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   Gringo joven, gringo viejo

El escritor y músico estadounidense Elijah Wald cuenta que durante un año viajó por el suroeste de Estados Unidos y una gran parte del territorio fronterizo de México. Escuchó todos los cassettes que los choferes ponían en sus camiones de carga. Visitó pequeños pueblos y conoció comunidades de mariguaneros. Entrevistó a narco-corridistas, desde los compositores más populares hasta cantantes campesinos desconocidos. Habló con "sofisticados empresarios del negocio de la música y traficantes armados".

El resultado de esa gira fue "Narco-corridos: un viaje dentro del mundo de las drogas, armas y guerrilleros", un libro de más de 300 páginas editado en inglés y español por una filial de Harper Collins.

Wald afirma que tiene 20 años de experiencia investigando sobre los orígenes musicales en diferentes regiones del mundo. Comenzó a escribir artículos a comienzos de los años 80 sobre música folk y blues, y durante diez años fue crítico musical en el diario The Boston Globe. Antes de todo eso vagó por el mundo como guitarrista y cantante. Pasó ocho años en América Central, Asia, África y Europa. Tocó con un grupo de blues en Sevilla, un dueto de swing en Amberes y un grupo de rock en Colombo (Sri Lanka).

Cuando "Narco-corridos: un viaje dentro del mundo de las drogas, armas y guerrilleros" se lanzó a la venta, la publicidad destacó que era "el primer libro dedicado a la variedad actual del corrido mexicano, y también una narrativa de viajes con observaciones sobre la cultura mexicana y de los inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos".

Hay quienes aseguran que los narco-corridos se comercializan en casi tres cuartas partes del territorio mexicano. Todos los temas aprueban y exaltan a quienes están al margen de la ley. Cantan sobre amores, traiciones, muertes y ajustes de cuentas de sembradores y distribuidores de mariguana y cocaína. Las letras también mencionan a sus enemigos, los policías judiciales, federales y de caminos. Transmiten la idea de que los agentes encargados de combatirlos son corruptos y que tienen la misma tendencia que ellos a delinquir. La línea que separa a unos de otros tiene la misma solidez que una línea de medio gramo de cocaína.

El traficante de drogas hace ostentación de valentía, dinero y poder. El mensaje del narco-corrido logra que amplias capas populares vean en las andanzas de los narcotraficantes algo de romántico y heroico. "A falta de próceres, el narco es adoptado como tal por las multitudes", escribe un especialista en el tema.

Elijah Wald dice: "La mayoría de los gringos que no hablan español no tienen conciencia del narco-corrido, un universo musical saturado de estrellas que venden millones de discos en ambos lados de la frontera. El narco-corrido es un instrumento popular vibrante y poderoso, como los aviones llenos de droga que celebra".

Wald habla español y seguramente hasta lo canta. Él sí tiene, a diferencia de sus compatriotas, una elevada "conciencia" acerca del narco-corrido. Pero de lo que no tiene ni la más pálida idea es de lo que hay que "celebrar": ¿La ostentación de poder? ¿Los millones de discos? ¿O los aviones llenos de droga?

Más de 80 años antes que él, otro gringo cruzó la frontera y recorrió caminos de tierra a pie y a caballo. Sin guitarra ni grabadora, este viajero también entrevistó a trabajadores del campo y a hombres armados. Regresó a su país y, como Wald, publicó su testimonio. Y lo que ese gringo escribió en mucho menos de 300 páginas quizá fue auténticamente "popular, vibrante y poderoso".

La historia es breve: dura casi el mismo tiempo que un narco-corrido. A comienzos de 1919, Emiliano Zapata recibe en su cuartel general de Tlaztizapán al escritor norteamericano William Gates. Le parece un hombre honesto y le permite recorrer libremente el territorio que controla. Gates se sorprende al ver la reforma agraria, los servicios públicos, la primera institución de crédito rural de México, la red de escuelas independientes del gobierno central, el proyecto de transformar la industria del azúcar de Morelos en una cooperativa, la devoción de los campesinos por el caudillo de 36 años de edad. No encuentra camisas de seda, sombreros texanos, cintos de hebilla gruesa o botas de piel.

