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   De la guerra y sus definiciones

Desde que aparecieron los primeros hombres sobre la faz de la tierra, precariamente armados con un palo o una piedra, el ser humano no ha dejado de combatir. A lo largo de más de tres mil años, la suma de períodos de paz que vivió el mundo civilizado no llega a 250 años. En el transcurso de la historia, los individuos han peleado por conseguir víveres o consolidar un sitio seguro donde vivir. Hubo monarcas que invadieron países por gloria o venganza. Los presidentes actuales envían a miles de hombres a morir en el frente de batalla en la búsqueda de acrecentar poder, territorios y riquezas.

Para el enigmático Sun Tsu, autor de El arte de la guerra 500 años antes de Cristo, "hacer la guerra es en general algo malo en sí; sólo la necesidad debe hacer que se emprenda". Por eso, aconseja: "Conservar la posición de los enemigos es lo que debéis hacer en primer lugar, por ser lo que existe de más perfecto; destruirlas debe ser efecto de la necesidad". El estratega sostiene que si un príncipe o un general se ven obligados a hacer la guerra, debían esforzarse en ganarla sin derramar sangre; es decir, sin librar batalla. De esa forma prueban su habilidad.

En 1799, Enrique de Bülow –quien con certeza había leído a Sun Tsu– apunta en su Esprit du nouveau systéme militaire: "Cuando se cree en la necesidad de librar una batalla es que se han cometido fallas".

El general austríaco Karl von Clausewitz (1780-1821), autor del célebre tratado De la guerra, es el único que puede compararse a Sun Tsu, aunque sus recomendaciones militares son, en el fondo, la contracara: impiadosas. Clausewitz ingresó al ejército prusiano a los doce años, fue instructor en la Academia Militar de Berlín, sirvió en el ejército ruso en 1812 y participó en la batalla de Waterloo. Desde 1818 hasta su muerte dirigió la Escuela de Guerra prusiana.

En la primera parte de su estudio, titulada "Sobre la naturaleza de la guerra", Clausewitz establece: "La guerra no es otra cosa que un duelo en una escala más amplia. (...) Es, en consecuencia, un acto de violencia para imponer nuestra voluntad al adversario. (...) La violencia física (porque no existe violencia moral fuera de los conceptos de ley y Estado), es de este modo el medio; imponer nuestra voluntad al enemigo es el objetivo".

Medio siglo antes de que Clausewitz publicara su tratado, un joven mariscal de campo francés, Jacobo Hipólito de Guibert, divulgó un Ensayo general de táctica. Guibert dice que la guerra es una calamidad pero, sin embargo, es eterna. "El arte de perjudicarse es el primero que inventaron los hombres", afirma.

Para David Lloyd George (1863-1945), jefe del Partido Liberal inglés, ministro de Armamento en la Primera Guerra Mundial y primer ministro de 1916 a 1922, "la guerra es un ultraje perpetrado en nombre de la libertad".

Soldados, pastores y campesinos

Hubo en la historia quienes se exaltaron ante la posibilidad de entrar en combate. Louis Antoine de Saint Just (1767-1794), gran orador parlamentario, admirador de Robespierre e inspector del ejército francés en 1793, fue uno de los responsables del Reino del Terror. En 1794 ordena a uno de sus comandantes atacar al enemigo "con furia y sin tregua". Para él, "la guerra de la libertad debe hacerse con cólera".

En 1861, el anarquista Pierre Joseph Proudhom publica La guerra y la paz, donde afirma que la guerra diferencia al hombre de los animales. Sin ella, "la civilización sería un establo", dice. Proudhom se inflama: "La guerra es nuestra historia, nuestra vida, toda nuestra alma; es la legislación, es la política, el Estado, la patria, la jerarquía social, el derecho de las gentes, la poesía, la teología; una vez más, es todo".

El crítico de arte y literatura inglés John Ruskin (1819-1900), erudito y viajero incansable, vincula la historia de la guerra con la evolución artística. En una conferencia dictada en la Real Escuela Militar de Woolwich, afirma que el arte florece únicamente en los "pueblos de soldados". Los pastores y los campesinos no producen arte porque viven en paz, sostiene Ruskin. Lo mismo sucede con el comercio y la industria. Todas ellas son actividades que abortan el germen de la creación artística. Para él, la guerra está en el origen del gran arte. En tiempos de paz, las artes declinan y terminan "marchitándose en las naciones perfectamente tranquilas".

En Solsticio de junio, Ruskin escribe: "He hallado que todas las grandes naciones aprendían la verdad de las palabras y la fuerza de los pensamientos en la guerra; que obtenían su alimentación de la guerra y que la consumían en la paz; que la guerra las instruía y que la paz las engañaba; que la guerra las educaba y que la paz las traicionaba; en una palabra, que nacidas de la guerra, se perdían en la paz".

Winston Churchill (1874-1965), quien fue soldado y corresponsal del Morning Post en África del Sur durante la Guerra de los Bóers, en enero de 1900 describe a las tropas que avanzan hacia el frente como "una incesante riada de vida... y ante ella, como estrella conductora, el brillo rojo de la guerra".

