El éxito de Le Pen al optar a la presidencia de Francia ha sido un aldabonazo en la conciencia de muchas personas que creían que la democracia era poco menos que indestructible en las sociedades occidentales. Que un ultra como Le Pen pudiera llegar a presidir Francia demuestra que la democracia necesita cuidados, y debemos asumir que es algo más que ir a votar cada cuatro o cinco años. No olvidemos que en la primera vuelta el líder reaccionario quedó a unos poco cientos de miles de votos de Chirac, luego flamante presidente, gracias, en buena parte, a la izquierda tan denostada por él, librándose de esa manera de pasar por los tribunales por una gestión turbia mientras fue alcalde de París.
La sorpresa francesa no lo es tanto. A pesar de la excusa de la división de la izquierda en la primera vuelta, lo sucedido no es más que el síntoma de que la democracia occidental basada en los principios de la "liberté, egalité et fraternité" está aquejada por el virus de la ultraderecha, racista y xenófoba. En Holanda, el partido del asesinado Pym Fortuyn ha sido el segundo más votado tras la derecha tradicional y se prepara para entrar en el gobierno. En Inglaterra un partido ultra obtuvo dos concejales en una circunscripción sacudida por los conflictos raciales. En Escandinavia, países modelos de la tolerancia y la defensa del bienestar social como Dinamarca, Suecia y Noruega, también experimentan el auge de partidos fascistas. Bélgica conoce el peso de la ultraderecha en su parte flamenca.
Pero hay partidos que ya conocen el poder, como el de Jorg Haider en Austria, o el postfascista Alianza Nacional con su líder, ministro del ejecutivo de Berlusconi. Qué decir de EE.UU., donde el republicano Bush cobija a la derecha más rancia de su país, donde se pretende recortar derechos y libertades en pro de su cruzada antiterrorista.
La enfermedad ultra se extiende por Europa como una mancha de aceite... salvo en España y Portugal. Pero mientras Aznar culpa a los socialistas del auge de la ultraderecha, estudios sociológicos demuestran que en España esos votos se refugian en el Partido Popular, Convergencia i Unió y Partido Nacionalista Vasco (y ahí están, por ejemplo, declaraciones de Jordi Pujol, alertando sobre la inmigración y la pérdida de identidad que puede suponer). Cuarenta años de franquismo pueden haber inmunizado a la sociedad española de partidos ultraderechistas, pero no de sus ideas.
No perdamos la esperanza, sin embargo. ¿Son ultras o racistas todos los que votaron a Le Pen o a Fortuyn? Cuesta creer que seis millones de franceses sean fascistas. ¿Por qué Europa se echa en brazos de la derecha y la ultraderecha? ¿Por qué, cuando hace pocos años en la Unión Europea gobernaba la socialdemocracia?
Las razones son variadas. Por un lado encontramos falta de liderazgo político; precisamente los líderes en alza son los populistas. Pero lo que es peor, estamos ante una crisis de representatividad política. El ciudadano se siente cada vez más distante de los políticos, sujetos que parecen más preocupados en defender intereses particulares y partidistas que el bien común y los intereses de los ciudadanos a quienes supuestamente representan. La burocracia, la corrupción, la falta de sintonía con la realidad de los ciudadanos, y el alejamiento de la sociedad civil es un defecto común de la mayoría de las fuerzas políticas tradicionales.
Por otro lado, tenemos el agobiante peso de la globalización. La gente tiene la impresión (no tan errada) de que las grandes decisiones se toman por las grandes potencias y organismos internacionales y que su país es poco menos que un súbdito con poca voz y menos voto. Los trabajadores ven como las transnacionales se instalan en su país, reciben cuantiosas subvenciones y a los pocos años los despiden para emigrar en busca de mano de obra más barata y explotable.
