Hace poco regresé a México de un viaje por Europa, donde tuve la oportunidad de participar en la Feria del Libro en Madrid y en Praga. Hice un recorrido por Alemania, invitado por la editorial Wagenbach, donde presenté un libro en institutos literarios y librerías de varias ciudades. Las profecías lanzadas por algunos tecnócratas hace diez o 12 años referentes a la muerte del libro y su triunfante sustitución por Internet, no se han realizado. Todo lo contrario. ¡Un triunfo de la humanidad! Nunca como los dos años anteriores las ferias del libro han tenido una concurrencia tan extraordinaria. Y lo extraordinario es que en esas ferias, como en las de Guadalajara y la del Palacio de Minería en la ciudad de México, los visitantes han sido en su mayoría jóvenes.
Al llegar a México me enteré por la prensa que el presidente Vicente Fox acababa de hacer declaraciones sobre un amplio programa de apoyo a los editores nacionales, es decir: un estímulo al libro. Pero unos días después leí también que el secretario de Hacienda insistía en gravar los libros; sus actuales declaraciones están salpicadas con términos insolentes y altamente despectivos, típicos de una persona obtusa e ignorante.
Ya meses atrás, cuando se discutía el nuevo régimen fiscal del gobierno, se presentaba una lista de productos susceptibles de aplicárseles IVA de 15 por ciento, entre ellos los alimentos, las medicinas y los libros; me quedé estupefacto por el concepto del libro que tenían algunos prominentes funcionarios del actual gobierno, entre ellos, varios subsecretarios de Hacienda. Su lenguaje, debo decirlo, era ya una prueba de que la gramática no era su fuerte. En el farragoso papiamento que manejan sostenían que el libro era un producto como cualquier otro. ¿Por qué entonces privilegiarlo sobre los demás? La comunidad cultural reprobó esas medidas.
La Sociedad General de Escritores de México (Sogem) y muchos intelectuales respetados en el país y en el extranjero manifestaron su rechazo a los gravámenes al libro con argumentos claros e inteligentes, insistiendo en el papel que estas obras han tenido en la historia de México, en la cultura y su evolución. El referente constante fue la gran hazaña cultural emprendida por José Vasconcelos, quien situaba al libro como el mayor impulso de una cultura viva y plural. A su tiempo, el Poder Legislativo votó contra esas medidas arbitrarias de Hacienda y parecía que la batalla había sido ganada.
Pero actualmente Francisco Gil Díaz, secretario de Hacienda, ha reiterado su ofensiva contra el libro, del modo más visceral. Si antes se consideraba un producto cualquiera ahora para él es un producto deleznable y obsceno. En sus declaraciones hay tal carga de odio contra la cultura y sus creadores, que le impide razonar. En esa postura ciega jamás logrará saber que la literatura, en especial la poesía, es el gran crisol del lenguaje. Encerrado papiamento burocrático y técnico no comprenderá que si no frecuentásemos a los clásicos o leyéramos a los contemporáneos todos hablaríamos como él y los suyos; que el lenguaje es una fuerza primordial en la vitalidad social, que cada gran poeta, cada gran autor, junto con el pueblo, enriquece y transforma el idioma. Que sin escritura todos seguiríamos comunicándonos con los rugidos y balbuceos de la caverna. Que sin Cervantes, Góngora, Quevedo, Darío, López Velarde, Borges, Reyes, Neruda, Paz y Rulfo, y tantos y tantos escritores, nuestro idioma sería infinitamente más pobre. "Cada poeta", dice Octavio Paz, "es sólo un latido en el río del lenguaje".
"La mentalidad totalitaria difícilmente acepta lo diverso; es por esencia monológica, admite sólo una voz, la que emite el amo y servilmente repiten los vasallos."
La mentalidad totalitaria se cristaliza en la ceguera de este tecnócrata que combate con ahínco el libro, a la escritura y a sus creadores. Es un ejemplo de esa mentalidad antihumana de la que hablaba y temía el gran Isaiah Berlín. De la clonación de este depredador podríamos sólo esperar un inmenso desierto de trivialidades y vulgaridad en el futuro.
Otro personaje, el legislador Diego Fernández de Cevallos, distinto al tecnócrata aunque de pensamiento igualmente totalitario (en una ocasión declaró estar casado sólo por la Iglesia y no por lo civil, porque el Registro Civil era institución juarista), manifestó su apoyo a la causa del secretario y vapuleó a escritores, historiadores y académicos que han criticado sus declaraciones, con el lenguaje opulento que acostumbra; se lamenta que no se pueda tocar a los intelectuales "porque se deshacen como terroncitos de azúcar". A diferencia de Gil Díaz, el tono de este parlamentario tiene siempre un tufo falangista. Su temperamento coincide con el de un contrarreformista radical, un oscuro cruzado de la causa carlista, situado dos siglos después en la vida política mexicana.
El gobierno y sus voceros hablan permanentemente de las virtudes del cambio. Pero los hechos las desmienten. El actual episodio nos señala una dirección a la estulticia, a someternos al lenguaje de la insignificancia. La campaña contra el libro y sus autores, inédita en la historia de México, me trae a la memoria el grito histérico con que el general franquista Millán Astray trató de hacer callar a Unamuno en el último discurso de su vida: ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!
Enviado por Federico Campbell: campbell69@terra.com.mx
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