El escritor ingles Rudyard Kipling (1865-1936), nacido en Bombay, también fue cronista en África del Sur para el periódico militar The Friend. En esa época escribe su "Canto de los hombres blancos", en el que demanda "libertad o guerra".

Un filósofo estadounidense contemporáneo, J. Glenn Gray, llega al extremo de enumerar los tres «goces» de la guerra: el goce de la vista, el de la camaradería y el de la destrucción. Su ensayo tiene un título sugestivo: The Enduring Appeals of Battle ("Los atractivos permanentes de la batalla").

Sorel, un apologista de la violencia

El contradictorio George Sorel (1847-1922), relegado por los teóricos "revolucionarios" de la guerra, quizá sea uno de los ejemplos más extremos y merece algunos párrafos aparte. Ingeniero de profesión y condecorado con la orden al Mérito, se jubiló a los 50 años de edad. A partir de entonces se interesó por el marxismo y el sindicalismo y se convirtió en prolífico escritor en diversas publicaciones revolucionarias.

En sus Reflexiones sobre la violencia, publicadas en 1907, considera que la vida es una batalla permanente y que la barbarie es un antídoto contra la decadencia. Y condena por igual a "los bufones inmorales de una aristocracia degenerada", a "los burgueses que aspiran a imitar a una nobleza ociosa" y a "la ciénaga democrática" que mezcla en el mismo lodo a partidos políticos y representantes parlamentarios.

Según Sorel, el hombre se realiza única y plenamente a través de sus obras, y no a través del disfrute pasivo, la paz y la seguridad. La búsqueda de felicidad o lucro, la preocupación por el poder, el nivel social o una vida sin complicaciones, constituyen una traición despreciable.

Isaiah Berlin escribió acerca de este teórico de la violencia en The Times Literary Supplement, en diciembre de 1971: "Sorel sigue siendo una figura anómala. Todos los demás ideólogos y profetas del siglo XIX han sido debidamente etiquetados y clasificados. Las doctrinas, influencias y personalidades de Mill, Carlyle, Comte, Darwin, Dostoiewski, Wagner, Nietzche y Marx han sido debidamente colocadas en sus respectivos anaqueles del museo de la historia de las ideas. Solamente Sorel sigue sin clasificar, como lo estuviera en vida: reivindicado y repudiado por las derechas tanto como por las izquierdas".

Berlin dice que Sorel parecía carecer de postura fija, y no exagera. Fue tradicionalista en 1889, marxista en 1884, crítico del marxismo en 1898, dreyfusista en 1899, enemigo de los dreyfusistas en 1909. "En 1912 escribía con admiración sobre el socialismo militante de Mussolini, y en 1919 con admiración aún mayor sobre Lenin, para terminar manifestando un apoyo incondicional al bolchevismo y, en los últimos años de su vida, una admiración indisimulada hacia el Duce".

Lenin lo califica como "embarullador notorio". Benedetto Croce, en cambio, piensa que el ex ingeniero es, junto con Marx, el único pensador original que ha tenido el socialismo. Antonio Gramsci, quien lo defiende a rajatabla, escribe en 1919: "Georges Sorel ha permanecido siendo lo que había sido Proudhon, es decir, un amigo desinteresado del proletariado. Por esto sus palabras no pueden dejar indiferentes a los obreros". En la juventud, Georg Lukács fue impactado por sus ideas. El escritor y dirigente político peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) lo define como "uno de los escritores más agudos de la Francia pre-bélica". Sus propios seguidores de "derecha" le disculpan sus tendencias de "izquierda" y lo consideran "ortodoxo y heterodoxo".

"Caballerosidad, aventura y heroísmo": Spengler

"La historia de los hombres es la historia de las guerras", sentencia Oswald Spengler (1880-1936) en Años decisivos. Y asegura: "Todo el que obra está en peligro. La vida misma es peligro". En ese libro, publicado en 1933, también profetiza: "Hemos entrado en la era de las guerras mundiales. La cual comienza en el siglo XIX y se extenderá a través de todo el actual y, probablemente del siguiente. Significa el tránsito desde el mundo de Estados del siglo XVIII al Imperium mundi".

(El historiador alemán no sólo predijo el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Mientras redacto estas líneas, aún no ha cesado el tableteo de las ametralladoras en la desmembrada Yugoslavia y ya estallaron misiles estadounidenses en Afganistán, mientras un moderno cabecilla texano del Imperium mundi bombardea Irak).

En Años decisivos, Spengler critica "las formas francamente plebeyas" que revisten los nuevos conflictos bélicos internacionales: la nación como masa inarticulada, la guerra como movilización de masas, la batalla como derroche de vidas humanas, los tratados brutales de paz, la diplomacia de las tretas leguleyas sin buenas maneras.

"Hasta la primera guerra mundial, precisamente los famosos y antiguos regimientos de caballería de la Europa occidental aparecían más que ninguna otra arma aureolados de orgullo caballeresco, espíritu aventurero y heroísmo. Representaban la vocación militar auténtica y la vida militar genuina mucho más que la infantería del servicio militar obligatorio", se exalta el historiador, antes de lamentarse: "Pero su porvenir es ya más oscuro. Van siendo relevados por los aviones y las escuadrillas de tanques".

