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   La globalización e Internet

La globalización e Internet: espejitos y vidrios de colores en el ciberespacio.

El término "aldea global" fue acuñado por primera vez por Herbert Marshall McLuhan, un profesor universitario canadiense que tuvo alguna influencia a principios de la década de los 60. El entusiasmo por sus ideas se disipó rápidamente; a fines de los 70 era casi una anécdota. Hoy sus seguidores quizá se cuenten con los dedos de una mano.

McLuhan creía en una especie de determinismo tecnológico, que pronto fue desechado. Planteaba que "el medio es el mensaje". Un ejemplo: aseguraba que la luz eléctrica redefinió las relaciones humanas. La luz que se enciende todos los días en oficinas, comercios, institutos de enseñanza y lugares de esparcimiento -afirmaba- no es vehículo de ningún mensaje, pero transformó las relaciones de espacio y tiempo. Al permitir trabajar, estudiar, reunirse, simplemente circular por las calles por las noches, afectó la vida pública y privada. Es decir, tuvo consecuencias más amplias porque los ámbitos de trabajo, comercio, estudio y diversión podían funcionar 24 horas seguidas. La luz eléctrica, en síntesis, modificó las percepciones y reestructuró las relaciones sociales.

Los precoces aspirantes a intelectuales y comunicólogos de la época formaron una redonda letra "o" de asombro en sus bocas: "¡Ooooh!" Transcurrió algún tiempo antes de que la precaria hipótesis se desmoronara como un castillo de naipes sobre una mesa con las patas flojas.

Especializado en informática y teoría de la comunicación, McLuhan concebía las tecnologías modernas como extensiones del cuerpo y, en ocasiones, del sistema nervioso. La rueda es una extensión del pie, decía. La vestimenta, una proyección técnica de la piel. La radio, una prolongación del oído. Siguiendo esta línea de razonamiento se podría decir que la televisión es una continuación de la vista porque nos permite mirar más allá de las cuatro paredes en las que estamos encerrados.

¿Y qué es el libro, entonces? McLuhan no tiene dudas: es una excrescencia del ojo.

Un eterno presente

La baja Edad Media fue una etapa de oscuridad e ignorancia, con pocos avances de las ciencias. La Iglesia era un poder que se hallaba por encima de señores feudales y monarcas. El catolicismo ya era, a su manera, "global": tenía un libro -la Biblia- y una lengua común -el latín- para comunicarse con sajones, normandos, teutones, galos e íberos.

Cuando los árabes conquistaron Medio Oriente, parte de Asia, el norte de África y el sur de Europa (permanecieron 800 años en España) fueron, de igual forma, globales. Ellos también tenían un libro: el Corán. Y llevaron a Europa la cultura griega, el álgebra, las matemáticas, muchos adelantos en medicina y la higiénica costumbre del baño.

No hay nada nuevo bajo el sol. Las cuatro cruzadas para recuperar los santos lugares de Jerusalén representaron el despliegue de una fuerza militar multinacional, muy similar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o las tropas de intervención de Naciones Unidas.

Ya antes el Imperio Romano se había extendido a los confines, a los cuatro puntos cardinales del mundo conocido. En ese entonces, en cierta forma, la hegemonía mundial era "unipolar".

Volvamos al medioevo. En la alta Edad Media, cuando los poblados dejan de ser aldeas y comienzan a transformarse en casi ciudades (burgos), surgen los primeros gremios de artesanos por oficios y los primeros antecedentes del municipio. Las relaciones son cara a cara, prácticamente horizontales y fundamentalmente solidarias.

El teólogo y filósofo San Agustín (354-430), quien define la transición de la antigüedad clásica a la Edad Media, reflexiona: Dios es autor no sólo de lo que existe en el tiempo, sino del mismo tiempo. La eternidad está por encima de todo tiempo. En Dios nada es pasado ni futuro, porque su ser es inmutable. Y la inmutabilidad es un eterno presente. El tiempo histórico se identifica con el cuerpo, que es perecedero. La eternidad se identifica con el alma, que es inmortal.

