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   Papá en París

Una historia de perros, policías y periodistas.

Tengo 54 años. Y cuando sea grande voy a estudiar enfermería.

Mejor empiezo por el principio. El sábado 11 de enero el teléfono me despertó a las seis de la mañana. Era mi papá, desde Argentina. Yo vivo en México: aquí son tres horas menos de diferencia. Allá eran las nueve de la mañana. Claro, él consideró que era una buena hora para llamar.

"Tito, vamos a ser colegas", me dijo. "Voy a estudiar periodismo".

Papá tiene 82 años y es médico. Era, mejor dicho. A principios de 2002 se jubiló, después de más de medio siglo de ejercer la quinta profesión más vieja del mundo. Vive en Las Flores, una ciudad agrícola-ganadera de la provincia de Buenos Aires, y perdió la cuenta de los bebés que trajo al mundo. Tres o cuatro generaciones de mujeres se atendieron con él. Ingresó a la Facultad de Medicina a los 16 años y egresó a los 21. Se especializó en ginecología, escribió un libro sobre técnicas quirúrgicas y en 1959 ganó el premio "Enrique Finochietto". En 1996 obtuvo el Diploma de Honor de la Asociación Médica Argentina y fue honrado como Ciudadano Distinguido de Las Flores.

Cuando se jubiló, tenía 81 años. Al mes comenzó a estudiar computación. Esa vez también me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cinco de la mañana. "Me aburrí de estar en casa con las perras", me dijo entonces.

Papá tiene siete perras de diferentes tamaños, formas y colores, mestizas de razas indescriptibles, todas recogidas en la calle. Con su segunda esposa y un grupo de amigos, a fines de los años 80 fundaron una asociación protectora de perros callejeros. Construyeron un albergue, donde los vacunan, desparasitan, alimentan y mantienen limpios. El promedio de huéspedes es de cien. Si un niño, un adulto o una familia de Las Flores quiere tener un perro, va a ese albergue: ahí encontrará el ejemplar que quiera. Saludable, cariñoso, de pelo brillante, acostumbrado a mover la cola. No intenten descifrar el pedigrí o adivinar la raza. Nunca lo lograrán. Son cien enigmas.

Pero en Las Flores no hay perros deambulando con tristeza por el asfalto.

Cuando yo era chico, me encantaban los perros. Los pastores alemanes, en especial, a los que en Argentina se les llama "perros de policía". Me gustaban porque veía una serie de televisión: Rin Tin Tin. Con el tiempo me enteré que un californiano llamado Duncan Lee había encontrado al primer Rinti en Francia, durante la Primera Guerra Mundial. Lo llevó a Estados Unidos y se hizo millonario con varias generaciones de Rintintines. La cuestión es que yo quería tener un pastor alemán.

Y papá nunca me lo permitió. Él le tenía fobia a los perros.

Hoy, desde luego, lo perdono. A los 54 años, tengo una pastora alemana de cinco meses. Pesa 16 kilos y se llama Nikita, como la muchacha callejera de la película de Luc Besson.

Algo parecido sucedió cuando le dije que quería ser periodista. "Te vas a morir de hambre, Tito", me dijo.

Él quería que estudiara medicina. Pero yo lo veía a él, atendiendo partos o urgencias, a las dos, tres o cuatro de la mañana, sin sábados ni domingos libres, y no quise ser médico. Durante las 24 horas del 23 de diciembre de 1960 atendió siete partos: cinco en forma natural y dos como cesárea. A él le encantaba; yo, me deprimía. Así que intenté abogacía y abandoné. Probé con sociología y también dejé. Perdí un año en el servicio militar. Al salir, perdí medio año dudando entre ser hippie, playboy o peronista. En los últimos seis meses, sin decirle nada, comencé a trabajar de reportero en un semanario sensacionalista de Buenos Aires.

Cuando se enteró, me dijo: "Está bien, estudiá periodismo". E insistió: "Al menos, te vas a morir de hambre con un título".