El autor de La decadencia de Occidente, una obra monumental y poco divulgada que le demandó diez años de trabajo, se burla del "sentimentalismo trasnochado" del liberalismo, el comunismo y el pacifismo porque ven la realidad desde abajo. "La oscura conciencia de su debilidad personal", afirma, los impulsa a querer transformar una sociedad que les resulta "demasiado viril, demasiado sana y demasiado sobria". Y llega al insulto: "Son afeminados y débiles: no pueden dar cima a una gran novela o a una severa tragedia, y mucho menos a una filosofía robusta y completa".

Spengler asegura que los grandes hombres de la Historia fueron vigorosos pesimistas. Todos ellos despreciaron el pesimismo cobarde de "las almas mezquinas y cansadas, que temen a la vida y no soportan la visión de la realidad". Ese tipo de vida "llena de felicidad y de paz, sin peligro y ampliamente cómoda, es aburrida, senil y, además, sólo imaginable, nunca posible".

Ardor sin odio: Jünger

Joseph Goebbels, ministro de Propaganda en la Alemania nazi, define la guerra como "la forma más elemental de amor a la vida". Y no duda en compararla con los dolores del parto: "Eso también es terrible, pero todo lo que vive es terrible". El propio Karl Marx definió a la violencia como "la partera de la historia".

El escritor y filósofo Ernst Jünger fue voluntario de la Legión Extranjera, oficial en la primera y segunda guerra mundiales, y uno de los combatientes más herido y condecorado. En Tempestades de acero narra su experiencia al frente de un grupo comando durante el conflicto 1914-1918 y retoma el tema en ensayos posteriores como El trabajador. La guerra –apunta– es "un juego soberbio y sangriento que deleita a los dioses".

En El combate como una experiencia interior (traducido al francés como La guerre, notre mére), Jünger escribe: "Ella no es solamente nuestra madre, también es nuestra hija. Si ella nos ha creado, nosotros la hemos engendrado".

En este libro controvertido y difícil de conseguir, que posiblemente haya sido repudiado por su autor luego de la Segunda Guerra, contiene una inevitable reflexión: "El sentimentalismo debe esfumarse, adaptarse a la horrible simplicidad de ese objetivo: el aniquilamiento del adversario. Es éste un axioma que debe realizarse durante todo el tiempo que los hombres hagan la guerra, y habrá guerras mientras existan los hombres".

No obstante, este hombre genial fue el joven autor de un manual de combate en el que recomendaba "combatir con ardor pero sin odio". El soldado que está al otro lado de la línea de combate no es "una encarnación del mal", sino un igual, separado por una adversidad del momento.

"La religión de la muerte"

En La cuesta de la guerra, Roger Caillois indica: "La guerra es una lucha colectiva, preparada en común y metódica". El ensayista francés, Premio Internacional de la Paz 1963, sostiene que a medida que se desarrolla la civilización, la guerra –lejos de desaparecer– crece en extensión y en intensidad. Abarca más gente, más cosas; se vuelve más mortífera.

Caillois escribe: "Cada uno de los adversarios se lanza a ella hasta el límite de sus fuerzas y trata por todos los medios de reducir al otro a pedir gracia, de manera que no hay matanza que parezca excesiva o bárbara: la guerra se halla constituida por una sucesión de golpes inmisericordiosos, de los que se exige únicamente que sean eficaces".

El norteamericano Lewis Mumford, quien se distinguió como historiador, filósofo y crítico, define a la guerra como "la religión de la muerte", capaz de cumplir los deseos secretos de "los paranoicos y sádicos que produce necesariamente una sociedad en desintegración".

Mumford llama la atención acerca de que un ejército es un cuerpo de consumidores puros. O peor aún: de productores negativos. Hay que hospedarlo, alimentarlo, vestirlo y equiparlo. Y, a cambio, no da ningún servicio. "El tren de vida más caprichoso y más lujoso no puede rivalizar con un campo de batalla respecto al consumo rápido", apunta.

Caillois, a su vez, da un ejemplo: "El proyectil, desde este punto de vista, tiene un doble propósito: ha sido creado para ser destruido él mismo, y por consiguiente para ser reemplazado, y para destruir un objetivo, el cual también hay que reemplazar".

"Ni la revolución ni la guerra son para el propio deleite", escribe André Malraux, participante de la Guerra Civil Española, la Revolución China y la Segunda Guerra Mundial.

Jean Larteguy, corresponsal en Indochina, Argelia, África y Medio Oriente, y autor de una decena de libros, entre los que se destacan Los centuriones, Los pretorianos y Los mercenarios, afirma en La guerra desnuda: "Llevo pegados a mi nariz esos olores de final de civilización, una mezcla de madera vieja quemada, de carroña, de coito y de mierda que son ahora para mí los olores de la guerra".

Réplica y comentarios al autor: bambupress@iespana.es

Copyright © 2002 Roberto Bardini
Se permite la reproducción total o parcial de este trabajo mientras se cite la fuente.
Publicado con la autorización del autor.




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