La ciudad de Dios, la obra clave de San Agustín, de gran influencia en la baja Edad Media (siglos IX y XII), plantea que aquí y ahora el tiempo se detiene. Por eso en el medioevo se piensa que no hay futuro. Sólo hay presente y eternidad. En el presente están la tierra, la carne y el pecado. En la eternidad -en el más allá- están el cielo, el alma y la santidad.

Tiempo y espacio

A partir del siglo XII comienza a cambiar el concepto del tiempo. Hasta entonces, las campanadas de las iglesias marcaban los cambios de inciertas horas basadas en distintas oraciones. El día se medía por criterios totalmente diferentes a los actuales (la jornada comenzaba alrededor de las cuatro de la mañana; se cenaba entre las cinco y las seis de la tarde). Los campesinos se movían por ciclos naturales que tenían que ver con los períodos de siembra y cosecha.

En el siglo XII hay pequeñas ciudades, esbozos de municipios, mercados al aire libre, un comercio fuerte, tránsito de mercaderes que viajan de una región a otra. La ciencia da sus primeros pasos, tambaleantes. Los comerciantes y artesanos sustituyen el tiempo regulado por la Iglesia por un tiempo medido con más exactitud. Se crean los primeros relojes.

Y aquí se pueden plantear una pregunta y una reflexión: quienes se proyectan, relacionan e influyen a través de Internet, ¿no estarán jugando a ser dioses que manejan una nueva concepción del tiempo y del espacio, en un eterno presente que no está en ningún lugar, salvo en el ciberespacio?

Una revolución que alienta revoluciones

El libro -o sea, la cultura impresa- tuvo predominio tras la aparición de la primera Biblia editada en serie por Johann Gutenberg en la Europa de comienzos de la Edad Moderna. Antes, el alfabeto había reducido el empleo conjunto de varios sentidos (el habla, el oído, la vista frente al interlocutor y hasta los ademanes) a un código solamente visual.

En Egipto existían los papiros. La famosa Biblioteca de Alejandría no contenía libros, sino pergaminos. Tanto Egipto como el Imperio Romano contaban con escribas -que registraban los actos históricos o que debían ser recordados- y burócratas, como se denominaba a quienes asentaban por escrito la recaudación tributaria. En la Edad Media surgieron los copistas, generalmente sacerdotes. Era una tarea casi interminable, realizada a mano y con escasa luz. Los manuscritos se ubicaban de manera fija en un espacio físico, guardados bajo llave.

De todos modos, la mayoría de los señores feudales no sabía leer. Algunas damas apenas lograban deletrear como los niños. Y el pueblo era absolutamente analfabeto. Ni siquiera todos los religiosos dominaban la lectura. La obra de la intelectualidad medieval fue más para el oído que para la vista.

Para darse una idea de cómo se desenvolvió la cultura de esa época hay que tomar en cuenta que no existían grabadoras, ni libretas de apuntes, ni plumas portátiles, ni papel. El papel era una leve superación del papiro, algo casi tan duro como el cartón y, además, raro y caro.

En el lento avance hacia una cultura impresa, los sentidos humanos se volvieron cada vez más compartimentados y especializados. McLuhan se lamenta porque mientras la cultura oral permitía el desarrollo de una variedad de sentidos, la cultura impresa separó la escritura del habla y promovió el componente visual del organismo humano. La forma escrita impulsó una cultura racionalizada, lineal, uniforme e infinitamente repetible.

La hegemonía tipográfica -dice McLuhan- no sólo "desalienta el juego verbal menudo", sino que modela las formas modernas del individualismo. La cultura del libro exige que las prácticas de lectura sean silenciosas y atentas. La explicación de una historia colectiva común, una gesta militar en la que participó un numeroso ejército o la epopeya de todo un pueblo se basa en formas individuales de expresión.