Él era hijo de un oficial principal "grado equivalente a capitán" de la policía de Buenos Aires, cuando aún no se llamaba Policía Federal. Mi abuelo Tomás -al que no conocí, porque murió en 1937- era, además, dramaturgo. Fue autor de nueve obras de teatro, de las cuales se representaron cinco. También era miembro de la Sociedad de Autores de Argentina (Argentores) y director de la revista quincenal "Apolo", dedicada a las artes, letras y crítica teatral. Parece que los policías de antes eran un poco distintos a los de ahora. Papá me contó que mi abuelo escribía de noche, en la comisaría.

"Quizá heredaste algo de él", se resignó.

Durante todo el tiempo que estudié periodismo, la expresión de su cara era una mezcla de quien padece estreñimiento y diarrea a la vez. También era la expresión de alguien que sufre jaqueca, dolor de muelas y callos en los pies. Pero él toleró que yo estudiara periodismo y yo aguanté su cara de profundo malestar. Comencé a sospechar que también le tenía fobia a los periodistas.

Pasaron los años. Creo que la cantidad de notas, artículos, editoriales, entrevistas y reportajes de investigación que he publicado en 26 años equivalen, por lo menos, a la mitad de los partos que él atendió. También publiqué ocho libros: digamos, con un poco de flexibilidad, que fueron modestas cesáreas. Lo curioso es que ahora él relee esos libros, los comenta y los presta. Saca fotocopias de mis artículos y los reparte entre sus amigos y amigas, que son muchos y muchas. La vida tiene esas vueltas. Antes, los padres se sentían orgullosos de "m'hijo, el dotor". Él, parece que está orgulloso de "mi hijo, el periodista".

Por eso también le perdono la guerra de nervios que me hizo cuando yo quería ser periodista.

En Las Flores ahora hay una gran cantidad de médicos jóvenes y no tan jóvenes. Papá es el único de ellos que no es dueño de campo ni de vacas, que no tiene departamento en Buenos Aires, que no maneja un coche último modelo. También es el único médico del pueblo que no conoce Cancún o Miami. "Yo voy a todos lados con el aparato para la presión", me dijo la última vez que lo visité. "Ellos van con la máquina calculadora en el bolsillo". Pero papá sí era el único de todos ellos que hacía guardias nocturnas en la sala de emergencias del hospital público. Gratis, porque le gustaba o porque era su vocación. O porque se aburría en la casa.

En los últimos meses antes de jubilarse, los pacientes le pagaban con un lechón, dos gallinas, tres kilos de chorizos. Después, ni eso. Le estrechaban la mano, nomás. Algunos metían los dedos en el bolsillo -como si guardaran un caimán- y preguntaban cuánto le debían. Él sospechaba que el bolsillo estaba vacío -que ni caimán había- y respondía invariablemente: "Nada. No hay honorarios".

Cuando anunció su jubilación, un periódico local le hizo una entrevista tipo ping-pong. Pregunta ping, respuesta pong. El reportero le preguntó cuáles eran sus virtudes y defectos, qué comidas prefería, cuáles eran sus pasatiempos y cosas por el estilo.

Por suerte fue una entrevista breve y él no contó algo que avergüenza un poco a mi hermana Silvia. Una de sus pasiones de papá es la comida. Es capaz de comer cuatro o cinco platos de ravioles, tallarines o ñoquis y luego una tarta de manzana entera. A veces, se escapa a un comedero llamado "La Piojera", donde se detienen los camioneros en la carretera que está fuera de la ciudad, y devora tres milanesas con seis huevos fritos y una guarnición de papas fritas que destrozarían el hígado de Hércules, Sansón y Goliat. Cuando sus tres primeras nietas -Lorena, Agostina y Valeria- eran niñas e iban de visita a Las Flores, él las llevaba a la "La Piojera". "No cuenten nada", les recomendaba. "Digan que las llevé a comer pizza o hamburguesas".

Lo único que él no come es lechuga. Dice que le "hincha la panza".

Casi al final de la entrevista, el reportero le pidió que mencionara un lugar en el mundo. "Me muero por conocer París", respondió papá.

