido o que merece perpetuarse en la escritura mientras se macera, que rescata lo más significativo de lo que vivimos y recordamos para poder nutrir la fabulación."
Entre nosotros, en su lectura de Pedro Páramo, José Pascual Buxó se ha atrevido críticamente a imaginar la catábasis (el descenso a los infiernos) como un sumergimiento en el abismo de la memoria. El propósito de esta empresa onírica y transmundana, argumenta Pascual Buxó, no es tanto la recuperación de ciertos sucesos temporales como la huella afectiva que dejan impresa en la memoria.
Esta memoria semidormida (ni dormida ni despierta), es la del alma que al descender a la tumba "va entrando en un estado de sueño equivalente a la pérdida progresiva de la conciencia".
Mónica Mansour observa que los recuerdos, ecos de la realidad, son la fuente de la literatura. "Juan Rulfo dedicó gran parte de su escritura a explicar -a explicarse- los mecanismos de la memoria, su percepción, sus tiempos, sus sentidos, para descifrar el límite tan frágil y casi imperceptible entre la memoria y lo que suele llamarse locura." La locura suele ser un tipo especial de memoria, una experiencia individual y única, que requiere sus propios sonidos, colores, texturas, ritmos y personajes. "Porque la verdad no es sino lo que uno quiere encontrar en ella; la verdad es una ilusión óptica y auditiva, la verdad es el discurso de la memoria".
Ni los cuentos, El Llano en llamas, ni la novela, Pedro Páramo, de Juan Rulfo suponen una obra en clave, descodificable en relación a su trayectoria biográfica. El proceso de la creación literaria es mucho más complejo y misterioso. Pero el mundo que a Rulfo le fue dado inventar, de todas maneras, no se puede disociar de su yo más íntimo, de la composición de lugar que se fue construyendo en las inmediaciones de San Gabriel y otros pueblos, como Apulco y Tuxcacuesco, en el sur de Jalisco. Cuando el visitante de su casa materna de San Gabriel (cuna también de Blas Galindo y José Mojica, el cantante franciscano) se trepa a la azotea barrunta, en la distancia el volcán de Colima. Era natural que el niño Juan, entonces, sintiera la atracción de la caminata. El jalón del camino. ¿Cómo no querer ser alpinista frente a esa naturaleza que justifica todas las líneas de Thoreau cuando escribe sobre la caminata que es una meditación, que es un viajar solo, que es un despertar de la memoria.
"¿Y usted cómo escribe sus versos?", le preguntaron una vez a Antonio Machado.
"Caminando, caminando."
Una escuela de la crítica francesa, que se expresó en la revista Tel Quel, sostiene que un texto hay que interpretarlo tal cual, algo así como cuando se dice, en la jerga judicial, que sólo cuenta lo que consta en actas. Otra corriente acepta que no es inválido asociar la vida del autor con lo que escribió porque la información sobre su breve errancia en este mundo puede muy bien enriquecer la comprensión de su obra.
Sin embrago, es muy difícil sacar a Rulfo de su estricta literalidad, forzarlo más allá de lo mucho que dice. ¿Escribió sobre su infancia?
"Yo, no. Sin embargo, conservé intacto en la memoria el medio en que vivía. La atmósfera en que se desarrolló mi infancia, el aire, la luz, el color del cielo, el sabor de la tierra, eso yo mantuve... quizá por eso seré tan arraigado a la tierra... la tierra fue fundamental en mi infancia... lo que la memoria me devuelve son esas sensaciones, ¿entiendes? ...esas sensaciones... la memoria no me devuelve hechos."
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