No hay ostentación de dinero ni de poder, pero sobra heroísmo. Y una idea fija: "Tierra y libertad".

Cuando el escritor vuelve a Estados Unidos, publica sus crónicas en diversos periódicos y tiene el gesto de mandarle copias al revolucionario mexicano. Zapata se emociona cuando un lugarteniente le lee lo que sigue:

"(En la zona zapatista) encontré que el ejército lo componía gente que no era un grupo militar preparado y disciplinado exclusivamente para la guerra, sino que era el pueblo en armas el que se sucedía, un grupo tras otro en la pelea, ya que mientras los unos estaban en las trincheras vigilando las veredas y los caminos por donde podía penetrar el enemigo, los otros trabajaban la tierra sin desprenderse de la carabina para, en caso de invasión, aprestarse a la lucha. (...) Aquí fue donde encontré la verdadera Revolución Social que hace que los pueblos en la medida que se les persigue y asesina, se levanten más grandes y pujantes".

En sus "Cartones Zapatistas" el general Carlos Reyes Avilés relata que cuando Zapata terminó de escuchar la lectura del testimonio, comentó emocionado: "Ahora sí puedo morir. Esto era lo que deseaba. Que se sepa por qué luchamos; que conozcan la causa que defendemos; que vengan hasta nosotros; que nos vean, nos estudien y luego vayan y digan la verdad; que nosotros somos honrados y no bandidos".

Había resultado bueno aquel gringo, por cierto.

Pocos días después, la historia tiene un desenlace trágico. Tan trágico como los narco-corridos que entusiasman a Elijah Wald. A la una y media de la tarde del 10 de abril, Emiliano Zapata debe encontrarse en la hacienda de Chinameca (Morelos) con el coronel Jesús Guajardo, un ex aliado del presidente Venustiano Carranza que cambió de bando. Cuando Zapata llega con su escolta, Guajardo ordena que le rindan honores. Suena el clarín. No es una muestra de respeto; es una señal de ataque. Una ametralladora y varios fusiles disparan contra los recién llegados. Cuando se disipa el humo, el líder y sus acompañantes yacen acribillados a tiros.

Guajardo nunca cambió de bando. Es un traidor, de los que abundan por esos días.

El cuerpo perforado de Zapata es cargado sobre una mula y llevado a Cuautla, donde lo arrojan al suelo como una bolsa de residuos. Allí lo exhiben, le toman fotos, lo alumbran con lámparas por la noche. "Acabé con el mito", dice a varios kilómetros de distancia el que ordenó apuntar y hacer fuego. "El mito se acabó", repiten quienes apretaron los gatillos.

Ni la alfabetización de sus compatriotas, ni el reparto agrario, ni la instalación de servicios públicos se cuentan entre las preocupaciones de Guajardo, el verdugo que deshonra el uniforme. Pero es ascendido a general. Y en una época y un país donde los que trabajan jornadas completas ganan 20, 30 o 40 pesos al mes, el sicario es recompensado con 50 mil pesos oro por su faena de un solo día.

¿Quiénes son los honrados y quiénes los bandidos?

Una pesimista canción rioplatense asegura que "un solo traidor puede más que cien valientes". Lo cierto es que los traidores no hacen historia: sólo figuran en una o dos tristes líneas en las biografías de los otros.

Durante muchos años, los campesinos-soldados se niegan a creer que Zapata ha muerto. El zorro de las llanuras está oculto en las montañas, dicen, y algún día regresará. Volverá a caballo, fusil en mano, al grito de "Tierra y libertad". Algunos juran que lo vieron de noche y a lo lejos, borrosa la silueta. Iba erguido y al galope, inconfundible en su fiereza.

Réplica y comentarios al autor: bambupress@iespana.es

Copyright © 2002 Roberto Bardini Se permite la reproducción total o parcial de este trabajo mientras se cite la fuente.
Publicado con la autorización del autor.




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