Lo cierto es que el libro hizo posible que, además de la poesía y la literatura, circularan las ideas y las opiniones en el espacio y el tiempo. A diferencia de la transmisión oral, que se basaba en la memoria, el libro permitía almacenar información en un medio durable y que, además, se podía transportar de un lugar a otro.

Fue una revolución que alentó revoluciones. El libro permitió que los hombres se expresaran a través de traducciones fuera del control de las autoridades religiosas, que ejercían una especie de "globalización" a través de la Biblia y el latín. Los textos escritos en diversos idiomas facilitaron el surgimiento de "rebeldes" que socavaron la autoridad de la Iglesia Católica medieval, como Lutero y Calvino, y de nacionalismos que se alzaron contra los reyes feudales.

McLuhan se quejaba porque la imprenta transformó el espacio y el tiempo en algo calculable, racional y predecible. Y ahora que todo cambió con la irrupción de formas de comunicación electrónica, la pregunta es si todo se volverá incalculable, irracional e impredecible.

La vieja era moderna

Así como en determinados momentos de la historia el Imperio Romano, la Iglesia Católica o los árabes fueron, en cierta forma, "globales", la navegación permitió unir los más distantes puntos del planeta. En el siglo XV, los marinos portugueses y holandeses desembarcaron en África y el sudeste asiático. A fines de ese siglo, Cristóbal Colón llegó a América. A través del Océano Pacífico se descubrieron nuevas rutas. Y los imperios europeos también fueron "globales".

Se considera que la era moderna abarca desde la segunda mitad del siglo XVIII -con la llamada Revolución Industrial- hasta principios del siglo XIX. La aparición de la máquina a vapor dio un tremendo impulso a la producción, la navegación marítima y el transporte terrestre. Es entonces cuando se termina de configurar un sistema económico mundial interconectado.

Según muchos historiadores y economistas, la extensa lista de adelantos tecnológicos actuales no representa nada en comparación con el período que va de 1850 a 1903. Nada o casi nada; es pura efervescencia, burbujas que se disuelven en el aire como el gas del agua. En ese lapso logra la elaboración del acero y sus aplicaciones industriales, la lámpara eléctrica, el fonógrafo, el correo, el telégrafo, el teléfono, la radio, el automóvil, el motor a diesel, la calefacción central, la refrigeración y el aeroplano.

Cuando las grandes potencias se instalaron en Asia, África y América Latina -con Gran Bretaña a la cabeza-, lo primero que hicieron fue controlar las comunicaciones y el transporte. Es decir, el telégrafo, el teléfono y los ferrocarriles.

Para los exitistas del aquí y ahora, del eterno presente, el modelo de triunfo era un enorme trasatlántico: el Titanic.

Avances y mejoras

En la actualidad, la publicidad y el marketing inflan los resultados tecnológicos. Todos los inventos antes mencionados fueron realmente avances. El microchip también significó un avance. En cambio, una computadora personal más pequeña o un nuevo modo de acceder a Internet son sólo mejoras.

En lo que realmente se avanzó fue en la capacidad de agrandar las "ventajas" de tecnologías que posiblemente no aporten demasiado a mejorar la calidad de vida. La publicidad también avanzó en las modalidades de persuasión que le hacen sentir a uno que pierde el tren de la historia si no compra una computadora de última generación o una pequeña agenda electrónica con capacidad para conectarse a la red. Es decir, mejora tras mejora, le hacen sentir a uno que es desigual.

En esta carrera desenfrenada por poseer en lugar de ser, conviene recordar un dato. Cuando King Gillette (1855-1932) inventó la delgada hoja de acero que lleva su nombre y la máquina de rasurar en 1909, realmente dio un salto cualitativo. Fue un avance, en comparación con la vieja y peligrosa navaja de afeitar. Todos los modelos de máquinas de rasurar actuales -con sus componentes de platinum, contornos aerodinámicos y sofisticados modelos- son simples mejoras de la pieza original creada hace casi un siglo.

