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   La contaminación y la guerra

Muchas veces solemos olvidarnos que la peor forma de deterioro y contaminación del ambiente es la guerra. A menudo se callan sus efectos, en nombre de una política mal entendida. Debido a esto, es importante destacar de qué modo y hasta dónde, la actividad militar puede ser contaminante, tanto en la guerra declarada como en la preparación para la guerra.

El primer efecto ambiental es el de usar, mejor dicho inutilizar, enormes superficies de terreno que podrían utilizarse para paliar el hambre. Los ejércitos de la época de Alejandro Magno necesitaban apenas un kilómetro cuadrado para ubicar cien mil soldados. Para la misma cantidad de soldados, Napoleón necesitaba no menos de veinte kilómetros cuadrados. En la segunda guerra mundial, ya eran cuatro mil kilómetros cuadrados y los ejércitos modernos requieren cincuenta y cinco mil quinientos kilómetros cuadrados por cada cien mil soldados en maniobras.

Un estudio reciente, hecho en los Estados Unidos, sobre el efecto ambiental de esas maniobras, expresa que: Con su violencia coreografiada, las fuerzas armadas destruyen grandes sectores del territorio que en un principio deberían proteger. Las tierras utilizadas para juegos bélicos tienden a sufrir una grave degradación. Las maniobras destruyen la vegetación natural, perturban el hábitat natural, erosionan y condensan el suelo, sedimentan corrientes y provocan inundaciones. Los radios de bombardeo convierten el terreno en un desierto lunar marcado de cráteres. Los campos de tiro para tanques y artillería contaminan el suelo y las aguas subterráneas con plomo y otros residuos tóxicos. La preparación para la guerra se parece a una política de tierra arrasada contra un enemigo imaginario.

Un automóvil puede recorrer diez kilómetros por litro de combustible y un tanque Abrahams M-1 anda apenas veinte metros por litro. En una hora de marcha, ese auto gastaría unos diez litros de combustible. En el mismo lapso, el tanque consume mil cien litros. Un bombardero B-52 gasta trece mil setecientos litros y un portaaviones consume veintiún mil setecientos litros. Con este dato, no sorprende saber que las fuerzas armadas del planeta aportan el 10% del total de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera.

Producir, almacenar, reparar, transportar y descartar armas convencionales, químicas y nucleares genera enormes cantidades de efectos nocivos tanto para el ambiente como para la salud humana. Estos desechos incluyen combustibles, pinturas disolventes, metales pesados, pesticidas, bifenilos policlorados, cianuros, fenoles, ácidos, álcalis, propulsantes y explosivos.

La Guerra del Golfo, que comenzó en enero de 1991, entre Estados Unidos y sus aliados contra Irak provocó uno de los mayores desastres ecológicos del siglo XX. Al iniciarse la guerra, se advirtió que el incendio de pozos petrolíferos podían provocar grandes nubes que afectaron amplias zonas. En Oriente Medio, se hicieron frecuentes la lluvias negras que mataron la vegetación y contaminaron las aguas. En cuanto al derrame de petróleo sobre las aguas del golfo Pérsico, se calculó que su magnitud fue entre 10 y 12 veces mayor que el desastre ocurrido un par de años antes frente a las costas de Alaska, cuando el petrolero Exxon Valdez, volcó al mar once millones de barriles de crudo.

Pero lo peor aún, el siniestro del Golfo no fue un hecho accidental, sino el resultado de la acción deliberada del hombre. La gigantesca capa de petróleo, que tenía una extensión de 50 kilómetros de largo por 11 de ancho, destruyó por asfixia a gran parte de la cadena alimentaria, desde los peces hasta las algas. Las zonas afectadas eran lugares de desove de gran cantidad de peces, crustáceos y mejillones. El petróleo contaminó a los arrecifes de coral con sus numerosas colonias de delfines, tortugas y focas. También afectó a millones de aves migratorias que llegaban a esa región desde el norte de Rusia, Siberia y Asia Central, y que suelen realizar una escala en su ruta migratoria en esas aguas. Otro problema fue la escasa profundidad de sus aguas -su promedio es de 25 metros- lo que determinó que la renovación de las mismas se produjera con lentitud. En esta zona, el mar es prácticamente cerrado y con escasas corrientes exteriores.

Las elevadas temperaturas evaporaron rápidamente el 30% del crudo que cubrían las aguas. Sin embargo, los componentes que permanecieron fueron los más pesados y peligros.

Esta guerra provocó consecuencias ambientales muy profundas, tanto en los espacios naturales como en los urbanos. Inmensos ejércitos desplazándose por los ecosistemas del desierto provocaron daños enormes sobre los suelos, la vegetación natural y la fauna. La destrucción de las redes de aprovisionamiento de agua de las ciudades provocó epidemias a las que no se pudo hacer frente, ya que los sistemas de salud estaban desarticulados.

La comunidad internacional se mostró consternada por la catástrofe ecológica que se cerró sobre el Golfo y condenó enérgicamente la acción de terrorismo ecológico. En momentos en los que ocurre una nueva guerra entre los Estados Unidos e Irak, en las puertas del siglo XXI, tal vez deberíamos conscientizarnos sobre las consecuencias en el ambiente, las ciudades y los humanos. Deberíamos salir a la calle para evitarla... Quizás resulte doloroso asumir que en una contienda armada todo fin justifica los medios, y esto no sólo significa el menosprecio de la vida humana, sino también el del ambiente que la cobija.

Réplica y comentarios al autor: cristianfrers@hotmail.com




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