Y, como no, el ingrediente definitivo es la inseguridad, el paro, la delincuencia, terreno donde la demagogia reaccionaria se mueve como pez en el agua. Volvamos al ejemplo francés: en el otrora cinturón rojo de París hoy domina el Frente Nacional. El 30% de sus votantes son desempleados y el 20% obreros. Es en las zonas más degradadas o desfavorecidas donde los nacionales perciben como una amenaza real a los inmigrantes. Ahí encuentra terreno abonado la tesis de que expulsando a todos los extranjeros, los parados encontrarán sus trabajos. Ahí se autoinstalan toques de queda por temor a andar por la calle en cuanto cae el sol, que queda en manos de bandas juveniles. Ahí es donde el obrero choca con el inmigrante por el derecho a disfrutar de una vivienda de protección oficial. Ahí los padres saben que sus hijos están casi condenados al fracaso escolar en clases atestadas de niños foráneos que reclaman toda la atención de los profesores.
Lo anterior es parte del día a día en muchas ciudades y barrios europeos donde viven las clases populares, quienes entran en conflicto de intereses con los inmigrantes, y no las pudientes, para quienes la inmigración es una noticia más de los telediarios o directamente mano de obra barata en sus empresas o en sus casas como servicio doméstico.
Como dice Nicolás Sartorius: "el sistema ha conseguido que la lucha de clases vertical -los de abajo frente a los de arriba- sea sustituida por la lucha de clases horizontal -pobres frente a pobres-". Lucha que, salvo cambio radical, no va a hacer más que agudizarse si se mantienen las estructuras actuales. Se globalizan los movimientos de capitales, pero se barre el paso a las personas, cuando éstas acuden a donde está el capital. ¿Cómo frenar la inmigración a EE.UU. y Europa si allí se concentra la riqueza? No hay ley ni policía que pueda impedirlo. Habermas sostiene con tino que crecimiento demográfico más emigración es la bomba atómica de los pobres. Una bomba que si no se desactiva adecuadamente será esgrimida y explotada por los ultras.
Si vienen inmigrantes a España, y no a Grecia o Portugal, es porque aquí hay trabajo, algo que puede parecer contradictorio en un país con más de dos millones de desempleados. Eso sí, trabajo duro, mal pagado, sin apenas derechos, que por ello no quieren hacer los nacionales. ¿Quiénes son culpables? Las mafias que trafican con seres humanos y los empresarios, posiblemente aliados -directos o indirectos- de dichas mafias, que buscan la mano de obra barata y servil de los ilegales para enriquecerse.
Es hora de que las fuerzas progresistas asuman su responsabilidad, pues de la derecha sólo podemos esperar políticas más asociales y reaccionarias para no perder votos hacia la ultraderecha. En la lucha por ganar el centro, ese difuso espacio político que concede la victoria electoral según dicen, los progresistas han olvidado a la izquierda social, creyendo -equivocadamente- que el voto tradicional de la izquierda lo tenían asegurado y que sólo tenían que preocuparse por conquistar territorio ajeno. Para recuperar a sus antiguos votantes y convencer al electorado de centro es necesario presentar iniciativas claras, alternativas realistas para los retos que afectan a la sociedad y preocupan a los ciudadanos, ofrecer soluciones a los problemas de la gente, diferenciadas y equidistantes de la retórica demagógica de los ultras, y, sobre todo, dejar de ir a remolque de la derecha.
Ya hemos visto las orejas al lobo, un lobo vestido con piel de cordero, dispuesto a hacerse el amo de la granja. Sin embargo, nos equivocaremos si apartamos la vista y dejamos toda la responsabilidad en manos de nuestros gobernantes, no pocas veces timoratos e irresponsables; erraremos si pensamos que lo sucedido no es más una tormenta de verano que pronto escampará y que no debemos preocuparnos, cuando en realidad es el embrión de un huracán.
Las políticas policiales, y no sociales, la restricción y el menoscabo de las libertades individuales con la burda excusa de defenderlas, la criminalización de la inmigración al asociarla torticeramente con el auge de la delincuencia cuando ésta es consecuencia de la marginalidad y no de la inmigración en sí, no sólo no ayudará a frenar el avance del ideario ultra, sino que lo alentará. Será como pretender apagar un incendio con materiales inflamables. Recordemos que el partido nazi también se presentó a unas elecciones y acabó en el poder en Alemania, valiéndose de las flaquezas del sistema y de la cobardía de la gente. Aprendamos de los errores del pasado, de ese viejo fantasma que hoy reaparece y que nunca debería haber resucitado.
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