Y menos de un año después, en noviembre de 2002, papá conoció París.

Antes de subirse al avión, me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cuatro de la mañana. Lo disculpé, por supuesto; a 10 mil kilómetros de distancia, el entusiasmo era contagioso. Su voz no era la de un señor de 82 años. Por el aparato se escuchaba al revés: de 28. "Es como una historia de hadas", me dijo. "A la vuelta te cuento".

Y a la vuelta me contó. Quizá por el cambio de horario, llamó a las dos o tres de la tarde de México. Me dijo que representantes de tres o cuatro generaciones de -hadas- "madres en total de quizá 500, 700 o mil hijos e hijas, no sé" se organizaron en secreto. Salieron a recorrer el pueblo durante la mañana, la tarde y la noche, calle por calle, casa por casa, con sol o con lluvia. Tocaban timbre y hablaban. Había varios estilos. Algunas parecían vendedoras puerta a puerta, promotoras de relaciones públicas, especialistas en marketing. Otras, beatas misioneras evangélicas. Unas pocas eran como fanáticas de una secta apocalíptica. Y algunas como hadas buenas que se transformaban en brujas malas. Durante meses, golpe a golpe y verso a verso. Inclusive, después de la crisis del "corralito" y el "cacerolazo". Pedían 10 pesos, cinco, uno. Hubo quienes dieron 100, 200 y 300.

Al final, el 22 de octubre de 2002, le entregaron dos pasajes, estadía pagada durante una semana en un hotel tres estrellas "con desayuno incluido" y boletos para tres excursiones.

También le entregaron una breve carta, que él después me envió por el correo electrónico: "Lo mejor que se le puede desear a una persona es que se le cumplan sus sueños. Si bien el momento no era el adecuado, estábamos convencidas que de alguna manera debíamos retribuirle todos sus esfuerzos, sus «no hay honorarios». Lo hicimos entre todos. Lo hicimos entre muchos. Lo hicimos con el corazón. Cuando nos unimos, sabemos y sentimos que se puede. Aquí está el regalo de un pueblo agradecido: «El París de sus sueños». ¡Feliz viaje! ¡Se lo merece!".

"¡París es mil veces más lindo de lo que me imaginaba!", me dijo por teléfono.

Y al regreso, él les entregó a ellas, una por una y en la mano, su agradecimiento por escrito. En uno de los párrafos informa: "Estuve en la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Tumba del Soldado Desconocido, el Louvre, la Catedral de Nôtre Dame, el Sena, la Ópera y el Metro. Como hubiera dicho Alvear, «bebí París hasta embriagarme». El Lido y el Moulin Rouge los vi en fotos; no me interesaban".

Dudo que cualquiera de estos médicos jóvenes y no tan jóvenes llegue a los 80 años. Y estoy seguro que nunca les pagarán ni un viaje en taxi alrededor de la plaza.

Bueno, como dije al principio, hace una semana me contó que ahora va a estudiar periodismo mediante el sistema llamado "a distancia". ¿Y saben dónde se inscribió? ¡En la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Plata! ¡Donde estudié yo, cuando se llamaba Escuela Superior de Periodismo!

Creo que esto no se lo puedo perdonar.

Aunque si lo pienso un poco, ¿por qué no? ¿Qué voy a hacer? ¿Poner expresión de estreñimiento? No, señor. Al final, en este mundo patas para arriba donde todo es al revés, él se parece a mi. Por suerte, heredó mis pocas virtudes. Y la verdad es que me salió bueno: sólo me ha dado una satisfacción tras otra.

Por supuesto, le advertí: "Te vas a morir de hambre". Y hablé por experiencia.

Todavía no se lo he dicho, pero cuando yo cumpla 82 años voy a estudiar enfermería. Medicina no, porque nunca me gustó. Para entonces, él tendrá 110 años. Espero que para esa época no me llame por teléfono a las cinco de la mañana para anunciarme que se viene a trabajar a México. O que se inscribió en un curso de buceo o esquí acuático.

Réplica y comentarios al autor: bambupress@iespana.es




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