La máquina eléctrica de rasurar también fue un avance. El hecho de que después funcionara a pilas o tuviera formas extrachatas es totalmente irrelevante.

La era digital

En lo que se refiere a la globalización, existe un libro que se transformó en paradigma de este tipo de enfoques fascinadores (en el sentido de "dominadores"): Ser digital, de Nicholas Negroponte, director del departamento de Medios del Instituto Tecnológico de Massachussets. Negroponte sumerge al lector en un océano de datos asombrosos acerca de lo que él ha bautizado como la era digital. El problema es que presenta un esquema cuantitativo-descriptivo basado en un concepto de hombres abstractos y ahistóricos, presentados como consumidores típicos.

Estos hombres "ideales" carecen de diferencias políticas, económicas, culturales y sociales. Parecen haber vivido siempre en un mercado que siempre fue capitalista. Todos parecen pertenecer a la llamada "cultura occidental". Y dentro de esta cultura, además, parecen compartir las pautas, modelos, valores y formas de vida de la clase media de Estados Unidos.

Habría que preguntarles a los aborígenes australianos y africanos, a los indígenas yamomamis de la cuenca del Amazonas y a las etnias mexicanas en qué aspecto se identifican con la era digital. Sin ir tan lejos, habría que preguntarles a los habitantes de las "villas miseria" de Buenos Aires, las favelas de Río de Janeiro, las "ciudades perdidas" de México o a los homeless de cualquier metrópoli norteamericana. Para ellos, tener una computadora equivale a poseer un libro por parte de los analfabetos campesinos de la Edad Media. Es más: si se "cuelgan" de cables de luz eléctrica y líneas telefónicas quizá accedan a Internet. El problema es que no acceden a proteínas ni antibióticos ni aulas de enseñanza.

Por otra parte, Negroponte parece olvidar que esa clase media norteamericana es cada vez más minoritaria. Desde que a principios de la década de los 80 Ronald Reagan asumió el gobierno de Estados Unidos -y fue sucedido por George Bush y luego por William Clinton- esa clase media no volvió a sus privilegiadas condiciones de vida anteriores. Y en América Latina la situación es mucho más marcada: los antiguos consumidores de bienes, servicios, modas y marcas, se deslizan por la pendiente de la montaña social como esquiadores en reversa.

Por eso el hombre que describe Negroponte es "ideal". Ya casi no existe.

Unidos y separados

Hoy, la vida de una gran parte de los ciudadanos-consumidores "ideales" imaginados por Negroponte se desenvuelve en una sucesión aparentemente interminable de modos de comunicación. Los diarios y revistas se leen en el tren, el bus y el avión, y también por Internet. La radio con las noticias del día se sintoniza en el automóvil. El gimnasta que corre por la plaza escucha libros parlantes a través de audífonos. Mucha gente hace el amor frente al televisor. Quienes padecen insomnio tienen la oferta de un centenar de canales por cable. Los jóvenes se sientan frente a una pantalla para "chatear" con sus parejas y sus amigos. La telefonía celular provoca casi tantos accidentes de tránsito como la ebriedad.

Las personas de cualquier ciudad del mundo se enteran en minutos de hechos que ocurren a miles de kilómetros. Ahí están los ejemplos del derrumbe del Muro de Berlín, la caída de Mijail Gorbachov, la guerra del Golfo Pérsico, el conflicto étnico en la ex Yugoslavia, la muerte de Lady Di, el atentado aéreo contra el World Trade Center.

La paradoja es que la gente sabe lo que sucede segundo a segundo en esos distantes escenarios pero desconoce lo que ocurre a tres calles más allá dentro de su propio barrio.

Día a día aumenta la cantidad de estaciones de radio y canales de televisión, al mismo tiempo que se incrementa la oferta de equipos de video. La cantidad de programas provoca que los usuarios estén constantemente empeñados en seleccionar. El llamado zapping es la expresión más cabal de esta forma de estar en todo y no estar en nada.

