En los países democráticos nadie cuestiona que la defensa de los derechos y libertades de las personas es un valor primordial que define a esas sociedades. Es algo que se da por hecho, casi como el respirar. A pesar de ello, y por cuestiones coyunturales, como por ejemplo, el atentado del 11-S, los gobiernos sienten a veces la tentación de imponer limitaciones o cercernar determinados derechos individuales. Lo realmente grave, sin embargo, es la inexistencia de esos derechos y libertades ciudadanas en buena parte del mundo.
Frente a las democracias se alzan los totalitarismos del más variado signo, desde dictaduras militares hasta democracias de cartón-piedra, pasando por monarquías de opereta. Para estos gobiernos las personas son una pieza más en el engranaje estatal, nacional, comunitario (según la tendencia del país) y no individuos, es decir, alguien que piensa, decide y actúa por sí mismo y no en función de supuestos intereses colectivos o a las órdenes de sus líderes.
Un ejemplo grato al pensamiento totalitario es el de la organización de los hormigueros. Si se prende fuego en el hormiguero centenares de hormigas se dirigirán hacia él hasta apagarlo con sus cuerpos. Mueren sin pensar por el bien de la comunidad. La hormiga actúa como una célula anónima de un cuerpo mayor que es el hormiguero. Lo importante es el hormiguero, no la hormiga.
Para el totalitarismo el individuo carece de valor. En los sistemas totalitarios de corte nacionalista-racista, como la Alemania nazi o el Japón imperialista que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial, el tótem es la nación. Para el estalinismo el hormiguero era la revolución, la clase. Para el integrismo islámico el eje es la comunidad de creyentes. Así, tanto kamikazes como terroristas suicidas surgen de pensamientos totalitarios en los que se anula al individuo y donde éste carece de cualquier importancia, supeditándose totalmente al gran ideal, al sistema imperante, al hormiguero al que pertenece.
No nos engañemos. Esto, con matices, ha sido norma común a lo largo de la historia. Debe transcurrir aún mucho tiempo tras el oscurantismo medieval hasta el advenimiento de la Ilustración, cuando el individuo empieza a desligarse de la hasta entonces opresiva e inmovilista sociedad. Sigue formando parte del hormiguero, pero ya no es una especie de robot sin voluntad propia, una simple célula, sino que ya puede empezar a decidir su futuro por sí mismo, con independencia de los criterios que hasta entonces limitaban su vida: la nación, la religión, la comunidad. Algunos comienzan a temer los teóricos peligros del individualismo que esos cambios comportan. Más peligroso sigue siendo el gregarismo ciego y acrítico que disuelve a la persona en un todo común, para quien el individuo es un mero objeto del que disponer en función de los intereses del momento.
El siglo XX es pródigo en ejemplos de desastres cometidos por totalitarismos amparados en grandes conceptos: revolución, raza, religión, patria; frente a dichos conceptos el individuo no era nada, apenas un simple instrumento en su carrera desenfrenada hacia la destrucción o víctimas propiciatorias en ese mismo proceso.
Somos afortunados por vivir en lugares donde se respeta al individuo, donde las personas son más importantes que esos grandes conceptos, esas grandes palabras que a tantos han hipnotizado como un renovado flautista de Hamelin y que han servido de excusa para cometer tantos desmanes. Por desgracia, todavía son más los que viven en lugares donde mediante la manipulación de aquellas ideas se les niegan derechos y libertades que nosotros disfrutamos. Ojalá que eso empiece a cambiar en este nuevo siglo. Asimismo, ojalá que en nuestras sociedades seamos capaces de evitar el nacimiento y crecimiento de grupúsculos totalitarios, así como evitar las tentaciones limitadoras de derechos que sufren algunos de nuestros gobernantes.
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