La decisión de ver un estreno en el cine, leer una novela policial, mirar la telenovela de las nueve de la noche o asistir a un concierto de música une a ciertos espectadores, lectores y oyentes, a la vez que los separa de otros. Por otro lado, las videograbadoras y equipos de estéreo personales tuvieron un efecto aún más individualizador. Los adolescentes se abstraen durante horas en videojuegos en los que no hay adversarios ni aliados humanos.

Cuanto más se desarrollan las tecnologías de las comunicaciones, más se fragmenta la audiencia. El fenómeno mediático une y disgrega a los habitantes de la aldea global.

La cuarta cruzada

La aparición de sistemas de comunicación globales coincidió con el surgimiento de ciertas corporaciones empresariales muy poderosas. Estos grupos económicos presentan nuevas tecnologías en armonía con sus propios intereses. El desarrollo de estas nuevas tecnologías va de la mano con la búsqueda incesante de nuevos mercados. Ellos desembarcan ante los azorados habitantes de la aldea global como conquistadores provistos de espejitos y vidrios de colores.

La guerra del Golfo Pérsico, en 1991, fue el conflicto bélico con más divulgación en la historia de la humanidad. Desde la perspectiva de los espectadores, fue la primera guerra global. Su cobertura periodística dominó la mayoría de la producción televisiva y los medios impresos y radiales. Ya sea leyendo los diarios en Managua, escuchando una radio portátil a orillas del río Nilo o viendo televisión en un penthouse de la Quinta Avenida de Nueva York o una cafetería de Montevideo, el mundo entero siguió la guerra a través de los medios de comunicación.

La atención de los comunicadores se centró en los usos de tecnologías bélicas, radares, sistemas de comunicación y misiles guiados por computadora, y no en los casi 300 mil iraquíes muertos.

Tiempo después, algunos analistas estadounidenses reconocieron que los medios de comunicación tomaron partido. Las imágenes televisivas fueron cómplices. El conflicto se convirtió en una lucha entre "el bien" y "el mal". Se omitió el análisis de los intereses que estaban en juego (geopolítica, zonas estratégicas, intereses petroleros). La televisión justificó el uso militar de la fuerza y no cumplió con su responsabilidad de informar al público acerca de lo que realmente estaba en juego. Se divulgaron historias horrendas, no verificadas de atrocidades iraquíes. Se personificó al mal en la figura de Saddam Hussein (como antes se hizo con Moammar Khadaffi y el ayatola Khomeini, como ahora se hace con Osama Bin Laden).

Cabe hacerse una pregunta: ¿por qué los medios de comunicación apoyaron la llamada "Tormenta del desierto" con tanto entusiasmo? Y formular una posible respuesta: porque hubo una alianza militar, empresarial y periodística. Porque hubo un entrelazamiento de intereses del ejército, las grandes corporaciones económicas y las grandes cadenas de comunicación.

Tres ejemplos bastan. En 1989, la General Electric -propietaria de la red televisiva NBC- obtuvo nueve millones de dólares por contratos militares. En 1991, las mismas compañías que traían las noticias del Golfo Pérsico también construían las armas -o algunos sofisticados componentes de esas armas- que se empleaban para causar efectos destructivos en la población civil. Muchas empresas de comunicación estaban vinculadas a firmas que suministraban información satelital, antenas, radares y computadoras a las fuerzas armadas norteamericanas.

Estados Unidos fue en "auxilio" de la monarquía hereditaria de Kuwait, un país con resabios feudales donde no existen partidos políticos ni elecciones ni nada que se parezca ni siquiera a una caricatura de democracia.

Representantes que no representan

Se dice que las democracias modernas necesitan presentar a los ciudadanos un variado espectro de opiniones. Se insiste en que, de esa manera, ellos podrán hacer aportes a los debates cívicos e influir en las decisiones políticas. Y, a través de representantes, participar indirectamente del gobierno.

Sin embargo, muchos analistas políticos estadounidenses, europeos y latinoamericanos detectaron en los últimos años que las llamadas democracias occidentales enfrentan una crisis de legitimidad. Declinó la participación de los ciudadanos dentro de los partidos políticos, las afiliaciones no aumentan y la asistencia en elecciones es baja. Existe la generalizada creencia que los dueños del dinero y del poder buscan asegurarse de que ciertas cuestiones se decidan a su favor sin tomar en cuenta las aspiraciones y necesidades de las mayorías. En otras palabras, los mandatarios y representantes políticos ya no representan a los ciudadanos.

Esta realidad se manifiesta, sobre todo, en Estados Unidos, México, Colombia, Venezuela, Brasil, España, Portugal, Italia y Francia. En Estados Unidos, adalid de la democracia representativa, sólo vota el 49 por ciento de los electores. En México, el índice de abstención es uno de los más altos de América Latina. En Argentina, se cultiva con esmero el voto nulo: se elaboran papeles con la imagen de Clemente, un patito de tira cómica; como carece de manos -dicen sus simpatizantes- no puede robar.

Democracia capitalista: igualdad y desigualdad

En Política y cultura a finales del siglo XX, Noam Chomsky señala la profunda contradicción que encierra el concepto de democracia capitalista. Dice que es un concepto que abarca dos opuestos: la democracia reivindica la igualdad pero el capitalismo genera desigualdad.

El ejemplo más gráfico, desde una posición diametralmente opuesta, lo suministra Samuel Huntington: "El problema para estabilizar la democracia", escribió este gurú del nuevo milenio, "es lograr que la demanda social sea lo más baja posible, es decir que la población participe lo menos posible de la vida democrática, así estas demandas no interfieren con la necesaria eficiencia empresarial".

Al igual que Nicholas Negroponte, los nuevos chamanes de la globalización -como Milton Friedman, Francis Fukuyama y Peter Drucker- recomiendan un traje de talle único para todos: mismo modelo, misma confección y misma tela. En general, estos economistas son o han sido altos empleados de las grandes corporaciones multinacionales.

No obstante, multimillonarios impiadosos como George Soros o James Goldsmith ya están alertando sobre los peligros que esto trae. Soros asegura que "la globalización está generando una inestabilidad que podría destruir la revolución del mercado". Y lo que es más sorprendente aún: "El capitalismo es la peor amenaza para Occidente. La magia del mercado abrió la puerta del vale todo".

El ex ministro de Finanzas de Japón, Eisuke Sakikabara, recomendó a los países del sudeste asiático -incluidos China y Vietnam- no seguir el modelo norteamericano. En las naciones donde se aplica, alertó, aparecen inmediatamente tres rasgos característicos: mayor brecha en la distribución del ingreso, inmediata adoración del dinero y vulgarización de la cultura. Para confirmarlo, basta echar una mirada sobre Argentina.

Volvemos a Chomsky: "La cultura del presente es la mirada más pobre que ha existido sobre el hombre en toda la tradición occidental desde los griegos hasta hoy. La condición humana se reduce o dos o tres factores, y el principal es el hombre visto como productor-consumidor".

El magnate inglés James Goldsmith fue más gráfico al referirse a los optimistas apóstoles de la globalización, a los cultores del aquí y ahora, a los creyentes del eterno presente: "Los que se proclaman vencedores", dijo, "son como ganadores de una partida de póker... a bordo del Titanic".

En La democracia en América, Alexis de Tocqueville (1805-1859) escribió: "Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos (...). Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana. Se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria".

El libro se publicó en 1835. Pero en las líneas citadas, Tocqueville habla -sin saberlo- de hoy.

Réplica y comentarios al autor: bambupress@iespana.es

Copyright © 2002 Roberto Bardini
Se permite la reproducción total o parcial de este trabajo mientras se cite la fuente.
Publicado con la autorización del autor.




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